Wednesday 15 May 2024 | Actualizado a 05:50 AM

Panchi siempre ha sabido dónde disparar

El fundador de Atajo, Panchi Maldonado, en el barrio de Següencoma. Radica actualmente en Suecia.

/ 16 de julio de 2023 / 06:17

Panchi Maldonado, alma mater de Atajo, ha estado de vacaciones en La Paz. Ahora vive en Suecia, donde sigue haciendo música.

Panchi ha vuelto al barrio. Más que un barrio, Alto Següencoma parece un pueblito alejado. Está sobre una planificie en la zona Sur, con cerros a los costados y silencio en sus calles. Panchi tiene una ametralladora en la mano, dispara contra las montañas; está junto a su viejo, policía, y los amigos. Son recuerdos de infancia que se aparecen en la quietud de esta tarde invernal.

Panchi vive desde hace seis años (desde 2017) en Suecia. Extraña todo. Extraña la comida boliviana; extraña a la familia, a los cuates, las tocadas; extraña el barrio y a su mamá que sigue a pie del cañón con sus 91 años. Panchi (y su pareja sueca con sus dos hijas) están de vacaciones en La Paz. Aprovechará para ver a sus amigos, grabar una canción junto a los Gogo Blues en el estudio de Álvaro Montenegro en Achocalla y visitar los nuevos antros de la ciudad (el Cholahuasi y la Casa de Piedra). Estamos sentados en un banco del parque de su infancia junto al viejo Colegio de Alto Següencoma. A la sombra de los árboles/ sabios que nos miran y no nos miran. Hace frío, el sol calienta lo justito.

Panchi es Francisco Maldonado, el rostro y la voz de Atajo, la banda que supo como nadie traducir un momento histórico ilusionante y rebelde (los noventa y los inicios de siglo) en letras y canciones que fueron/son la banda sonora de toda una generación. ¿A quién no le da un arrebato de nostalgia feroz al escuchar temas como Que la DEA no me vea, De Satélite a la Pérez o Pulga, presidente?

Panchi nace un 12 de agosto de 1970. Su padre, Raúl Maldonado Ferrufino, es policía; su madre, Mery Ávila Harriague, parirá ocho hijos. Visconti podría haber hecho una película al estilo de Rocco y sus hermanos. La música sería de Panchi, no de Nino Rota. Contaría la historia de cada uno: Fernando, Giovanna, Carmina, Martín, José (Goldy), “Faly”, Panchi y Milton.

Su primer barrio no es este, es Miraflores; una casa abajito del Estadio Obrero. Vivirá ahí hasta los dos años hasta que a su padre le conceden un crédito y se van al barrio policial por excelencia de La Paz, Alto Següencoma. “Cuando llegamos no había nada, ni agua, ni luz, recuerdo que al inicio nos íbamos a duchar una vez por semana a la casa de Miraflores”.

La vida en los barrios alejados en los 70 era así: agua por horas, caminatas para cargar baldes, espera paciente al carro de los bomberos. Travesuras. Y felicidad inconsciente. Panchi señala un camino que baja. “Ese era el camino del chanchito”.

Muchas cosas han cambiado en el barrio. La más triste es que en la plaza ya no juegan los niños y las niñas. ¿Qué recuerdos tendrán dentro de 50 años? No lo sé, pero ninguno será trepando los cerros, ni descubriendo cuevas, a las que de chango Panchi bautizaba como si fueran canciones: “La gigante Ana”, “La cueva del cóndor”, “La guitarra”.

Panchi no es un mal alumno; es el peor alumno del Colegio San Ignacio. Así se lo dijo el encargado de estudios con 17 años; el “bulling” antes del “bulling”. A esas alturas ha dejado las andanzas del barrio y se ha colgado una guitarra a la espalda. Tiene pinta de “hippie”. No es burro, simplemente no le gusta estudiar. Solo cuando lo amenazan con dejarlo fuera del viaje de promoción a Itachi (Alto Beni) se aplica y saca las notas de rigor. En la clase le llaman “Malducas” (por su apellido Maldonado) y a sus hermanos, los “Malaki”. Como si vivieran todos dentro de una película de Emir Kusturica.

La guitarra no llega a su vida, está. Es una presencia en la casa. El padre no solo es policía, es campeón de tiro olímpico y músico frustrado. Por eso se encarga de la banda policial cuando es el comandante de la escuela básica de policías. La casa está llena de instrumentos que Don Raúl compra para sus camaradas.

Panchi no tiene profesor de guitarra, no lo tendrá nunca. Aprenderá solo, robando acordes, apuntando todo en un cuadernito; ora de su hermano, ora de un vecino del barrio apodado el “Gringo”; más conocido después como el “Gringo” Gonzáles. “Inocentes y jipiosos éramos”. La música será una de las razones de su existencia y estará a su lado en las buenas y en las malas.

Al barrio llegan los de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural, la temible Umopar, especializada en luchar contra los cocaleros en el Chapare. Hacen prácticas de tiro y alborotan Alto Següencoma. Los “Malaki” (“Goldy”, Milton, “Faly” y Panchi) deciden organizar la “guerra de guerrillas” más “sui generis” de la historia. En su contra hacen pintadas, encienden fogatas, roban dinamita, joden por las noches. Hasta la guitarra, siempre.

El primer grupo musical que monta es un trío en el colegio. Son “Coque” Gutiérrez, Milton y Panchi. Cuando entra a la universidad, va a descubrir Bolivia, la otra cara del país. Se mete al curso prefacultativo de Artes en la Facultad de Arquitectura. Se rodea de “artistas y vagos”. En esas aulas conoce a amigos que todavía hoy lo son, como el periodista Sergio Cáceres (“El Juguete Rabioso”) y Juanjo Cruz.

El segundo grupo que monta es un dúo. Son su hermano Milton y él. Son “Los Malaki”. Cuando el padre se entera, suena la frase inevitable: “Te vas a morir de hambre”. Y de yapa: “y además, te van a matar, yo sé lo que te digo”. A Panchi no lo matarán, siempre ha sabido dónde disparar.

La relación con el padre es distante. Llega a estar delante de él en una marcha a punto de ser reprimida. El viejo le advierte antes de la bomba lacrimógena y los palos: “Hazte pepa”. Todo cambia cuando en una tocada en el Teatro de Cámara, el padre se aparece, de sorpresa, entre el público. Cuando termina el “show” con Panchi disfrazado sobre el escenario, lo felicita. Años después, entregará al hijo toda una carpeta de recortes de periódico con notas sobre Atajo. “Mi padre no quiso ser policía, su sueño era ser doctor, pero viniendo del campo en esos tiempos no te quedaba otra”.

Cuando ingresa al Conservatorio, un profesor le dice que no puede entrar al aula con esas pintas. “Aquí no puedes venir así, vístete bien”. Bolivia, ya lo dijo alguien, es políticamente revolucionaria y socialmente conservadora. Si no la sientes, no la entiendes. Panchi va con sandalias, aretes, pantalones rotos, pelo en trenzas de rastafari; un “jipioso” en toda regla; una postal de época. No durará mucho ni en la carrera de Artes donde tiene docentes como Edgar Arandia, ni en el Conservatorio. ¿Te sirvo más nostalgia? El almuerzo en el Paraninfo costaba un boliviano; y el pasaje de Ciudad Satélite a la Ceja, 0.70. Pérez, setenta; Pérez, setenta.

