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Berlín no es Alemania. Reconstrucción después de la herida del muro

Hoy recordaré la cicatriz que erosionó la vida de tantos alemanes, hasta hace no mucho, en la gloriosa capital Berlín . Oberbaumbrücke, un puente de cuento de hadas, donde parece  acunarse el llanto de los que intentaron cruzar la vergonzosa frontera.

/ 29 de septiembre de 2013 / 04:00

Antes de los muros de Facebook existieron otras paredes que ensuciar con mensajes de libertad, amor, fraternidad pero también odio visceral, rabia contenida y fobias indisimuladas. Aún hoy, también, lamentablemente existen muros que nos recuerdan a los humanos que algunos de nuestros iguales anhelan y desean la separación del género en razas, nacionalidades, sexos, confesiones religiosas… cualquier etiqueta es buena para recordar al otro que somos distintos, a pesar de tan iguales.

Pero no vengo, ahora, a hablar de los muros de hoy. No quiero pasear Palestina aunque me paseé el alma su herida de hormigón y violencia. No deseo esquivar la sombra de revólveres y perros de presa estadounidenses en eterna salvaguarda de su ciudadanía acosada en la frontera con México. No quiero perderme esperando el final de esa empalizada que desea dividir a los hombres, ni golpear el paredón contra el que son fusiladas las mujeres, en uno y otro extremo del mundo, sólo por ser mujeres. No. Hoy recordaré la cicatriz que erosionó la vida de tantos alemanes, hasta hace no mucho, en la gloriosa Berlín.

Muchos de ustedes (afortunados) no habían apenas nacido cuando caía el Muro de Berlín. Otros tantos (lamentablemente) conservamos el recuerdo de aquella noche histórica en nuestras retinas. Tiroteos de brazos desnudos, salvas de cánticos espirituales, bombardeos de esperanza y futuro surcaron el cielo berlinés la noche del jueves 9 de noviembre de 1989, mientras las huestes pacíficas de la concordia despedazaban ladrillos para volver a reunirse con los suyos, confinados hasta entonces al otro lado de una ciudad que por más que quisieron dividir, siempre fue la misma.

Aquella noche, ante la anticipada noticia del fin de las separaciones, miles de habitantes de uno y otro lado de aquel Berlín escindido durante ocho años por quienes decidieron transformar los restos de una ciudad arrasada en un tablero de ajedrez sobre el que ejecutar sus juegos de guerra (fría, pero guerra al fin y al cabo), invadieron de manera espontánea las calles y utilizaron todo lo que había a mano para derrumbar aquella infamia de ladrillo y alambre de espino.

Hoy, recorrer las enredaderas como calles y las plazas como asambleas de la capital alemana, es un ejercicio más espiritual que físico, y apenas podrás encontrar durante su ejecución recuerdos de ese pasado ominoso en que fueron sepultadas tantas esperanzas y despedazados tantos abrazos fraternos.

Porque Berlín no es Alemania, ¡créanme!

Berlín puede ser cualquier lugar del mundo, pero queda lejos del concepto que el común de los mortales tenemos de esa entidad llamada Alemania. Ahora que la animadversión de gran parte de europeos crece ante el férreo gobierno económico del gigante germano, como antaño se desbordó contra la barbarie del gobierno nacionalsocialista hitleriano, no estaría de más darse un paseo por Berlín.

Porque caminar las calles de la metrópoli reconstruida de las puras cenizas tras la Segunda Guerra Mundial, logra que el sentido de la orientación geográfica quede seriamente afectado.

Varios días llevaba, un servidor, en la capital germana, y había decidido pasar un puñado de horas de los restantes, antes del regreso al hogar, departiendo con el amable camarero caribeño del restaurante Viva Cuba, situado en Prenzlauer Berg, uno de los antiguos barrios soviéticos rescatados para la modernidad por numerosos inmigrantes de los que arribaron a las costas de hormigón y acero de la recuperada capital tras la caída del muro. Obvio explicar el tipo de platos que sirven en el citado local. El caso es que despedazaba entre mis dientes y jugos gástricos un delicioso guiso de vaca frita con frijoles cuando, sin previo aviso, como los criminales y los abejorros, estampó en mi entrecejo un aguijón de vértigo e insolencia la mirada de una increíblemente bella joven hindú. Intuí que era hindú por el sari que vestía y por la profanación oscura de su mirada, desordenada por el bindi carmesí que engalanaba su frente. Vladimir, el camarero, había comenzado a canturrear un son de la época prerrevolucionaria de la isla del Caribe, tal vez por llamar la atención de la beldad que había irrumpido en el local.

Vladimir se me acercó y, evidenciando que mi campo visual ya sólo enfocaba a la joven hindú, me invitó a que la invitase a tomar asiento en mi misma mesa.

Él, prometió, prepararía un mojito cubano al que la joven no podría negarse y después… después tú ya sabes. Sonreí a Vladimir con cierta complicidad pero preferí darle campo libre y dejarle que intentase seducir él mismo a la chica. Para evitar mayores tentaciones concentré mi mirada en el platillo.

No estaba dispuesto a pasar mucho tiempo en aquel restaurante. Me esperaban en Kreuzberg para tomar un café turco al albur de los aromas de kebab que enredaban las calles del barrio en que habitan la mayoría de emigrados del antiguo imperio otomano que pretendieron construir futuro en la vieja Europa.

Despaché mi cuenta permitiendo a Vladimir que se tomara su tiempo para devolverme el cambio. Intentaba, infructuosamente, comunicarse con la joven hindú. Él aún sólo habla español, con un marcado acento caribeño, ella parece no conocer muchas letras del alfabeto germano.

