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Thursday 10 Oct 2024 | Actualizado a 15:27 PM

Todos somos ‘marxistas’

Nuestro fútbol es mediocre y lleno de sinsabores. Pero los domingos, en la cancha, todo es delicioso

/ 4 de septiembre de 2013 / 04:45

Hubo un tiempo que odié la cocina boliviana. La primera vez que me enfermé en La Paz la culpa la tuvo la curva sur del Siles. Hacía mucho frío esa noche y los platos de ranga-ranga humeaban. El caldito me sentó delicioso y calentó mi cuerpo. Luego estuve en cama dos semanas con una salmonella de horripilante recuerdo. Era 1997, y unos años antes, la antropóloga inglesa (más boliviana que el chuño y la coca, juntos) había escrito un ensayo incendiario contra la gastronomía nacional. A ella, le llovieron críticas; a mí, la ranga me dejó marcado por años. Me volvió un conservador, gastronómicamente hablando. Me daban miedo los platos criollos, repletos de picante, especies y hierbitas de todo sabor. Yo sólo veía bacterias.

En Europa, los hinchas van a los estadios a ver a sus equipos. Su máximo atrevimiento culinario es un bocadillo de tortilla de papa; o algún subproducto de la comida basura gringa que todo lo invade. A las canchas bolivianas, los hinchas vamos a comer rico. Ya se sabe que los animales se alimentan y los humanos con talento sabemos comer.

Nuestro fútbol es mediocre, lento y lleno de sinsabores. Pero los domingos, en la cancha, todo es delicioso. La sazón no nos llega desde el césped; las emociones esperan al entretiempo. Los partidos son tan aburridos que dan hambre. Y sólo hay que esperar tres cuartos de hora; si es que el señor de las “patitas” (de chancho rebozadas) no se cruza por delante tuyo en el minuto 20 de la primera parte.

Las derrotas son menos amargas si de por medio se atraviesa un falso conejo en la recta general del Capriles; un “sanguich” de chorizo en la preferencia del Patria; una empanada de ají con heladito de canela en la bandeja baja del Siles; un sándwich de milanesa en el Stadium Obrero de Miraflores; o el inevitable “sándwich de chola” con cuerito crocante en cualquier cancha del país. Eso también nos une.

Unas llauchas sabrosas en las curvas del Bermúdez; un plato paceño en el estadio Los Andes de la ciudad de El Alto; o un choripan con escabeche y un jugo de mocochinchi en el Víctor Agustín Ugarte: alquimias de olores para olvidar las derrotas y celebrar las victorias. Y un “café caliente café”, caliente como el infierno del Chaco, negro como el Diablo, puro como un ángel y dulce como el amor.

Comemos al entrar a la cancha (los anticuchos son irresistibles); antes de que acabe el primer tiempo (los sándwinch de lomito en la preferencia del Siles con harta chorrellana y llajwa desaparecen si esperas al descanso); en los minutos finales de infarto, comemos…; y por supuesto, a la salida del partido cuando las “caseras” rematan —por un boliviano— las últimas sobritas.

El sibaritismo gastronómico acompañado de una buena dosis de inteligencia nos hace a las personas mucho más amables. Tengo una teoría loca, van a disculpar: si la violencia no ha llegado a nuestro fútbol es gracias a los ricos platos que nos sirven el ejército de “caseritas” de todos los estadios. Nuestra única arma —desterrados los fuegos artificiales— son las cucharas.

“El mejor banquete del mundo no merece ser degustado a menos que se tenga alguien para compartirlo”, dijo una vez el gran Groucho Marx. Por eso, en Bolivia todos somos “marxistas”: compartimos nuestra rica comida rodeados de miles de hinchas. Los ingleses inventaron la sobremesa para olvidarse de la comida; los bolivianos descubrimos la gastronomía para olvidarnos del fútbol. Un plato es felicidad, un “ahogadito” para revivir. Cualquier día de éstos, cuando juegue mi querido Tigre, me vuelvo a atrever con una ranguita en la curva sur, porque como decía el irlandés George Bernard Shaw, “no hay amor más sincero que el que sentimos hacia la comida”.