Los Malaki tocan esos años (1990/91) versiones de Silvio Rodríguez, Savia Andina, Boliviamanta, Roberto González, padre del movimiento rupestre del rock mexicano. Su hermano “Goldy” vivía ya en México y volvía con cassettes de Leonard Cohen, de Amparo Ochoa, de lo último y de lo mejor. Las futuras canciones de Panchi beben de las mil y una fuentes del eclecticismo familiar/viajero.

Los “Malaki” clasifican a la final del Concurso de Canto Nuevo de la universidad. El premio es un viaje a La Habana. No van a ir. En el jurado están Óscar García y Manuel Monrroy Chazarreta. Una cuerda se rompe en el momento más inoportuno y quedan afuera. Dos semanas después, Panchi parte a Madrid, a invitación de un vecino del barrio, Pedro “Toto” Aramayo, futuro bajista de Atajo que labura en España montando grandes escenarios musicales gracias a su afición por la montaña y su ausencia de vértigo.

Es la hora de ver grandes recitales en canchas de fútbol. Y gratis. Michael Jackson, Dire Straits, Slayer, Iron Maiden, Elton Johh, Serrat… Panchi vive en la calle Luchana en el castizo barrio de Chamberí. (Nota mental: el trayecto de ida en el avión es pura nostalgia, sección geopolítica. Se monta en La Paz para aterrizar en Madrid después de dos noches de viaje y ocho ciudades de parada: Santa Cruz, Lima, La Habana, Toronto, Dublín, Luxemburgo y Moscú).

Se queda en España medio año durante el famoso 1992 (Juegos Olímpicos de Barcelona y Expo de Sevilla) y se vuelve (otra vez la “saudade”) con las maletas llenas de cassettes. Rearma una banda paralela que tenía en la “U”. Se hacen llamar: “Debajo de la piedra, nuestros sueños se nos estrellan”. Más conocidos como “Debajo de la piedra”. Son Ramiro Escobar en la voz y en la quena; Sergio Cáceres en las letras y guitarra y Panchi, voz y guitarra. “¿Te acuerdas de alguna canción?” “¡El Loco Herramienta!”. En el 94 termina la carrera de Artes y vuelve a Europa, esta vez a Suiza. Durante dos años, será artista. Pintará retratos, hará exposiciones individuales y colectivas en Zurich. “Trabajaba mucho, hasta tal punto que me daba fiebre. Por un momento creía entrar en los territorios de la locura, fueron muchas horas, semanas y meses de exponerme a los químicos de la pintura, pasaba todo el día en el taller de diez de la mañana a tres de la madrugada”.

En 1996 es hora de volver a Bolivia, otra vez. La vida de Panchi será siempre así: un ir y venir de la patria, un acercarse y alejarse de los ancestros, de los cariños; una ruleta rusa, un carrusel. Funda “La Bluesera”, canciones tristes y urbanas con “covers” de Tanguito, Joe Cocker y clásicos del género en castellano, al calor de otras bandas del mismo pelo de la Argentina.

Tocan en boliches malditos de la ciudad que con el tiempo serán leyenda urbana: el Metrópolis de la calle Batallón Colorados, cerquita a la plaza del Estudiante (“era la sucursal del diablo, un boliche extraño donde se juntaban narcos, putas y cosas peores”); La Luna (de Coco y Marta) en la Murillo; el antiguo Equinoccio de la Belisario Salinas; el café Montmartre de la Alianza Francesa, el Shakespeare Head’s, el teatro Trono… Son Marcelo Siles (verdadero “bluesman”), “Toto” Aramayo, Sergio Vargas y Panchi. Y en los teclados, un gringo del cual ya nadie se acuerda: Frank Powell. De esa época, son canciones como Ya no sale el sol, El último blues

Panchi se cansa pronto, no quiere hacer solo “blues”. Tiene el “reggae”, la música tradicional boliviana, el rock mestizo de Mano Negra y la famosa “world music” corriendo por las venas. Atajo está por parir. Estamos en octubre de 1996. “¿Sabías que la banda no nació en La Paz sino en Tarija durante una gira artística de los Malakis?”

La primera formación es un sexteto y suena así: “Toto” Aramayo (bajo y percusión), Milton Maldonado (voz y acústica), la suiza Claudia Carnielli (violín y coros), Sergio Vargas (batería y percusiones), Ester Veldhuis (voz) y Panchi (voz, armónica, guitarra). Luego entrará Germán Romero, puntal básico para muchos “riffs” guitarreros inconfundibles. Ese primer Atajo -olvidado- sonaba acústico con mandolinas, yembés, armónicas; más “folkie” que otra cosa. Son un bicho raro en una época donde triunfan Loukass, Coda 3, Wara y Altiplano.

Sus letras vuelven atrás a la ciudad; es la vieja maña del retratista. Convierten a La Paz en otra cosa, sacan sus luces más oscuras, los rincones que nadie quiere ver, los personajes invisibles que nadie había tocado en canciones. Panchi es un contador/cazador de historias.

“Maradona”, el heladero sin carrito, el “Comandante Mamani”, Don Leoncio (el hombre de amarillo de la tapa del primer disco), la “Diva Star”, la “trava” de la 20 de Octubre: todos se han quedado en nuestra retina, todos son ya inmortales pues están fijados en nuestra memoria. La jungla de cemento se vuelve más humana con las canciones de Atajo. El infierno gélido de la ciudad es un poco más tierno y amable.

“Había una brecha entre el rock boliviano de los 70/80 con Wara, Altiplano, OM, ese rock fusión y luego los 90 con Loukass, Lapsus. En el medio se perdió la conexión con nuestra parte andina, con la realidad, con la ciudad, con el país. Yo venía de la pintura y me di cuenta de que las letras de los grupos no hablaban de nosotros, de La Paz, de los presidentes, de política, de lo cotidiano; lo habían hecho antes de una forma diferente, más paternalista y romántica, los cantautores, los Savia Andina, Jenny Cárdenas, Luis Rico… Ninguno de ellos hablaba de la basura, de los perros callejeros. El rock de la época hablaba de otras cosas. Es entonces cuando compongo canciones sobre las sobritas y así la gente comenzó a identificarse con lo suyo, con lo que nos rodea, con las vendedoras de flores por las noches, con las morenadas al corazón”.

También puede leer: El sinuoso camino del vinilo en Bolivia

Panchi refleja sus andanzas de horas y horas por la ciudad; sus correrías diurnas y nocturnas con los lustras, los chicos de la calle (con los que trabaja por el centro y las laderas paceñas). Panchi es el juglar de todos los antros, el cantor de las gestas de los “nadies”. Ama sentarse en una plaza y mirar, observar a la gente, antihéroes de la lucha diaria. Si hoy viviera en La Paz, ya habría hecho una letra al cuate que cuando hay luna instala su periscopio en la “Sanfran” para acercarnos a las estrellas. O estaría rimando con los rapeadores de la plaza.

