El mundo roto de Heinrich
Mónica Heinrich —cruceña de padre y madre benianos— ha lanzado esta semana su primer libro de cuentos. Se llama Las desapariciones (editorial Heterodoxia de Santa Cruz, en su primer libro de ficción). Heinrich se graduó como psicóloga, ejerció el periodismo cultural, hace crítica cinematográfica/televisiva y es socia junto al cineasta Fred Núñez de la productora audiovisual Malbicho. Sus relatos navegan entre lo sórdido y lo pesimista; no hay tiempo para la esperanza. Solo nos queda un ratito en este mundo; aprovecha para conocer un poquito más a Heinrich y su particular mundo roto.
– ¿Se puede leer tu primer libro de cuentos como una crítica implícita a la banalidad de la sociedad cruceña?
– Creo que la banalidad es humana y universal. Los relatos Bárbaros y El Entierro, aunque no esté mencionado en los textos, en mi imaginario suceden en el Beni. Cuando escribo no pienso: voy a describir a este personaje así para que se muestre que Santa Cruz es así. Dejo que me gobierne la historia, no los mensajes. A veces, releo y digo ¿qué carajo es esto? Hay un extrañamiento del extrañamiento.
– Haces uso del género (como el terror apocalíptico, la ciencia ficción…), ¿te sirve para hablar de la realidad, de nuestra sociedad?
– Dentro del libro quizás el único cuento que considero cercano a la ciencia ficción sería Paralelo 33, aunque es apocalíptico igual que La cosa o El Entierro. Pero, en realidad, cuando escribo caigo más en lo psicológico de los personajes. Hay una mano invisible y traviesa que va por esa senda. Por eso, tanto en Lucecitas como en Happy Ending, Las vacas no vuelan, El niño y Las desapariciones son como viajes muy internos. Capaz termino bosquejando la sociedad en la que vivo porque escribo desde mi realidad, que es inevitable y nunca será la misma para otro.
– ¿Es un libro político?
– Se puede, si querés. Brincale. Estoy convencida de que una cosa es el libro que escribí, otra el libro que leerás. Siempre hay algo lúdico en la interpretación y la subjetividad del que recibe la creación. Y eso abre un abanico hermoso de posibilidades a las lecturas que puede tener el libro.
– ¿Cómo pasas del registro de la no ficción (has hecho periodismo y crítica) a la ficción?
– Escribo desde muy chica. Diarios, cuentitos, estupideces, hasta tengo poesía adolescente. Las historias simplemente fueron surgiendo. No es que un día me dije: voy a escribir una ficción.
Son imágenes o frases de las que me agarro y voy desarrollando. La primera ficción que escribí fue cuando estaba en colegio y por algún motivo me obsesionaban las investigaciones genéticas. Era una historia truculenta y mala sobre cuerpos robados y rejuvenecimientos artificiales. Creo que me pasó algo muy similar cuando empecé a escribir sobre cine.
No fue una decisión consciente de “mundo, hoy empiezo a escribir sobre cine”. Salí de ver La vida es bella en el cine; me sentí tan abrumada que llegué a mi casa y en un cuadernito escribí lo que había sentido al verla. Luego se convirtió en hábito.
La gente lo llamó crítica de cine y en realidad era/es una actividad mucho más prosaica.
– Los relatos navegan entre lo sórdido y lo pesimista, ¿no hay tiempo para la esperanza?
– Como dice el meme: “¡No me quemés, Ricardo!” Ya en serio, elegí estos cuentos para formar un libro porque me gusta lo que comparten, eso de que la normalidad es rota por algo. Incluso la cita inicial de Macbeth va en ese tono; los caballos de Duncan que antes eran mansos, se rebelan y terminan devorándose entre ellos. No lo veo pesimista, es más bien realista. Dolorosamente realista. Es un quiebre mental, una crisis social, sanitaria, una pérdida, una traición, una imposibilidad de cambiar tu vida, perder la costumbre de vivir, etc. Por otra parte, siempre hay tiempo para la esperanza. Digamos. Aunque en mi caso, soy amiga del ahora y prefiero no entrar en especulaciones ñoñas sobre el futuro.
