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6 años en una carpa

La vigilia de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad recuerda un pasado doloroso que aún no se desvanece.

/ 10 de octubre de 2018 / 04:01

Seis años, un mes y quince días. En el popular paseo de El Prado de La Paz, a la altura del Ministerio de Justicia, hay un reloj que marca el tiempo con una velocidad particular y que, a diferencia de otros de la sede de gobierno, lleva la esperanza de detenerse en algún momento, al finalizar aquello que esperan quienes han hecho suyo el mecanismo de este cronómetro.

Hay otros relojes en la ciudad, como el del puente de la Pérez Velasco, que por prolongados meses estuvo detenido y que tal vez por eso ahora ya casi nadie mira para saber la hora (se han hecho más confiables los celulares). Si bien para el reloj de la Pérez Velasco su detenimiento ha significado su derrota, que el reloj que está en frente del Ministerio de Justicia se detenga —por manos de sus impulsores, claro— significará una victoria.

Una victoria como la que se quiso mostrar cuando se ajustó el reloj del edificio de la Asamblea Legislativa Plurinacional, que avanza hacia la izquierda —“al revés”, dirían algunos—. Aunque en palabras del excanciller David Choquehuanca, “el reloj del sur revaloriza la cultura propia”, un símbolo del actual orden gubernamental.

Quizás hay algo en común que estos dos aparatos tienen con el que se ha instalado en el céntrico paseo paceño: las personas que atraviesan estos lugares parecen no tener el tiempo suficiente para detenerse a observar y escudriñar su naturaleza, quienes sí lo hacen suelen ser turistas armados de cámaras fotográficas y sonrisas despreocupadas. Y si bien el reloj de la Pérez Velasco puede haber dejado de ser un artefacto útil, tanto el de El Prado como el de la plaza Murillo pretenden transformarse en algo más que símbolos.

Cuando se camina por El Prado es inevitable no advertir —poco antes de arribar al Ministerio de Justicia desde la Pérez Velasco— el rostro dibujado en blanco y negro del asesinado y desaparecido líder del Partido Socialista (PS-1) Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuya mirada parece fijarse en quien se acerca, mientras las palabras “verdad – justicia – reparación – no más impunidad”, pintadas en colores rodeando su faz, parecen gritar algo que va más allá de su significación.

En este lugar, donde los ocasionales transeúntes se ven casi obligados a descender a la calzada para circular, se ha instalado una carpa que ocupa un espacio de entre seis y siete metros de longitud y más o menos dos de ancho. Delgados y amplios pedazos de cartón prensado y venesta unidos entre sí forman las paredes delanteras y transversales de la “estancia”. Las paredes traseras, que limitan con las jardineras, son calaminas sostenidas en pie gracias a aparentemente ligeras vigas de madera clavadas de manera horizontal sobre un pequeño cimiento de ladrillos pegados con cemento. El techo también está armado con calaminas de zinc, de él penden tres focos encargados de iluminar cuando la luz natural se desvanece.

La carpa está dividida en tres partes: la central es la más grande, en dirección a la iglesia María Auxiliadora está el dormitorio, y donde se halla pintado el retrato de Quiroga Santa Cruz es una minúscula cocina con una pequeña mesa cuadrada que sirve de comedor. El dormitorio está cubierto por fuera con plásticos de color blanco, para proteger el lugar de las intempestivas y a veces furiosas lluvias paceñas; un colchón y unas cuantas frazadas acompañan al tambaleante foco que le corresponde. En la cocina hay una pita donde se cuelga ropa y en la parte más alta yace extendida una bandera boliviana envejecida con pedazos faltantes en el rojo y el amarillo, mientras que en el verde se nota más la presencia de un polvo que no se pudo quitar.

Quien quiere visitar este lugar ingresa por la parte central, la más grande e importante de la carpa, a través de una breve puerta que es todo el acceso al mundo exterior y allí hay una mesa grande, otra pequeña y varias sillas. En las paredes cuelgan recortes de periódicos, fotografías de víctimas y victimarios frente a frente, las demandas que los tienen en esta permanente espera y una cruz que lleva dentro de sí los nombres de quienes han fallecido a lo largo de esta vigilia. Este lugar es la entraña del reloj que marca, ahora: seis años, un mes y dieciséis días.

La tortura

Una mano anciana a la que le falta un dedo cuelga el letrero junto a una bandera boliviana —otra menos maltratada por el tiempo y con un escudo de la patria en medio— allí donde está la puerta de ingreso; el letrero es la pantalla que marca el tiempo transcurrido. Seis años, un mes y diecisiete días. El avance de las manecillas del reloj no se detiene.

“Escapar, desaparecer, eso ha sido toda mi vida”, dice Julio Llanos Rojas, antes, por 1964, dirigente minero en Colquiri y ahora, en esta carpa que es, podría decirse, la oficina central de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad, presidente de una asociación de personas de la tercera edad que, como él, esperan justicia. “He vivido momentos muy dramáticos”, acota, con un suspiro mitad cansancio mitad tristeza, “momentos que no me gusta relatar, pero que a usted se los voy a contar”.

Llanos cierra los ojos como si los párpados se le hubieran hecho muy pesados, se toma la nuca la cabeza calva (que todavía tiene algunos cabellos canos rodeando las orejas) con ambas manos y está listo para hundirse, una vez más, en la memoria que le hace agachar la mirada para contar su verdad. Abre los ojos de nuevo y algo ha sucedido más allá del enrojecimiento de la esclerótica, parecen haberse empequeñecido, las pupilas levemente dilatadas emergen de la oscuridad a la repentina luz. Muestra su mano izquierda a la que le falta la mitad del dedo medio y dice: “De esto también voy a hablar”.

Cuenta que después del golpe de René Barrientos, en noviembre de 1964, se vio obligado a escapar de la mina de Colquiri por miedo a represalias. Estuvo escondido en Cochabamba hasta agosto de 1965. Llegó a pie a la ciudad de Oruro para luego salir exiliado del país e ir a China, donde se preparó militarmente para organizar una resistencia contra las dictaduras. Atrás dejó a su familia. Retornó a Bolivia en 1966 y vivió en la clandestinidad hasta 1969, cuando fue detenido.

Al llegar a este punto de la narración, la voz de Llanos, como antes lo hiciera su mirada, se quiebra. Ha repetido innumerables ocasiones su historia, pero es como si cada vez que lo hiciera fuera la primera que la recuerda. Nuevamente las manos van a la cabeza, se posan en la calva como si quisieran evitar un posible estallido.

“Había un Benavides, uno que dirigía”, dice; el quiebre en la voz ha sido domado, las manos reposan otra vez sobre sus muslos, pero un par de lágrimas escapan de sus ojos. “Este Benavides le pidió 500 dólares a mi esposa. No des ese dinero, le dije a ella, a través de un contacto que teníamos. Pero ella consiguió algo y dio ese poco”. Un atisbo de bronca vieja consigue borrar más lágrimas que se aproximan. Llanos cuenta que lo sacaron en una vagoneta y que dieron varias vueltas por la plaza Murillo. Cuando el coche se detuvo, vio a sus tres hijos varones y a su compañera de vida. “Esos son tus hijos, ¿no ve?, me dijo ese Benavides”, prosigue su relato, “¡carajo, nunca más los vas a ver!, gritó”.

Después le pusieron una bolsa en la cabeza y lo llevaron a la zona Sur para interrogarlo. Llanos vuelve a mostrar su mano izquierda. Relata que había “un señor Lanza”, un paramilitar que estaba borracho y armado con una bayoneta. En medio del vaho alcohólico, Lanza se puso a jugar con el filo de su arma. Le ordenó a Llanos que extendiera los dedos y se tapó los ojos mientras probaba suerte con la mano del prisionero y su bayoneta sobre una mesa. En uno de esos movimientos, el filo de la cuchilla encontró el dedo medio, que quedó colgando de la mano sangrante del cautivo.

No cuesta imaginar el grito de dolor del herido en medio de una oscura habitación llena de suciedad, el grito retumbando en las paredes húmedas de la prisión, los rostros impávidos de los demás soldados. Cuando lo retornaron a su celda, Llanos intentó curarse o, por lo menos, evitar una infección con lo único que tenía disponible, orines suyos y de sus camaradas arrestados. Un día después, otro paramilitar, al ver que el dedo le colgaba, lo llevó al médico. No quedaba otro remedio que la amputación y, aparte de eso, ingentes cantidades de yodo sobre la herida era toda la solución posible.

“Pero hay más cosas”, insiste Llanos, “para contarlo todo haría falta más tiempo”. “Las torturas”, repite, y lleva, una vez más, ambas manos a la calva, pero en esta oportunidad chocan con sus sienes como si se tratara de platillos, de esos que usan los músicos en el Carnaval de Oruro o en Gran Poder, atrapando una cabeza y resonando a pesar de ella, “tantas torturas”.

Quiere decir algo más, recapitula las veces que estuvo detenido: “Seis”, dice usando la mano la mano izquierda, el dedo ausente también es un número. “La última vez estuve cuatro meses en San Pedro”.

Cuenta de cuando sus dos hijos estudiaban en la escuela Max Paredes —no quiere hablar del tercero que murió en circunstancias “que no sé si ahora me animaré a contarle”—. Los niños lloraban y la directora del establecimiento les preguntó qué les hacían, ellos respondieron que su padre estaba preso por ser comunista. Relata que llamaron a su esposa y le dijeron: “Señora, aquí no entran comunistas”, y expulsaron a los niños del centro educativo.

Vivían en inmediaciones del mercado Hinojosa y los niños no dejaban de llorar. Con el casero que les alquilaba la habitación sucedió algo similar y éste también le advirtió: “Señora, se van ahorita porque vienen los agentes y violan a mis hijas”.

“Después, nuestra casa estaba en medio de un canchón”. Llanos fuerza una risa y vuelve a pronunciar la palabra “casa”, rectifica: “Vivíamos en un cuartucho, eso no era una casa, no. Un día nos avisaron que venían los tiras. Yo alisté mi pistola”. Hace una pausa y explica, en un tono de voz distinto: “Así era en la dictadura, era mi vida o la del otro”, y continúa, recobrando el tono anterior: “Alisté mi arma y se la di a mi hijo. Ellos patearon la puerta y, cuando mi hijo los vio se orinó. Hasta sus 22 años seguía orinándose en los pantalones cada noche”. Las manos extendidas vuelven a golpear en las sienes la cabeza que recuerda, como castigándose por el esfuerzo. “Ya no quiero hablar”, dice. “Ese trauma con mis hijos, ¿acaso se puede pagar?”

La larga espera

Mientras Llanos contaba esta experiencia, desde el exterior llegaba el sonido de las risas y el escándalo de los colegiales que acababan de salir de clases, estrépito que se acoplaba con naturalidad al permanente ruido de los automóviles, la gran mayoría vehículos del transporte público que no cesan de atravesar esta arteria de la ciudad en todo el día.