El primer álbum no se puede llamar de otra manera. Será Personajes paceños (1998). El bosque nos sigue esperando. Antes han intentado grabar en Discolandia pero los Dueri los sacan rajando con la promesa típica: “no nos llamen, nosotros los vamos a llamar”. Hasta que otro personaje de la noche, el “Negro” Gutiérrez, los ve sudar en vivo y en directo y les firma un contrato para grabar dos discos. “Sale Ceja, sale Ceja…”.

Graban videoclip, lanzan posters que empapelan las calles, los lustras cantan reggae con pasamontañas zapatistas.  La revolución está a la vuelta de la esquina. Ya habrá tiempo para que nuestras esperanzas se desvanecieran como tinieblas en la larga noche de nuestras decepciones.

La banda comienza a formar un público sin igual, variopinto, como Atajo. Clase media (alta y baja), alteños y paceños juntos y revueltos, raperos aymaras (como el mítico Abraham Bohórquez), gringos de todo color y olor; el mundo alternativo por excelencia metido en diez metros cuadrados; músicos de otros grupos, artistas de cualquier ralea, políticos soñando revolución, changuitas recién salidas del caparazón, aspirantes a líderes de movimiento social, periodistas ociosos… ¿De verdad nadie ha hecho una tesis sobre el universo “tutifrutiplurimulti” que se juntaba alrededor de los “Panchis”?

El segundo disco también tiene un nombre inevitable. Es Calles baldías (Vol I y Vol II, 1999). “Es mi preferido”, dice Panchi. Ahí se puede escuchar el Regaláme, el Saludos a José, Valentina, Tiempo, Habibi en la feria 16 de El Alto y La cena del Chacal. ¿Alguien tiene sal?

El Nunca más será la música de fondo de la resistencia antineoliberal. El presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, el ínclito “Goni”, partirá en helicóptero con las canciones de Atajo en la cabeza. Panchi participa de las huelgas de hambre en Sopocachi al grito de “Goni, go home”.

Los familiares de las masacres de 2003 participarán en las tocadas pidiendo un juicio justo y cárcel para el “caballero”. Ay, mamita te pido perdón, “Goni” morirá impune, como tantos otros. Ay, mamita, me duele el alma y me queda el corazón. (Nota mental: la canción siempre nos recordará el timbre de la querida María Teresa Dal Pero, fallecida en 2021).

Panchi recoge los sonidos, dolores, vientos y “clefas” de la ciudad, mete fraseos y “samplers” (grabaciones en vivo de la calle) en medio de los temas. Los cantos del cementerio, las canciones de los músicos callejeros, los voceadores del minibús, las vendedoras en el atrio (desaparecido) de Correos. La Paz (y su “filing”) se escuchará a sí misma hasta la eternidad. De fondo, una armónica diabólica. No te olvides de saludar a todos los “josés” de La Paz. Panchi es uno de los mejores antropólogos que tenemos.

No lo he dicho antes pero lo que más extraña son los cerros. En la ciudad sueca donde vive (Lund) no hay cerros ni nada que se parezca. Ni tampoco tiene algo similar al Illimani. “También extraño el quilombo, en Europa todo está ordenadito y nosotros acá nos pasamos la vida organizando el despute, nuestro caos ordenado”. Entonces Panchi suelta un pequeño tratado sobre cómo cruzar las calles en La Paz sin que te pisen. Obviamente no habla de semáforos, pasos de cebra o respeto a las normas. Habla de códigos visuales entre minibuseros y peatones, códigos que no están escritos.

Después del Calles Baldías llegarán 12 discos más. La lista de músicos que pasan por Atajo es interminable (son más de 60). Las colaboraciones con artistas extranjeros (Sargento García, Arturo Meza, Philip Citizen de Senegal…), también. Los viajes por toda Bolivia (hospitales psiquiátricos y cárceles, incluidas), Sudamérica y Europa (llegan a tocar 45 conciertos en dos meses) colocan a la banda en un lugar de privilegio. En un concierto mítico en el Teatro al Aire Libre, termina enmanillado porque los policías que resguardan la tocada se “molestan” tras escuchar el tema: ¿Y la policía, dónde está? Lo acusaron “de ná”. En 2018 regresa para hacer una gira nacional (“Volver a empezar”) y matar nostalgias.

Hoy, Atajo es una banda que actúa en Suecia. Panchi fue buscando músicos poco a poco, pandemia por delante. Arrancó de cero: “lo hice por elección propia y lo haría mil veces más, solo por seguir soñando, nunca dejaré de mirar al horizonte donde están mis utopías y el latir de mi pueblo”.

La formación actual parece la alineación titular de la selección sueca con un par de refuerzos latinos: Bjorn Wickenberg, Yoel Lind, Dan Fridh, los cubanos Yojannys Cardoza y Tomacito Jimeno y los bolivianos Renzo Jaldín (de Cochabamba) y Panchi Maldonado. Hacen lo de siempre: un poco de todo. Cumbia, son cubano, reggae, rock, músicas andinas; celebran la música, cantan a la libertad. Y las canciones tienen nombres de cuevas recién descubiertas: Flor de paz, Echar raíces y Cholonely night. Panchi siempre ha sabido dónde disparar y sabe también que es inútil ametrallar a las montañas.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras y Panchi Maldonado Ávila.

Festín de sinfonías sacras del barroco indígena chiquitano

El XIV Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana ‘Misiones de Chiquitos’ se celebró con 130 conciertos

/ 12 de mayo de 2024 / 06:59

En el siglo XVIII, la música se usó para atraer y mantener en la fe católica a los indígenas americanos. Esto fue una constante en la historia misionera, pero además, como en cualquier iglesia de la época, la música también cumplió la función de alabanza y dedicación a Dios. Este puñado de historia no solo está registrado en el Museo Misional de San Javier, en el departamento de Santa Cruz, sino también en el quehacer y la vida diaria de sus habitantes.

Esta cultura fue reflejada en la primera ópera indígena chiquitana presentada la noche del martes 23 de abril en la Iglesia de San Javier. Antes del evento, una gran cantidad de personas se encontraba en las afueras esperando poder ingresar. Algunos minutos después se escuchaba a lo lejos el sonido de instrumentos de viento y cuerdas que se aproximaba poco a poco desde la plaza principal hasta la iglesia. El público esperó dividido en dos columnas dejando el espacio central vacío para la entrada triunfal de los artistas.

Danzantes con plumas en sus cabezas y máscaras de tela, cuya faz se asemejaba a la de los pájaros precedían al Coro y Orquesta Misional de San Xavier, quienes interpretaban instrumentos nativos. Se trataba de la danza de los yarituses, un ritual de los indígenas piñocas, antiguos habitantes entre el Gran Chaco y la Amazonía, que creían que el piyo (ñandú o avestruz americano) era un ave sagrada o un ser supremo, al que le atribuían el hecho de tener buena temporada de cosecha, cacería y pesca. Este ritual era celebrado en lugares altos porque el piyo es un ave que no puede volar, pero sí correr a mucha velocidad: precisamente yarituses, el nombre de la danza, significa “los que adoran en cerros y colinas”.