– Tus finales se caracterizan por ser abiertos, son “no-finales”, apenas retazos de vida. ¿Es intencional?
– No soy muy amante del remate en los finales de nada. La vida real tiene un final tan abierto que incluso nuestra muerte es una incertidumbre constante. Así que mientras escribo siempre llego a un punto en el que todo mi ser me grita como barra brava: Pará. Es casi automático. Y no hay poder humano o divino que me haga ponerle una coma más. Me gusta esa sensación: el cuento tiene un final, pero no lo tiene.
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– ¿Cómo/dónde te enmarcas dentro de la literatura cruceña y boliviana?
– Más que enmarcarme estoy adscrita por ósmosis. Me es muy difícil mirarme en ese contexto tan global siendo una persona tan poco gregaria. Capaz sea una labor más del que lee que del que escribe encontrar una respuesta.
– Los géneros literarios han experimentado tanto en nuestras letras como en las latinoamericanas un pequeño “boom”. ¿Qué tanto te ha “afectado” esta “moda”?
– No me siento afectada. Nunca me he sentado a escribir un cuento con el objetivo explícito de escribirlo o pensando ¿qué podrá funcionar? o ¿qué está de moda? De hecho, he tardado tanto en publicar porque la publicación tampoco era un objetivo en sí mismo. La moda o el “boom” son eso. Moda. “Boom”. Pasajero. Efímero.
– ¿De dónde nacen tus personajes? A ratos me parecen (tus) pesadillas.
– Me encanta esta pregunta porque puedo contar lo mucho que me divierto escribiendo. La paso bomba. No hay tormentos ni pesadillas, solo disfrute. ¿De dónde sale tanta huevada entonces? Hay veces que ni yo misma sé. Pero por ejemplo: Lucecitas: estábamos en un rodaje en el campo y había este brasileño que nos mostró su propiedad. Me percaté de que algunos lados de los sembradíos tenían hartos montículos de tierra similares a hormigueros y curiosa (para variar) pregunté. Me habló de los cujuchis y quedé fascinada. Al día siguiente ya estaba escribiendo sobre ellos. Happy ending surgió de una charla entre amigas, de las expectativas que podríamos tener ante el nacimiento de un hipotético hijo y todas decían: Yo podría soportar esto, pero no esto. Irreproducible esa conversación. Esa misma noche llegué a mi casa y me puse a escribir. Las desapariciones tiene dos eventos que me pasaron en la vida real. Uno: la existencia de Campanita y cómo la conocí, y dos: la persona que sufría de lo mismo de Contacto que me tuvo que trasladar desde el aeropuerto hasta mi casa (yo tenía una lesión de rodilla) en medio de un paro cívico. Me pareció tan fuerte la experiencia, tan surrealista, tuve que escribir algo ficcionalizado al extremo. Después, siempre hay alguna imagen que viene a mi mente o una frase que se va convirtiendo en una historia.
– ¿Cuáles son tus referencias literarias o las fuentes brotan más de películas o series televisivas? ¿qué tanto influye la cinefilia en tus relatos?
– Todo influye. Es imposible adjudicárselo a algo en especial. Hay cuentos que no hubiera escrito nunca si no sucedían cosas muy específicas en mi vida. Mi lenguaje es parte de mi crianza, yo escribo casi como hablo, así que eso también ha influido, soy muy “beniana” o “cruceña” en mis expresiones. Cuando se habla de influencias a veces nos quedamos cortos, porque son los lugares, las personas, las experiencias, los llantos, las risas, y después está tu consumo literario, cinéfilo, teatral, artístico; todo esto te construye un mundo interior que luego termina en el papel.
