Panchi siempre ha sabido dónde disparar
Imagen: RICARDO BAJO HERRERAS
El fundador de Atajo, Panchi Maldonado, en el barrio de Següencoma. Radica actualmente en Suecia.
Imagen: RICARDO BAJO HERRERAS
Panchi Maldonado, alma mater de Atajo, ha estado de vacaciones en La Paz. Ahora vive en Suecia, donde sigue haciendo música.
Panchi ha vuelto al barrio. Más que un barrio, Alto Següencoma parece un pueblito alejado. Está sobre una planificie en la zona Sur, con cerros a los costados y silencio en sus calles. Panchi tiene una ametralladora en la mano, dispara contra las montañas; está junto a su viejo, policía, y los amigos. Son recuerdos de infancia que se aparecen en la quietud de esta tarde invernal.
Panchi vive desde hace seis años (desde 2017) en Suecia. Extraña todo. Extraña la comida boliviana; extraña a la familia, a los cuates, las tocadas; extraña el barrio y a su mamá que sigue a pie del cañón con sus 91 años. Panchi (y su pareja sueca con sus dos hijas) están de vacaciones en La Paz. Aprovechará para ver a sus amigos, grabar una canción junto a los Gogo Blues en el estudio de Álvaro Montenegro en Achocalla y visitar los nuevos antros de la ciudad (el Cholahuasi y la Casa de Piedra). Estamos sentados en un banco del parque de su infancia junto al viejo Colegio de Alto Següencoma. A la sombra de los árboles/ sabios que nos miran y no nos miran. Hace frío, el sol calienta lo justito.
Panchi es Francisco Maldonado, el rostro y la voz de Atajo, la banda que supo como nadie traducir un momento histórico ilusionante y rebelde (los noventa y los inicios de siglo) en letras y canciones que fueron/son la banda sonora de toda una generación. ¿A quién no le da un arrebato de nostalgia feroz al escuchar temas como Que la DEA no me vea, De Satélite a la Pérez o Pulga, presidente?
Panchi nace un 12 de agosto de 1970. Su padre, Raúl Maldonado Ferrufino, es policía; su madre, Mery Ávila Harriague, parirá ocho hijos. Visconti podría haber hecho una película al estilo de Rocco y sus hermanos. La música sería de Panchi, no de Nino Rota. Contaría la historia de cada uno: Fernando, Giovanna, Carmina, Martín, José (Goldy), “Faly”, Panchi y Milton.
Su primer barrio no es este, es Miraflores; una casa abajito del Estadio Obrero. Vivirá ahí hasta los dos años hasta que a su padre le conceden un crédito y se van al barrio policial por excelencia de La Paz, Alto Següencoma. “Cuando llegamos no había nada, ni agua, ni luz, recuerdo que al inicio nos íbamos a duchar una vez por semana a la casa de Miraflores”.
La vida en los barrios alejados en los 70 era así: agua por horas, caminatas para cargar baldes, espera paciente al carro de los bomberos. Travesuras. Y felicidad inconsciente. Panchi señala un camino que baja. “Ese era el camino del chanchito”.
Muchas cosas han cambiado en el barrio. La más triste es que en la plaza ya no juegan los niños y las niñas. ¿Qué recuerdos tendrán dentro de 50 años? No lo sé, pero ninguno será trepando los cerros, ni descubriendo cuevas, a las que de chango Panchi bautizaba como si fueran canciones: “La gigante Ana”, “La cueva del cóndor”, “La guitarra”.
Panchi no es un mal alumno; es el peor alumno del Colegio San Ignacio. Así se lo dijo el encargado de estudios con 17 años; el “bulling” antes del “bulling”. A esas alturas ha dejado las andanzas del barrio y se ha colgado una guitarra a la espalda. Tiene pinta de “hippie”. No es burro, simplemente no le gusta estudiar. Solo cuando lo amenazan con dejarlo fuera del viaje de promoción a Itachi (Alto Beni) se aplica y saca las notas de rigor. En la clase le llaman “Malducas” (por su apellido Maldonado) y a sus hermanos, los “Malaki”. Como si vivieran todos dentro de una película de Emir Kusturica.