Este rito fue la antesala de la Ópera San Xavier, que gira alrededor de una conversación entre San Ignacio de Loyola y San Francisco Xavier en busca de la esperanza y la fe, siendo la primera ópera en lengua nativa. “El bésiro chiquitano es un idioma que ya solo los viejitos lo hablan y que se va a perder”, señaló Eduardo Silveira, director del Coro y Orquesta Misional San Xavier. “Durante la preparación de la obra, en lo que tardamos un poco más fue en la pronunciación porque tuvimos que trabajar con las solistas y con los mensajeros también. Es harto trabajo porque no es un idioma común, ya se ha perdido un poco, pero creo que el resultado valió la pena”.

La ópera estaba escrita para violines, violonchelo y dos solistas, así que Silveira tuvo que hacer los arreglos para darle más fuerza al canto del coro, contratar a un coreógrafo e insertar instrumentos nativos que formaron parte de la puesta en escena. “Se hizo revivir esos instrumentos ancestrales que estaban en el olvido como el sananá, el pachechise, el secu secu, que son instrumentos que había cuando llegaron los jesuitas, pero la gente ya no los utiliza, van olvidando y la ópera los ha hecho revivir”. Silveira apuntó que con esta ópera se resalta lo que sucedió hace más de 300 años que es cultura viviente, algo que no es comparativo con el barroco europeo. “Es un barroco indígena, pues son obras de 1740 hechas por un indígena”.

El alcalde de San Javier, Dany Añez Montalván, expresó su satisfacción luego de terminada la presentación de esta ópera. “Como alcalde de mi pueblo, siento una emoción grande al poder disfrutar la ópera. Los chicos vienen trabajando ya hace más de siete meses, no han tenido vacaciones en noviembre, diciembre ni enero. Han estado netamente metidos en su trabajo y hoy vimos el fruto del trabajo, que ha sido una ópera muy buena, muy bonita, completa. Y lo que pedimos es que esto se muestre a todo Bolivia y al mundo. Queremos que esta ópera se la pueda exhibir en otros departamentos del país y, por qué no soñar con llevar la ópera a exponerla a otros países de Europa, Estados Unidos y de todo el mundo”.

Por su parte, Percy Añez Castedo, presidente de la Asociación Pro Arte y Cultura (APAC), organizadora de este festival, dijo que “Chiquitos chiquitanizó la cruceñidad” porque Santa Cruz encontró su identidad resiliente gracias a esta cultura tan rica, por lo que seguro también llegará a chiquitanizar toda Bolivia. APAC además promociona una producción audiovisual que rescata los mejores momentos del festival y de la cultura chiquitana que empezó a grabarse en esta gestión.

El Festival ‘Misiones de Chiquitos’

Esta ópera, acompañada por el Coro y Orquesta Misional de San Xavier, fue una de las principales atracciones del XIV Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana “Misiones de Chiquitos”, fiesta que se lleva a cabo cada dos años gracias al Padre Piotr Nawrot, fundador y director artístico del festival hace más de tres décadas. “El festival explora sobre todo la música de nuestro pasado musical indígena chiquitano. El mundo no sería tan bello, ni tampoco podríamos sentirnos bien si estos tesoros, que son  universales, se hubiesen quedado dormidos en los archivos. Esta cultura musical tiene que ser parte de nuestras vidas”.

Es por ello que la belleza musical encerrada en estas partituras nativas lo llevó a hacer la primera tesis doctoral en el mundo sobre el manuscrito mismo. “Tanto me ha seducido esta música y esta historia que dejé todo y vine a vivir en este país”, enfatizó el sacerdote y musicólogo polaco.

Este festín musical —propagado por toda la ruta misionera chiquitana— se ha convertido en un gran atractivo no solo para los lugareños, sino también para los turistas nacionales e internacionales amantes de la música sacra.

También puede leer: Buscando desesperadamente a Khespy: ‘Haz lo que no debes’

Estos conciertos bianuales son materializados gracias a los músicos, que llegan desde las diversas geografías locales, así como desde distintas latitudes del planeta. Entre el viernes 19 y el domingo 28 de abril se llevaron a cabo 130 conciertos —a cargo de elencos de 15 países— que se ejecutaron en Santa Cruz de la Sierra y en ciudades y pueblos provinciales del departamento, además de Tarija.

En la capital cruceña hubo recitales en los templos Los Huérfanos, San Roque y Jesús Nazareno, en el Centro de la Cultura Plurinacional (CCP)  y la iglesia San Agustín (Plan 3000). En provincias, se realizaron conciertos en Porongo, Santa Rosa del Sara, Cotoca, San Julián, San Xavier, Ascensión de Guarayos, Concepción, San Ignacio, Santa Ana, San Miguel, San Rafael, San José, Roboré, Chochís y Santiago.

Conciertos de música antigua

Fueron 10 días de conciertos; en cinco de ellos ESCAPE estuvo presente. El  sábado 20 de abril se presentó Helvetia Baroque, de Suiza, que tocó junto con el Coro y Orquesta Misional Santiago de Chiquitos en la Capilla Los Huérfanos, de Santa Cruz de la Sierra. Una de las integrantes del grupo suizo, Nina Lecocq, quien aseguró tocar una variedad de más de 10 flautas, dijo que para preparar la coproducción con el Coro y Orquesta Misional Santiago de Chiquitos vivió durante tres meses en la comunidad. “Fue realmente suficiente tiempo para conocer a la gente de allí que ahora son amigos con quienes no solo tocamos juntos. Por medio de ellos conocí una nueva cultura totalmente diferente a la mía, por eso tocamos la música tradicional de Suiza y de Santiago de Chiquitos, para combinar estas dos culturas”.

El mismo día, más tarde, en la Iglesia San Roque esuvo el grupo de la escuela de música Juilliard415 de Estados Unidos junto con el Coro Urubichá. Dani Zanuttini-Frank, estudiante de esta escuela que toca la guitarra barroca, contó que esta era la tercera vez que el grupo se presentaba en el festival y que para tocar junto con el coro habían practicado con ellos durante una semana. Otra estudiante de Juilliard415, la peruana Jimena Burga Lopera, resaltó el hecho de que la orquesta estaba compuesta tanto por estudiantes como por exestudiantes específicamente elegidos para los conciertos de este festival en la Chiquitanía. Por su parte, Mercedes Papu, directora del Coro Urubichá, expresó su emoción por esta maravillosa puesta en escena y por dirigir el coro en este su segundo festival consecutivo.

El domingo 21 de abril fue el turno del grupo francés Les Passions, en la Capilla Los Huérfanos de la capital cruceña. Jean-Marc Andrieu, director de la orquesta constituida hace 34 años en Toulouse, señaló que es su cuarta vez en este festival, la primera fue en 2014. “El estilo barroco me parece muy rico. Hay mucha música para descubrir y hay una libertad para interpretarla. Se puede tocarla de diferentes maneras, solo hay que elegir una propia con mucha libertad. Y esto en la música barroca me parece interesante. La segunda cosa es que es una música rítmica que combina muy bien la energía del ritmo de la danza y melodías que me parecen lindas”. Andrieu remarcó que su grupo dio más de 800 conciertos en 17 países diferentes y tiene grabados 14 discos.

Les Passions (Francia), Juilliard415 (EEUU) y el Coro Urubichá, Bach Society (Brasil), Helvetia Baroque (Suiza) y el Coro y Orquesta Misional Santiago de Chiquitos, y el violinista japonés Ryo Terakado junto con la clavecinista coreana Sungyun Cho.