– ¿Existirían estos cuentos sin haber pasado por una pandemia? Lo digo por esa “cosa”, por ese “hueco” donde estuvimos tanto tiempo.
– Los cuentos como tal ya estaban escritos antes de la pandemia. La cosa lo escribí el 2018. Paralelo 33 es del 2016. Las desapariciones fue el último que escribí y fue muy a principios del 2020. Tengo más viejos y de esos mismos años que están en reposo y en la pandemia escribí otritos, que seguramente publicaré (o no) algún día, solo que este libro estaba técnicamente armado, así que no quise hacerle más bulla al pescau.
– El libro se ha lanzado esta semana pero no hay ni habrá acto oficial. ¿Por qué no eres afecta a las presentaciones?
– No soy un ser social. Y lo otro es que me da mucho pudor hablar en público de las cosas que hago. No se me ocurre nada más aburrido para mí y para los incautos que vayan. Sé que es parte del ritual de la literatura, pero mientras pueda evitarlo, vade retro.
Los malos sueños de Heinrich
Las ratas montan una revolución y se apoderan de los campos; es una pesadilla rural. Las desapariciones dejan en soledad a los que se quedan. Una mujer cae en una profunda depresión post-parto: todo es feo; el bebé, la vida, padre y madre. Una “cosa” ha llegado a la ciudad y es contagiosa; todos se matan, nadie es de confianza. Unas arañas humanas inundan de sangre y terror el barrio. Un escritor será la víctima propiciatoria de una pareja demente, rodeada de soledades y obsesiones. Un “hueco” se tragará la ciudad; otra vez. Los personajes de Heinrich se devoran. La “pichicata” fue, es y será más que un dolor de cabeza. Los bloqueos salvajes han sacado lo peor de todos nosotros; los disidentes, los otros, los invisibles pagaron, pagan y pagarán los platos; rotos como todos. El libro de cuentos de Monica Heinrich es un mal sueño.
Sus relatos incomodan, juegan a eso: son discordantes y sórdidos. A ratos parecen artificios falsos; a ratos no se vislumbra una voz. Tal vez se juega a eso. Retratan una ciudad bajo la escoria: es la fealdad de lo feo. Los personajes no son importantes, son apenas apuntes; cojean. Lo que se quiere crear es una atmosfera asfixiante, distópica y agobiante. Heinrich lo consigue.
El libro -salpicado de cruceñismos que nos colocan en un lugar- es el reflejo de un momento, de una clase en decadencia: de una ciudad abatida por sus miedos, paralizada por sus prejuicios y sueños rotos, sojuzgada por una elite racista, clasista y temerosa. Heinrich, como Ismael, dibuja la ballena porque vive dentro del monstruo. Es el terreno/abono para las pesadillas “zombies”, para las “cosas”, los “huecos”, la “blanca”; para las negritudes del alma. No hay esperanza salvo un par de luciérnagas que se apagan sin ser luz.
El estilo de Heinrich carece de poesía y humor, apuesta por el morbo, el escándalo y la crudeza (incluso sexual); comete el pecado de querer decirlo todo en su “opera prima”. Como en todo libro de relatos, hay cuentos buenos, malos y de medio pelo.
Las desapariciones es un libro político/brutal: con alta carga de crítica social a una elite que vive fuera de la realidad. Su pecado es la exotización racializada de las clases populares, siempre vistas como ajenas al paisaje.
Si tuviera que quedarme con uno de los relatos me quedaría con Las vacas no vuelan. El (gran) mérito de Heinrich es rescatar esos universos rotos que viven dentro de cada uno de nosotros (sin ni siquiera darnos cuenta); mundos con telerañas, oscuridades, cimas e infiernos propios. Y ajenos.
Post-scriptum: el libro que te deja un mal sabor de boca y desasosiego por montón se lee de un tirón. Y eso siempre es de agradecer. Ya sabíamos, pero, que no hay futuro.
Texto y Fotos: Ricardo Bajo H.