Salí del local y tomé Prenzbauer Alle hasta llegar a la Karl Marx Alle, que recorrería contemplando, como siempre, arrobado, los gigantescos bloques monolíticos que conformaron una de las avenidas de mayor y más grisáceo trasiego de los tiempos de la Guerra Fría. La vía que honraba el nombre del filósofo del comunismo fue, durante años, el casi exclusivo paseo que podían permitirse los berlineses orientales sin miedo a ser requerida su documentación y su intimidad por las hoscas y lóbregas huestes de la Stasi, el servicio de inteligencia y control soviético que la URSS aposentó en la dividida capital germana durante los años de la ocupación.

Cuando la monotonía grandilocuente de los edificios me comenzó a resultar, en cierto modo, indigesta, y tras comprobar que aún quedaba tiempo para mi cita, decidí desandar mis pasos para acercarme a la Alexanderplatz, bajo la que se halla el mayor búnker que la oligarquía nazi decidiese construir, y sobre la que se erige la mayor torre de comunicaciones televisivas de todo el continente europeo. A la sombra de dicha torre pasearon antaño los ciudadanos de la Alemania Oriental, y esparcen eructos, exabruptos y chorros de cerveza quienes parecen ser los componentes de la última saga de punkies, a pesar de su aspecto Sex Pistols, decididamente socialista. Puedes imaginar, al contemplarlos, que encaminan un inevitable proceso de extinción que convulsiona entre carcajadas huecas y camaradería violenta. Porque ese grupo de avejentados jóvenes gusta de compartir sus litros de cerveza y sus porros de hierba al paseante que decida prestar atención a sus relatos de tiempos pasados.

No puedo olvidar que Berlín fue digna heredera del movimiento squatter británico, iniciado en los 90, y los jóvenes de arete y cuero gastado de Alexanderplatz parecen felices de seguir ocupando un espacio público. Por algo era, antaño, esta plaza, el mercado del buey, de cuya mirada vacuna y vacua parecen ser herederos los guiños alucinados de estos jóvenes sorprendidos por el paso del tiempo.

Bajo la Alexanderplatz, dejando de lado la estatua de Marx y Bakunin en que gustan de hacerse fotos grupos escolares, hasta desembocar en Nikolaiviertel, el barrio que, tras la derrota del ejército nazi y la consecuente destrucción masiva de su capital, decidieron las autoridades convertir en una especie de Disneyland del pasado teutón. El milimétrico entramado de calles que lo conforman se ve coloreado por la arquitectura germánica de siglos vetustos, convirtiéndose en una deliciosa diacronía en el corazón de una ciudad que se erige en laboratorio de lo más excelso de la arquitectura contemporánea. Y es en una de sus plazoletas que me acribilla el estallido sonoro de un centenar de crótalos y la marea multicolor de un millar de saris hindúes. Resulta que un buen puñado de ellos que habita Berlín, celebra estos días uno de sus festivales religiosos y mi mirada, ansiosa por encontrar de nuevo la de la joven hindú que me desbarató los sentidos en el restaurante cubano, se pierde en una explosión de cánticos monocordes que enredan la etérea sinfonía corporal de una multitud que viste de fiesta y color las calles de lo que pretendía ser salvaguarda de los más puros estilos decorativos del pasado imperial germano.

La jolgoriosa turba desemboca en la ribera este del Spree, ese río bañado en remembranzas de sangre y nervio que divide las calles de la ciudad con mayor bondad de que lo hacía aquel Muro de la infamia, y yo decido tomar el bulevar más desprovisto de cuerpos humanos que localizo. Una calle que acompaña el curso del río y me llevará, sin remedio, hasta el Oberbaumbrücke, un puente como sacado de un cuento de hadas pero entre cuyas dos almenas parece aún acunarse el llanto de todos los que intentaron cruzar de un lado a otro de la vergonzosa frontera que separó, durante tantos años, los dos berlines, el este del oeste, el sueño de la realidad, la férrea opresión de la supuesta libertad.

Hoy día, el puente sirve de bucólico paseo y punto panorámico a no pocos turistas que se retratan con la falsa sonrisa del paseante despreocupado reflejando las aguas calmas del Spree.

Al otro lado, cruzando el puente, puedo internarme al fin en Kreuzberg, el actual barrio turco. Pero antes decido tomar Mühlenstrasse. En esta calle se conserva uno de los fragmentos de lo que fuese el Muro de Berlín. Fue en este largo segmento de piedra desvencijada donde el artista alemán Bodo Sperling logró permiso para evitar la definitiva demolición y transformar la pared de la vergüenza en lo que hasta hoy se conoce como East Side Gallery. En este museo abierto al humo de los vehículos y la mirada recelosa de los ciudadanos, más de un centenar de artistas de reconocido prestigio internacional dedicaron horas y esfuerzos a realizar murales que conmemorasen la libertad que quedó instaurada aquella noche de 1989 en que el muro, definitivamente, cayó. Paseando no logro alcanzar la concentración necesaria para admirar el supuesto genio de aquellos artistas, tal es el maremágnum de voces que enreda los alrededores profiriendo exclamaciones en lenguas tan dispares como el inglés, el japonés, el urdu o el árabe. Hoy es, la East Side Gallery, más un corredor atiborrado de decoraciones turísticas que un muestrario de arte moderno.