El mismo día, en la Iglesia San Roque, actuaron el violinista japonés Ryo Terakado y la clavecinista coreana Sungyun Cho, quienes se presentaron junto con la Orquesta Barroca de Santa Ana. Terakado, quien nació en la colonia San Juan de Yapacaní, pero se fue a Japón al cumplir cuatro años de edad, dijo que siente un amor muy especial por la música barroca porque transmite simplicidad y emoción al mismo tiempo. Enfatizó que la primera vez que participó en este festival fue en 2004, hace ya 20 años.

El lunes 22, martes 23 y miércoles 24 de abril la música se escuchó en San Javier, municipio en la provincia Ñuflo de Chávez del departamento de Santa Cruz. Los tres días las presentaciones se realizaron en la iglesia del pueblo.

El 22 tocó la violinista alemana Nadja Zwiener con la Orquesta de Cámara Urubichá. “En total es más o menos una semana el tiempo que hemos ensayado juntos, pero la orquesta y yo practicamos por separado desde nuestro primer encuentro en febrero hasta el momento del concierto”, dijo Zwiener. “Para mí es muy importante este ritmo de música, ya que el Estado donde vivo en Alemania, Thüringen, es  donde nació Johann Sebastian Bach. Entonces tuve un contacto directo con ese tipo de música debido al bachillerato, y para mí ha sido muy importante seguir con la tradición de música barroca”.

El director de la Orquesta de Cámara Urubichá, Lisandro Anori, quien la comanda desde hace dos festivales, resaltó el hecho de que a pesar de no hablar el mismo idioma con Zwiener, llegaron a entenderse a la perfección musicalmente.

El 23 fue el turno de la mencionada Ópera San Xavier y el Coro y Orquesta Misional de San Xavier y el 24 subió al escenario el grupo brasilero Bach Society Brasil. Fernando Cordella, director y encargado del clavecín, explicó que su grupo forma parte de Bach-Stiftung, una fundación internacional que tiene sedes en varios países. “La sociedad Bach Brasil tiene alrededor de cuatro años. En la pandemia comenzamos los conciertos con músicos que se dedican a la investigación  histórica y la interpretación de la música barroca, especialmente de Bach”.

Por su parte, el Ministro Consejero, jefe del área cultural de la Embajada de Brasil en Bolivia, Paulo Azevedo, se mostró muy alegre al escuchar un concierto de “un grupo brasileño que se dedica a la difusión de la música de Bach, en el corazón de las misiones, en la Chiquitanía”.

Todos y cada uno de los intérpretes coincidió no solo en su amor por la música renacentista y barroca, sino también en su admiración por el público cruceño y boliviano que logró cumplir el objetivo de este encuentro: mantener vivo, latiendo en los corazones de la gente, el espíritu de la música antigua.

Texto y fotos: Mitsuko Shimose

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La Crêperie: El Atelier de los Sentidos

Por Fernando Cervantes

/ 12 de mayo de 2024 / 06:50

Crónicas gastronómicas

Paola Andrea Herrera ha sido la pionera en introducir las tradicionales crêpes francesas en el mercado paceño, allá por 2014, proponiendo un concepto de experiencias donde todos los detalles juegan un papel muy importante:  la decoración, la música, el sabor, los libros, el aroma y el arte en general. Prueba de ello es que, en cada mesa de La Crêperie – El Atelier de los Sentidos, junto a bonitos floreros, se encuentran lápices de colores que invitan a dibujar y dar rienda suelta al artista que habita dentro de cada persona.

En su surtido menú se pueden encontrar delicias dulces y saladas como el crêpe Suzette (con salsa de naranja); las tortas crêpe (con 16 pisos de dulce de leche o Nutella); el Bretonne, a base de jamón, queso y huevo cocido sobre la plancha, hierbas a elección y  pimienta recién molida, y el caprese o la pizza crêpe, con jamón, queso, pesto rojo, hierbas italianas y  champiñones. También se ofrecen brownies  de naranja, clásico y menta,  minipancakes con el topping que más prefieras, diversa cafetería, jugos de frutas, cervezas, vinos y cócteles.

Este lugar además ofrece constantemente diversas actividades culturales abiertas a todo público, como por ejemplo, intercambio de libros, tertulias, yoga en su jardín, pintado en lienzo, tardes de cerámica, bandas musicales en vivo, etc.

La cita motor de este establecimiento pertenece a Goethe: “ningún disfrute es pasajero, ya que lo que queda y para siempre, es la experiencia”. Es por ello que Andrea está sumamente feliz de poder amalgamar colores, sabores y texturas donde el arte es el único protagonista.

La Crêperie – El Atelier de los Sentidos

  • Dirección: Calle René Moreno K 21, San Miguel  
  • ☎ Teléfono: 78917000 
  • Rango de precios: Bs 25 – 45
  • Productos estrella: Crêpe Suzette, tortas crêpe, galette bretonne y brownies.
  • Opciones vegetarianas:
  • Horarios de atención: Martes a domingo de 15.00 a 21.00.

También puede leer: La Auténtica: Amalgama de culturas y sabores en la 21 de Calacoto

El arte y la cocina francesa son parte de la propuesta de este espacio.

Contáctenos:

Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda, Correo: [email protected]

Texto: Fernando Cervantes

Fotos: La Crêperie – El Atelier de los Sentidos

Comparte y opina:

CHACHACOMANI 36 millones de metros cúbicos de agua menos en cuatro años

Un equipo de voluntarios del Servizio Glaciologico Lombardo de Italia y de la Unidad Académica de Peñas de Bolivia estudió este nevado de la cordillera Real

Por Marco Fernández Ríos

/ 12 de mayo de 2024 / 06:41

Las balizas clavadas en las faldas del Chachacomani demuestran algo preocupante: en cuatro años, el cerro ha perdido 17 metros de espesor de nieve, lo que equivale a 36 millones de metros cúbicos de agua que ya no regarán los campos del departamento de La Paz.

En el viaje hacia el lago Titicaca es inevitable no admirar la larga hilera de montañas de la cordillera Real, entre el imponente Illampu-Ancohuma en Sorata, el Condoriri de las alas extendidas y el casi inexpugnable lado norte del Huayna Potosí alteño. Ahí, en esa mezcla de ponchos blancos, se encuentra el Chachacomani, un cerro escondido que, de a poco, está siendo conocido principalmente para practicar montañismo.

El reto de ascender esta montaña de Los Andes fue lo que atrajo al país al italiano Alessandro Gallucio, glaciólogo aficionado, integrante del Servizio Glaciologico Lombardo, una organización de voluntariado que se dedica a la investigación y al seguimiento del entorno glaciar de Los Alpes. Al quedar encantado con este nevado de 6.074 metros sobre el nivel del mar (msnm), a Gallucio le surgió la idea de iniciar un estudio sobre los niveles de hielo en este achachila oculto.

