Oppenheimer
El director Christopher Nolan desgrana la vida del físico que encabezó las investigaciones para crear la bomba atómica.
La carrera de Julius Robert Oppenheimer, denominado “el padre de la bomba atómica”, es aludida casi siempre por los historiadores de la ciencia y la tecnología como el trágico paradigma de las atrocidades en las cuales es capaz de incurrir la investigación científica atenida a la sentencia de que el fin justifica los medios, quedando por ende librada a los solos designios de los investigadores o, peor aún, al empate de esas ambicionadas metas, individuales o de equipo, con las consignas y apremios de los dueños del poder. La nauseabunda vacuidad ética de tal subordinación consentida, por mero cálculo, salta casi siempre a la vista cuando, muy a menudo, los sumisos acaban siendo dese-chados sin miramiento por empresas y/o instituciones luego de haber cumplido a cabalidad con su función de tontos útiles. Agreguemos que desde aquellos tiempos prima además en ese ámbito el razonamiento de que, sin dejarse atemorizar por reparos éticos tocantes a la responsabilidad de sus creadores, cualquier tecnología una vez inventada debe usarse, dejando asimismo de lado cualquier objeción relativa a las consecuencias de dicho uso.
Nacido en Nueva York (1904) en el seno de una familia judía de origen alemán, desde pequeño el hombre que dejaría una marca indeleble en la historia mostró un carácter inestable y una inteligencia fuera de lo común: a los 15 años leía de corrido (y comprendía) textos en griego, latín y otras lenguas. A sus 22 años, durante una larga estadía en Europa conoció a Niels Bohr, fundador de la mecánica cuántica, teoría que de igual modo asimiló sin dificultad cuando en su país de origen nadie parecía haberse interesado por aquella. En cuanto a su desbalanceada personalidad, durante la adolescencia le diagnosticaron demencia precoz, ergo esquizofrenia. Ambos rasgos de personalidad, muy difíciles de combinar, se fueron acentuando al correr de los años, haciendo de Oppenheimer un sujeto que pasaba sin solución de continuidad de la humildad a la arrogancia y a los estallidos que estuvieron a punto de hacerle cometer dos homicidios. Ello sin mencionar su irrefrenable inclinación a la promiscuidad sexual (tres esposas e incontables amantes pasajeras dieron testimonio de lo dicho).
No obstante tan atrabiliaria forma de ser, durante la Segunda Guerra Mundial se convirtió muy rápido en un prestigioso físico teórico, lo cual influyó de manera decisiva para que el General Leslie Groves, temible militar a cargo del Proyecto Manhattan, lo designe como director del Laboratorio de Los Álamos, donde, en el mayor secreto el Presidente Franklin Roosevelt —luego de recibir el 2 de agosto de 1939 una carta confidencial de Albert Einstein (quien luego se arrepintió) y Léo Szilárd especulando que el Japón trabajaba en un emprendimiento similar—, autorizó se llevasen a cabo las investigaciones que finalmente desembocaron en la invención, en el tiempo récord de cinco años (1940/1945), de la bomba atómica. La primera detonación de esa arma que puso a la humanidad al borde del cataclismo, a pesar de haber sido bautizada para el ensayo con el tramposo apelativo de Trinity, tuvo lugar el 16 de julio de 1945, 20 días antes de los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki, con un saldo de más de 200.000 muertos y secuelas extendidas a lo largo de varias décadas, en el desierto de Nuevo México, a donde Oppenheimer, para entonces aquejado de colitis, tuberculosis y frecuentes ataques depresivos, se había mudado.
Y no es que el personaje en cuestión dejara de inferir la magnitud de los daños que su invento podía comportar, pero, al mismo tiempo, especulaba que esa era la única manera de ponerle un punto final a las guerras en general. En cualquier caso él mismo contó que al observar el enorme hongo de fuego encendido por la explosión le vino a la memoria una frase del Bhagavad-gita, el texto sagrado del hinduismo: “El Todopoderoso abrió las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro: me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”. Cabe mencionar que cuando el presidente Truman, personaje por lo demás mediocre quien había sucedido a Roosevelt, ordenó, presionado por los más recalcitrantes militares anticomunistas, proceder con aquel bombardeo genocida, Alemania ya se había rendido y Japón negociaba su rendición, de modo que ese horror fue en realidad un nada gratuito guiño disuasivo hacia Moscú y a la vez la advertencia interna y externa de lo peligroso que resultaba enfrentarse al complejo militar-industrial, verdadero detentor del poder imperial norteamericano.