El intrincado babel de expresiones que profieren los turistas que hasta aquí se acercan para recolectar instantáneas con sus artilugios cibernéticos logra desorientarme, y he de cruzar el siguiente puente que me acerque hasta el barrio de Kreuzberg y, al fin, a la persona con que me he citado en un sucio cuchitril que sirve kebab caliente y calinosa Fanta naranja. Ignoro el nombre de esta nueva pasarela que reconduce mis pasos para salvar la corriente del Spree, pero no puedo evitar, de nuevo, sentir un torbellino de sentimientos encontrados al contemplar a los muchos ciudadanos que descansan sus horas de relax en las sillas situadas a orilla del río, en esa playa improvisada con que las autoridades han querido regalar a sus gobernados. Alguien me dijo que trajeron arena desde costas griegas, para mejorar la ilusión de vacaciones ribereñas a los falsos bañistas.

Una vez en el corazón del barrio turco siento la tentación de tomar el tranvía que me acerque hasta Neukölln, aquel suburbio que, en los años 70, albergó los infiernos interiores de no pocos ejecutores de lo que serían los ritmos musicales de toda una década. Por sus calles paseó su necesidad de cocaína un demacrado pero aún iluminado David Bowie, en compañía de un atolondrado pero certero Iggy Pop. El ambiente de sus tugurios incendiados de humo y ritmo propiciaría que aquellos dos genios de la música popular pariesen sendos álbumes que pasarían a la historia como inimitables contenedores de himnos juveniles que, los que ya tomamos la recta de la mediana edad, aún podemos recordar en noches de melancolía y alcohol.

Pero a la sombra de unos tilos distintos de los de Unter den Linden, la refinada y anacrónica avenida por la que gustaban de pasear sus caballos imperiales los alemanes de antes de la guerra, me espera una joven de labios golosos y sonrisa crepitante que nada tiene que envidiar a la hindú con que Vladimir pretendía emparentarme horas antes.

Allí está ella, en el interior de cochambre y aroma del Berliner Döner, esperando mi llegada para hacer el mandado al solícito camarero de mostachos chamuscados por el fragor de la leña sobre la que giran las carnes de pollo y cordero. Pedimos dos platos de kebab. De cordero, por supuesto. Al fin y al cabo me encuentro en compañía de una marroquí descendiente de beréberes que, desde que abandonó su tierra natal, no había olvidado el Aid el Kbir, la fiesta del cordero en que los musulmanes conmemoran el sacrificio de Ismael a manos de su padre… sacrificio desbaratado por un dios iracundo que otorgó al anciano profeta la oportunidad de sustituir a su hijo por un cordero recental. Las calles aledañas se ven desordenadas por un festival de pañuelos que marchitan las suaves facciones de numerosas mujeres musulmanas, y el dueño del local decide festejar nuestros besos invitándonos a una nueva remesa de Fanta naranja. Ignora que yo, lo lamento, hubiese preferido un buen vaso de vino Riesling, delicadamente fermentado a orillas del Rhin, en Alemania… pero… ¿acaso no estamos ya en Alemania? Tal vez, pueda ser, si nos atenemos a los límites políticos que las fronteras imponen.

Pero ella me sugiere apurarnos para que podamos acercarnos hasta el centro cultural Tacheless, en el Mitte, el antiguo barrio judío. Lo que hubiese sido sede la Organización del partido nazi antes de la gran guerra y había quedado destripado por los bombardeos aliados que pusieron fin a la misma, dio cobijo, durante años, entre sus muros ruinosos, a un amplio catálogo de artistas del desamparo y la radicalidad venidos de todos los puntos imaginables de una Europa que amenazaba, más aún que el edificio, con su definitivo derrumbe. Albergue de inofensivos alcohólicos, filántropos desfasados y okupas de sí mismos; guarida de músicos desquiciados, creadores plásticos y grafiteros posmodernos; madriguera de escultores, drogadictos y visionarios. El Tacheless ha  funcionado durante décadas como epicentro de la vanguardia berlinesa y, por qué no, mundial. Pero ha decidido cerrar sus puertas. Y lo hace con un concierto, que se promete multitudinario, de un célebre cantante egipcio al que acompañarán un grupo de percusionistas senegaleses.

Ella tiene razón, he de dar por finalizado mi vaso de refresco naranja y apurarme para entrar en el Tacheless por la puerta grande, la del bar Zapata, en que tomaré varios chupitos de tequila antes de penetrar la herida fresca de una multitud hambrienta de libertad, dentro de esta festiva llaga a medio cicatrizar que es el Berlín actual. Una ciudad que albergó un muro como una bofetada de espanto en que no pocos adalides de la libertad decidieron plasmar sus artísticas creaciones.

Hoy que ya no quedan muros en las cercanías, aquí, en el Tacheless, la gente dispara sus cámaras fotográficas para, acto seguido, colocar tales instantáneas en ese otro muro que hemos decidido crear, ladrillo a ladrillo, tantos humanos. Espero que no se equivoque la Historia y evitemos transformar el muro de Facebook en una trinchera de ladrillos pixelados bajo la que esconder nuestros miedos e inseguridades. Porque Facebook no es el mundo, al igual que Berlín no es Alemania. Berlín es muchas ciudades y cualquier visitante puede elegir aquella en que más a gusto se encuentre. Porque cualquiera de estas urbes puede pertenecer a cualquier nación mundial, siempre que no sea ésta Alemania.