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Mario Aguirre, el fuego del teatro

El actor/director paceño de teatro lleva 30 años en el oficio. Los últimos ocho, en Francia

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 7 de julio de 2024 / 06:20

“He venido a conocer la tumba de mi madre”. Parece el inicio de una novela de Rulfo. Esa que comienza así: “Vine a Comala, porque me dijeron que acá vivía mi padre…”. El que habla así es Mario Aguirre Pereira, actor, director de teatro, técnico y diseñador de iluminación de espacios escénicos. Ha regresado a La Paz desde París. Su madre falleció hace tres años y estos días ha cumplido. Ha bajado directo del aeropuerto al Cementerio Jardín de la zona de Llojeta. Su madre era Olga Pereira, modista. Su padre, Wilfredo Aguirre, coronel de policía.

Cuando Mario deja la carrera de Medicina para dedicarse al teatro, su padre no le habla durante seis meses. Su madre apoya. Mario Aguirre ha regresado ahora para decirle que las cosas van bien en París, que dirige una obra con más de cien funciones en salas francesas, que actúa en la “ciudad de la luz”, que trabaja en un teatro, que no sabe lo que deparará el futuro.

Mario es del 74. En septiembre, el 28, cumplirá 50 años. Estudia primaria y secundaria en el Colegio La Salle (primero en sus locales de la calle Loayza, donde ahora está la Facultad de Derecho de la UMSA, y luego en la zona sur, en La Florida). Se mete al Centro de Estudiantes donde se habla de cultura y política. En el centro cultural del colegio comienza a hacer teatro, su pasión, junto a Marcelo Sosa, hoy también actor y director.

FOTOS: RICARDO BAJO HERRERAS, MARIANA BREDOW VARGAS, BIA MÉNDEZ PEÑA Y MARIO AGUIRRE PEREIRA

Su primera “obra” (en 1995) es un musical (con fonomímica) Jesucristo Superstar. Todavía no la tiene clara, así que comienza a estudiar para ser médico. El fútbol es su (otra) pasión. Llega a la primera del Club Always Ready en 1994 y luego milita en Fígaro, en ambos equipos entrenado por el recordado Juan Américo “El Tanque” Díaz. Es arquero, como Albert Camus. No sé si Aguirre puede decir lo mismo que el novelista/ensayista francés (nacido en Argelia): “Lo que más sé acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.

No se ve de médico, no se ve pasando noches enteras en largos pasillos de hospital. Al tercer año lo deja. Quiere estudiar teatro pero no hay dónde. Lo único que existe a mediados de los noventa en La Paz es la biblioteca del Teatro de Cámara junto al Municipal. Y talleres, que actores/actrices dan de vez en cuando. Mario pasa los días leyendo libros de teatro y viendo cintas de obras en video. Su taller iniciático es con Marta Monzón.

Su primer grupo se llama La Rodilla del Telón. El nombre nace de una sombra. “En el teatro de La Salle, junto a Marce Sosa, vimos la silueta de una persona o de un fantasma apoyado en la mezzanine detrás de escena y se marcaba en el telón de fondo. El nombre del elenco salió de esa rodilla o fantasma que vimos”. Por aquel entonces el grupo está formado por la dupla (Mario y Marcelo), Joselyn Espinoza, Natalia Wilde, Angelo Martínez, Pablo Vargas y Reynaldo Pacheco. Su primera obra se llama Agonía (1996) sobre sonetos de Shakespeare. Hay mucha tierra sobre el escenario. Y cadáveres.