Es que despuntaba la Guerra Fría y en Estados Unidos levantaba vuelo el macartismo, del cual tampoco se salvó Oppenheimer, sospechado de simpatías izquierdistas (pese a haber denunciado a varios “amigos” ante la comisión congresal presidida por el senador Joseph McCarthy), viendo agravadas sus patologías, indecisiones y fluctuaciones anímicas. Así, entretanto seguía justificando su papel como creador del peor aparejo destructivo de la historia, encabezó varias campañas a fin de conformar un ente internacional capaz de regular la fabricación de armas nucleares, a tiempo de proseguir con sus aventuras adúlteras.
Ese a grandes rasgos es el controvertible, oscilante, turbio si se quiere, personaje elegido por el director/guionista/productor británico-estadounidense Christopher Nolan (Londres/1970) para su undécimo largometraje y la justificación, no admitida por todos, del porqué se tomó tres horas para adentrarse en semejante sinuosa aventura existencial.
Esta no es por cierto la primera ocasión en la que la industria audiovisual se sintió tentada de poner el foco en ella. Antes lo hicieron la miniserie Oppenheimer (Barry Davis/1980), el documental El día después de Trinity (Jon Else/1981) y los largos de ficción Día Uno (Joseph Sargent) y El Proyecto Manhattan (Roland Joffé), ambos de 1989. Pero queda fuera de duda que la de Nolan es la tentativa más lograda. Diana atribuible al acierto de haber centrado su mirada en Oppenheimer antes que en el artefacto letal por él hecho realidad.
Para muchos especialistas en la materia Nolan venía a ser el realizador ideal para lidiar con tan entreverado biopic, máxime teniendo presente que el guion, escrito por el propio realizador, se inspiraba en la que se considera la biografía definitiva del duplicado norteamericano de la criatura mítica parida por Esquilo (415.a.c.) para ilustrar la urgencia de robarles el fuego a los dioses: Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer de Kai Bird y Martin J. Sherwin.
Indudablemente inspirado en Kubrick, desde su opera prima Following (1998) e incluyendo su trilogía dedicada a Batman (Batman inicia/2005; Batman: el caballero de la noche/2008; Batman: el caballero de la noche asciende/2012) no ha dejado de ser llamativa la insistente reincidencia de Nolan en el intento de compatibilizar las mega producciones con el cine de “autor”, básicamente renegando de las narraciones atenidas a una linealidad temporal. Tal esfuerzo redundó en una división de las valoraciones de su obra, considerada por algunos la de uno de los escasos cineastas actuales dignos de atención y por otros (los menos, valga el apunte) la de un simple perito en fuegos artificiales.
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Aquí lleva al extremo la referida inclinación a ir y venir por el tiempo, combinada en el caso de Oppenheimer con la deliberada reiteración del plano-contraplano como estrategia de acercamiento a la interioridad de los personajes, sobre todo la del protagonista central, personificado con un rigor interpretativo que deja de lado los sobreactuados gestuales por el actor irlandés Cillian Murphy, marcando el tono seguido por el abundante elenco plagado de nombres consagrados, algunos de los cuales asumen meros cameos, como Gary Oldman en el papel de Truman. Lo del uso del rostro humano en el modo de escarbar en sus sentires retoma las enseñanzas del teórico húngaro Bela Balasz, el primero en resaltar que dicha posibilidad de sintonizar dramáticamente al espectador con los gestos, aún los menos enfáticos, de los protagonistas, para indagar en las reacciones emocionales de los personajes, constituía la diferencia medular entre el teatro y el cine.
Tres son las líneas dramáticas entrelazadas en la narración. La primera remite a 1954 cuando Oppenheimer encara las acusaciones respecto a su pasado frente a la Comisión de Energía Atómica, enfrentando a colegas ansiosos, en varios casos por envidia, de verlo relegado a la condición de traidor a la patria. La segunda se sumerge en las artimañas de Lewis Strauss, antiguo vendedor de zapatos convertido en potentado, con el propósito de arrimarse al poder utilizando a Oppenheimer en principio para cobrar un rol preponderante en las decisiones de esa misma Comisión y más tarde, hacia 1959, valiéndose de su presunta “eterna” enemistad con aquel para hacerse de un cargo en el gabinete de Eisenhower. La tercera detalla la pasión del personaje por la física y las mujeres. El referido entrelazamiento va y viene en el tiempo, alternando asimismo entre el blanco y negro y el color con una habilidad que evita extraviar al espectador en un laberinto sin salida, fluyendo magistralmente del anticipo de alguna situación al avance de otra, o bien a la consumación de lo adelantado en otra distinta.