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El paseo de la línea

Una pintura de Raul Lara

Por Ariel Mustafá R

/ 9 de junio de 2024 / 11:41

Quienes conocían a Raúl Lara (1940, Oruro — 2011, Cochabamba) dicen que siempre estaba dibujando. Que lo hacía con lo que tenía a mano y que sus eventuales modelos —sujetos y objetos— no se sabían inmortalizados por un lápiz o un bolígrafo, o tal vez sí y preferían mantenerse en ese espacio de ser y no ser. De pronto ser un dibujo de Lara se convertía en una ambición. Ambición inimaginable hoy, como el nombre de esta exposición —Raúl Lara, entre líneas y sueños inimaginables, que se exhibirá hasta 25 de junio en la galería Altamira (c/ José María Zalles Nº 834 Bloque M4, San Miguel, en La Paz)—, bautizada, por cierto, por su esposa Lidia, y sus hijos Ernesto y Fidel.

Entonces, de pronto toma vida una frase de Paul Klee, para quien dibujar era “sacar una línea a pasear”, y eso es de lo que hoy somos testigos con esta muestra. 48 dibujos en diferentes técnicas, algunos con golpes de color, la mayoría no. Creemos reconocer en ellos algunas de sus obras y algunos de los momentos que dieron forma a una carrera artística que a cada paso creaba personajes que hoy son viejos conocidos nuestros.

Diríase que son bocetos, pero no, son obras acabadas que a veces se parecen en algo a pinturas coloreadas con los azules y rosados tan afines al Maestro, pero las que hoy vemos no pueden ser esbozos o ideas, no pueden serlo porque se ve en ellas la magia de quien decía “Ay, si pudiera dibujar solamente”.

Quien se acerque a la muestra y se detenga ante alguno de los dibujos, descubrirá escondidos pequeños detalles, hallazgos que querrá comunicar a quien esté cerca, porque lo que vale no es guardar el secreto sino expandirlo a viva voz para que el disfrute sea general. Y si además se tiene suerte, con algo de cuidado, encontrará algunos textos de su puño y letra, mensajes encriptados, reflexiones al azar y, perdido por allí, un número de teléfono que seguro el Maestro, a falta de papel, anotó a la volandas.

Por eso elegimos Raúl Lara para festejar nuestro octavo aniversario. Porque su obra enriquece la Galería Altamira y su presencia está viva sacando a pasear esa línea de la que Klee nos hablaba.

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Tú no eres Dylan Thomas ni yo soy Patti Smith

‘The Department of Tortured Poets’ es el álbum de Taylor Swift, de más de dos horas de duración, con 31 nuevas canciones

/ 9 de junio de 2024 / 10:55

Si bien The tortured poets department: the anthology está repleta de frases sueltas memorables que dicen más que las canciones donde habitan, es probable que el título de esta crítica refleje mejor que cualquier otra frase el valor de este disco doble para la carrera de Taylor Swift: todavía no estamos al nivel de estos poetas.

Se dice que los críticos de cine son cineastas frustrados que envidian aquello que critican. Lo mismo podría decirse de los críticos de música. Swift especialmente suele recibir un peculiar ataque por parte de los críticos mayores (viejos arriba de los 40) con cada nuevo disco que publica. Incluso otros artistas, el último siendo el cantante de Pet Shop Boys, Neil Tennant, suelen desmerecer la calidad artística de Swift.

El departamento de poetas torturados es un disco doble con 31 canciones originales, dos de los cuales son duetos y tiene una duración total de aproximadamene dos horas. Hablar de este disco desde mi lugar generacional (viejo de 40) involucra aceptar cosas que son reales para esta nueva generación: la letra y la artista son tan importantes como la música que hace.

Tú no eres

Los fotógrafos dicen que para llegar a la fotografía perfecta hay que sacar 99 fotografías antes de que sean fracaso. 31 canciones nuevas es bastante y no todas llegan al lugar deseado. Lo primero a decir es que ese vínculo colaborativo con Aaron Dessner y Jack Antonoff en letras y producción ya cumplió su ciclo. La mayor falta que tiene el disco es que los temas tienen una misma fórmula. Los sintetizadores matan las canciones por lo menos en dos ocasiones, y la falta de instrumentos de apoyo, cuerdas especialmente, hace que ciertos momentos emocionales pasen desapercibidos. Prueba de ello es que los temas donde otros artistas invitados cooperan son los temas que saltan al oído de inmediato y de buena manera. El tema que abre el disco, Fortnight, junto a Post Malone, es un gran momento pop. Taylor funciona excelente en dueto junto a una voz masculina, y el estilo de voz de Malone calza como guante con el tema. El video musical, dirigido por la propia Taylor es un magnífico ejemplo del potencial de la artista para el audiovisual, además de ser, irónicamente, un tributo a la película La sociedad de poetas muertos.

El tema dos, homónimo con el título del disco, tiene uno de los párrafos más bonitos que he leído en mucho tiempo dentro de la música actual: “sacas el anillo de mi dedo medio para ponerlo donde la gente pone el anillo de bodas y eso ha sido lo más cerca que ha estado mi corazón de explotar”. Es un texto honesto, bien escrito que aparece unos segundos en la canción, pero causa un impacto memorable, especialmente si has vivido algo así alguna vez.

Taylor Swift

Y es que esto es lo mejor y lo peor del disco: increíbles frases o párrafos, incluso líneas y palabras, joyas de poesía, atrapadas en temas innecesariamente largos, densos o repetitivo.