Es inevitable recordar una nota del noticiero de Bolivisión: “Carpas provocan molestia en El Prado”, donde el reportero entrevista a varios jóvenes. “Incomoda porque queremos pasear”, afirma una universitaria, “queremos caminar bien, pero le da un mal aspecto”. Otra joven dice: “Estorba a las personas extranjeras, a las personas que vienen a visitar La Paz, que es una ciudad maravilla, da mala imagen”.

indiferencia y la frivolidad de los tiempos modernos es avasalladora. Surge la pregunta: “Y las personas que caminan por aquí, los estudiantes, por ejemplo, ¿alguna vez les preguntan qué es lo que ocurre en la carpa o por qué están aquí?”.

Contesta Llanos: “Claro que sí, y nosotros recibimos a todos, también visitamos colegios, decir que hemos ido a 100 es poco. También hemos ido a la Universidad Policial y hasta al Colegio Militar a contar cómo nos hacían dormir sobre la bosta de los caballos, pensábamos que no íbamos a salir vivos de ahí. A ver andá a decirle eso a un militar en su casa, pero hemos salido, son otras generaciones”.

Acota Victoria López: “Hasta vino a visitarnos el famoso El Killer, pero yo le voy a contar eso más adelante”.

Llanos dice que cuando empezó esta vigilia frente al Ministerio de Justicia, allá por marzo de 2012, la población era mucho más solidaria con ellos, inclusive la Iglesia, pero que, poco a poco, con el transcurrir del tiempo, han ido olvidándolos, y muestra una caja donde tintinean varias monedas, “pero todavía hay quienes vienen y nos colaboran con su aporte”.

El tiempo nunca se detiene para un sencillo artefacto que pretende medirlo con exactitud, el gris reloj marca: Seis años, un mes y dieciocho días.
Victoria López, bajo la pronta penumbra de un nuevo anochecer, enumera: “Lo que le pedimos al Estado es ineludible y es constitucional: restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición. Muchos creen que estamos aquí por unas cuantas monedas, pero nuestro pedido va más allá, lo que pedimos es que se investiguen los crímenes y se castigue a los culpables”.

La voz de Victoria es firme, sus palabras medidas y bastante ordenadas, como si estuviera leyendo un texto que nunca se aparta de su mirada, los ojos observan al interlocutor casi sin parpadear. Ella también tiene una historia de sufrimiento que contar, el peso de la memoria la obliga a hablar luego de haber enumerado las demandas de los ancianos que van hacia los siete años de espera en estas carpas.

Cuenta que era estudiante universitaria y dirigente de la Federación Universitaria Local (FUL) de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), además de miembro del Partido Comunista Marxista Leninista, cuando sucedió el golpe de Hugo Banzer el 21 de agosto de 1971, acción que —afirma— “arremetió contra la juventud. Debemos recordar que se bombardeó y se cerró por dos años la UMSA, no podemos olvidar que los universitarios fuimos quienes más resistimos (a la dictadura) junto a los trabajadores mineros”.

De pronto la voz firme y clara que contaba su historia se oscurece un poco: “La primera vez que me detuvieron fue con mi madre y con mi hermana menor, que tenía seis o siete años. Vivíamos en Sopocachi Alto en unos dos cuartos y los paramilitares allanaron la casa, destrozaron las cosas y se llevaron algunas de valor. A mí me llevaron a una oficina del Ministerio de Gobierno y me dijeron que esperara en un sillón. Escuchaba gritos de dolor provenientes de un cuarto vecino. Luego salió un joven sostenido por dos soldados, tenía el rostro ensangrentado, casi irreconocible, pero yo lo reconocí, era el compañero universitario Juan Carlos Rossell”.

Hace una pausa en su narración para recordar los lugares que se utilizaban como sitios de interrogatorio y de tortura, recobra el sobrio tono de voz y enumera: “Donde ahora es la Prefectura, también la casa de la calle Comercio esquina Ayacucho, las celdas subterráneas del Ministerio de Gobierno, también donde ahora se reúne la Asamblea Legislativa y todos los cuarteles. Así era, compañero periodista, el toque de queda desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana. Los paramilitares andaban en sus vehículos apresando a la gente, si alguien se animaba a protestar era apresado y torturado”.

Baja la mirada para volver a sus recuerdos, la voz firme vuelve a ensombrecerse. “Mi madre buscó ayuda en muchas partes para liberarme. Fue a visitar a Emma Obleas, la esposa de Juan José Torres, que también había tomado el poder por un golpe pero que era diferente, era de izquierda, incluso había restituido la mitad del salario que Barrientos había despojado a los mineros por su apoyo económico a la guerrilla del Che. Ella le dijo a mi madre que no podía hacer nada. No había iglesia, no había Derechos Humanos, no había nadie a quien recurrir. Nadie”.

Victoria detiene su relato. Se oyen voces de gente que camina por El Prado y los eternos bocinazos de los automóviles. Entonces prosigue, esta vez con un cambio más profundo en la entonación, aletargada pero no dubitativa. “Me torturaban tres o cuatro paramilitares en cada interrogatorio. Era una humillación terrible, manoseo a mis partes íntimas, golpes”, pausa su historia, “ellos querían nombres, pero yo no iba a delatar. Mi mayor preocupación era mi madre y mi hermana, decían que les estaban haciendo lo mismo que a mí. Así era también la tortura psicológica”.

La expresión de Victoria es similar a la de los demás ancianos que esperan resguardados por la fría sombra y el precario abrigo que les procura la carpa, una expresión de cansancio, de aburrimiento, pero también de fuerza a pesar de la edad avanzada, todos mayores de 80 años, a excepción de Victoria, que va por los 70.

“Era dirigente sindical cuando sucedió la dictadura de Luis García Meza”, prosigue su relato, como si no hubiera habido una pausa histórica entre un gobierno de facto y el otro, “siendo joven soporté las torturas de Banzer, pero con García Meza me torturaron de tal forma que ya no quería vivir. Estaba embarazada, eso les decía, ‘estoy esperando familia’, pero no les importaba. Me golpeaban y me violaban los tres o cuatro que me interrogaban”.

Victoria no puede contener un profundo suspiro, es imposible frenar las lágrimas, pero el relato conserva su sobriedad. “Ya había perdido al hijo que esperaba, ya nunca más pude ser madre, no tengo hijos, eso se lo debo a García Meza y a Arce Gómez que, recuerdo, personalmente se hacía cargo de las torturas hacia mi persona en el Ministerio de Gobierno. Ya no tenía ganas de vivir. Me dejaron inconsciente botada en la calle, alguien me llevó hasta el Hospital General y me registraron como NN. Lo peor fue que después tuve que firmar una declaración que decía que me trataron muy bien mientras estaba detenida, que me habían proporcionado medicamentos, lo contrario a lo que habían hecho, por mucho tiempo tuve que ir a firmar un libro de asistencia en el Ministerio de Gobierno”.

Luis Arce Gómez era el ministro del Interior durante el gobierno militar de García Meza (1980-1981), es recordado por palabras que quedaron grabadas con fuego en la atribulada historia nacional: “Todos aquellos elementos que contravengan el decreto ley tienen que andar con su testamento bajo el brazo, porque vamos a ser taxativos, no va a haber perdón”.

A su mando tenía grupos que habían sido instruidos por Klaus Barbie, el nazi criminal de guerra más conocido como El Carnicero de Lyon. La voz amenazante de Arce Gómez, registrada en videos de la época, todavía provoca escalofríos: “Las fuerzas de la ultraizquierda no se dan cuenta del poder que tiene este gobierno”.

Más de 10 años después, el 21 de abril de 1993, la Corte Suprema de Justicia de Bolivia condenó a 30 años de cárcel sin derecho a indulto al exministro por alzamiento armado, genocidio y delitos contra la libertad de prensa. Cárcel que cumple en el presidio de Chonchocoro, adonde también fue destinado el ya fallecido Luis García Meza tras un juicio de responsabilidades por los mismos delitos.

El día del golpe militar, el 17 de julio de 1980, en el denominado Operativo Avispón, se tomó la Central Obrera Boliviana (COB) y se hirió con una ráfaga de ametralladora a Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, todavía con vida, fue llevado al Estado Mayor, el Gran Cuartel de Miraflores, para ser presuntamente incinerado.

Tanto García Meza como Arce Gómez coincidían en que ese asesinato se ejecutó por pedido del caído Hugo Banzer (1971-1978, de facto), contra quien Quiroga Santa Cruz pretendía iniciar un juicio de responsabilidades. También coincidieron en señalar que sus restos están enterrados en la cruceña hacienda San Javier, propiedad de Banzer, quien, en 1997, fue elegido presidente boliviano por vía democrática.

Arce Gómez incluso confesó ante medios de prensa que fue él en persona quien envió, en una caja, los restos del líder socialista en una avioneta con destino a Santa Cruz la misma noche del golpe.

García Meza indicó que quien disparó en contra de Quiroga Santa Cruz fue Froilán Medina, El Killer, quien fue atrapado en una casa en inmediaciones de la calle 35 de la residencial zona de Cota Cota de la ciudad de La Paz el 31 de enero de 2016.

La visita inesperada

El Killer era un suboficial del Ejército que había fungido como seguridad personal de Yolanda Prada, la esposa de Hugo Banzer. Fue enviado a Chonchocoro después de ser apresado. Sin embargo, hasta antes de su detención, se paseaba con total desenvoltura por las calles, llegando, incluso, a visitar a las víctimas de la dictadura en la carpa instalada frente al Ministerio de Justicia donde esperan por justicia, ahora, por: Seis años, un mes y dieciocho días.

“Se acercó aquí tres veces como se acercan otros ciudadanos”, cuenta Victoria López, hoy, una mañana de viernes. “Yo misma lo atendí y no lo reconocí, el tiempo también pasa para ellos”. Ella está de pie, observando una fotografía de Marcelo Quiroga Santa Cruz mientras mueve el azúcar de su taza de café. “El Killer nos preguntó si estábamos investigando a quienes habían cometido los crímenes de guerra y nosotros le respondimos, como a todos, no. Solo cuando lo apresaron supimos que él había estado aquí, sentado”.

“¿Vale la pena recordar la historia de nuestro sufrimiento?”, pregunta Victoria López y se responde: “Claro que sí, es nuestro testimonio”. “Somos la historia todavía viva de Bolivia”, dice Julio Llanos, “esa historia que varios afamados historiadores no se atreven a escribir”.
“Todo lo que tenemos es lo que nos ha pasado”, dice Julio César Sevilla.

“Yo ya no tengo esperanzas”, afirma otro de los sobrevivientes, un anciano que no ha querido contar su historia y que tampoco ha querido revelar su nombre, “pero estoy aquí”. “Claro que tenemos esperanzas”, responde Julio Llanos, “por eso estamos aquí. Y también estamos aquí para que nunca más se repita”.