El segundo taller (de puesta en escena) lo toma con Erick Priano, el técnico de iluminación y escenografía de Marcos Malavia que ha llegado desde París para participar en el II Festival Internacional de Teatro de La Paz (Fitaz, 2000). Sus compañeros de taller son David Mondacca, Maritza Wilde, Marta Monzón, Cristian Mercado, Percy Jiménez (que traduce el francés de Priano), Tamara Scott Blacud, el peruano Miguel Blásica…

—¿Quién quiere hacer las luces?—, pregunta un día Malavia.

Arriba, una foto familiar de Mario en la niñez.
Una foto familiar de Mario en la niñez.

A Mario Aguirre subir a lo más alto del Teatro Municipal (inaugurado en 1845) le da vértigo. Malavia redobla la apuesta: “van a operar la iluminación de la obra”. La consola que trae Antonio Peredo Gonzales es un “avión”. Su segunda obra (basada en el Come and go de Beckett) gira por espacios alternativos de La Paz.

En 2003 llega su primera gran puesta. Se llama Nuestro último refugio, con dirección de Marta Monzón. Actúan —junto a Mario— Marcelo Sosa, Francia Oblitas y Diego Haisch. Está basada en el cuento Aguas (1991) del escritor venezolano Humberto Mata. “La granizada del 19 de febrero de 2002 nos había marcado. Todos teníamos una historia personal. Yo vivía en esos tiempos por el stadium, tuve que bajar a la zona sur para cuidar a los hijos de mi hermana y su perro que estaban sin ayuda. En aquella época pensamos: hagamos algo con el agua”.

El estreno —ante una veintena de espectadores, eso no ha cambiado— ocurre en la pequeña sala del Teatro de Cámara. En el centro hay una piscina artificial de nueve metros por dos. Dentro de ella, una “casa” con los personajes a punto de naufragar. Cuando el cuarteto actoral se retira del escenario, no vuela una mosca. “La hemos cagado”, piensan todos detrás de bambalinas. Cuando, totalmente empapados y muertos de frío, salen a saludar, los espectadores —algunos— están llorando. La obra gana el premio Peter Travesí de Cochabamba, sube a escena en el Fitaz de 2004 y gira por Santa Cruz, Córdoba (Festival Internacional de Mercosur) y Puerto Montt (Temporadas Teatrales).

Las anécdotas que recuerda Mario para montar la obra con piscina se pueden alargar toda una tarde, toda una noche. Los turriles que se necesitaban levantan sospechas en la policía y en las fronteras. “Volviendo de Chile nos bajaron del avión, llevábamos los turriles de vuelta con sustancias viscosas. En algunas puestas en escena nos ponían el agua helada, en otras muy caliente, a veces teníamos que sacar el agua con nuestras manos, a veces rebalsaba”.

en las funciones de Microteatro en 2014.
En las funciones de Microteatro en 2014.

2004 es el año de fundación de la Escuela Nacional de Teatro (ENT) de Santa Cruz, en el Plan 3.000, en la Ciudad de la Alegría, con el apoyo de la Universidad Católica Boliviana y la Fundación Hombres Nuevos. Nacida de la cabeza/pasión de Marcos Malavia, pasarán cientos de hombres y mujeres dispuestos a formarse con cursos regulares y talleres. Este mes de marzo la “Escuela” ha cumplido 20 años.

Egresaron de ella casi 400 profesionales, entre ellos Mario, Licenciado en Artes Dramáticas con mención en Dirección. “En mi familia no podían creer, licenciado”. Aguirre tiene todavía hoy gratos recuerdos de maestras como Muriel Roland, confundadora y de Carmen Parada, la profesora de canto.

En el cuarto año, como obra de tesis, Mario participa en Antígona de Bertolt Brecht (hace de mensajero y actúa en el prólogo) junto a una treintena de colegas en escena: los Sabrina Medinaceli, Hugo Francisquini (director académico de la ENT), Elina Laurinavicus, Fred Núñez, Mariela Morales, Glenda Rodríguez, Ariel Muñoz, Francia Oblitas, Gabriela Unzueta, Diego Paesano, Yovinka Arredondo, Mayte Haiek, Selma Valdivieso… Dirige: Malavia. Es la puesta de largo de la segunda generación de actores/actrices de La Escuela. Estamos en diciembre de 2008.