De nuevo, no hay nada malo con tener un disco doble de nuevo material, pero Taylor Swift todavía no es Paul McCartney o Billy Corgan. Temas como So long London, loml (genial rima de legendario con momentario), So high school, I hate it there, imgonnagetyouback, The albatross y How did it end?, son tan genéricos que hasta los más swifties lanzan un suspiro de cansancio al escucharlas. Eso no reduce el impacto que temas como My boy only breaks his favourite toys o la favorita de todos, Florida!!! (sí, con tres signos de exclamación) sean tremendos aportes a su discografía y demostraciones de que su sentido del humor más mordaz está mejorando. De hecho el tema compuesto junto a Florence Welch —y según los créditos del librito, también con Emma Stone— es una bella y divertida canción escapista. But Daddy I love him con sus casi 6 minutos (el tema más largo del disco) es personalmente la mejor canción del disco. Es un himno perfectamente moldeado para las nuevas generaciones de mujeres que desde temprana edad están luchando por su igualdad y respeto en un mundo que sigue haciendo mansplaining sobre cómo deben verse en roles de hija/novia/hermana/compañera/mujer. El tema, entre la letra y la actitud de la narradora, es inspirador y de los pocos momentos en el disco en los que letra y música van de la mano con la actitud correcta de comerse al mundo. Mi impulso inmediato fue dedicárselo a la mujer que amo como una forma de decirle que pienso que ella es más fuerte que yo como persona, justamente por ser mujer.

Disco

Pero un disco de Taylor Swift es casi por obligación un diario de desamores y aquí tanto Joe Alwyn y Matty Healy (cantante de la gran banda 1975) tienen varios momentos de vergonzosa mención. Fresh out of the slammer, Down bad (con la bella línea que dice “fuck it I was in love”), Peter (“dijiste que ibas a madurar y volver a buscarme”), I can fix him (no really i can), The Alchemy (bellísimo tema, pobre Travis Kelce), Who’s afraid of little me? o The bolter son estas confesiones predecibles de recuerdos melancólicos y decisiones inmaduras que ya estamos acostumbrados a oír en sus letras. Taylor tiene mejor tino cuando usa sus letras para contar historias autoconclusivas, como thanK you aiMee, que es una rabiosa queja a una hater (Kim Kardassian?) con la cual, en letra por lo menos, agradece por impulsarla con sus críticas (hay una parte brillantemente escrita donde habla que de seguro su hija cantará la letra sin saber que es una queja contra su mamá). Es una buena canción porque pese a ser correcta es rabiosa también. Cassandra es otro tema que muestra una voz y una letra más maduras e imagino que es el camino que seguirá en su siguiente disco, como una versión de Lana del Rey joven y optimista.

Momentos

El disco lo cierra The manuscript, que no está mal, pero hubiera sido mejor la canción anterior, Robin, que es de lejos la segunda mejor canción de todo el disco. Es una canción que transmite de forma completa la intención de todo el disco: vivir la melancolía de vivir sin caer en la depresión, saber y entender que el dolor es parte de amar, de conectar con otros.

Taylor más que una artista es un fenómeno mediático donde los foros pasan horas incontables hablando de todo lo relacionado a ella. Como hay swifties aguerridos hay también haters obsesionados. Estos últimos son los que han promocionado las noticias y críticas de que el nuevo disco no es lo mejor de Taylor y es una muestra del cansancio que debería tener el mundo con ella. Obviamente viene un swiftie y escupe esta blasfemia.

Poetas torturados es un buen disco y el tiempo lo recordará como un punto de transición donde, con suerte, fue la última vez que usara esos horribles sintetizadores para abrazar por completo su rol de Bob Dylan femenino para estos tiempos. ¿Dije Bob Dylan? Quise decir la Patti Smith de estos tiempo

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PARA ELISA

El Papirri

/ 9 de junio de 2024 / 10:00

Era una tardecita tibia cochabambina cuando la conocí en la casa de mis amigos Mau y María de la Coperacha. Una robusta joven apareció con su sonrisa encantadora, ojitos de ardillita del bosque y aquella tonada mágica chapaca en el saludo. Entonces agarró la guitarra y cantó una canción rara, interesante, de esas que me gustan, había una intención armónica diferente en sus dedos y su voz… eran varias voces en una: se reía de un amor pasado mientras cantaba, se reía de la vida y cantaba, y Tarija llegaba en sus tintineos de mañana dorada.

Terminó de cantar y le dije: “Te invito a mi concierto”, como un niño invitando a su cumpleaños. Era febrero, el concierto se venía en marzo en el Teatro Nuna de La Paz, fue hace un año, parecen tres. Yo había terminado de componer una canción dolorosa, primaria, de mariachi cortavenas. Ese texto lo encontré en el rincón de mi compu como esperando: Te vas, en el peor momento/ con cálculo de pecho frío/ ¡Salud! por ese nuevo amigo / te burlas de mi olor a ungüento… Se la canté, mientras ella sonreía, se divertía con mis cantos jodidos.

Entonces llegó el concierto Camote, el Teatro Nuna de La Paz reventaba, nos habíamos visto un par de veces para repasar la ranchera y la querida canción Historia de Maribel. Ambas canciones no le favorecían mucho en el tono, pero Elisa, con toda fe, interpuso sus tremendos recursos vocales. Porque Elisa Canedo los tiene, y más allá de lo normal. Un timbre que se desparrama como en resolana en varios colores, un registro extenso, generoso. La canción Te vas sonó como tenía que sonar, con rabia de mariachi. Ella entraba en: Te vas con tu pasito esquivo/ chis chis, ya llegan a tu encuentro/ te vas con ese bicho feo, sacudo mi dignidad de muerto… Y yo con el sombrero de mariachi de mi papá, ese histórico sombrero que compró mi padre en el peor momento del exilio del ‘80, se lo compró nomas a un mariachi del Tenampa y sobrevivió a unos… a ver… 10 traslados. Mi padre llegó desde el DF a Lima con el sombrero puesto, su amigo el Chueco Céspedes lo esperaba en el aeropuerto, había decidido dejar el DF, era su tercer exilio, llegó a Lima bordeando los 70 años a vivir con su amigo y qué mejor que llegar con su sombrero de mariachi.