“Las cosas tienen que cambiar”, opina Victoria López, “no puede ser esto”, y señala la fotocopia de una fotografía pegada en la pared donde se la ve a ella con una herida en la cabeza. “Esto me ha pasado hace poco”, cuenta, “cuando atacaron la carpa por primera vez, se ensañaron contra mi persona”.

“Creemos que han sido personas que están en este Gobierno”, dice Julio Llanos, “la Policía ha venido pero no han hecho ninguna investigación”. “Después han quemado la carpa”, añade Victoria López.

“Han rociado gasolina”, insiste Julio Llanos y señala hacia una mesa donde hay una máquina de escribir con las teclas chamuscadas, un teclado de computadora derretido y una impresora destrozada, luego hacia la fotocopia de un recorte de periódico, “así nos han atacado”.

“El 21 de febrero, cuando bloqueamos aquí afuera por el respeto al No del pueblo contra el gobierno de Evo Morales”, declara Julio César Sevilla, “han venido los policías y nos han reprimido”.

“Yo no entiendo por qué la Policía y el Ejército no pierden nunca esa mentalidad de golpear, de masacrar”, acota Victoria López. “Somos personas de la tercera edad, deberíamos estar protegidas por derecho”, agrega Julio Llanos.

Las cenizas

Por su parte, el Gobierno negó enfáticamente cualquier acusación en contra suya por la primera agresión y, luego de que el ministro Carlos Romero pidiera una investigación por el incendio, Bomberos indicó que el fuego había sido ocasionado por un cortocircuito en la conexión artesanal de la electricidad de la carpa.

Victoria López se sienta, bebe su café e indica: “Se ha pagado a 1.714 de 6.800 víctimas, estamos aquí por los que faltan”. Julio Llanos aclara: “A los demás nos han pedido requisitos imposibles de conseguir, testigos de tortura, certificados forenses de las violaciones que han sufrido las compañeras, pasaportes y documentos que nos han arrebatado”. “Están esperando que nos muramos aquí, en esta carpa”, exclama Julio César Sevilla.

El anciano que no ha querido decir su nombre se levanta y vuelve a darme un pequeño golpe en el hombro para conminarme a acompañarlo a la cruz que, en su interior, guarda los nombres de quienes han fallecido en la espera, lee, con mucha paciencia: “Felipe Mita Ticona. Antonio Zapata Gallardo. Abel Sánchez Aldunate. Antonio Guevara Valdez. Víctor Hugo Sandoval. René Albino Oros. Dionicio Fernández Callacagua. Ramiro Otero Lugones. Segundino Alberto Espinoza. Prudencio Carrasco Flores. Alfonso Nuñes Nogales. Jaime Alanoca Mollinedo. Alfredo Navarro Ortega. Zenón Barrientos Mamani. Juan Alvares Tintaya. Diva Arratia del Río. Aleida Callisaya Quispe. Máximo Lara Farrachol. César Villca Fernández. Bonifacio Surco Aliaga. Zenón Acarapi Cahuana. José Hurtado González. Miguel Casas Yujra. Jorge Frías Sigg. Roberto Flores Vega”, suspira, “veinticinco historias como las nuestras, no merecen quedar en el olvido”.
Seis años, un mes, veinte días.

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‘Viva mi patria, Bolivia…’

En 1963, el conjunto verde se coronó campeón de la Copa América y la cueca pasó a ser un himno nacional.

La hazaña boliviana en la Copa América 1963 IMAGENES: Libro '50 años de La epopeya'

/ 16 de junio de 2024 / 11:09

Apolinar Camacho compuso en 1939 la música y la primera estrofa de A Bolivia, deliciosa cueca grabada por el sello Odeón, de Buenos Aires, en 1946. El poeta y tenor salvadoreño Ricardo Cabrera le colaboró con el segundo y tercer párrafo. Como esas cosas desairadas por la suerte, enfilaba hacia el olvido. En la Copa América de 1963 alguien la desempolvó y empezó a pasarla en el estadio antes de los partidos de la Selección Boliviana, en La Paz y en Cochabamba. El equipo encadenó su marcha triunfal y la cueca, como impulsada por las placas tectónicas de la tierra, arrasó. Sacudió los corazones, extrajo lo más profundo de la bolivianidad. Sonaba ya en las radios y en los negocios de las calles comerciales, incluso se la oía resonar desde el fondo de las casas con su pegadizo estribillo. Una vez terminado el campeonato y consagrado por primera vez campeón de América el conjunto verde, el músculo de lo popular la rebautizó como Viva mi patria, Bolivia. Y la fuerza huracanada del fútbol la convirtió en un segundo himno nacional.

Fue la banda sonora que acompañó una gesta con repercusión inigualable. Ninguna de las otras 47 coronaciones del torneo generó tal fenómeno de entusiasmo y orgullo nacional. La Copa América era un acontecimiento en los pueblos donde se jugaba, aunque quizá en ningún caso como en este de Bolivia 1963, cuando la Verde se coronó tras vencer a Argentina y Brasil. Ese título en una nación futbolísticamente modesta alcanzó ribetes epopéyicos y tuvo tintes reivindicatorios. Toda Bolivia se lanzó a las calles, en pueblos y ciudades, en un frenesí que duró días.

“Esa conquista fue el suceso del siglo en Bolivia. El país estaba conmocionado y paralizado por la emoción”, evoca Miguel Velarde Tapia, periodista de los grandes, jefe de medios. El día siguiente a la coronación no fue decretado oficialmente feriado, pero nadie trabajó, la gente se lo decretó sola y siguió de festejo corrido. Fue una mezcla de feriado cívico con alegría de Carnaval.

“Las celebraciones duraron mucho tiempo, fueron 15 días de fiestas, agasajos, bailes en las calles”, contó Ramiro Blacut.

Como en los cuentos de hadas, antes del final feliz hubo un comienzo inquietante. 27 ediciones del Sudamericano se habían disputado ya, aunque nunca le había tocado albergarlo al país que sacó de su vientre el oro, la plata y el bronce que se llevaron durante el virreinato para enriquecer a España. Bolivia se preparó como nunca, quería abrirle sus brazos a todo el continente, mostrarle su rostro más bonito. Hasta canceló su temporada de fútbol de 1962 para abocarse a los preparativos. Se remodeló a nuevo el estadio Hernando Siles, de La Paz, y se mejoró ostensiblemente el Félix Capriles, de Cochabamba. Sin embargo, las asociaciones sudamericanas fueron remisas hasta el último momento. No querían enviar a sus equipos. Con tantos aprestos, la Copa estuvo a punto de naufragar. Bolivia había preparado la mesa, horneado hasta los pastelitos y nadie le iba…

El titular de la Federación Boliviana, el ingeniero Roberto Prada, asistió al Mundial de Chile a entrevistarse con dirigentes locales, de Argentina, Brasil, Colombia y Uruguay, con gente de la Confederación. Fue al Congreso de la Conmebol en Asunción, emprendió una larga gira país por país. Eran todos noes. La prensa boliviana hasta lo tomó para el churrete: “los viajes de Prada”, decía con sorna. Chile no acudió por motivos extrafutbolísticos (hasta hoy supuran las heridas de la Guerra del Pacífico), Uruguay alegó el tema de la altitud. Es que, por primera vez en la Copa América se jugaría en los 3.640 metros sobre el nivel del mar en que reposa la colonial y hermosa Nuestra Señora de La Paz.

La “mala fama” de La Paz comenzó en 1960, cuando Peñarol vino a jugar por la Libertadores. En Montevideo había vencido a Wilstermann 7 a 1 sin apretar el acelerador. Pero en La Paz apenas pudo igualar 1 a 1. Al año siguiente la Celeste debía enfrentar a la Verde por la Eliminatoria para el Mundial ‘62. Era a partido de ida y vuelta y el ganador iba a Chile. Uruguay lo consideró de cuidado y envió con antelación a dos médicos para que analizaran la influencia de la altura, los doctores Masliah y Protto. Volvieron con un dictamen contundente: “Es imposible jugar allí”. Aduciendo que no era conveniente jugar en tal altitud, se negó a viajar a la Copa América. Allí nació el debate sobre si se debía o no jugar al pie del Illimani.

La emoción casi provoca una tragedia. Una multitud invadió la pista del aeropuerto de El Alto a la llegada del avión que traía a los campeones desde Cochabamba.
La gente no aguantó y se lanzó a frenar el aparato.

En los demás países comenzó a circular el chiste de que los aviones no aterrizaban en La Paz, estacionaban. “Tanto se habló de este tema que nos cambiaron el nombre de la ciudad, antes era La Paz, ahora es La Altura de La Paz”, ironiza con su chispa Guido Loayza. “Casi hubo que suplicarles a todos que vinieran”, evocaba Cucho Vargas, el narrador número uno de Bolivia de todos los tiempos. Importaba especialmente que asistieran Argentina y Brasil, por lo que representan, por el imán para el público. Dos novias indecisas. A último momento comprometieron su palabra: “Vamos”. Y vinieron. Brasil, sobre todo, era esperado porque venía de clasificarse apenas unos meses antes bicampeón del mundo. Pero, para desencanto general, no trajo ni a Pelé ni a Garrincha, ni a los ninguno de los consagrados en Chile ‘62. Asistió con un remiendo: la selección mineira que en enero de ese 1963 se coronó campeona brasileña, con refuerzos juveniles de Río, San Pablo y Río Grande do Sul. Sí fue comandada por el técnico principal, Aymoré Moreira. Y Argentina no concurrió con el equipo del Mundial de Chile; Boca y River le dieron la espalda. No obstante, conformó una fuerza respetable. Hacha Brava Navarro, hercúleo zaguero de Independiente, fue el capitán. Era de esos que dejan la sangre en la cancha, la suya y la de los contrarios. El otro central fue Rafael Albrecht, notable jugador de Estudiantes y posteriormente de San Lorenzo. También actuaron el Gato Andrada, César Luis Menotti, Raúl Savoy, Mario Rodríguez, Carlos Timoteo Griguol, el Mono Zárate, punterazo de River y de Banfield, el Loco Lallana y Oscar Martín, férreo lateral derecho que en 1966 sería capitán del Racing campeón de la Libertadores. Grandes jugadores, aún cuando la mayoría hacía sus primeras armas en el campo internacional.

Total que, de no ir nadie, al final se juntaron siete selecciones. Bien. Sin embargo, las pálidas continuaban. En noviembre de 1962 había llegado a Bolivia el nuevo seleccionador nacional, Danilo Alvim, quien fuera el centromedio de Brasil la tarde infausta del Maracanazo en 1950. Por todos sindicado como un hombre reservado, sencillo y criterioso.