La guitarra no llega a su vida, está. Es una presencia en la casa. El padre no solo es policía, es campeón de tiro olímpico y músico frustrado. Por eso se encarga de la banda policial cuando es el comandante de la escuela básica de policías. La casa está llena de instrumentos que Don Raúl compra para sus camaradas.
Panchi no tiene profesor de guitarra, no lo tendrá nunca. Aprenderá solo, robando acordes, apuntando todo en un cuadernito; ora de su hermano, ora de un vecino del barrio apodado el “Gringo”; más conocido después como el “Gringo” Gonzáles. “Inocentes y jipiosos éramos”. La música será una de las razones de su existencia y estará a su lado en las buenas y en las malas.
Al barrio llegan los de la Unidad Móvil de Patrullaje Rural, la temible Umopar, especializada en luchar contra los cocaleros en el Chapare. Hacen prácticas de tiro y alborotan Alto Següencoma. Los “Malaki” (“Goldy”, Milton, “Faly” y Panchi) deciden organizar la “guerra de guerrillas” más “sui generis” de la historia. En su contra hacen pintadas, encienden fogatas, roban dinamita, joden por las noches. Hasta la guitarra, siempre.
El primer grupo musical que monta es un trío en el colegio. Son “Coque” Gutiérrez, Milton y Panchi. Cuando entra a la universidad, va a descubrir Bolivia, la otra cara del país. Se mete al curso prefacultativo de Artes en la Facultad de Arquitectura. Se rodea de “artistas y vagos”. En esas aulas conoce a amigos que todavía hoy lo son, como el periodista Sergio Cáceres (“El Juguete Rabioso”) y Juanjo Cruz.
El segundo grupo que monta es un dúo. Son su hermano Milton y él. Son “Los Malaki”. Cuando el padre se entera, suena la frase inevitable: “Te vas a morir de hambre”. Y de yapa: “y además, te van a matar, yo sé lo que te digo”. A Panchi no lo matarán, siempre ha sabido dónde disparar.
La relación con el padre es distante. Llega a estar delante de él en una marcha a punto de ser reprimida. El viejo le advierte antes de la bomba lacrimógena y los palos: “Hazte pepa”. Todo cambia cuando en una tocada en el Teatro de Cámara, el padre se aparece, de sorpresa, entre el público. Cuando termina el “show” con Panchi disfrazado sobre el escenario, lo felicita. Años después, entregará al hijo toda una carpeta de recortes de periódico con notas sobre Atajo. “Mi padre no quiso ser policía, su sueño era ser doctor, pero viniendo del campo en esos tiempos no te quedaba otra”.
Cuando ingresa al Conservatorio, un profesor le dice que no puede entrar al aula con esas pintas. “Aquí no puedes venir así, vístete bien”. Bolivia, ya lo dijo alguien, es políticamente revolucionaria y socialmente conservadora. Si no la sientes, no la entiendes. Panchi va con sandalias, aretes, pantalones rotos, pelo en trenzas de rastafari; un “jipioso” en toda regla; una postal de época. No durará mucho ni en la carrera de Artes donde tiene docentes como Edgar Arandia, ni en el Conservatorio. ¿Te sirvo más nostalgia? El almuerzo en el Paraninfo costaba un boliviano; y el pasaje de Ciudad Satélite a la Ceja, 0.70. Pérez, setenta; Pérez, setenta.
Los Malaki tocan esos años (1990/91) versiones de Silvio Rodríguez, Savia Andina, Boliviamanta, Roberto González, padre del movimiento rupestre del rock mexicano. Su hermano “Goldy” vivía ya en México y volvía con cassettes de Leonard Cohen, de Amparo Ochoa, de lo último y de lo mejor. Las futuras canciones de Panchi beben de las mil y una fuentes del eclecticismo familiar/viajero.
