El retrato infinito
Magda es capaz de dedicar más de media hora diaria a probarse ropa una y otra vez para posar ante su cámara.
Magda sonríe con una chaqueta negra de cuero y un chullo altiplánico. Magda sonríe con una musculosa con cremallera y un gorro de lana. Magda sonríe con una sudadera roja y una capucha sobre la cabeza. Magda sonríe con una bufanda amarilla y el cabello suelto. Magda sonríe con una chompa abrigada de color rosado y un tocado circular con diseños andinos. Magda sonríe con lentes de sol y una chaqueta como la de los toreros.
Todas estas fotos en las que Magda Verástegui Baldiviezo —uñas bien cuidadas, labios muy finos, ojos profundos, 37 años— es protagonista tienen algo en común: en ellas, mira a la cámara y nos enseña solo la mitad de su cuerpo. Esta administradora de empresas que maneja una compañía de carga prefiere los selfis que recurren al primer plano; y no se cansa de repetir la misma toma —el brazo estirado hacia el horizonte, la boca mostrando algunos dientes, el peinado con la raya a un costado— cientos de veces.
Magda asegura que los selfis son un reflejo fiel de su estado de ánimo. Para no dar pie a falsas interpretaciones, publica sus autorretratos en Facebook acompañados de frases de manual de autoyuda: “me siento bendecida”, “me siento enamorada”, “me siento genial”, “me siento estupenda”. Cree que es divertido compartir su alegría con los amigos. Y nunca se ha parado a pensar en su felicidad instantánea como una suerte de intriga —como una manera de alimentar la envidia de sus enemigos— porque considera que todos los selfis deberían hacerse eco de las energías positivas, de la “buena vibra”.
Cuando está de buen humor, Magda utiliza prendas con colores claros; para sus salidas nocturnas suele escoger un body, unos jeans y tacones de gala; cuando le invitan a un matrimonio, “lo fundamental es un buen peluquero”, bromea; de lunes a viernes, para ir al trabajo, suele agarrar un pantalón confortable; y siempre lleva dos o tres chaquetas y algunas gorras en la cartera para iniciar esas performances tan alocadas que luego le sirven como carta de presentación en las redes sociales. “Me acostumbré a cambiar de muda constantemente cuando era niña, como si fuera un juego”, me dice en un parque para enamorados, mientras ordena los atuendos que ha traído para la sesión fotográfica. Aquel divertimento inocente que pertenecía a la infancia, poco a poco, se convirtió en una rutina, y hoy es imposible entender a Magda sin un selfi de por medio.
La colcha de tigre
Según el humorista español Dani Mateo, los selfis son mucho más interesantes que el típico álbum de los abuelos: un acto de autoafirmación, un placer solitario, una especie de suero moderno contra el aburrimiento. Según los psicólogos, son capaces de generar ansiedad y depresión en personas que tienen una baja autoestima. Y según los expertos en marketing, terminan volviéndose un producto identificable con el paso del tiempo, como los maquillajes de Marilyn Manson o las curvas de gimnasio de Kim Kardashian.
Magda es capaz de dedicar más de media hora diaria a probarse ropa una y otra vez para posar ante su cámara, una Canon tipo turista que compró hace diez años. Uno de sus fondos favoritos es una colcha con la forma de una piel de tigre que suele colocar sobre dos cuadros menos llamativos que le permiten extenderla completamente. En ocasiones, usa una manta floreada igual de extravagante que combina mejor con algunas de las cazadoras de su ropero. Cuando está fuera de casa, se inclina más por los lugares emblemáticos —como el teleférico paceño o el Cristo de la Concordia cochabambino— y los parajes tranquilos —una arboleda, una plaza vacía, un bosquecillo—. A veces, se autorretrata en rincones un tanto anodinos, como la sala de espera de un aeropuerto. Y dice que la escenografía es lo de menos, que es más importante “expresar sentimientos”.
Magda piensa que los selfis tienen más de coquetería que de narcisismo. Ella a veces los utiliza en detrimento de los espejos —para ver si su look es el adecuado para salir a la calle o de fiesta—, y hace imprimir los más bonitos porque en la computadora “todo se pierde”. De cada nueve o diez autorretratos, apenas comparte un par de ellos digitalmente. Y cuando uno observa todos juntos en su muro de Facebook —gracias a esa opción que los ordena como si fueran las celdas diminutas de una colmena—, cree estar en presencia de una silueta clonada con decorados distintos (de un retrato infinito).