El regreso a La Paz es difícil. Los grupos/elencos abundan y la herencia de las viejas peleas siguen. Eran (y son) comunidades endógenas que vivían (viven) de espaldas las unas con las otras, incomunicadas. Cada una alaba su pan.

Aguirre —junto a otros como “Toto” Torres— tratan de reagrupar y re/fundan la Comunidad Teatral Imákina, un colectivo de artistas provenientes de varios grupos paceños. Creen en el apoyo mutuo, la colaboración, el beneficio común, la valoración del oficio teatral. Buscan gestar/gestionar proyectos, enganchar/formar públicos. Como tantos otros, actuarán como verdaderas escuelas de formación.

Aguirre en ‘Banderas’ Foto Mariana Bredow

El teatro contemporáneo boliviano está en los noventa/principios de siglo en plena efervescencia: se respira un intento de crear una dramaturgia con identidad nacional; se sueña con una profesionalización de actores, dramaturgos y directores; se apuesta por el rigor estético y la construcción de un público fiel (a partir de la ENT y los festivales en La Paz, Santa Cruz y Cochabamba). “Había una urgencia por hacer cosas, ahora nos hemos dejado, nos hemos auto-arrinconado”.

En marzo de 2011 Imákina pone en escena la primera de sus cuatro obras: En silencio, otra vez Beckett. El Ir y venir de hace unos años y Actos sin palabras I y Actos sin palabras II. Lugar: teatro de la Casa de la Cultura. 40 minutos de un silencio escéptico (“beckettiano”). Estamos unos 100 espectadores callados, escuchando lo esencial.

Bajo la dirección de Mario Aguirre Pereira, los chicos y chicas de Imákina abren el telón del Fitaz de 2012 (la octava edición) con la obra El Horacio (leyenda romana en versión del alemán Heiner Müller). Actúan Francia Oblitas, Gino Ostuni, Lucho Caballero y Luis García Tornel. Entonces Mario se ve haciendo más gestión cultural/teatral que actuando. Funge como coordinador general del Fitaz.

También trabaja como coordinador de producción para el Festival Internacional Escénica: 30 elencos ocupan 11 escenarios de La Paz y El Alto: plazas, calles, parques y cárceles. Participa en el elenco de una de las obras más recordadas de la primera década: Mis Muy Privados Festivales Mesiánicos, junto a Soledad Ardaya, Miguelángel Estellano y Pedro Grossman, bajo la dirección de Percy Jiménez. Y organiza un encuentro/claustro teatral en una casa de Cota Cota. “Éramos 60, en régimen de disciplina de cuartel, nos levantábamos a las siete de la mañana, calentábamos, ejercicios, almuerzo, ensayos, lectura”. La pregunta sigue rondando su cabeza, día y noche: “¿Y cuándo voy a hacer teatro?”.

‘Tango’, con Carola Urioste. Foto Mariana Bredow

En 2016 llega la (gran) decisión. Junto a su compañera/actriz Carola Urioste (con ella pone en escena Tango con texto de Patricia Zangaro) se marcha a vivir a Francia, París. Se unen a otros teatreros y teatreras que viven y trabajan en ese país: Malavia, Tamara Scott, Marta Monzón. Ya son varios de esa generación noventera que han partido a Europa (Eduardo Calla Zalles y Wara Cajías Ponce viven en España; Lucas Achirico, en Polonia; César Brie, en Italia, Bia Méndez Peña, en Cataluña). Nota mental: la lista de escritores y escritoras bolivianas exiliadas es (aún) más larga.

