La mano que mece la silla
En el 68, tras un aparatoso accidente, a Jordán le costó encontrar unas muletas para caminar de nuevo.
La silla de ruedas en la que acaba de sentarse Enrique Jordán Villafuerte, un señor de 65 años y bigote mínimo, es reclinable, de madera y mimbre. Tiene alrededor de un siglo y forma parte del decorado de su negocio, un local situado entre las calles Landaeta y Jaimes Freyre de La Paz que está repleto de aparatos de fisioterapia: bastones, trípodes, andadores comunes, pedales tipo bicicleta para hacer rehabilitación y orinales plásticos.
La silla tiene en los costados dos ruedas enormes —como de carruaje—, se la compró por menos de 200 dólares a un tapicero del barrio de Miraflores y, desde entonces, siempre ha procurado tenerla cerca. “Al parecer, perteneció antes a una señora que decidió deshacerse de ella como pago por el barnizado de unas ventanas y algunos muebles. Y posiblemente el primer dueño fue alguno de sus abuelos”, especula, y luego dice que fue hecha de manera artesanal, que los pernos fueron colocados a golpes —sin máquina—, que tiene una amplia y cómoda plataforma para apoyar los pies, como los asientos de barbero viejos, y que sus ejes (de bronce) funcionan casi como el primer día.
Desde una silla de ruedas también se puede dominar el mundo. Se dice que la primera creada específicamente para que la utilizara un rey fue la de Felipe II de España en 1595. La primera autopropulsada —o rolling silla— vino de la mano de Stephan Farfler, un relojero parapléjico que en 1655 se desplazaba gracias a una manivela conectada a la rueda delantera de su artilugio. En la década de los 90, tras una estrepitosa caída mientras montaba a caballo, Christopher Reeve, el Superman más famoso del celuloide, se transformó en un superactivista que se trasladaba en su silla todoterreno para impulsar investigaciones en torno a las células madre que podrían ayudar a los tetrapléjicos. El físico británico Stephen Hawking se vale de una computarizada con sintetizador de voz para seguir difundiendo sus teorías vinculadas al espacio-tiempo. Y Enrique, a pesar de que nunca se ha visto obligado a usar ninguno de estos vehículos tan particulares, ha salido adelante gracias a la venta de cientos de ellos.
La rueda perfecta
En el 68, tras un accidente de moto, a Jordán le costó encontrar un instrumento para caminar de nuevo. Por aquel entonces, ni se le pasaba por la cabeza que años después los fabricaría él mismo: su padre tenía una firma especializada en materiales deportivos y nunca tuvo que ver con ninguno de los emprendimientos que se preocupan de los lisiados (de los huesos fracturados y los tobillos doblados); y él comenzó como cerrajero, armando puertas de garaje, molduras metálicas y barandales. “Hasta que un día vi en un programa de televisión que pedían una silla de ruedas para regalar a un tipo que estaba en un hospital, postrado, y me animé a fabricar una sin tener ni idea —recuerda—. Tardé un mes en acabarla, en terminar todas sus piezas”. Al poco tiempo, le encargaron 60 casi idénticas, y durante una temporada llegó a construir unas 600 al año.
En algunas de las fotografías que se ha tomado para Facebook, Jordán posa con la cabeza en alto encima de las sillas de ruedas que ofrece Cromobol —su empresa— desde los años 80. Enrique dice que preferiría no tener que utilizar jamás ninguna de ellas, y después comenta que lo único que ha empleado —hasta el momento— han sido unas muletas para paliar los efectos de un ataque de gota imprevisto que una vez le hizo ver las estrellas. Su padre, en cambio, quedó atrapado en un cuerpo que no siempre reaccionaba y, antes de morir, probó casi todos los artefactos que hay en su tienda: el burrito con cuatro patas para mantener el equilibrio, la cama adaptada, la silla de ruedas.
Según Jordán, sus sillas son mucho mejores que las extranjeras, más resistentes y más anchas que las que llegan como donación o de contrabando. “Y pueden utilizarse incluso en la carretera”, precisa. Para adaptar sus creaciones a la geografía paceña, inamistosa —y cruel— con los que no pueden estirar las piernas, ensayó con varios moldes hasta hallar la rueda perfecta. Y siempre está pendiente de lo que se hace afuera.
Hace algunos años, mientras visitaba un museo de Arequipa (Perú), Jordán inmortalizó a una de sus hijas junto a una silla de ruedas de puro fierro, de la época de la conquista. Y ahora sujeta aquella instantánea como si fuera un delicado trofeo. Mientras me muestra la imagen sonríe tímido, y luego asegura que las sillas que ruedan fueron un “invento revolucionario”. Un gran paso para la humanidad. Una obra artística.