¿Por qué es importante hacer esta medición? Davide Vitale —un belga que eligió Bolivia como su lugar de residencia hace varios años y ahora es instructor de la Unidad Académica de Peñas, en la provincia Los Andes— explica: “Si queremos evaluar los recursos hídricos del glaciar, no son tan importantes los metros lineales o las superficies. El dato más importante, para el consumo humano, es el balance de masa equivalente a  agua, es decir el espesor perdido en la zona baja más el espesor ganado en las zonas altas, donde se acumula la nieve, multiplicado por la densidad zona por zona”. Es decir, lo que más interesa es calcular cuál es la cantidad de agua que pierde este cerro de manera definitiva.

De acuerdo con un estudio de Álvaro Soruco y otros especialistas del Instituto de Investigaciones Geológicas y del Medio Ambiente de la UMSA, los glaciares de la cordillera Real aportan con el 15% del agua que se consume en las ciudades de La Paz y El Alto, mientras que en época seca aumenta al 27%. Por esa razón, el estudio en Chachacomani es importante, ya que el hielo derretido se transforma en agua que da vida a parte de la población de la zona lacustre.

Sin apoyo privado ni estatal, Gallucio buscó respaldo en su país para adquirir los equipos científicos y reclutar a más personas con el fin de hacer realidad el proyecto que había iniciado cuatro años antes. Como resultado, en 2018, llegaron 15 voluntarios del país europeo.

Durante ocho gestiones, el equipo —auspiciado por el Servizio Glaciologico Lombardo, la Unidad Académica de Peñas, la parroquia también de Peñas, además del Consulado de Bolivia en Milán, con la agilización de la importación de algunos equipos de medición — llevó a cabo un trabajo arduo de medición.

En el tiempo de investigación, tanto italianos como bolivianos tenían el mismo ritual con la montaña: caminatas extenuantes de dos a tres días para subir a las faldas del cerro, oxígeno insuficiente, bajas temperaturas, sueños entrecortados y botas de goma necesarias pero incómodas. En contrapartida tenían el acompañamiento de vizcachas curiosas, algunos tímidos venados, zorros astutos y un panorama que muy pocos han podido conocer.

Era también un ritual que antes de que aparecieran los primeros rayos solares en el horizonte, algunos derritieran hielo para el desayuno, mientras otros alistaban los equipos de seguridad y los últimos cargaban las coordenadas del GPS. A los pocos minutos, con el sol también llegaban las tazas con mate caliente y marraquetas, ideales para que los italianos, los cinco estudiantes bolivianos y los cinco guías de montaña recobren sus energías.

Durante ocho años, en las faldas del nevado, el equipo técnico se dividía en dos: el primero trabajaba con una vaporella —equipo que lanza agua caliente por una manguera para introducirse en el hielo—. En un buen día se podía perforar 12 metros, profundidad suficiente para colocar las balizas —un objeto largo que sirve como señalizador—, que sirvieron para medir cuánto hielo perdió el Chachacomani en determinado periodo. El otro equipo se dedicaba a medir la franja que divide la roca y el hielo, y la altura de los acantilados, con el objetivo de tener datos fidedignos sobre el espesor de la masa de hielo.

“Cuando volvías después de un año notabas que la baliza que habías plantado hasta la cabeza sobresalía dos metros, porque se habían perdido dos metros de hielo”, rememora Vitale. De acuerdo con este montañista e instructor, los estudios se llevaron a cabo desde 2018 hasta 2023, para lo cual utilizaron, además de balizas y una vaporella, un dron, cintas métricas, un GPS referencial y otros equipos de medición.

El resultado de estas mediciones es preocupante: durante cuatro años, el Chachacomani ha perdido, de manera definitiva, 36 millones de metros cúbicos de agua. “Para que un glaciar tropical esté en una condición de equilibrio, es decir que ni crezca ni rebaje, necesita que el 70% de su superficie esté cubierto con nieve nueva del año, para que se genere el hielo. Vemos que año tras año, al final de la época seca, está cubierta entre el 40% y 50%, pero nunca la cantidad suficiente”, revela Vitale.

¿La conclusión? “Si el clima se mantiene como está ahora, el nevado de Chachacomani perderá más de cobertura. Si la temperatura sigue subiendo, el cerro puede llegar a perder todo su hielo”, añade.

 “Muchos glaciares bolivianos, como el Chachacomani, nunca han sido estudiados y no cuentan con ningún programa de seguimiento; sin embargo, desempeñan un papel muy significativo para comprender el alcance del cambio climático global y local, pero sobre todo representan una importante reserva de agua. Muchos centros urbanos del altiplano boliviano, como El Alto y La Paz se abastecen de agua procedente de los glaciares en un porcentaje considerable que es importante conocer (…). Las reservas de agua para consumo humano se reducen cada vez más debido a la creciente demanda estimulada por el crecimiento demográfico debido a la migración desde el interior del país. Este aumento, sumado a los efectos de la vulnerabilidad y el cambio climático, anuncia una tendencia que reducirá cada vez más la disponibilidad de agua”, indica parte del informe del Servizio Glaciologico Lombardo.

“Hemos analizado los datos meteorológicos de la estación de Ichucota (en el municipio de Batallas), la más cercana y que tiene un clima comparable. Si bien las precipitaciones en los últimos 30 años se han mantenido, las temperaturas han aumentado cuatro décimos de grado, eso corresponde a casi 100 metros de elevación de desnivel en el límite de los hielos persistentes”, explica Vitale. Ello quiere decir que, si bien las precipitaciones pluviales se mantienen, el aumento de temperatura —resultado del calentamiento global— hace que Chachacomani y otros nevados pierdan nieve que no se recuperará, y que el manto blanco que embellece el camino al lago Titicaca, tal vez, en unos años vaya a desaparecer.

También puede leer: Un puente de integración a través del arte

¿Qué se puede hacer? De acuerdo con la ONG española Oxfam Intermón, una de las soluciones para reducir los efectos del calentamiento global consiste en incentivar la economía agraria, un sistema sostenible anterior a la capitalización de la producción, y lograr acuerdos entre Estados para reducir los gases de efecto invernadero.

Pero no todo depende de los ámbitos gubernamentales, sino también desde la individualidad, como la generación de menos basura, desplazamientos en transporte público, en bicicleta o a pie y el consumo de menos energía eléctrica o combustible fósil, aconseja la Organización de Naciones Unidas (ONU).

Por lo pronto, este deshielo está ocasionando que animales silvestres como las vizcachas, venados, zorros y cóndores emigren para hallar mejores condiciones, y que en ese movimiento estén condenados a su extinción. Por otro lado, poblaciones como Achacachi, Huarina y otras por donde pasan las aguas del deshielo corren el riesgo de quedar secas y convertirse en parte de un triste final del escondido Chachacomani.

Texto: Marco Fernández Ríos

Fotos: UAC Peñas

Temas Relacionados

Comparte y opina:

LLAKI

El realizador boliviano Diego Revollo trae un filme, en clave experimental, sobre la cultura kallawaya

Por Pedro Susz K.