“Alvim sabía escuchar a los jugadores y, en una de las tantas charlas hablando de lo que era mejor para el equipo, lo convencimos de llamar a Max Ramírez, un gran jugador. Faltaban sólo cinco días para el partido inicial y lo llamó. Y fue titular”, relata Wilfredo Camacho, la estrella del campeón, un mediocampista con carácter y gol.

Chile no fue invitado por las rispideces históricas y por un conflicto entre ambos países por el uso del río Lauca.

Pero Danilo no arrancó mal, arrancó peor. En sus dos primeros partidos, ambos frente a Paraguay por la Copa Paz del Chaco, perdió 3 a 0 y 5 a 1, los dos en Asunción. Dos palizas que preocuparon hondamente, porque además estaba avanzado febrero. Faltaban apenas tres semanas para el debut, no se podía organizar la Copa y hacer un papelón. ¿Y entonces, qué…? “Afuera Danilo”, rebuznó cierto periodismo, tan afecto a ello. No consideraron que los futbolistas locales carecían de ritmo de juego, pues el campeonato local se suspendió por un año a causa de la preparación del torneo continental. Y el uno de la Federación, Roberto Prada, pareció darle la razón a la prensa.

“Habían decidido echar a Danilo, pero Cucho Vargas y Lorenzo Carri, los dos periodistas más influyentes del país, lo hicieron desistir”, interviene de nuevo Miguel Velarde. Reunidos con Prada, lo convencieron de que ya era demasiado tarde, sería peor el remedio que la enfermedad.

—¿Tanto era el predicamento de Cucho Vargas? —preguntamos.

—Era el número uno total. Para darte una idea: tanta publicidad tenía Cucho que, para no chocarse con sus transmisiones tuvieron que armar dos cadenas, una pasaba, por ejemplo, la publicidad de Coca Cola y otra la de Pepsi.

Y, aunque atado con alambres, Danilo siguió.

El gol más festejado en la historia de Bolivia: el de Camacho a Argentina que rubricó el 3 a 2 y dejó a la Verde a las puertas del título.

—Es absolutamente cierto— recordaba Vargas a los 91 años, con asombrosa lucidez— los dirigentes habían decidido sacarlo, pero con Lorenzo lo fuimos a ver y lo convencimos de que debía seguir, ya estaba encima el Sudamericano. Y pudimos salvarlo. No sólo eso, nos reunimos con Danilo Alvim y le hicimos ver que Ausberto García debía estar en el equipo. Él tenía un problema en la “azotea” (N. del A.: mental). En un partido por la Eliminatoria frente a Argentina, en 1957, Amadeo Carrizo le pasó la pelota por sobre la cabeza dos tres o veces, lo ridiculizó y Ausberto quedó como traumatizado, achicado, pero era un jugador fantástico, de mucha calidad, dominaba la pelota como los grandes cracks, jugaba con cabeza levantada… Danilo confiaba ciegamente en nosotros y lo convocó. Y García fue una de las grandes figuras del torneo, con goles espectaculares y actuaciones inolvidables.

Por fin, el domingo 10 de marzo el presidente de la República, Víctor Paz Estenssoro, izó la bandera en el Hernando Siles y dio por comenzado el torneo. Era el tiempo, aún, en que los presidentes podían dar un discurso y dejar inaugurada una Copa América o un Mundial. Hoy, cualquiera que baje al campo o se pare en su butaca recibiría la chifladura de su vida. Es el desprecio al poder, a la autoridad, que tan legítimamente se lo ha ganado.

Había más: se temió que no hubiera rival. Ecuador llegó con la lengua afuera el sábado a la tarde, unas 20 horas antes del cotejo inaugural. La preparación ecuatoriana fue lamentable. En medio de una desorganización total, hicieron un partido amistoso y cayeron frente a River, que lo aplastó por 8 a 1 en Guayaquil. Radios y periódicos pusieron el grito en el cielo: “¡Que no vayan…!” Comenzaron a presionar para que su selección no se presentara en la Copa América. Y lo deben haber pensado seriamente porque decidieron viajar recién a último momento. Tanto que casi no llegan a tiempo. Había temor de protagonizar un bochorno monumental. El desorden era completo. Los futbolistas se sentían abandonados. Faltaban apenas nueve días para el estreno en la Copa. Los técnicos, el argentino Mariano Larraz y el ecuatoriano Fausto Montalván, tuvieron el tino de no inventar nada (algo que fascina a los entrenadores). Conformaron el equipo básicamente con futbolistas de dos clubes: Emelec y Barcelona. La defensa barcelonista y el ataque emelecista. Y a otra cosa. Nada raro. Como diría el Puma Goity, “dos wines bien abiertos y un nueve que la meta adentro…”

El arribo de Ecuador al aeropuerto de El Alto les devolvió el alma a los organizadores. La no presentación del seleccionado tricolor hubiese supuesto una mancha de grasa en el impecable traje de lino que estrenaba Bolivia. Se tenía la certeza de vencer a Ecuador, pero se pretendía hacerlo en la cancha, no en un escritorio.

“Cuando armaron el calendario pusieron a Ecuador en el primer partido pensando que lo goleaban”, aporta Miguelito Velarde.

Y llegó la hora de la verdad, cuando empieza a rodar la pelota. Todo lo demás es esto: fútbol hablado, palabrerío que no sirve más que para un libro, un diario o una radio. O peor, para la televisión, el mayor recipiente de palabras de la humanidad.

A los 27 minutos ganaba Bolivia cómodamente 2 a 0 y el público, satisfecho, comía empanadas y se convidaba caramelos, los entrañables Sugus. Los tres jefes de barra, ubicado uno en cada tribuna, dirigían un clásico canto de aliento: una tribuna coreaba “BO, BO, BO”, otra el “LI, LI, LI” y una tercera el “VIA, VIA, VIA”. Luego, todas juntas tronaban con el “VI-VA-BO-LI-VIA”. Pero en 20 minutos electrizantes (de los 30 a los 50), Ecuador, sordo a los gritos, dio un vuelco sensacional, inesperado: hizo cuatro goles y pasó a ganar 4 a 2. Goles del Maestrito Raymondi, el Pibe Bolaños y dos de Carlos Raffo, los tres, jugadores de Emelec. Raffo, que terminó siendo el goleador de la Copa, era argentino, aunque nunca hemos visto cosa más ecuatoriana que el Flaco Raffo.

Un frío polar atravesó los pechos bolivianos, los congeló. ¡Perder por goleada ante Ecuador…! ¡Y en el debut! Los dirigentes, sentados junto al Presidente de la Nación, parecían estar masticando ladrillos. Se derrumbaba toda la ilusión. Sin embargo, sin brillar, pero machacando, Bolivia consiguió finalmente un decoroso empate 4 a 4. Que no conformó a la cátedra, sobre todo por las precarias condiciones en que llegó Ecuador, pero salvó los muebles y sofocó el incendio. Incluso la entereza para sobreponerse a lo que parecía una derrota segura templó el ánimo de los futbolistas nacionales y enderezó el timón. Enseguida tocó Colombia y también comenzó perdiendo, pero lo dio vuelta rápido y ganó 2 a 1. Lo demás fue un dulce camino a la gloria, tapizado de alegría: 2-0 a Paraguay, su verdugo reciente en la Copa Paz del Chaco, 3-2 a Perú, 3-2 a Argentina y 5-4 a Brasil en el cierre. Espectacular, soñado. Campeón invicto, con cinco triunfos consecutivos y 19 goles. Recién en 1997 Bolivia volvería a conseguir cinco triunfos al hilo. Ni en el sueño más disparatado podía concebirse semejante actuación. Y el Viva mi patria, Bolivia atronando los cielos del altiplano y de los llanos orientales. Aunque fuera por una vez, un país unido como por encanto, sin sombra de pecado.

Quizás ninguna de esas victorias, ni siquiera la última, se celebró tanto como la alcanzada frente a Argentina, rival ante el cual, en Sudamérica, los éxitos se festejan doble. Bolivia lideraba las posiciones con 7 puntos y Argentina sumaba 6; después de eso quedaba un último encuentro para cada uno. Paraguay, con 6, también apretaba. El ganador se perfilaría hacia el título. Esa tarde cochabambina tuvo una carga de dramatismo que, al liberarse, desató una emoción ciclónica. Ganaba Bolivia 1-0, empató Mario Rodríguez, volvió a subir a la Verde en el marcador Ramiro Blacut y otra vez Mario Rodríguez igualó. El primer tiempo se fue 2 a 2. El segundo se jugó bajo una gran tensión. Bolivia presionaba y se topaba con Edgardo Andrada. El milagrero arquero rosarino tenía tardes, muchas, en que paraba el viento. Fue el arquero al que Pelé le marcó su gol número 1.000. Cuando ya parecía que terminaba en tablas, Blacut mandó un centro que pegó en el brazo de Griguol y el árbitro peruano Arturo Yamasaki sancionó penal. ¡Penal para Bolivia faltando dos minutos! La gente estaba a punto de explotar de la algarabía. Encargado, Max Ramírez, el gran caudillo de The Strongest; una responsabilidad y una presión tremendas. Ramírez pateó fuerte y al ras a la derecha de Andrada, el Gato se arrojó a su izquierda, pero estiró su pie, con la punta del botín alcanzó a tocar la bola y logró echarla al córner. Una angustia de muerte se apoderó del Hernando Siles. En esa felina acción, Andrada no sólo les había quitado el triunfo, posiblemente con ella les arrebataba el campeonato, la fiesta, todo. Era un guion demasiado cruel.

“Si el público boliviano se sumió en un silencio distinto a todos los silencios ante la proeza de Andrada, segundos después iba a lanzar el rugido más atronador que se haya escuchado jamás en el viejo coloso miraflorino ante el golazo de Camacho”. Las palabras del colega Pachi Ascarrunz pintan la excitación de aquel instante. Si perdía aquel partido, Argentina quedaba fuera de la lucha por la corona, de modo que todo el equipo argentino entendió que Andrada los había salvado más que de una derrota. Los 10 compañeros rodearon al arquero centralista felicitándolo efusivamente. Eran un racimo de euforia. Pero apenas 13 segundos después de la tapada sucedería un episodio cinematográfico. Lo revive Ramiro Blacut:

“Los jugadores argentinos estaban todos abrazando a Andrada, entonces nuestro compañero Fortunato Castillo, a quien le decían El Zorro, porque es vivísimo, ejecutó rápido el córner, sacó un centro al área y Camacho, que justo estaba consolando a Ramírez por fallar el penal, sin nadie que lo marcara, vio la pelota en el aire, cabeceó y gol. Perfectamente válido. Y triunfo de Bolivia 3 a 2”.

La mentada viveza rioplatense cambió de vereda esa vez. Algunos jugadores argentinos ensayaron una tibia protesta, pero no había nada que reclamar, se durmieron; Yamasaki no hizo lugar e instantes después terminó el juego.