Ambos, Carola y Mario, fundan en 2017 la compañía de teatro Spirale. Su primera puesta en escena en el país galo es Fando y Lis del dramaturgo español Fernando Arrabal. La segunda es Le journal intime de Adam et Eve, adaptación de textos de Mark Twain; estrenada en 2021 en el teatro La Croisée des Chemins. Dirigida por Mario y actuada por Carola y el actor francés Julien Grisol sube a escena en el Festival Off de Avignon, donde es seleccionada por la prensa como una de las 10 mejores del certamen, entre 1.600 presentaciones. Le journal intime de Adam et Eve lleva más de 100 representaciones desde su estreno en 2022 en el teatro Théo Théatre de París.

“Para mí, el teatro es un camino sagrado, un fuego interior. El trabajo del actor es el de ser un profeta guardián del fuego sagrado para la humanidad y que cada gesto, cada sonido o simplemente la presencia de un actor en escena debe estar en diálogo permanente con el ser profundo tanto propio como de cada persona del público”, me dice Mario mientras se clava dos expresos en el café Wayruru de la plaza Abaroa.

“La diferencia entre Bolivia y Francia es el público. Acá, en La Paz, te van a ver los familiares, ni siquiera los amigos y los colegas de profesión acuden. Ahora están de moda los musicales y los ‘stand up’. Es una cuestión de número. En los musicales son 50, multiplica por tres o cuatro familiares y ya tienes el teatro lleno. En Francia el ‘folklore’ es ir al teatro. Existe un hábito. En París no paro nunca, no te lo puedes permitir, he aprendido a sobrevivir, es ensayar y trabajar como jefe técnico, es el rigor extremo. Vivo el presente para estar preparado”.

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Foto Ricardo Bajo

Regresará estos días a Francia, donde acaba de ganar la ultraderecha en la primera vuelta de las elecciones legislativas (hoy domingo se vota en segunda). Vuelve preocupado (y combativo): “Es una sensación de alerta, porque el ascenso de la extrema derecha (en cualquier país) pone en peligro la cultura propia, la diversidad cultural y los derechos de muchas personas. El hecho de que ocurra en Francia, que es el país de los derechos del hombre, de la libertad, igualdad y fraternidad, me dice que estamos en peligro todos y que tenemos que resistir cada uno desde su lugar y a quienes nos toca hacerlo desde la escena. abriendo diálogo, ampliando horizontes, diciendo alto, claro y fuerte: ¡no pasarán!”.

Mario Aguirre ha pasado un mes en la ciudad de La Paz. Ha impartido un taller de teatro (en Casa Grito) a media docena de chicos y chicas que eran/son como él hace 30 años. Los ha dirigido en el trabajo final del curso, han puesto Bodas de sangre de Federico García Lorca. Siempre soñó con vivir del teatro y ahora lo ha logrado, después de barrer muchos escenarios. No sabe lo que viene por delante. Solo sabe que el aprendizaje no tiene fin; que el teatro seguirá iluminando su vida. Solo sabe que ha visitado la tumba de su madre.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, Mariana Bredow Vargas, Bia Méndez Peña y Mario Aguirre Pereira

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Alandia Pantoja, resucitado

El Museo Nacional de Arte exhibe obras de la recientemente adquirida colección del maestro, incluyendo bocetos de dos murales destruidos por la dictadura de Barrientos.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 23 de junio de 2024 / 06:09

Noviembre de 1964. Falta un mes para que el club Bolívar descienda. El cine Tesla estrena la última de Brigitte Bardot, El reposo del guerrero. El matador de toros andaluz (y también actor) Enrique Vera salta a la arena del Olympic de San Pedro. René Barrientos, vicepresidente de Víctor Paz Estenssoro, da un golpe de estado apoyado por el comandante Alfredo Ovando Candia. A las tres semanas, el periódico católico Presencia —dirigido por Huáscar Cajías Kaufmann— “informa” con una foto en la tapa de la pronta eliminación de un mural de Miguel Alandia Pantoja de Palacio Quemado.