Los “Malaki” clasifican a la final del Concurso de Canto Nuevo de la universidad. El premio es un viaje a La Habana. No van a ir. En el jurado están Óscar García y Manuel Monrroy Chazarreta. Una cuerda se rompe en el momento más inoportuno y quedan afuera. Dos semanas después, Panchi parte a Madrid, a invitación de un vecino del barrio, Pedro “Toto” Aramayo, futuro bajista de Atajo que labura en España montando grandes escenarios musicales gracias a su afición por la montaña y su ausencia de vértigo.
Es la hora de ver grandes recitales en canchas de fútbol. Y gratis. Michael Jackson, Dire Straits, Slayer, Iron Maiden, Elton Johh, Serrat… Panchi vive en la calle Luchana en el castizo barrio de Chamberí. (Nota mental: el trayecto de ida en el avión es pura nostalgia, sección geopolítica. Se monta en La Paz para aterrizar en Madrid después de dos noches de viaje y ocho ciudades de parada: Santa Cruz, Lima, La Habana, Toronto, Dublín, Luxemburgo y Moscú).
Se queda en España medio año durante el famoso 1992 (Juegos Olímpicos de Barcelona y Expo de Sevilla) y se vuelve (otra vez la “saudade”) con las maletas llenas de cassettes. Rearma una banda paralela que tenía en la “U”. Se hacen llamar: “Debajo de la piedra, nuestros sueños se nos estrellan”. Más conocidos como “Debajo de la piedra”. Son Ramiro Escobar en la voz y en la quena; Sergio Cáceres en las letras y guitarra y Panchi, voz y guitarra. “¿Te acuerdas de alguna canción?” “¡El Loco Herramienta!”. En el 94 termina la carrera de Artes y vuelve a Europa, esta vez a Suiza. Durante dos años, será artista. Pintará retratos, hará exposiciones individuales y colectivas en Zurich. “Trabajaba mucho, hasta tal punto que me daba fiebre. Por un momento creía entrar en los territorios de la locura, fueron muchas horas, semanas y meses de exponerme a los químicos de la pintura, pasaba todo el día en el taller de diez de la mañana a tres de la madrugada”.
En 1996 es hora de volver a Bolivia, otra vez. La vida de Panchi será siempre así: un ir y venir de la patria, un acercarse y alejarse de los ancestros, de los cariños; una ruleta rusa, un carrusel. Funda “La Bluesera”, canciones tristes y urbanas con “covers” de Tanguito, Joe Cocker y clásicos del género en castellano, al calor de otras bandas del mismo pelo de la Argentina.
Tocan en boliches malditos de la ciudad que con el tiempo serán leyenda urbana: el Metrópolis de la calle Batallón Colorados, cerquita a la plaza del Estudiante (“era la sucursal del diablo, un boliche extraño donde se juntaban narcos, putas y cosas peores”); La Luna (de Coco y Marta) en la Murillo; el antiguo Equinoccio de la Belisario Salinas; el café Montmartre de la Alianza Francesa, el Shakespeare Head’s, el teatro Trono… Son Marcelo Siles (verdadero “bluesman”), “Toto” Aramayo, Sergio Vargas y Panchi. Y en los teclados, un gringo del cual ya nadie se acuerda: Frank Powell. De esa época, son canciones como Ya no sale el sol, El último blues…
Panchi se cansa pronto, no quiere hacer solo “blues”. Tiene el “reggae”, la música tradicional boliviana, el rock mestizo de Mano Negra y la famosa “world music” corriendo por las venas. Atajo está por parir. Estamos en octubre de 1996. “¿Sabías que la banda no nació en La Paz sino en Tarija durante una gira artística de los Malakis?”