Tal destreza, enriquecida por la notable puesta en imagen del fotógrafo suizo Hoyte Van Hoytema, permite que los primeros 150 minutos del metraje discurran sin el menor tropiezo. De allí en adelante la hasta entonces consistente faena narrativa comienza a evidenciar algunas alteraciones sísmicas que amenazan, sin conseguirlo del todo, con derrumbar el respetable e inmersivo rompecabezas armado por Nolan entre la vida particular y la pública de Robert. No obstante, el barroquismo fuera de control del realizador, según quedó evidenciado a lo largo de su filmografía, vuelve a manifestarse, por ejemplo en la inflada y estridente partitura del sueco Ludwig Göransson que, salvo algunos minutos, invade todo el rato el ambiente, opacando en los 30 minutos restantes aún más los innecesariamente largos debates congresales al no dejar escuchar con claridad los argumentos de los oradores.
Si hay algo que de manera unánime la crítica le echó en cara a la carrera de Nolan fue la repetida falta de peso y volumen de sus personajes femeninos, reducidos siempre a un lugar dramático de segundo orden. En Oppenheimer, no obstante fugaces destellos que insinúan una posible superación de tal endeblez y las esforzadas faenas de Olivia Thirlby (la científica Lilli Horning), Florence Pugh (la siquiatra Jean Tatlock) y sobre todo Emily Blunt (Kitty, la esposa del protagonista), finalmente estas tampoco alcanzan para equiparar la densidad de las intervenciones de los personajes masculinos.
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Y quizás la decisión más opinable de Nolan sea limitarse a insinuar las atrocidades causadas por el invento de Oppenheimer poniendo el acento en el ensayo de Trinity y pasando por alto toda mención a los horrores en Nagasaki e Hiroshima. Puede ser que semejante determinación la tomara con la idea de evitar caer en los golpes bajos comunes que las superproducciones explotan al máximo a fin de sobresaltar al respetable o para mantener su atención siquiera. Más, aún si así fuese, la cuestión se presta al debate. Lo cual no ocurre con la bienvenida renuncia de Nolan a utilizar efectos especiales en un emprendimiento que en otras manos se hubiese servido de aquellos hasta el vómito.
Puesto todo ello en la balanza Oppenhaimer constituye no sólo una prueba adicional a lo ya sabido: el tema de una película importa, pero es el modo de llevarlo a la pantalla lo que marca en definitiva su estatura, y el de esta se halla lejos por encima del gran porcentaje de los estrenos de los últimos años. Es por añadidura un plausible desafío a repensar múltiples interrogantes tan o más vigentes en el presente que a principios de los años 50 del siglo pasado. Y que ese reto no se valga de las barrabasadas melodramáticas institucionalizadas por la industria del entretenimiento, rescatando el valor de la dimensión humana a pesar de las complejidades de su modo de estar en el mundo y en su tiempo es asimismo un plus subrayable.
Para cerrar, una pregunta: ¿Será atribuible al mero azar el estreno simultáneo de Barbie y Oppenheimer conociendo de antemano cuál jalaría a la taquilla al mayor número de consumidores y estando al corriente de del cuidado de Hollywood para no dar puntada sin hilo (político)? La respuesta cae por su propio peso.
Ficha Técnica
Título Original: Oppenheimer – Dirección: Christopher Nolan – Guion: Christopher Nolan Libro: Prometeo americano de Kai Bird, Martin Sherwin – Fotografía: Hoyte Van Hoytema – Montaje: Jennifer Lame – Diseño: Ruth De Jong – Arte: Samantha Englender, Anthony D. Parrillo – Música: Ludwig Göransson – Efectos: Scott R. Fisher, Laurie Pellard, Andrew Jackson, Ed W. Marsh, Paul Arion – Producción: Christopher Nolan, Thomas Hayslip, Charles Roven, Emma Thomas – Intérpretes: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Alden Ehrenreich, Scott Grimes, Jason Clarke, Kurt Koehler, Tony Goldwyn, John Gowans, Macon Blair, Gary Oldman, James D’Arcy, Kenneth Branagh – EEUU/2023
Texto: Pedro Susz K.
Fotos: Internet