“Quedé como petrificado tras la tapada de Andrada y solté el micrófono —retoma Cucho Vargas— Siguió relatando Lorenzo Carri. Pero inmediatamente vino el gol de Camacho y no lo grité, sólo pegué un alarido interminable y, de la emoción, di un golpe tremendo contra la caseta de transmisión y me lastimé los nudillos. Aunque aún faltaba ganar un partido, ese de Camacho fue el gol del campeonato, el más gritado en la historia de Bolivia. Pasamos de la desolación a la euforia en unos segundos”.

Quedaba un último escollo: Brasil. Lo derrotó con cierto apremio, aunque marcando cinco goles: 5 a 4. Ahí sí, se desató la locura en todos los rincones del país. En ese torneo se afianzó la camiseta verde para la selección campeona, que tuvo una base inamovible: Arturo López en el arco, Roberto Caínzo, Eduardo Espinoza, Max Ramírez y Eulogio Vargas en la línea de fondo; Máximo Alcócer, Wilfredo Camacho y el ídolo máximo, Víctor Agustín Ugarte, en la media; Ramiro Blacut, Ausberto García y Fortunato Castillo en ataque. Alternaron Jesús Herbas en defensa, Renán López y Abdul Aramayo adelante. Caínzo, Espinoza y Vargas eran argentinos nacionalizados. Camacho, Alcócer y Fortunato Castillo fueron los goleadores, cuatro cada uno. Camacho, un hombre corpulento y de fuerte personalidad, era el capitán y resultó el héroe de la conquista. Por él se instaló en el país un nuevo estilo de juego, basado en la garra, el empuje y la verticalidad: “el fútbol camachista”. Camacho resumiría luego el momento cumbre del fútbol boliviano:

Cucho Vargas en vestuarios reporteando a Max Ramírez, el gran capitán stronguista que prácticamente fue "puesto" en el equipo campeón por sus compañeros.

Los jugadores con la Copa en Palacio, recibidos por el presidente Víctor Paz Estenssoro, quien siguió los partidos en el estadio.

“La conquista del ‘63 fue en base a una buena camada de jugadores con esencia goleadora, como Víctor Ugarte, Ausberto García, el que habla, modestia aparte, Máximo Alcócer, Ramiro Blacut y Abdul Aramayo, gente a la que le gustaba la función de hacer goles. La habilidad de los hombres era lo importante, pero el talento estuvo al servicio del equipo. No hay mejor jugador que el conjunto… La base principal fue la camaradería que existió, éramos un solo corazón, eso nos llevó al éxito. Antes no contábamos con los recursos que hay ahora. No teníamos los gimnasios que existen actualmente para complementar nuestro entrenamiento. Nos ayudó mucho correr todos los días doce kilómetros desde la concentración a Quillacollo. Hubo mucha entrega y trabajo en la parte física. Corríamos los 90 minutos y por todo el campo de juego”.

La jornada final se disputó en Cochabamba porque los equipos visitantes se oponían a disputar un encuentro con opción de título en “el Techo de América”, como se conocía a La Paz.

“Vea —vuelve Cucho Vargas— Las alegrías que da el fútbol a un país no se pueden comparar con nada. El fútbol es único; por hacer un periodismo comprometido sufrí cuatro atentados contra mi vida, pero el fútbol nunca me abandonó, sólo me dio satisfacciones. Al término del partido frente a Brasil en el que Bolivia se consagró campeón, teníamos que volver de Cochabamba a La Paz. Debíamos salir para el aeropuerto, pero dijimos no, no vaya a ser cosa que… Pasó que unos días antes de ese partido cayó un avión del Lloyd Aéreo cerca de La Paz matando a un montón de gente (N. del A.: fue en medio del campeonato, murieron los 39 ocupantes). Teníamos cierta aprensión. Devolvimos los pasajes y nos fuimos por tierra con Remberto Echavarría, extraordinario comentarista. Teníamos preparado un taxi a la salida del estadio. Por cada pueblo que pasábamos la gente nos reconocía por el auto, que tenía un letrero en el parabrisas con la consigna del programa: ‘La verdad desde la cancha’. Nos hacían parar y bajar. Nosotros intentábamos excusarnos: ‘Tenemos que volver urgente a La Paz…’ Nada, no había cómo esquivarlo, a bajarse… Era la felicidad total, nos llevaban en andas… Y meta trago, meta baile, meta comida… Era un viaje de seis o siete horas, pero tardamos 24… Y llegamos descompuestos de tanto tomar aquí y allá. El júbilo era inenarrable, y duró varios días”.

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Ramiro Blacut sí viajó por aire y cuenta la increíble llegada del avión a La Paz transportando a los campeones.

“Estábamos ansiosos por llegar, el avión ya estaba por tocar tierra cuando de pronto sentimos que levantaba vuelo de nuevo. ¿Qué había pasado? Miles de personas eufóricas habían invadido la pista y se abalanzaron por donde debía carretear el aparato. La policía no pudo controlar a la gente, que se metía por los campos vecinos. Para evitar una tragedia, el piloto lo subió de nuevo, hasta que pudieron despejar la pista. ¡Al bajar fue todo tan emocionante…! La gente quería los zapatos, los pantalones, las medias, todo… Nos abrazaba. Ya al vencer a Argentina había sido así”.

De fondo, en cada pedacito de su geografía, retumbaba esa maravilla:

“Viva mi patria Bolivia,

una gran nación,

por ella doy mi vida,

taaaambién mi corazón…”

Fue el suceso más feliz de su historia como nación. La Selección Boliviana sí acudió a Uruguay en la Copa siguiente, en 1967. Fue a defender el título y quedó última sin siquiera marcar un gol. Un desencanto, claro, pero no alcanzó a empañar, en absoluto, la gesta del ’63. Esa tuvo el sabor de las cosas que se alojan en el alma, reposaba ya en un cofre de oro. La gloria es un bien abstracto e indestructible, nunca muere.

Texto: Jorge Barraza

Fotos: Libro ’50 años de la Epopeya’

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Inmaculada

La cinta de terror religioso del director Michael Mohan está producida y protagonizada por la actirz Sydney Sweeney

Por Pedro Susz K.

/ 16 de junio de 2024 / 06:41

Lo primero que uno estaría tentado de agradecerle al director Michael Mohan es que se tome tan solo 89 minutos para entrarle al guion escrito por Andrew Lobel, haciéndole ascos a la epidemia actual de alargar las películas porque sí, o sea, sin sustento dramático o narrativo que lo justifique. Pero ya viendo Inmaculada y habiendo constatado algunos huecos muy notorios en el relato comencé a pensar que en este caso posiblemente hubiesen sido necesarios algunos minutos más a fin de redondear personajes y situaciones y darle un mejor acabado a su trabajo, no exento por otra parte de ciertos atractivos.

El proyecto de la película fue escrito una década atrás, pero quedó archivado en un cajón debido a que ninguna empresa se mostró interesada en financiar su realización. De allí lo desenterró Sydney Sweeney, actriz de moda en Hollywood, quien se sintió tentada por asumir el papel protagónico y resolvió entonces producir el film. Para dirigirlo eligió a Mohan, con quien había trabajado en 2021 en Los voyeristas.

Inmaculada arranca con un breve prólogo. En el viejo y lúgubre convento italiano situado en las afueras de Roma, lleno de misteriosas catacumbas, que atesora en la capilla una alhaja sagrada y en varias habitaciones secretos del pasado, donde transcurrirá el grueso de la trama, cierta noche la Hermana Mary resuelve fugar del lugar robando las llaves de la mesa de noche de la Superiora. Cuando ya consiguió abrir la puerta principal es detenida por otras cuatro monjas, con el rostro cubierto por máscaras rojas, que le rompen una pierna y a renglón seguido proceden a enterrarla viva.

Enseguida el relato muestra el arribo al lugar de Cecilia, novicia norteamericana que se juró tomar los hábitos luego de salvarse, cuando apenas tenía 12 años, de morir congelada en un lago — fácticamente estuvo muerta durante siete minutos—, y ahora adoptó la decisión de trasladarse a esa abadía, donde luego de tomar los votos se propone pasar a ser la cuidadora de las religiosas afectadas de enfermedades mortales, que allí aguardan pasar al otro mundo. La secuencia introductoria recién mencionada tiene, obviamente, la finalidad de sembrar, de inicio, en el espectador la incertidumbre: ¿será el destino de Mary también el de Cecilia? Y el relato procurará develar, con mediano acierto, la respuesta.

No obstante las dificultades lingüísticas y comportamentales que Cecilia, proveniente de un entorno socio/cultural muy distinto, confronta para comunicarse con las demás habitantes del lugar incluyendo a la Madre Superiora, al igual que con el padre Sal Tedeschi, quien la convenció de optar por dicho sitio y con el cejijunto mandamás: el Cardenal Franco Merola. A Cecilia los primeros días de reclusión se le antojan haber llegado al edén. No demorará empero en darse cuenta de que esa idílica apariencia esconde turbios secretos de antaño y detestables prácticas del día a día que terminan convirtiendo a las monjas en una suerte de siervas puestas al servicio no sólo del trío rector sino de una visión del mundo donde las mujeres carecen de cualquier facultad para tomar decisiones, incluso sobre su propio cuerpo.

De ello se anoticiará cuando misteriosamente resulta estar embarazada sin haber tenido relaciones sexuales con ningún varón. “Es un milagro”, sentencian a coro el padre, el cardenal y la Superiora, bloqueando por anticipado cualquier eventualidad de que Cecilia pueda pensar siquiera en interrumpir su embarazo, lo que la lleva a sondear en los límites impuestos dentro de la congregación religiosa respecto justamente a las determinaciones acerca de su humanidad.

Tales inquietudes cobran mayor filo cuando la protagonista se entera de que el amable Tedeschi, antes de optar por la tarea clerical, fue un biólogo genetista y que ese cambio de vocación se ha traducido en la obsesión de dar a luz un nuevo mesías recuperando el ADN de Cristo, supuestamente impregnado en un Clavo Santo de la cruz donde fue crucificado —esa es precisamente la alhaja sagrada atesorada bajo estricto secreto en la capilla—. La referida manía hace que se oponga a como dé lugar a que Cecilia vaya al hospital, amén de llevarlo a manipular en su habitáculo cantidad de fetos deformes y cae en honda depresión cuando, utilizando la sangre de una gallina decapitada, Cecilia simula un aborto espontáneo, maniobra empero develada provocando que, por orden de Tedeschi, sea encerrada, bajo estricta vigilancia entretanto transcurra el tiempo de su gestación.