El pie de foto dice así: “Este es un detalle de mural que hace más tétrico aún al Palacio de Gobierno. Se debe a la inspiración (?) del pintor comunista Alandia Pantoja quien enseña en esa y en otras de sus obras diversas facetas de diversos muralistas mexicanos como ser Siqueiros, Diego de Rivera y Orozco que se encuentran por rara casualidad unidos en la brocha de Alandia. Este pintor que hoy vive en el extranjero trazó siniestramente algunos pasajes de la historia patria y los militares fueron vistos así por este artista que fue protegido por el MNR. Se nos ha informado que una piadosa mano de pintura blanca hará desaparecer estos brochazos monstruosos ya que decenas de militares que hoy gobiernan el país suben y bajan las escaleras del Palacio con los ojos cerrados”.

El mural tardará en ser eliminado siete meses. Había cosas más importantes que hacer (matar y torturar; y mirar para otro lado) que atentar contra la cultura. A finales de mayo de 1965, el presidente de la Junta Militar René Barrientos Ortuño ordena a los albañiles de palacio destrozar la obra y declara (por supuesto en el mismo periódico): “el mural ofendía a la Iglesia, al Ejército y a todos los valores de la vida nacional, un mural debe tener expresiones optimistas”. El dictador Barrientos había debutado como crítico de arte. El estilo grotesco y caricaturesco (Alandia Pantoja se inició como caricaturista en los 40), con el cual el maestro ridiculizaba a los generales gorilas, a los terratenientes y a los grandes empresarios explotadores capitalistas, no era definitivamente de su agrado y “gusto” artístico.

El colega de Presencia pregunta si ha sido una decisión personal o del Gobierno: “ha surgido del criterio unánime de todos cuantos venían a este Palacio y veían ese cuadro terrible. En su reemplazo se pintará una alegoría a la Libertad”. Barrientos era sarcástico.

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Agosto de 1965, cuatro meses después del atentado: Alandia Pantoja —uno de los fundadores de la Central Obrera Nacional, precursora de la COB— “vive en el extranjero”, que diría el director de Presencia. No se ha marchado de Bolivia por decisión propia, es uno de los principales dirigentes mineros y del POR (Partido Obrero Revolucionario). Y no es la primera vez que tendrá que partir al exilio para resguardar su vida y la de su familia (dispersa por medio mundo). Serán demasiadas veces las que tendrá que agarrar sus obras/lienzos y enrollarlas alrededor de su cuerpo (y de sus familiares directos) para salvar sus cuadros de la destrucción.

Alandia Pantoja escribe en aquel agosto del 65 una carta al director del semanario Marcha de Montevideo (donde está de paso) para denunciar la destrucción de su mural Historia de la mina (82 metros cuadrados en el “hall” principal de Palacio de Gobierno). Teme que otro de sus murales (Historia del) Parlamento Burgués (72 metros cuadrados en la escalinata del Palacio Legislativo) corra el mismo destino, así como los tres que están dentro del Museo a la Revolución Nacional en la plaza Villarroel: Lucha del pueblo por su Liberación, Reforma Educacional y Voto Universal (un total de 172 metros cuadrados).

El “Pintor de la Revolución” reclama solidaridad internacionalista para “condenar a nombre de los valores humanos del mundo el arrasamiento y destrucción de obras de arte, impunemente perpetrado por el régimen intolerante y totalitario de Bolivia, mi patria. La Junta Militar de Gobierno, presidida por los generales Barrientos Ortuño y Ovando Candia, ha consumado el insólito atropello con mis pinturas monumentales en la ciudad de La Paz. Estas obras que representaban momentos históricos de mi país, de las luchas de mi pueblo por alcanzar su libertad, han sido demolidas por la piqueta de los generales, que no querían que el pueblo viese reflejado su heroísmo y su historia en documentos pictóricos vivos”.