La primera formación es un sexteto y suena así: “Toto” Aramayo (bajo y percusión), Milton Maldonado (voz y acústica), la suiza Claudia Carnielli (violín y coros), Sergio Vargas (batería y percusiones), Ester Veldhuis (voz) y Panchi (voz, armónica, guitarra). Luego entrará Germán Romero, puntal básico para muchos “riffs” guitarreros inconfundibles. Ese primer Atajo -olvidado- sonaba acústico con mandolinas, yembés, armónicas; más “folkie” que otra cosa. Son un bicho raro en una época donde triunfan Loukass, Coda 3, Wara y Altiplano.
Sus letras vuelven atrás a la ciudad; es la vieja maña del retratista. Convierten a La Paz en otra cosa, sacan sus luces más oscuras, los rincones que nadie quiere ver, los personajes invisibles que nadie había tocado en canciones. Panchi es un contador/cazador de historias.
“Maradona”, el heladero sin carrito, el “Comandante Mamani”, Don Leoncio (el hombre de amarillo de la tapa del primer disco), la “Diva Star”, la “trava” de la 20 de Octubre: todos se han quedado en nuestra retina, todos son ya inmortales pues están fijados en nuestra memoria. La jungla de cemento se vuelve más humana con las canciones de Atajo. El infierno gélido de la ciudad es un poco más tierno y amable.
“Había una brecha entre el rock boliviano de los 70/80 con Wara, Altiplano, OM, ese rock fusión y luego los 90 con Loukass, Lapsus. En el medio se perdió la conexión con nuestra parte andina, con la realidad, con la ciudad, con el país. Yo venía de la pintura y me di cuenta de que las letras de los grupos no hablaban de nosotros, de La Paz, de los presidentes, de política, de lo cotidiano; lo habían hecho antes de una forma diferente, más paternalista y romántica, los cantautores, los Savia Andina, Jenny Cárdenas, Luis Rico… Ninguno de ellos hablaba de la basura, de los perros callejeros. El rock de la época hablaba de otras cosas. Es entonces cuando compongo canciones sobre las sobritas y así la gente comenzó a identificarse con lo suyo, con lo que nos rodea, con las vendedoras de flores por las noches, con las morenadas al corazón”.
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Panchi refleja sus andanzas de horas y horas por la ciudad; sus correrías diurnas y nocturnas con los lustras, los chicos de la calle (con los que trabaja por el centro y las laderas paceñas). Panchi es el juglar de todos los antros, el cantor de las gestas de los “nadies”. Ama sentarse en una plaza y mirar, observar a la gente, antihéroes de la lucha diaria. Si hoy viviera en La Paz, ya habría hecho una letra al cuate que cuando hay luna instala su periscopio en la “Sanfran” para acercarnos a las estrellas. O estaría rimando con los rapeadores de la plaza.
El primer álbum no se puede llamar de otra manera. Será Personajes paceños (1998). El bosque nos sigue esperando. Antes han intentado grabar en Discolandia pero los Dueri los sacan rajando con la promesa típica: “no nos llamen, nosotros los vamos a llamar”. Hasta que otro personaje de la noche, el “Negro” Gutiérrez, los ve sudar en vivo y en directo y les firma un contrato para grabar dos discos. “Sale Ceja, sale Ceja…”.
Graban videoclip, lanzan posters que empapelan las calles, los lustras cantan reggae con pasamontañas zapatistas. La revolución está a la vuelta de la esquina. Ya habrá tiempo para que nuestras esperanzas se desvanecieran como tinieblas en la larga noche de nuestras decepciones.
La banda comienza a formar un público sin igual, variopinto, como Atajo. Clase media (alta y baja), alteños y paceños juntos y revueltos, raperos aymaras (como el mítico Abraham Bohórquez), gringos de todo color y olor; el mundo alternativo por excelencia metido en diez metros cuadrados; músicos de otros grupos, artistas de cualquier ralea, políticos soñando revolución, changuitas recién salidas del caparazón, aspirantes a líderes de movimiento social, periodistas ociosos… ¿De verdad nadie ha hecho una tesis sobre el universo “tutifrutiplurimulti” que se juntaba alrededor de los “Panchis”?