No resulta en modo alguno atribuible al mero azar o a la coincidencia casual de los caprichos de dos guionistas que en este año un par de películas estadounidenses aludan de modo oblicuo, pero indisimulable a las controversias en torno al tema del aborto tal cual ocurre con Inmaculada y asimismo con La Primera Profecía de Arkasha Stevenson. En realidad es el eco del movimiento sísmico provocado en vastos sectores de la sociedad de ese país por la decisión de la ahora conservadora Corte Suprema de Justicia que en 2022, al pronunciarse respecto al sonado caso “Roe versus Wade”, anuló una resolución emitida por la misma instancia en 1973, disponiendo que la interrupción del embarazo es un derecho de las mujeres, coincidente, rezaba el texto del documento, con los señalamientos de la Carta Magna respecto a la igualdad de los ciudadanos, sin distinción alguna. Poco después de emitida la colacionada disposición legal, en varios estados norteamericanos se aprobaron normas jurídicas retrotrayendo las cosas a los tiempos cuando dicha decisión de abortar debía sortear un laberinto, en definitiva infranqueable, de requisitos. Por lo demás, en el mundo entero es un tema en pleno debate aparejado a las demandas feministas, que la nueva ultraderecha cataloga como uno de los riesgos inadmisibles para la civilización occidental.

Volviendo a Inmaculada, esa tensión, política en definitiva, va empujando a Cecilia a cuestionar el patriarcado y la ortodoxia religiosa a los que se encuentra sometida, al punto de rebelarse contra su voto de obediencia e incurrir en actos que ponen en la mira las creencias que la habían movido a elegir los hábitos. Máxime cuando se percata de cuán macabras son las cosas que van aconteciendo a su alrededor, entre otras, las insanables heridas que presenta una monja de avanzada edad en sus pies a consecuencia de haber intentado dibujar allí un crucifijo, o el castigo al cual es sometida la Hermana Gwen a la cual le cortan la lengua por haber incurrido en el atrevimiento de pronunciarse a favor de Cecilia.

El guion, da la impresión, demandaba mayor trabajo en lugar de contentarse con mezclar referencias a varios títulos conceptuados en su momento, hechuras seminales de otros tantos géneros. Sin mucho esfuerzo pueden detectarse referencias a El bebé de Rosemary, la inmarcesible obra llena de sobresaltos dirigida en 1968 por Roman Polanski; Suspiria, obra maestra del género del terror a la italiana realizada en 1977 por Dario Argento; Carrie (1979), del siempre atrayente Brian de Palma; Benedetta donde Paul Verhoeven, en el 2021, también se adentraba en los claustros y sus misterios.

Con base en ese endeble libreto, la realización igualmente fluctúa entre lo rutinario y lo creativo, mezclando géneros como el suspenso, el thriller con acentos feministas, sin dejar tampoco de picotear en las aproximaciones fílmicas a los ajados, mas no por ello archivados, dogmas religiosos alusivos a posesiones demoníacas y sus respectivos exorcismos terapéuticos. 

La fotografía de Elisha Christian, notoriamente inspirada en las pinturas religiosas del Renacimiento y la convincente interpretación de Sydney Sweeney, quien consigue mantener una solidez en su personificación de una Cecilia que, al transcurrir el relato, va desentrañando sin rendirse, no sin trasuntar los resquemores que ello le despierta, las dobleces del credo al cual se sintió destinada,  son los dos soportes esenciales de la película. Su faena alcanza un pico en la secuencia de cierre, la cual luego de la locura que se apoderó de la trama en sus últimas secuencias se prestaba al exceso salido de todo límite. Sin embargo, en uno de sus principales aciertos, Mohan resolvió atinadamente dejar la cámara fija en la horrorizada mirada de Cecilia, suficiente para transmitir el pánico provocado en ella por la atrocidad que ve y, junto al espectador, escucha.

Esa atinada elección permite atisbar algo de talento, tímidamente expuesto, en Mohan, quien opta por lo seguro, así tal opción devenga en la pérdida de fuerza de un trabajo que prometía mucho más de cuanto por último ofrece. Ocurre por ejemplo en el caso del resto de los personajes, pues el endeble desarrollo de los mismos hace que sus papeles carezcan del suficiente espesor, a causa también del apurado salto de una situación a la siguiente, estilo que, buscando aterrorizar al espectador, arriesga despistarlo al hacerle perder el hilo de los acontecimientos.

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Es obvio: la respuesta al cada vez más generalizado hartazgo hacia las películas artificiosamente extendidas, no pasa, según pareciera suponer Mohan, por comprimir, de modo asimismo antojadizo, el relato al punto de tornarlo indescifrable para el espectador. Es cuestión de dar con el tiempo necesario para desarrollar a cabalidad la historia que se está poniendo en pantalla, en vez de apostar por la premura, lastrando las potencialidades esbozadas en los primeros 20 minutos de la entrada en materia por Mohan.  

Sin embargo, lo más opinable dentro de la realización de Inmaculada es que una película cuya aspiración al parecer era poner los puntos sobre las íes al recurrente uso hollywoodense del cuerpo femenino, de la mujer en definitiva, como un objeto vendible para atraer la atención masculina, acabe incluyendo varias escenas, innecesarias desde el punto de vista dramático o narrativo, de las monjas del convento bañándose en las piletas del lugar con los cuerpos apenas tapados por unas exiguas telas transparentes que en realidad no cubren nada. Y no se trata de una observación atribuible a una disimulada moralina, más bien es un reclamo contra la incoherencia de fondo entre lo que se pretende, o simula, cuestionar y la, en realidad, adscripción a lo aparentemente cuestionado.

Ficha técnica

Titulo Original: Immaculate – Dirección: Michael Mohan – Guion: Andrew Lobel – Fotografía: Elisha Christian – Montaje: Christian Masini – Diseño: Adam Reamer – Arte: Francesco Scandale – Música: Will Bates – Efectos: John Brubaker, Paolo Galiano, Victor Perez, Casey Roberts, Brian Sales, Adrián Dimas – Producción: Sydney Sweeney, David Bernad, Jonathan Davino, Michael Heimler, Riccardo Neri, Teddy Schwarzman, Gabriela Leibowitz, Christopher Casanova, John Friedberg – Intérpretes: Sydney Sweeney, Álvaro Morte, Simona Tabasco, Benedetta Porcaroli, Giorgio Colangeli, Dora Romano, Giulia Heathfield Di Renzi, Giampiero Judica, Betty Pedrazzi, Giuseppe Lo Piccolo, Cristina Chinaglia, Niccolò Senni, Isabel Desantis, Viviane Florentine Nicolai, Marisa Regina, Laura Camassa – EEUU, ITALIA/2024

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Quinósfera

Un recorrido analítico por los versos que habitan el universo del poeta paceño Humberto Quino

Por Christian Jiménez Kanahuaty

/ 16 de junio de 2024 / 06:29

Humberto Quino (La Paz, 1950) es uno de los poetas bolivianos que mejor ha comprendido que para acercarse a la poesía, primero había que leer y que la lectura habitase el cuerpo durante un tiempo hasta que sea tan fuerte su caudal que desborde el ansia y se haga el verbo. Así, la poesía de Quino es una glosa detenida, irónica y meditada de sus lecturas. Lecturas que por otra parte no son si no, apuntes al pie de la literatura que en otro tiempo recibió el nombre de “literatura universal” o así la conocimos los que transitamos por salones de clase donde aún la posmodernidad no había hecho estragos.

Quino es un constructor que, desde la palabra poética, hace dos movimientos que se comprenden vitales. Primero crea una atmósfera cargada de sentido. El sentido le viene heredado por la introspección realizada a la luz de un conocimiento que es tanto cotidiano y doméstico como literario. Por ello, en Un penique para el viejo gay se enuncia: “Alguien te espera/ con su carne desbordada en la noche/ y una vieja canción revive tu desnuda vejez/ y tu húmeda piel dice:/ Cavafis es tu oficio”, transgrediendo el orden y lo normal en una sociedad donde homosexualidad, carne y oficio se conjuran y conjugan de un modo tan alto que la poesía Queer contemporánea ya quisiera rozar. Y este itinerario se refuerza en Días sin ella donde se lee: “Ahora puedo volver/ a esa tumba sórdida de lo cotidiano/ a ese redoble de injurias y cenizas/ a esa casa de apaleados leprosos./ Y con un gesto/ cerrar tus ojos para siempre”, así nacen el énfasis y la delimitación del paisaje. Entonces, es posible pensar en Quino como un hacedor de lo sublime desde lo ruin, desde la ruina y lo que a primera vista resulta detestable.

Quino convierte el horror en sublime porque en toda su poesía no sólo está atravesada la ironía, sino que también se haya un halo romántico que le impulsa hacia la creación de una mirada que deambula por todos los escenarios de lo humano sin soslayar ninguno.

En Fragilidad del gusano encontramos: “Cuando cierro los ojos/ la tierra es una caverna/ donde el morir es un éxtasis/ Y la vida un calvario de orate”, que junto con aquello de un fauno perdido en la avenida Buenos Aires, diagrama una esfera, perfecta y anticipatoria. Una esfera como un mundo de la vida, y como un espacio donde concurren todos los espacios; sociales, culturales, sexuales, musicales, estéticos y físicos. Todos tienen cabida porque todos se pueden nombrar y a todos se les puede sacar el revés que va de la iluminación a la ternura. Repleta de imágenes memorables y de un gran ritmo verbal, este segundo movimiento de la poesía de Humberto Quino es sin duda el que hace que su poesía sea cercana al lector. Es un poeta de lo prosaico, pero a lo prosaico le hace decir verdades que a la filosofía le pondrían la piel colorada.

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Y quizá por ello no es casual que su poesía goce de una economía de palabras que sólo es igualable a la que desarrolla Eduardo Mitre, porque, además, otro rasgo que comparten es que, en muchos de sus poemas, hay historias que se cuentan. Algo que se narra anida al centro del poema. Y mientras menos saturado esté de lenguaje, más imágenes y sonidos son los convocados.

Hay atmósfera, y ella remite a una época. “Las ciudades están sitiadas/ y los soldados duermen sobre sus heces/ (Un olor a rosas/ sale de sus tumbas)./ Nuestro rito/ comienza en las puertas antiguas/ (Candados flotando en el agua)./ Al son del viento y las hierbas/ Viejos tambores/ resuenan en los páramos”, este efecto de lugar comunica la distorsión del tiempo. Algo que el poeta es capaz de crear a su antojo, pero no sin referirse a una realidad que pueda ser imaginada o acaso, intuida por el lector.

Por ello, en la poesía se presenta, ese doble juego de espejos. Lectura y escritura. Atmósfera y esferas. Pero no toda poesía es sólo juegos del lenguaje. También hay espacio y tiempo para organizar el mundo, porque al final del día de la creación, todo poeta es también un ser que reclama atención. Así, cada libro de poesía de Quino no sólo reescribe el anterior. También inaugura etapas en la propia vida del autor. Cada libro anuncia un poco lo que vendrá y sintetiza lo que existió.

