Tupiza en mí
No sé por qué ultimadamente cuando estoy medio en bajón invoco a Tupiza. Será tal vez porque en mi infancia feliz Tupiza fue el primer verdor, la primera humedad. Al día siguiente de concluir el año escolar tomábamos el tren desde la difunta estación paceña recorriendo cuatro días hasta llegar a Tucumán, donde la familia gaucha esperaba en un cuadrito feliz.
El vagón era castaño, a diferencia de los verdes bolivianos, viajábamos en camarote doble; todo, todo era sorpresa y júbilo. Cuando la locomotora aullaba mi corazón pulsaba radiante despidiendo a los íntimos con sus pañuelos, cada vez más pequeñitos. Subir a El Alto en chucuchucu era de cuento, mamá había comprado muchos Condoritos para darle duro a los rieles. Luego venía el altiplano y sus amarillos disímiles, sus cielos plomos, su arcoíris chorreando luz, sus rayos de temblar.
A medianoche despertaba el frío, era la parada de Uyuni que hacía parpadear los dientes. Yo me prensaba a la cintura de mamá y salvaba asustado aquella heladera de cóndores. Al mediodía y en súbito, el sol derretía hielos y nos sonreían los primeros cerros colorados, los iniciales verdores. Asomaban cañadones hermosos, caballos galopando, sauces y saices, tamales gozosos, choclos áureos, calorcitos renacidos y el letrero de la estación que decía: Tupiza. Y aunque faltaban aún dos días de viaje ya sentía los abrazos anhelantes de mi familia argentina.
Años más tarde, saliendo bachiller volví a Tupiza por invitación de mi mejor amigo de la época. Mi padre había sentenciado que saliendo del colegio debía trabajar y me consiguió una pega que consistía en enumerar momias en el Museo Tiwanaku, trabajo que me hartó rápido, ante todo por la momia de mi jefe que no me dejaba ni hacer pis. Allí apareció el amigo tupiceño diciendo: “Vámonos a mi pago a pasar las fiestas”. Cerré el escritorio, marqué mi última tarjeta y agarrando tres pilchas trepamos al tren de la infancia percibiendo el suspiro resignado de mi padre, quien comprendió mi nostalgia en su resplandeciente viudez. Ya no era el camarote, pasillo nomás era. Hicimos un grupito bullanguero con jóvenes tupiceños hijos de ilustres familias. El más fregadito sacó un termo repleto de té con té y se armó. Afloró la guitarra y le dimos con todo aprendiendo bellas coplas tupiceñas con toda facilidad como si fueran de mi pago. Años después supe que se llamaban el Rompe cantarito, Tonada para Remedios, y que eran del inspirado compositor tupiceño Willy Alfaro.
Al día siguiente repaso uno de los chaquis más calamitosos, pues desperté con un máuser en la frente y un soldadito aymara obligándome a caminar hacia un vagón habilitado como celda donde se encontraban mis amigos tupiceños con caras de corderos degollados. No sé qué quilombo había pasado con el que cobraba los boletos, el asunto es que llegamos a Tupiza directo a la cárcel, con las manos arriba mientras las mamás gritaban su bienvenida. ¡Qué papelón, che…!
De la celda fueron saliendo uno por uno los changos y, claro, se olvidaron del huérfano. Un día después llegó el hermano de mi amigo a sacarme y directo me llevó a las cangrejeadas, a bañarnos en el Toroyo, a galopar por los cañadones de Butch Cassidy, a zambullirnos en las acequias gritando el tango Cambalache, a mostrar el culo al tren.
La noche de Año Nuevo la pasamos en el hotel Reina Mora, allí mediante la “reja ” tupiceña me bautizaron como Búho y haciendo honor desaparecí con la luna de la mano de una señorita un poco mayor con quien nos revolcamos ardorosamente en un perdurable choclar. Nunca supe su nombre y a veces sus ojazos aparecen en mis sueños. Ya era la mañana del otro año cuando llegamos tocando anatas a la plaza, en mi tropa estaba nada menos que Alfredo Domínguez, a quien yo contemplaba durito y babeante. Creo que fue la última anateada del Alfredo. Éramos jóvenes, buenos, felices.
Este Año Nuevo volvimos a Tupiza y fue entrañable, pasamos la fiesta en la plaza, con el pueblo, bailando como waironkos, con la alegría de las anatas (nuestras tarkas andinas) y justo cuando las campanas anunciaban el nuevo año, del fondo de una nutrida comparsa chicheña apareció el abrazo profundo y sentido de mi hermano Willy Alfaro en pleno fragor de la esperanza: bailamos hasta el amanecer. Aplacando la última euforia apareció el Parpolo con unos tamales sudorosos y radiantes, un chapuzón en la piscina de los Mitru dio fin a un 2017 perdurable. Luego llegó la Fiesta de Reyes, cantamos con los cerros colorados de fondo y en la tarde vino la cabalgata por el valle de los machos hasta la puerta del diablo, en un paisaje planetario de nunca olvidar.
- El papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta