La caída de Roma, la metrópoli lucha contra la Mafia
Una ciudad cosmopolita que lucha por revivir su pasado glorioso y se enfrenta a un presente complicado.
Pese a su pasado glorioso, la capital de Italia nunca ha sido un dechado de virtudes. Sucia, caótica y con unos servicios desastrosos, muchos pensaban que esa decadencia era la clave de su éxito. No era así. La mafia estaba detrás. Canibalizando desde los subsidios hasta el transporte público. Hoy, con los mafiosos en la cárcel, la ciudad lucha por revivir.
Al resguardo de un rincón discreto, un célebre juez se atreve a acompañar la confidencia con una copa de vino. “Mire”, concede al fin, “uno de los grandes problemas de la lucha contra las mafias es que cuando confiscamos unas viñas, un restaurante o cualquier negocio de los que la Cosa Nostra, la Camorra o la ‘Ndrangheta (organización criminal) utilizan para blanquear dinero, casi nunca somos capaces de hacerlos funcionar. Los trabajadores suelen quejarse de que, al fin y al cabo, con los anteriores propietarios vivían mejor”. La confesión resulta dramática para Italia. Sobre todo porque, al salir de la hostería, Roma, cada vez más sucia, más caótica, cada vez más asustada ante una decadencia que ya dejó de ser hermosa, se ofrece como ejemplo.
Mirando las puestas de sol
La capital de Italia —2,8 millones de habitantes, más de 10 millones de turistas al año— nunca fue un dechado de virtudes. Desde hace muchos años, hasta los visitantes más despistados se percataban enseguida de que los monumentos se caían, literalmente, a pedazos; las calles estaban sucias y llenas de baches, los transportes públicos eran un desastre y las autoridades hacían la vista gorda ante tantos abusos: carteristas en las líneas de autobuses más frecuentadas por los turistas —en especial, la 40 y la 64, que cubren el trayecto entre la estación de Termini y el Vaticano atravesando el centro histórico—, taxistas de aeropuerto a los que solo les faltaban el parche en el ojo y la pata de palo, pizzerías y heladerías abusivas —a la hora de cobrar y en el modo de invadir con sus anuncios el espacio público—, agentes de la ley cuya única misión parecía ser la de pasear y, si acaso, reconvenir como un padre bondadoso a quienes convertían las fuentes de Bernini en piscinas públicas, o a aquellos que congestionaban aún más el tráfico aparcando en zonas prohibidas. Bastaba, no obstante, con detenerse a observar durante un rato todo aquel desbarajuste para descubrir un cierto orden, una especie de contrapunto rebelde, anárquico y descreído a la vieja corrupción de los dos Estados que soporta —Italia y el Vaticano— y a una burocracia opresiva por gigante e ineficaz.
Durante varios años, décadas incluso, los romanos, al igual que el director de cine Paolo Sorrentino, optaron por no indagar mucho sobre los motivos del caos y concentrarse en “la dulzura de ciertas puestas de sol, en la inexplicable suavidad del clima y del estado de ánimo que solo Roma te consiente”. A propósito de su película La gran belleza, en la que trata de explicar Roma a través del cansancio de vivir del periodista Jep Gambardella, Sorrentino admitía: “Es una ciudad que en realidad no conozco y, de hecho, no quiero conocer en profundidad, porque como en todas las cosas que se entienden bien, el riesgo de la desilusión está siempre al acecho. Por tanto, me limito a intuirla, a atravesarla todos los días como un turista sin billete de retorno, y soy feliz así. Finjo no escuchar las críticas incesantes de sus habitantes ni creer las invectivas furibundas de los de fuera sobre la pobreza cultural y moral de la ciudad. Cobardemente, me tapo los oídos. No quiero que me arruinen el sueño”.
El sueño frustrado
Pero, de pronto, el sueño se arruinó. Dos operaciones consecutivas de la Fiscalía de Roma —en diciembre del año pasado y en junio— demostraron que hasta los romanos más críticos se habían quedado cortos. La vieja incógnita —¿hay mafia en Roma?— fue despejada de forma abrupta. De repente, empezó a tener explicación que la urbe estuviese siempre tan sucia, tan caótica, que todo el dinero destinado a las emergencias sociales —acogida de inmigrantes, atención a las familias en apuros— nunca fuera suficiente. La investigación de los fiscales arrojó luz sobre personajes inquietantes que conformaban un triángulo criminal destinado a adjudicarse los mejores contratos públicos. En un vértice situaron a Massimo Carminati, un viejo terrorista de extrema derecha, exsicario de la banda de la Magliana, apodado El Tuerto porque perdió un ojo en un enfrentamiento con la Policía. En el siguiente ángulo, a Salvatore Buzzi, un empresario de izquierda con grandes contactos en los bajos fondos, obtenidos tras pasar una temporada en la cárcel por matar a un antiguo socio. Entre los dos —el poder de la amenaza y la seducción del dinero— tejieron una extensa red de políticos y funcionarios a sueldo que se encargaban de procurarles los contratos más suculentos.