No ejecuta está voluntad en plan de realizar un resumen. Lo hace más bien porque se da cuenta que cada libro obedece a leyes propias del fraseo, el orden y la intención. En ese sentido, el poeta es romántico. Apuntala un lenguaje que reivindica la belleza de lo más miserable. Pero al mismo tiempo, no lo es porque no avanza con la poesía hasta las últimas consecuencias. Y quizá por ello, Quino haya reivindicado el anarquismo como principio de vida intelectual y artístico. De ese modo, todo su proyecto desdice el ideario romántico ya que no es resultado del aliento ni de una musa ni de un enviado divino. El poeta es el primero en sentir que todos estamos solos en el mundo. Es la soledad que siente Thomas Wolfe en sus novelas. Una soledad creadora, pero no por ello, menos devastadora. La soledad de encontrase sabedor de una verdad que desea comunicar, pero pocos serán los despiertos que aprendan a deletrear el mensaje cifrado que se haya en los versos.

“Así despiertos/como flacos danzantes/ rotamos aún/En estas calles ciegas/Ciudad Redonda = mitad belleza & Mitad infierno.”, y es entonces cuando el poeta se manifiesta contrario al sentido común y pasa a ser un sujeto más. Sobredeterminado por su condición, claro, pero no diferente al resto. Y sí, es cierto que hay una poética de la ironía en Quino. Por los juegos entre contrarios que se fusionan para dar un nuevo orden a lo escrito. Pero también hay una construcción que lejos de ser irónica es profundamente melancólica y esto sí es romántico porque en su poesía, lo melancólico es la actitud que nace al contemplar un mundo que se cae a pedazos y que se intenta sostener tabique a tabique con los versos de un poema que, cansado de ecos y voces, prefiere hacer balas.

Y, esto es porque el poeta no es un descreído, aunque pueda reír para no llorar. Y es que no hay fuerza que revele más fe en el mundo que la escritura de un poema. Pero, y he aquí lo impresionante en Quino: “Yo he sido mi más profundo ser/ El que se retorcía/ y andaba”. No todo acto de iluminación (a la Rimbaud, pongamos por caso), lleva a la consagración ni a la reclusión o la desaparición. En Quino, la iluminación le sirve para, con humildad. postular un mundo propio que complemente el mundo de los vivos. El mundo que crea nos es entregado para que riamos con él de nuestra mísera condición. Para así reconocer que aún con esa miserable humanidad, podemos crear algo. Bueno, malo, no importa. El fin es crear. Porque toda vida sin creación es una vida desperdiciada.

Logra esto el poeta al verse a sí mismo y reconocer su justa medida. Medida que se haya en los versos y en la unidad de sentido que forman. Pero también en lo que encuentra cuando cada poema tiene vida propia e independiente del libro que los contiene.

Texto: Christian Jiménez Kanahuaty

Fotos: Archivo La Razón

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Samay empanadas de autor Masa, relleno y magia

Ha sido tal el éxito de estas empanadas en el público paceño, que muy pronto la señora Mimí estará ampliando su pequeño local de Obrajes

Por Fernando Cervantes

/ 16 de junio de 2024 / 06:17

Crónicas gastronómicas

Dicen las estadísticas que, en Bolivia, el 95% de las empresas son pymes, y de estas, el 70% son lideradas por mujeres. Detrás de estos guarismos, hay miles de historias de vida como la de la señora Kruscaya, madre de dos pequeñas niñas, quien siempre soñó con salir adelante con un emprendimiento propio y, luego de mucho tiempo empleado para reunir el capital inicial, tuvo que enfrentarse a los primeros desafíos y cavilaciones: ¿Qué tipo de emprendimiento sería el más adecuado para la ciudad de La Paz? ¿En qué se diferenciaría de la competencia?  Kruscaya, más conocida como Mimí por sus allegados, tenía muy en claro que el rubro de la gastronomía era el norte a seguir, pero destacar con un producto que marcara la diferencia en este ferozmente competitivo mercado no iba a ser tarea fácil.

Finalmente, las ideas fluyeron: Samay, palabra quechua que significa “paz”, “descanso”, sería el nombre elegido y el tipo de comida tendría el formato de empanadas, pero no con cualquier relleno: Actualmente, tanto en su establecimiento principal en Obrajes como en su reciente sucursal de San Miguel, se puede disfrutar de empanadas a base de mondongo, quesumacha, carne desmechada, chancho ahumado, pollo y choclo, jamón y queso, vacío ahumado, pizza o capresse, que se pueden acompañar con sabrosas salsas como la de cilantro picante o sin picante, ají peruano, ajo y especias, mayonesa de locoto, albahaca, chimichurri, palta, mayonesa de quirquiña o barbacoa.

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Ha sido tal el éxito de estas empanadas en el público paceño, que muy pronto la señora Mimí estará ampliando su pequeño local de Obrajes y, además, estará incorporando un horno especial que le permitirá ampliar también sus horarios de atención a la tarde, pues a diferencia de las tradicionales salteñas o tucumanas, estas empanadas son ideales para acompañar con un cafecito o refresco a cualquier hora del día.

Samay empanadas de autor

  • Direcciones: Av. Héctor Ormachea, Calle 1 de Obrajes y Calle Ferrecio, edif. Mundi Toys, San Miguel.
  • Pedidos: 77560392
  • Precios: Bs 7,50
  • Producto Estrella: Empanada de mondongo.
  • Horarios:  9.15 a 13.00, de martes a domingo (Obrajes) y de 9.00 a 13.00 de lunes a sábado (San Miguel)

Contáctenos: Fernando  recomienda Fernandorecomienda @fernandorecomienda  Correo: [email protected]

Texto: Fernando Cervantes

Fotos: Samay Empanadas

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Cochabamba 2090, la herida colonial

‘Tríptico de Kanata’ es una novela distópica/catastrofista de Claudia Michel sobre la venganza.

Por Ricardo Bajo H.

/ 16 de junio de 2024 / 06:01

Claudia Michel se imagina una Bolivia sin ciudades, un país sumergido en apagones y crisis de energía. Imagina rebeliones de antiguas trabajadoras del hogar quechuas. Imagina la desaparición del Estado Plurinacional y el regreso al campo, a la comunidad. Lo hace desde la mirada de una niña, quizás no contagiada del racismo y del clasismo. Tríptico de Kanata es la nueva apuesta de una editorial como Mantis, donde las voces de las mujeres se hacen oír. Claudia Michel imagina sarcasmos e ironías contra el mundo académico/intelectual y su altivez, contra los malditos “papers” y su soberbia. Claudia Michel ha imaginado todo eso. Ahora son los lectores los que se tienen que hacer cargo de sus miedos y fobias. Tríptico de Kanata es una obra sobre la venganza de todas las Asuntas.

El libro arranca como un diario de infancia (otra vez la memoria como en tu anterior obra Chubascos aislados) y un recuerdo culposo respecto a la figura de Asunta, la trabajadora del hogar quechua. Luego pega un volantazo y se va por la novela distópica/futurista atravesada por formas dispares, como el informe académico. ¿Cómo se originó ese quiebre?

— Me parece que parte del deseo de libertad y el interés por el divertimento. Al menos de la idea de poder escribir cualquier cosa que quisiera, que no había límites, ni en formato, ni en tema. Este libro nadie lo estaba esperando, nadie lo estaba pidiendo, no tenía que responder a nada, entonces podía ser cualquier cosa, podía incluso no ser una novela, irse lejos del formato. A partir de esa idea de “libertad”, me permití pensar varias posibilidades. También pasó que en ese entonces, cuando inició la idea de la novela, yo estaba leyendo mucho a Lorrie Moorey. El hecho de que sus textos sean y estén escritos en formato de manuales de instrucciones me parecía un ejercicio genial. Notaba que podía usarse mucho de ironías y sarcasmo sutiles que daban gran belleza a los textos.

Estaba muy interesada en la forma, más que en la historia. Me acuerdo de que por ese entonces transcribí a mano un cuento largo de Moore, porque vi en un video que cuando haces ese ejercicio, que es muy lento, puedes ver detalles del lenguaje que en la lectura no se notan. Ese ejercicio me costó mucho, pero también me hizo pensar en las posibilidades de la forma.

La idea de las instrucciones, tomada de Moore, derivó en escribir manuales, como instrucciones de uso, pero literarios. Usar un formato de instalación de un equipo electrónico, por ejemplo, para contar un hecho mínimo. Entonces pensé en la electricidad, en que podría usar todas las palabras técnicas de la electricidad para dar indicaciones que en un segundo plano cuenten algo.

Leí varios manuales de instalaciones eléctricas y pensé que el proyecto se llamaría Trifásico (el cuaderno de notas donde comenzó todo tiene ese título) y que por ese nombre tendría tres partes, como la corriente trifásica que tiene tres ondas que funcionan en conjunto.

Quería que sean tres partes muy distintas entre sí. Cuando pensé la segunda parte pensé en cómo cada vez que se quiere dar solidez a un argumento se parte diciendo “en la universidad de xxxx” o “según expertos de Harvard…” Le damos muchísimo crédito a cualquier información que empiece así. Lo que diga la academia, parece de por sí, la verdad.

Entonces qué pasaría si la academia dice una mentira, pero una grande, además en el futuro. Esa posibilidad de escribir un “paper” académico del futuro, me hizo mucha gracia y reafirmó el sentido de burla que era mi más grande pretensión en esta parte del libro. 

Con sus libros en la FIL Santa Cruz, las escritoras Yolanda Reyes, Claudia Michel y Ximena Santaolalla.
Con sus libros en la FIL Santa Cruz, las escritoras Yolanda Reyes, Claudia Michel y Ximena Santaolalla.

—En la segunda parte de la novela, damos dos saltos a la Cochabamba de 2039 con la Rebelión Kanata y a la Cochabamba de 2090. El Estado Plurinacional de Bolivia ha desaparecido, las ciudades han sido abandonadas, hay apagones/crisis energética y un retorno al campo con naciones indígenas reconfiguradas. Asunta Yucra (y su rostro zapatista) lidera una rebelión y surgen colectivos ecoanarquistas “tendientes a lo salvaje”. A ratos parece que estamos inmersos en una novela de Alison Spedding. ¿Cuáles han sido tus referentes literarios/cinéfilos para construir ese mundo distópico antiurbanita?

—Ninguno, nunca me gustó la ciencia ficción. No me gusta ahora. Yo quería escribir un “paper” académico del futuro para hacer un chiste sobre la academia. Para burlarme de cómo todo lo que dice parece tener cierto peso, solo por el tono o por usar normas APA. Supongo que es una forma de odiar un poco porque yo fui una muy buena alumna en la universidad y sentí fuertemente el gozo de aprender cosas muy complejas.