/ 12 de mayo de 2024 / 06:33

Anoto de entrada que esta desafiante producción boliviana dista mucho de ser una película convencional, lo mismo que de aprehensión sencilla. Lo cual no equivale a decir que carezca de antecedentes en nuestra filmografía. Desde ya puede emparentársela con Vuelve Sebastiana, aquel documental dirigido en 1953 por Jorge Ruíz, el cual marcó una definitiva línea divisoria entre el documental entendido como una mera postal animada que mira desde fuera y, a menudo, desde lejos aquello que muestra, frente al documental concebido en el modo de una inmersión en la realidad retratada, intentando escuchar a quienes protagonizan desde su día a día los eventos abordados, apreciados asimismo desde su particular visión de la vida y el mundo. La filmografía boliviana reciente ha venido retomando últimamente aquella indeleble huella, si bien no en el ámbito del documental estricto. Tal el caso, para citar al vuelo alguno títulos, de Cuidando al sol (Catalina Razzini/2021) o Utama (Alejandro Loayza/2022). 

En Sol, piedra, agua (2016), su primer largometraje, Diego Revollo (Niteroi/1986) había ahondado su obstinada exploración, despuntada en sus cinco cortometrajes previos, de aquellas vertientes culturales mayormente de los pueblos originarios, encarados a la modernidad occidental desde sus propias concepciones de la relación entre los humanos y el entorno natural. Preceptos aquellos divergentes del homocentrismo que encarama a los sapiens en un sitial privilegiado desde donde se hallan empoderados para someter a las demás especies a sus designios depredadores vinculados a un concepto ya deshilachado del progreso concebido básicamente como una acumulación material enfocada en el beneficio inmediato, desechando por ende cualquier advertencia acerca de las averías futuras que pudiesen sobrevenir del uso acrítico de las primicias tecnológicas, del saqueo intensivo de los recursos naturales y del exterminio de todas las demás especies.

La referida opera prima de Revollo, alusiva a la biografía del escritor y poeta Guillermo Bedregal García, escarbaba en las incertidumbres precipitadas por la inminente progenitura del protagonista, llevándolo a interrogarse acerca de sus raíces, identidad y tropiezos en una relación familiar marcada a fuego por la ausencia de su madre, representada en el film por el agua. Buscando reencontrar el propio sentido de su vida emprende entonces un viaje hacia las montañas y el mar.

Otro periplo, con el mismo sentido exploratorio, que adhiere a las connotaciones de las realizaciones inscritas en el género de “películas del camino”, en sus mejores ejemplos enfocadas sobre un paralelo desplazamiento: en el espacio y los intersticios del ser que se busca a sí mismo, es el patrón básico de este segundo largo de Revollo, al cual se añade la perentoriedad de un diálogo con esas diversas culturas que perviven aferradas a sus costumbres y saberes donde residen las respuestas inhallables en el occidentalocentrismo cada vez en mayor medida extraviado en el laberinto de sus sinsentidos.

Llaki —vocablo quechua alusivo indistintamente a la pena, la aflicción, la dolencia, el padecimiento— arranca con la imagen, tomada de espaldas, de una persona, presuntamente el propio director de la película, mirando hacia La Paz desde una ventana, entretanto reflexiona, según dejan leer los textos incluidos al pie de la toma: “Unos meses antes de cumplir 33 años sufrí una pérdida auditiva severa, lo cual derivó en una parálisis facial en el lado izquierdo del rostro. La medicina alopática aseguró que mi sordera era irreversible”.

También puede leer: Letras bolivianas, letras hispanas: una celebración que suma

Enseguida el relato da un salto temporal hacía diez años atrás, cuando en procura de una alternativa al diagnóstico de la medicina basada en la administración de sustancias químicas e invasivas intervenciones quirúrgicas, el relator emprende, en compañía de su hija Amaya, el primero de sus recurrentes viajes a Lunlaya, comunidad de la Nación Kallawaya situada a casi una hora a pie desde Charazani, tramo que recorrió guiado por un niño en bicicleta con su perrito. Las imágenes del peregrinaje, que el sonido acompaña con una suerte de ruido difuso como el casi sordo viajero seguramente percibía, van alternando con las fotografías rescatadas de algún cajón. Esa alternancia entre las escenas en movimiento del presente, y los retazos de memoria conservados en las imágenes fijas, se irá repitiendo a lo largo de la narración, con una previsibilidad que le va restando al efecto buena parte de sorpresa y/o alcance significante. 

Ya en Lunlaya, tierra de sanadores y brujos a 3200 metros de altura sobre el nivel del mar, como informa un cartel, el afligido protagonista toma contacto con Aurelio Ortiz, kallawaya que allí mora con sus todavía pequeños hijos, su suegro y su esposa, atenido a una íntima interrelación con su entorno según le va explicando al visitante a medida que le reitera la necesidad de no renunciar a ese contacto a riesgo de extraviar su origen. Los sucesivos reencuentros entre ambos alternan con los viajes de Aurelio a La Paz, donde se encuentran sus otros, ya adultos o casi, descendientes: Fernando, estudiante de odontología; Valentín, el mayor de todos, abogado y a su vez padre también, Iván, camino a cumplir con su año de servicio militar.

Esos desplazamientos son utilizados a fin de contrastar la paz que se respira en las modestas condiciones de vida de la familia Ortiz García y sus vecinos con la agresiva agitación urbana. Pero asimismo para significar, dejando de lado los subrayados verbales, en qué medida estar rodeado de aparatos de última generación, o de cientos de frascos de medicamentos —como ocurre cuando Aurelio y su esposa Justina Ramos acuden a una cualquiera de las ferias urbanas—, no comporta garantía alguna de eficiencia si no se comienza por partir de las raíces y de la clara certidumbre de la proveniencia de cada quien. O de la perseverante preocupación por el “alma pequeña” del individuo, como Aurelio intenta convencer a su flamante amigo/paciente.

Pero Revollo se abstiene de satanizar los aparatos en sí mismos: uno de sus hijos manipula un vetusto celular; en su habitáculo una radio divulga las últimas noticias —escena que de igual manera sortea la falsa idea de hallar en el aislamiento de las culturas la pócima idónea para ponerlas a buen resguardo de la contaminación—, todo pasa en cambio por utilizar cualquier aparejo críticamente, sin renunciar a la propia cosmovisión.

Y tal apunte cobra especial relevancia en la escena en la cual la hija del kallawaya cuenta haber decidido acudir a la fiesta de graduación en la escuela vestida con el atuendo típico de la comunidad, mientras sus compañeras optan por la minifalda. De tal suerte el realizador acentúa la idea vertebral de su emprendimiento: es al efecto invasivo, colonizador, de los bienes y costumbres llegados de afuera al que toca combatir atrincherados en los saberes y procederes originarios.  

Eso mismo es puesto sobre la mesa cuando gentes de muy lejanas filiaciones llegan a Lunlaya movidas por una curiosidad, que muta en asombro, respecto a esa cultura de la cual, de alguna forma, se enteraron. Fue el caso de Ina Rösing, investigadora alemana autora de un libro sobre su experiencia en el sitio y su amistad de larga data con los Ortiz Ramos, a cuyo patriarca, narra Aurelio, invitó al viejo mundo con el propósito de mostrarles a sus connacionales que sí es posible transitar el tiempo y las circunstancias sin perder de vista el punto de partida.