El segundo disco también tiene un nombre inevitable. Es Calles baldías (Vol I y Vol II, 1999). “Es mi preferido”, dice Panchi. Ahí se puede escuchar el Regaláme, el Saludos a José, Valentina, Tiempo, Habibi en la feria 16 de El Alto y La cena del Chacal. ¿Alguien tiene sal?
El Nunca más será la música de fondo de la resistencia antineoliberal. El presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, el ínclito “Goni”, partirá en helicóptero con las canciones de Atajo en la cabeza. Panchi participa de las huelgas de hambre en Sopocachi al grito de “Goni, go home”.
Los familiares de las masacres de 2003 participarán en las tocadas pidiendo un juicio justo y cárcel para el “caballero”. Ay, mamita te pido perdón, “Goni” morirá impune, como tantos otros. Ay, mamita, me duele el alma y me queda el corazón. (Nota mental: la canción siempre nos recordará el timbre de la querida María Teresa Dal Pero, fallecida en 2021).
Panchi recoge los sonidos, dolores, vientos y “clefas” de la ciudad, mete fraseos y “samplers” (grabaciones en vivo de la calle) en medio de los temas. Los cantos del cementerio, las canciones de los músicos callejeros, los voceadores del minibús, las vendedoras en el atrio (desaparecido) de Correos. La Paz (y su “filing”) se escuchará a sí misma hasta la eternidad. De fondo, una armónica diabólica. No te olvides de saludar a todos los “josés” de La Paz. Panchi es uno de los mejores antropólogos que tenemos.
No lo he dicho antes pero lo que más extraña son los cerros. En la ciudad sueca donde vive (Lund) no hay cerros ni nada que se parezca. Ni tampoco tiene algo similar al Illimani. “También extraño el quilombo, en Europa todo está ordenadito y nosotros acá nos pasamos la vida organizando el despute, nuestro caos ordenado”. Entonces Panchi suelta un pequeño tratado sobre cómo cruzar las calles en La Paz sin que te pisen. Obviamente no habla de semáforos, pasos de cebra o respeto a las normas. Habla de códigos visuales entre minibuseros y peatones, códigos que no están escritos.
Después del Calles Baldías llegarán 12 discos más. La lista de músicos que pasan por Atajo es interminable (son más de 60). Las colaboraciones con artistas extranjeros (Sargento García, Arturo Meza, Philip Citizen de Senegal…), también. Los viajes por toda Bolivia (hospitales psiquiátricos y cárceles, incluidas), Sudamérica y Europa (llegan a tocar 45 conciertos en dos meses) colocan a la banda en un lugar de privilegio. En un concierto mítico en el Teatro al Aire Libre, termina enmanillado porque los policías que resguardan la tocada se “molestan” tras escuchar el tema: ¿Y la policía, dónde está? Lo acusaron “de ná”. En 2018 regresa para hacer una gira nacional (“Volver a empezar”) y matar nostalgias.
Hoy, Atajo es una banda que actúa en Suecia. Panchi fue buscando músicos poco a poco, pandemia por delante. Arrancó de cero: “lo hice por elección propia y lo haría mil veces más, solo por seguir soñando, nunca dejaré de mirar al horizonte donde están mis utopías y el latir de mi pueblo”.
La formación actual parece la alineación titular de la selección sueca con un par de refuerzos latinos: Bjorn Wickenberg, Yoel Lind, Dan Fridh, los cubanos Yojannys Cardoza y Tomacito Jimeno y los bolivianos Renzo Jaldín (de Cochabamba) y Panchi Maldonado. Hacen lo de siempre: un poco de todo. Cumbia, son cubano, reggae, rock, músicas andinas; celebran la música, cantan a la libertad. Y las canciones tienen nombres de cuevas recién descubiertas: Flor de paz, Echar raíces y Cholonely night. Panchi siempre ha sabido dónde disparar y sabe también que es inútil ametrallar a las montañas.
Texto: Ricardo Bajo Herreras
Fotos: Ricardo Bajo Herreras y Panchi Maldonado Ávila.