De verdad que entender teorías muy elaboradas me hizo muy feliz, y cuando vi que todo ese saber se usaba muchas veces, solo para mandarse la parte o hacer sentir miserables a los demás, tuve un gran desencanto. Mi interés por escribir esa segunda parte de Tríptico de Kanata no tiene que ver con la ciencia ficción sino con una burla de la domesticación del conocimiento por parte de la academia y sus modos tan funestos.

— “Asunta no dice nada”. ¿Se puede construir un personaje a partir de sus silencios, de su “calidez muda”?

—Sin duda. Me interesa mucho usar el silencio y entenderlo como una forma más de decir. Se reprocha mucho el silencio. Siempre me han parecido muy interesantes las personas calladas, creo que la no respuesta es muy elocuente. Las palabras pueden ser engañosas, por eso quizá las acciones, el hacer, es lo que más define a una persona, de ahí que sí se pueda construir personajes desde lo que no dicen.

Además está el tema de la representatividad que es complicado, más en literatura. Escribimos sobre personas que no existen en realidad, pero se parecen mucho a seres de carne y hueso que hemos visto, hemos sido o conocemos. Supongo que se teme el reproche: “¿cómo puedes hablar de una niña del campo si tú no lo fuiste?”. Todo el tiempo se nos está pidiendo credenciales de autenticidad que a la literatura no le sirven en absoluto.

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No creo que lo auténtico exista, me parece más interesante ejercitar el “desde dónde” se escribe y explorar sus posibilidades. Quien narra puede ser otra que no soy yo, casi siempre es así, al menos en mi caso, y esa es una de las grandes gracias de la literatura. El silencio, la omisión, es una estrategia, y a su modo también una gran forma de construir personajes. 

— Son varias obras literarias y cinematográficas que en los últimos años han volcado la mirada hacia el rol invisibilizado de las trabajadoras/niñas del hogar que llegan a servir a casas de clase media en la ciudad. ¿Crees que hay una necesidad de hablar de ellas? ¿Es por una mala conciencia?

— Es un gran tema, que me parece se tiende a ver solo desde una forma condescendiente. Es decir, poniendo como víctimas a estas niñas y como verdugos a sus patrones. Creo que el asunto es mucho más complejo, pero ahora en la época de la cultura del buenismo y lo políticamente correcto, la visión resulta siendo muy simplista.

El tema puede leerse desde el trabajo infantil, desde el acceso a la educación, desde el clasismo, desde el ingreso de las mujeres de clase media al mercado laboral, desde Bolivia como país con una economía basada en la venta de materia prima que promueve la migración campo ciudad.

Las ópticas son muchas y creo que es necesario entender el fenómeno desde distintas miradas. Pero más allá de las luces que puedan dar las ciencias sociales, me interesa mucho cómo ciertos asuntos sociales son internalizados y naturalizados en una sociedad como la boliviana. En esa naturalización de las cosas y de repetir sin cuestionar, los niños tienen una visión nueva que no entiende esas lógicas y entonces preguntan. Ponen en evidencia barrabasadas que nos parecen normales o necesarias.

Esa mirada es una a la que me interesa prestar atención. Los comentarios y las conversaciones con mis hijos han sido un gran alimento para esta novela. He visto mejor con sus ojos. 

Claudia Michel participó junto con otras autoras en la Feria Internacional del Libro en Santa Cruz.

— Confieso como lector que me atrapa más la primera parte del tríptico que las dos futuristas. La relación entre Asunta –“una wawa que cuida wawas”- y Clara (la “niña de familia”) está atravesada por marcas de dolor y una complicidad extraña. ¿En algún momento pasó por tu cabeza que esa historia podría tener mayor recorrido?

— No, yo quería hacer tres partes muy distintas, provocar dislocación. Es una maniobra riesgosa pero asumo las consecuencias. Algunos lectores amigos me han dicho esto mismo, que la primera parte les atrapa más, pero es un proyecto de tres partes, es un tríptico y estoy contenta con los quiebres. En Chubascos Aislados escribí historias cortas, y en algún punto me costó salir de ese formato de brevedad que me sigue pareciendo muy atractivo.

En Tríptico de Kanata quería desafiarme a escribir algo más sustancioso, o al menos articulado. Me siento contenta de haber podido lograr una novela, aunque resulte breve y hecha de pedazos muy distintos. 

— A ratos aparece la prosa poética con figuras como esos sueños de papel y miga de Asunta.

— Esas figuras ayudan a componer al personaje y a crear una atmósfera a ratos nostálgica. La infancia de todos está llena de recuerdos sensoriales. Aunque nunca se relatan los sueños de Asunta, sí hay elementos de la vida cotidiana como los animales de miga y de papel, que pueden aparecer muy fácilmente en la cabeza del lector.

El ejercicio de traer del pasado la sensación de las manos o del olfato, modelando con miga o sintiendo el olor a mandarinas en invierno, pueden crear el clima de nostalgia que dices. Recordamos con nuestros dedos y nuestra nariz. A veces en conversaciones con mis hermanas nos acordamos de un juguete que teníamos y que hace treinta años no vemos. Hablamos entre nosotras y cada quien trae un detalle que lo hace aparecer de nuevo en nuestra mente.

Así hemos recuperado sillitas rojas de alasitas, rompecabezas y hasta revistas. Solo con un ejercicio de nostalgia, el objeto material, sí está perdido para siempre. 

— Todavía sientes vergüenza cuando ves a la clase media (incluso alta) “disfrazarse” un día con vestimentas indígenas para bailar danzas (“las trenzas por un día”) y al otro día discriminar con racismo. Clara siente angustia (y un nudo en el pecho) cuando se ve vestida como Asunta. ¿Qué nos dicen esos “gestos” como sociedad?

— Yo no siento vergüenza, yo no soy mis personajes. Mi interés era dar cuenta de lo que ve el personaje que es una niña, cómo su mirada puede ver lo que se ha naturalizado, plantearse la duda y sentir la incomodidad, un malestar que no entiende y que apenas puede nombrar, que casi solo describe.

Esa sensación no dura mucho en la niñez, pero existe. Eso es lo que yo quería evidenciar, esa mirada, otra vez, un desde dónde se mira. Eso en el tema de esta propuesta literaria. Por supuesto que hay una gran hipocresía respecto del orgullo por lo folklórico y tradicional en nuestra sociedad y un uso convenenciero.

Por una parte están a quienes solo les interesa mientras les acomode y sirva como tema de conversación con amigos extranjeros o porque bailan caporales. Por poner ejemplos que grafiquen el punto. También están quienes abogan por el folklore como lo puro y tradicional como única fuente posible de identidad, en un mundo donde los procesos de hibridación y fusión no tienen retorno, y no siempre para mal. 

Bolivia es un país complicado, abigarrado diremos para usar un término intelectualoide, en este país hay muchas niñas y yo quería que el libro hablara, en parte de esa mirada. 

— Hay una frase que me deja pensando. Y que puede decir más que muchos ensayos. Es esta: “esa sensación de no ser y de usar al otro para ser”. ¿Es ese nuestro verdadero drama nacional?

— Es misterioso cómo se escribe. Una va a tiendas, procurando agarrarse de técnicas, o de autores y libros amados, pero luego creo que los temas ya están dentro de una y solo queda abrirles la puerta. Yo no tuve mucha conciencia de lo que estaba escribiendo sino hasta el final. Tenía algunas claves como la infancia, el reírme de la academia y los silencios. Pero todo se fue armando, ahora me doy cuenta recién, en torno al tema de la herida colonial.

Sin duda esa herida es profunda y existe en Bolivia, y creo que es el tema gravitacional de la novela. Todos llevamos dentro esa herida, de una forma u otra, hacemos transas para que nos duela menos, para vivir con ella, pero no se cierra nunca. Duele más en ciertos momentos, pero una herida es también la constatación de que sentimos dolor, y por ende de que estamos vivos.

¿Quién soy? es una pregunta que puede buscar respuesta toda la vida. Y en el caso boliviano está muy ligada al ser con el otro, un otro muy distinto con el que solo nos une un territorio en común y signos nacionales casi arbitrarios (una bandera, un himno y un par de pérdidas territoriales).

Tal vez no solo hay que ser, sino y sobre todo, estar. En las expresiones populares hay bellezas que nos ayudan a priorizar lo transitorio “estar” (como un estado temporal que puede tomar otras formas) antes que “ser”, que es algo definitivo y rígido. Tal vez necesitamos permitirnos más estar que ser. 

— ¿No está idealizado/romantizado en extremo el regreso al campo, al primitivismo?

— Claro, es lo que se proclama ahora en la cultura de volver a la naturaleza. Todo bien con el discurso del cuidado del medio ambiente, pero otra vez, no es tan simple. Exagerar ese retorno, hacer que hallan jukumaris y cielos cyan, etc. eran parte de esa exageración, procurando un sarcasmo que evidencia el “paper”. Al menos en mi cabeza funciona así. 

— ¿La novela distópica indigenista/neo-ludita es una moda?

— Seguramente. Supongo que tendría que decir que escribí algo absolutamente diferente, sin clasificación posible, pero la verdad es que la originalidad nunca me preocupa demasiado. Soy hija de este tiempo, pensar en el futuro catastrófico puede ser más una señal de época que una marca de interés por escribir distopías.

Tal vez es solo como ese ejercicio pesimista en el que prefieres pensar lo peor, hacerte ideas de panoramas terribles solo por si acaso, para que si no es así, que es lo más seguro, cualquier otro panorama sea más amable. 

— ¿Se puede interpretar la novela como una obra sobre la venganza (de las Asuntas de nuestro país) y de miedo (a una Bolivia indigenista)?

— Me gusta lo de la venganza, es una linda lectura. Los libros hacen muchas veces de espejo, uno lee reflejos de uno mismo. De los reflejos de los lectores, no me hago cargo.

— ¿Qué importancia tiene publicar en un sello como Mantis que edita tanto a autoras bolivianas como latinoamericanas?

— Es un gran aliciente para mí. Cuando una escribe, aplicable a cualquier otra actividad humana, necesitas que alguien crea en vos. Y eso es lo que hicieron en Mantis. Su lectura fue generosa y me hicieron propuestas de edición que respetaron la novela y la mejoraron. La mayor importancia es que la novela cierra un ciclo conmigo, la dejo en las manos de Mantis, que son buenas manos, y yo ya quedo liberada de ella, que ese es mi objetivo con la publicación.

— Para terminar, hablemos del inicio. La novela está dedicada a tus padres con un “perdón y gracias”. El gracias se adivina pero ¿el “perdón” por qué es?

— Es una broma familiar, un chiste interno que de explicarlo pierde gracia. Mi intención era que ellos se rieran al leerla y ese objetivo fue logrado. Por lo general las dedicatorias suelen ser muy solemnes, yo quería que este libro tuviera un lugarcito para ellos, en un código mínimo y sutil que solo ellos y mis hermanas pudieran entender. En el fondo es gracias por la vida y perdón por las molestias.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Lucía Ferrufino Michel y Editorial Mantis

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