Con Elisa Canedo nos vimos luego en septiembre, en su chura Tarija. Contra todos los malos vientos, decidí hacer la gira Mirando al Sur, iniciando en Tarija hasta el Santiago querido. Sin embargo, el ambiente tarijeño era hostil, el Teatro de la Cultura tenía un alquiler similar al del Nuna, pero sin sonido, luces… ni personal. Llevar un solo musico significaba un monto similar al alquiler, muy difícil de sostener. Elisa allí se comprometió como amiga, apoyando al veterano Papirri en su aventura incierta, en su metida de pata completa. Entonces me fui directo y al grano publicando en las redes el maltrato al artista nashonal, la directora de cultura tarijeña respondió a la tambaleada ofreciendo un intercambio: yo tocaba en la plaza de Tarija un día antes del concierto a cambio del pago del sonido. Ahí estábamos con Elisa en medio de la plaza tarijeña a las 11.00 am, con cara de donadores de sangre. “Esto parece una pesadilla”, me decía nerviosa. Cumplimos con aquel compromiso extraño, con una plaza llena de gente en movimiento que no nos daba mucha bola.

El asunto es que llegó el concierto chapaco. Elisa tuvo la fineza de alojar a mi bajista que llegó de emergencia, no hubo otra. Teníamos la mitad del teatro vendido, justo para pagar cuentas. Igual reventamos con Te vas cantando juntos: Ya, plis, sigue tu camino/ mira que yo me voy de retro/ risitas sobre mis dolores/ cosquillas sobre mi tormento/Ya, plis, no me llames nunca/ en este instante te bloqueo/ tu duermes en un hombro nuevo/ yo brindo con nuestros recuerdos… Y le cascamos la hermosa Pascua en una versión que hizo lagrimear a mi Carito. La misma versión tocamos este miércoles 29 de mayo en un patio cochabambino muy bien decorado, con mucha gente aplaudiendo a Elisa Canedo, que dio un gran concierto.

Fue recién que la descubrí como cantautora. Sus canciones me dejaron feliz, conforme, por fin algo interesante, nuevo, personal y de ñ’eque en la canción boliviana; por fin una autora que llega a la gente desde su alma profunda, con su voz de fuego y luna, original y sin miedo. Elisa demostró ser una artista actual, una figura  que se viene con todo, agárrense los de la rutina fácil, por fin llega un canto nuevo desde lo viejo, renovado y con raíces, una propuesta sonora y poética personal sin recelo, con esta Elisa Canedo y su hermosa sonrisa, con su voz desparramando luces interculturales, con su actitud lucida que canta: Que te vaya bien/ que te pise el tren/ que te vaya mal, ya tienes con quien…

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‘El Huayllas’, vuelta al ser

El arte de Álvaro Álvarez Huayllas pasó de las paredes de la ciudad a las galerías. En ese camino busca su propio estilo.

El Huayllas

/ 9 de junio de 2024 / 09:49

Componer variaciones en música clásica implica imaginación y fantasía para alterar la melodía y la armonía original. Sandro Álvaro Álvarez Huayllas, más conocido como “El Huayllas”, está en búsqueda de su propio estilo. Dibuja variaciones sobre el pentagrama de la ciudad. Lleva más de 50 murales en las calles y el doble en interiores. Ahora salta a las galerías. El aerosol sigue en la mano.

Comenzó haciendo dibujos/copias de un libro de trabajo de su madre. Estudió para ser administrador de empresas y lo dejó. Estudió para ser estadístico en salud y abandonó. Se apuntó a la carrera de Bellas Artes en la Academia y salió rajando, decepcionado. Abrió una galería en la calle Jaén y comenzó a retratar a los personajes de la calle más linda de La Paz: a los Ernesto Cavour, Rosita Ríos, Medina Mendieta, Mamani Mamani.

Entonces el arte callejero (“street art”) llamó a su puerta y los murales —el gran formato— cautivaron su ser. De la barra stronguista de la curva sur (volverá a pintar pronto al “Chupita” Riveros y a Lucho Galarza en el estadio Rafael Mendoza Castellón) pasó a los muros. Fue después de tomar —a inicios de siglo— un curso de pintura mural con el colectivo/red Apacheta (con los Justo Tola, Sofía Chipana, Gustavo Limachi, Ramiro López Massi, Edgar Mamani Cocarico, Blas Calle, Weimar Terrazas, Gustavo Quispe, José Tito Condori, Félix Tupac Durán, Nelson Verástegui…)

«El Huayllas»

Una mujer de pollera baila con una matraca en la mano y una cerveza en la otra. Me hace recuerdo a los retratos maternos de Cristian Laime Yujra. Un acrílico sobre mantilla bordada lleva la memoria a los objetos de Roberto Mamani Mamani. Unos sombreros borsalinos intervenidos parecen firmados por el arte contemporáneo y conceptual de José Ballivián. Un retrato figurativo (que no llega al hiperrealismo) se asemeja al talento innato de Rosmery Mamani Ventura. Un niño mira como miran los niños de Vidal Cussi. “El Huayllas” se confiesa: “estoy tratando de encontrar mi propio estilo, hago arte urbano a caballete”. La segunda muestra de Álvarez Huayllas se puede ver hasta el 18 de junio en la Alianza Francesa del barrio paceño de Sopocachi (avenida 20 de Octubre esquina Fernando Guachalla). La exposición —compartida con el chuquisaqueño Julio Escóbar— se llama Diálogos populares.