Al bajar el telón la película vuelve a la escena que vimos cuando lo levantó. Con una diferencia: ahora el personaje ya no mira hacia una ciudad muda, más bien percibe el caótico e ininterrumpido bullicio citadino. Ergo, sin necesidad de apelar a un diálogo altisonante, Revollo devela que aquello que a los doctores diplomados y con acceso a los aparatos de última generación se les antojaba incurable, fue resuelto con las recetas naturales transmitidas por cada generación a la siguiente, sin estar empero a buen resguardo definitivo la pervivencia de esos saberes al quebrarse la respetuosa interacción con la naturaleza. Esto es sentenciado en una escena previa donde Aurelio pasea con su interlocutor urbano por la montaña que le provee de los ingredientes: “900 especies de plantas medicinales. Esa es nuestra economía, por eso somos Nación Kallawaya y no necesitamos escombrar todo el cerro”.

Así es dable encontrar en Llaki  no pocos insumos conceptuales ciertamente atendibles y oportunos. Encuentro empero una discordancia entre tal puntería y el modo como están desperdigados a lo largo de una puesta en imagen con notorios altibajos en todos sus rubros. A los escollos técnicos detectables en las deficiencias de sonido e iluminación se agrega una innecesaria insistencia en incluir de tanto en tanto las antes mencionadas fotografías del álbum familiar del realizador, o aquellas vistas de caracoles marinos, semejantes en algunos casos al oído interno, coclear, del sistema auditivo humano que dan la sensación de ser  una, igualmente innecesaria, autoreferencia al primer largo de Revollo.

Contrariamente a lo que podría suponerse el cine experimental, o radical si se prefiere, y, ya dije, el trabajo de Revollo se inscribe de lleno en dicha corriente, no se halla dispensado de cualquier obligación en tanto aspire a establecer algún tipo de diálogo con el espectador, claro. Y si hay una frontera, que por muy experimental que se quiera, ninguna realización puede, ni debe, traspasar aquella en la que el exceso acaba derivando en un hermetismo cortocircuitador de todo flujo de ida y vuelta.

A los tropiezos dramático/narrativos debe añadirse un errático montaje, responsable de ir entremezclando en esas idas y venidas de una idea a otra, ciertos recursos visuales meramente de relleno con aquellas imágenes indudablemente pertinentes al objetivo de abogar a favor del imprescindible diálogo intercultural, real ejercicio útil para encontrar esa identidad a medio hacer que nos vuelve apetecibles presas de los asedios colonizadores siempre a la pesca de sujetos —en el sentido literal del término— permeables a la manipulación.

Si el abordaje del encuentro (¿colisión?) no solo entre dos hombres sino entre dos mundos dejaba lugar a esa objetividad definida por alguien como un “término medio entre medios términos”, para  la radicalidad la respuesta es de entrada negativa, como lo es aquella relativa a la obligación de seguir las pautas instituidas relativas al tramado dramático.  Ahora, cuando caigo en cuenta, que todas estas interrogaciones fueron activadas luego de ver, no sólo de mirar, Llaki me resulta claro que con todo y sus peros, el emprendimiento de Revollo es, en resumen, un esfuerzo merecedor de paciencia y atención, al que usted también debiera hincarle el ojo y la mente.

Ficha Técnica  

Título Original: LlakiDirección: Diego Revollo – Idea original: Diego Revollo – Fotografía: Miguel Nina, Mauricio Ovando – Montaje: André Blondel, Diego Revollo – Foto fija: Vassil Anastosov, Andrea Martínez, Miguel Nina, Sergio Suxo, Fernando Revollo, Diego Revollo – Corrección de color: André Blondel, Juan Pablo Urioste – Sonido Directo: Omar Corrales, Manuel Pérez – Música: Jorge Zamora – Producción: Miguel Nina, Harold Céspedes, Morelia Eróstegui, Fernando Revollo – Intérpretes: Aurelio Ortiz, Juan Ortiz, Melisa Ortiz, Valentín Ortiz, Justina Ramos, Apolinar Ramos, Fernando Revollo, Amaya Revollo – BOLIVIA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: transbordador audiovisual

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Ran Kurosawa, una muestra bajo el influjo del ‘Sol Rojo’

La exhibición se presenta en la Casa de la Cultura de La Paz hasta el 20 de mayo

La muestra de Ran Kurosawa está dividida en tres partes, que tienen el uso del color rojo como eje unificador.

Por Miguel Vargas

/ 12 de mayo de 2024 / 06:22

Sol Rojo es la tercera exposición individual del artista plástico Ran Kurosawa (Reynaldo J. González). Reúne cerca de 40 obras en dibujo, pintura y collage realizados los últimos años por este artista ganador del Gran Premio del Salón Municipal de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo 2023 y  galardones como el Concurso Nacional de Dibujo Fernando Montes Peñaranda y el Premio Plurinacional Eduardo Abaroa.

Este muestra — que estará abierta al público en la Sala María Esther Ballivían de la Casa de la Cultura hasta el 20 de mayo—está conformada por tres series de obras elaboradas en técnicas diversas. “La primera es un conjunto de casi una veintena de retratos figurativos de personajes del cine, mi gran afición”, señala el artista.

La segunda incluye una serie de figuras femeninas en retratos de medio cuerpo. Y la tercera es una serie de obras abstractas elaboradas en técnicas mixtas.

“El elemento común entre todas las obras es el uso predominante del color rojo, debido a su alta expresividad y sus connotaciones relacionadas con una alta emotividad. Asimismo, las series de figuras femeninas y obras abstractas tienen en común una vocación por la experimentación y combinación de materiales y técnicas”.

Entre los retratos en exposición pueden encontrarse las series Cinefilia e Iluminaciones, con imágenes de directores de cine como el chino-hongkonés Wong-Kar wai, el italiano Pier Paolo Pasolini o el japonés Akira Kurosawa, así como efigies de actrices como Maria Falconetti, Maggie Cheung y Eva Green. Las obras abstractas incluyen experimentaciones en tinta china y acuarela, así como pinturas expresionistas próximas al informalismo.

“La muestra pretende ante todo transmitir al espectador su gusto personal por la práctica del dibujo y de la pintura sin ninguna pretensión conceptual o de lucimiento técnico. Por ese motivo, las obras figurativas se caracterizan por el estudio de la figura humana y la incidencia de la luz sobre los volúmenes, mientras que en las obras abstractas destacan cualidades opuestas como la elaboración rápida, la combinación de materiales, y la expresividad de la mancha y las pinceladas”.

El título de la exposición —Sol Rojo— se relaciona con las connotaciones negativas del verbo “asolar”. “Pueden combinarse con algunas de las obras exhibidas, desde retratos con ciertos detalles expresionistas hasta abstracciones que pueden evocar lo derruido, lo seco, lo áspero”.

También puede leer: Dos con sesenta

La muestra de Ran Kurosawa está dividida en tres partes, que tienen el uso del color rojo como eje unificador.

Artista plástico, investigador en arte y periodistacultural, Ran Kurosawa (Reynaldo J. Gonzáles) nació en La Paz, estudió en la Carrera de Artes de la Universidad Mayor de San Andrés y desde 2011 exhibió su obra en más de 15 exposiciones colectivas y múltiples concursos nacionales. Esta es su tercera exposición individual.

Esta exposición forma parte de las actividades del Salón Pedro Domingo Murillo, premio ganado por Kurosawa en 2023, con una activación especial a realizarse el 18 de mayo en el marco de la Larga Noche de Museos.

Texto: Miguel Vargas

Fotos: Ran Kurosawa

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Últimas Noticias