Un triángulo perfecto que la Policía no dudó en calificar como la quinta mafia de Italia, detrás de la Cosa Nostra siciliana, la Camorra napolitana, la ‘Ndrangheta calabresa y la Sacra Corona Unita, de Puglia. Fue bautizada como Mafia Capital. Su jefe, el viejo terrorista, tenía incluso una filosofía que se inspiraba en la Tierra Media de Tolkien: “Los vivos están arriba, y los muertos, abajo. Y nosotros estamos en el medio. Porque en este mundo de la Tierra Media todos se encuentran. A los del mundo de arriba les interesa que alguno del mundo de abajo les haga cosas que no puede hacer nadie, y entonces todo se mezcla”.
La decadencia de Roma pasó en cuestión de días de ser un achaque crónico, una tertulia de café, media página de vez en cuando sobre Il Messaggero, a convertirse en una enfermedad mortal, una discusión global, un motivo de interés para los principales diarios internacionales. Ya no había manera de seguir fingiendo. Las más de 80 detenciones y los centenares de indagados —entre los que destacan el anterior alcalde, el exfascista Gianni Alemanno, y un subsecretario del gobierno de Matteo Renzi— sacaron a la luz una realidad terrible. Tras la belleza de Roma se oculta una maquinaria de corrupción que se nutre incluso de la desesperación de los más débiles. En la infinidad de cooperativas —tildadas “de izquierdas”— manejadas por Salvatore Buzzi se adjudicaban los contratos para recoger la basura, limpiar los parques, gestionar los campamentos de refugiados, pero los fondos reales terminaban convertidos en una ilusión óptica. La emergencia social se convirtió en el mejor de los negocios. “Con los inmigrantes”, llegó a reconocer un detenido durante una conversación grabada por la Policía, “se gana más que con la droga”.
Y, entonces, sucede lo más curioso, algo en lo que apenas se ha incidido, pero que da sentido a la confesión del juez italiano implicado en la lucha contra el crimen organizado: “El Estado casi nunca logra hacer funcionar las empresas confiscadas a las mafias”. La detención de la cúpula de Mafia Capital, la identificación de sus cómplices y de sus prácticas, no provoca una mejoría en la situación de la ciudad. Ni siquiera la honestidad de su actual alcalde, Ignazio Marino, un cirujano especializado en trasplantes, con una brillante carrera en Estados Unidos y elegido en las listas de centro-izquierda, logra emitir una señal de esperanza. Al contrario. Se producen dos llamativas circunstancias. Por un lado, todos aquellos que habían fingido ceguera —notables, líderes políticos y destacados periodistas incluidos— se curan de pronto y empiezan a señalar todos los males físicos y morales de Roma. Por otro, los servicios que ya funcionaban mal —los trenes, el metro, los autobuses urbanos, el recojo de basura, la inhibición policial hacia los rateros de diversos pelajes— ahora ya parecen definitivamente colapsados. Como si, desde la cárcel y los despachos aún corruptos, el viejo terrorista, su compinche empresario y todos aquellos que, de chaqueta y corbata, han practicado durante los últimos años el saqueo sistemático de Roma se estuvieran vengando. La situación actual de caos absoluto conduce a una escena de La gran belleza. Jep Gambardella, el periodista incapaz de sobreponerse —como la ciudad— a sus viejos tiempos de gloria, se sorprende por la detención de su vecino de ático, un tipo introvertido, vestido con los mejores trajes. “¿Usted quién es?”, le pregunta.
Y el vecino, esposado por la policía antimafia, contesta: “Un hombre trabajador que, mientras usted juega a ser artista y se divierte con sus amigos, hace funcionar este país. Yo hago funcionar este país, pero muchos aún no se han dado cuenta”.
Los que, en la Roma de Paolo Sorrentino, se vanaglorian de hacer funcionar Italia, parecen dispuestos a destruir la urbe para enviar el mismo mensaje: sin la mafia, el país no funciona. Durante los últimos meses, un pequeño y misterioso incendio en el aeropuerto de Fiumicino causó un caos que todavía persiste, las ratas han invadido la Fontana de Trevi — aún en obras, tras años de abandono—, los conductores de los autobuses y el metro han secundado huelgas encubiertas que generaron enfrentamientos a pedradas con los usuarios, las fuentes de la ciudad dejaron de ser limpiadas semanalmente y sus aguas se asemejan a las del Tíber, cuyas márgenes son desde hace años, un depósito de basura.
Según Matteo Renzi, quien sopesa la idea de hacer caer a un alcalde al que, como la mayoría de la población considera honesto, pero ineficaz, “Roma no se merece esto”. En un artículo en Il Messaggero, el premier urgía a Ignazio Marino a actuar ante el peligro de que el Ayuntamiento sea disuelto por infiltración mafiosa: “Los romanos se merecen un futuro a la altura de la belleza de su pasado y de sus sueños más hermosos”. La mayoría parece conformarse con un presente más modesto. Si acaso, un poco de asfalto para los baches y que el camión de la basura pase de vez en cuando.