Los últimos trabajos del Huayllas han sido para dos boliches: un Señor del Gran Poder en el restaurante Morena de la calle Illampu esquina Santa Cruz y un retrato en el café del hostel 440 de Achumani. Su penúltima exposición (también colectiva) ha tenido lugar en la galería AR°T de San Miguel.

México

En 2015 Álvarez Huayllas se va a México con una beca de grabado, pero vuelve con el arte callejero y el mural entre ceja y ceja. Es miembro fundador —junto a otros once artistas callejeros— del colectivo de arte y política Cementerio de Elefantes. Nota mental: no deja de ser curioso que artistas callejeros estén recorriendo el camino inverso de los muralistas mexicanos de hace un siglo cuando abandonaron los museos, las galerías y los espacios cerrados convencionales por las calles. Khespy o “El Huayllas” son dos de ellos y van con todo.

— ¿Y cuáles son las diferencias entre el indigenismo de las élites de hace un siglo de los Cecilio Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, David Crespo Gastelú, Marina Núnez del Prado y compañía y los de ahora?

—Los de antes pintaban y esculpían cholas tristes, indios apesadumbrados en blanco y negro, limosneros en las calles, aparapitas explotados en grises. Tratamos ahora de cambiar eso, pintar indios felices, cholas empoderadas que gastan el dinero producto de su trabajo duro, bailando y tomando. Soy un retratista de mi tiempo. Mi estilo pasa por dar emoción y movimiento a los personajes populares y ancestrales de nuestro pueblo. No hago estatuas con dientes. Busco hacer diferencia, que el público reconozca mi estilo.

Arte del Huayllas

El “nuevo” indigenismo habla desde su propia voz, ha tomado el poder de las paletas y se pinta a sí mismo. Ya no son retratados por clases racistas/clasistas con mala conciencia, sino por ellos mismos. No están ni oprimidos ni derrotados. Los ocres oscuros va desapareciendo, como los dinosaurios. No se ven —apenas— clichés ni estereotipos. Los personajes están de fiesta, con la cabeza en alto desde la profundidad de sus saberes ancestrales. Explotados de color, ríen. Han dejado de ser “naif”. Han crecido. Se apropian de espacios antes prohibidos.

El paternalismo maniqueísta ha sido sepultado o va camino de ello. La idealización romántica es cosa del pasado. Los rostros indígenas no son estilizados/embellecidos en poses poéticamente falsas, sin humor. Ahora —en el arte del “Huayllas”, por ejemplo— vemos amor y complicidad, orgullo verdadero y autoestima, emoción y movimiento; miradas sublimes hacia adentro, no desde afuera. “La chola ya es digna de por sí”, remata Álvarez Huayllas.

Galerías

En el camino de las calles a las galerías, el “Huayllas” ha perdido el miedo. Abstrae más y mejor. Experimenta. No siente la necesidad de hacer murales para el “Instagram”. Ni algo comercial para un boliche o una marca. Deja de lado el pequeño detalle. Tiene/goza (de) más libertad. Sin egos, sin ataduras, sin reglas, como en los “graffitis”. Llega a los espacios cerrados con las lecciones aprendidas de los callejones y las esquinas donde lo malo se borra y se olvida (y lo bueno se respeta). “La ciudad es como un chango que se tatúa y luego se tapa o se altera”. El aerosol es una herramienta más, tanto o más digna que el tinte, las acuarelas o los acrílicos. El arte llega de la calle. El respeto está o no está, no se coquetea.

¿Dónde comienza un “graffitero” y donde arranca un artista plástico? “El Huayllas” responde con otra pregunta: “¿Dónde empieza La Paz? ¿en Viacha o El Alto?” Álvarez Huayllas es un traficante/hormiga, lleva y trae. Está a gusto entre esos dos mundos. Sus mandamientos han sido escritos en la noche, colgados en las alturas de un andamio. Sueña que su arte/estilo no sea tapado. Y que la gente diga en algún momento: esto es un “Huayllas”.

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‘El Huayllas’, vuelta al ser

El arte de Álvaro Álvarez Huayllas pasó de las paredes de la ciudad a las galerías. En ese camino busca su propio estilo

El arte urbano de ‘El Huayllas’. IMAGEN: DANIEL A. QUIROGA MIRANDA

/ 9 de junio de 2024 / 06:59

Componer variaciones en música clásica implica imaginación y fantasía para alterar la melodía y la armonía original. Sandro Álvaro Álvarez Huayllas, más conocido como “El Huayllas”, está en búsqueda de su propio estilo. Dibuja variaciones sobre el pentagrama de la ciudad. Lleva más de 50 murales en las calles y el doble en interiores. Ahora salta a las galerías. El aerosol sigue en la mano.

Comenzó haciendo dibujos/copias de un libro de trabajo de su madre. Estudió para ser administrador de empresas y lo dejó. Estudió para ser estadístico en salud y abandonó. Se apuntó a la carrera de Bellas Artes en la Academia y salió rajando, decepcionado. Abrió una galería en la calle Jaén y comenzó a retratar a los personajes de la calle más linda de La Paz: a los Ernesto Cavour, Rosita Ríos, Medina Mendieta, Mamani Mamani.

Entonces el arte callejero (“street art”) llamó a su puerta y los murales —el gran formato— cautivaron su ser. De la barra stronguista de la curva sur (volverá a pintar pronto al “Chupita” Riveros y a Lucho Galarza en el estadio Rafael Mendoza Castellón) pasó a los muros. Fue después de tomar —a inicios de siglo— un curso de pintura mural con el colectivo/red Apacheta (con los Justo Tola, Sofía Chipana, Gustavo Limachi, Ramiro López Massi, Edgar Mamani Cocarico, Blas Calle, Weimar Terrazas, Gustavo Quispe, José Tito Condori, Félix Tupac Durán, Nelson Verástegui…)

Una mujer de pollera baila con una matraca en la mano y una cerveza en la otra. Me hace recuerdo a los retratos maternos de Cristian Laime Yujra. Un acrílico sobre mantilla bordada lleva la memoria a los objetos de Roberto Mamani Mamani. Unos sombreros borsalinos intervenidos parecen firmados por el arte contemporáneo y conceptual de José Ballivián. Un retrato figurativo (que no llega al hiperrealismo) se asemeja al talento innato de Rosmery Mamani Ventura. Un niño mira como miran los niños de Vidal Cussi. “El Huayllas” se confiesa: “estoy tratando de encontrar mi propio estilo, hago arte urbano a caballete”. La segunda muestra de Álvarez Huayllas se puede ver hasta el 18 de junio en la Alianza Francesa del barrio paceño de Sopocachi (avenida 20 de Octubre esquina Fernando Guachalla). La exposición —compartida con el chuquisaqueño Julio Escóbar— se llama Diálogos populares.

Los últimos trabajos del Huayllas han sido para dos boliches: un Señor del Gran Poder en el restaurante Morena de la calle Illampu esquina Santa Cruz y un retrato en el café del hostel 440 de Achumani. Su penúltima exposición (también colectiva) ha tenido lugar en la galería AR°T de San Miguel.

En 2015 Álvarez Huayllas se va a México con una beca de grabado, pero vuelve con el arte callejero y el mural entre ceja y ceja. Es miembro fundador —junto a otros once artistas callejeros— del colectivo de arte y política Cementerio de Elefantes. Nota mental: no deja de ser curioso que artistas callejeros estén recorriendo el camino inverso de los muralistas mexicanos de hace un siglo cuando abandonaron los museos, las galerías y los espacios cerrados convencionales por las calles. Khespy o “El Huayllas” son dos de ellos y van con todo.

— ¿Y cuáles son las diferencias entre el indigenismo de las élites de hace un siglo de los Cecilio Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, David Crespo Gastelú, Marina Núnez del Prado y compañía y los de ahora?

—Los de antes pintaban y esculpían cholas tristes, indios apesadumbrados en blanco y negro, limosneros en las calles, aparapitas explotados en grises. Tratamos ahora de cambiar eso, pintar indios felices, cholas empoderadas que gastan el dinero producto de su trabajo duro, bailando y tomando. Soy un retratista de mi tiempo. Mi estilo pasa por dar emoción y movimiento a los personajes populares y ancestrales de nuestro pueblo. No hago estatuas con dientes. Busco hacer diferencia, que el público reconozca mi estilo.

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El “nuevo” indigenismo habla desde su propia voz, ha tomado el poder de las paletas y se pinta a sí mismo. Ya no son retratados por clases racistas/clasistas con mala conciencia, sino por ellos mismos. No están ni oprimidos ni derrotados. Los ocres oscuros va desapareciendo, como los dinosaurios. No se ven —apenas— clichés ni estereotipos. Los personajes están de fiesta, con la cabeza en alto desde la profundidad de sus saberes ancestrales. Explotados de color, ríen. Han dejado de ser “naif”. Han crecido. Se apropian de espacios antes prohibidos.

El mural con el Chupa Riveros

Álvaro Álvarez Huayllas en un retrato por Daniel Alejandro Quiroga

‘Mallku’, ‘Diablo’

sobre borsalino) y ‘Mi socia’

El paternalismo maniqueísta ha sido sepultado o va camino de ello. La idealización romántica es cosa del pasado. Los rostros indígenas no son estilizados/embellecidos en poses poéticamente falsas, sin humor. Ahora —en el arte del “Huayllas”, por ejemplo— vemos amor y complicidad, orgullo verdadero y autoestima, emoción y movimiento; miradas sublimes hacia adentro, no desde afuera. “La chola ya es digna de por sí”, remata Álvarez Huayllas.

En el camino de las calles a las galerías, el “Huayllas” ha perdido el miedo. Abstrae más y mejor. Experimenta. No siente la necesidad de hacer murales para el “Instagram”. Ni algo comercial para un boliche o una marca. Deja de lado el pequeño detalle. Tiene/goza (de) más libertad. Sin egos, sin ataduras, sin reglas, como en los “graffitis”. Llega a los espacios cerrados con las lecciones aprendidas de los callejones y las esquinas donde lo malo se borra y se olvida (y lo bueno se respeta). “La ciudad es como un chango que se tatúa y luego se tapa o se altera”. El aerosol es una herramienta más, tanto o más digna que el tinte, las acuarelas o los acrílicos. El arte llega de la calle. El respeto está o no está, no se coquetea.

¿Dónde comienza un “graffitero” y donde arranca un artista plástico? “El Huayllas” responde con otra pregunta: “¿Dónde empieza La Paz? ¿en Viacha o El Alto?” Álvarez Huayllas es un traficante/hormiga, lleva y trae. Está a gusto entre esos dos mundos. Sus mandamientos han sido escritos en la noche, colgados en las alturas de un andamio. Sueña que su arte/estilo no sea tapado. Y que la gente diga en algún momento: esto es un “Huayllas”.

‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena
‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Daniel Alejandro Quiroga Miranda, Nicole Heiddy Quiroga y Ricardo Bajo Herreras

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