El pintor/activista, nacido en (el vientre de la mina) Catavi (Potosí), añade en la carta: “Este brutal atropello contra mis murales —parte de una tenebrosa conspiración internacional contra los trabajadores y la revolución boliviana— revela el profundo desprecio que la Junta Militar de Bolivia siente por las expresiones culturales. Mientras todos los países del mundo están interesados en conservarlas creaciones artísticas de todos los tiempos, como valores permanentes de la cultura, los generales bolivianos hacen lo contrario: muestran no tener respeto ni conocer el valor del arte y la cultura, al ignorar su significación espiritual en la vida”. Y lanza una pregunta al final de su misiva: “¿Es posible que en el siglo XX, los generales decreten el fusilamiento de obras de arte, cuando tiranos bárbaros de otras épocas respectaron el arte y cultura de otras civilizaciones que no eran suyas?”.

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La solidaridad internacionalista propaga su voz por todo el mundo. Más de 300 intelectuales americanos y europeos firman una carta de protesta liderada por otro gran muralista, el mexicano David Alfaro Siqueiros. La Federación Sindical de Trabajadores Mineros ofrece su sede para resguardar la obra del “compañero de acero” (Guillermo Lora dixit) y lanza un comunicado firmado por el mismo Lora: “Es un deber revolucionario defender la obra de arte, por encima toda consideración ideológica o estética. Es inconcebible que se pida que los murales de Alandia sean recubiertos con pintura blanca, la materialización de ese pedido significaría que Bolivia ha retrocedido hasta la negra época de la Inquisición”.

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Abril de 1953: ha pasado un año del triunfo de la Revolución Nacional de 1952. El presidente Víctor Paz Estenssoro invita al muralista mexicano Diego Rivera a visitar la ciudad de La Paz. Se organiza un homenaje en el Paraninfo de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA). El pintor de la revolución mexicana ha visitado Palacio Quemado el día anterior y quiere conocer al autor del mural Historia de la mina. Alandia Pantoja y su hijo primogénito/homónimo están sentados en una de las últimas filas del Paraninfo. Cuando Diego Rivera pronuncia su nombre, Alandia Pantoja se encoge en butaca por timidez. A la mañana siguiente conocerá al maestro mexicano en el Hotel Sucre del Prado paceño. El mismo día, Rivera “concede” al autodidacta Alandia Pantoja el título de artista para envidia de sus colegas salidos de la Academia. Será el “pintor de la Revolución de Abril”.

El mural destruido no era cualquier mural, era el que levantó la admiración del mismísimo Rivera. Incluso, cuenta el hijo de Alandia Pantoja, Miguel (hoy con 84 años y residiendo en Cochabamba) que el mexicano hizo esperar a Paz Estenssoro en su despacho presidencial pues se detuvo largo rato en las escaleras de Palacio para admirar cada detalle de la obra.

El primogénito del maestro es el único hijo que vive hoy tras las muertes de su hermano Sergio (hace tres años en La Paz) y de su hermana Teresa (en Chile). Miguel Alandia Viscarra —con una memoria excepcional y privilegiada— todavía recuerda los años de infancia y adolescencia en las tres casas diferentes en la que el maestro vivió con su familia en el barrio paceño de San Pedro (una en la calle Nicolás Acosta, otra sobre la plaza de toros y la última en la calle México 165, frente a la cancha de baloncesto que luego se convertiría en el Coliseo Julio Borelli Viterito). Recuerda incluso cómo su padre jugaba baloncesto con Juan Lechín Oquendo, por aquel entonces, finales de los 30, figura del club The Strongest en sus secciones de fútbol y “basket”. ¿Y si se coloca una placa conmemorativa en esta vieja casona de la calle México que hoy todavía está en pie?

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Agosto de 1961. El hijo del presidente Bautista Saavedra Mallea, conocido como el “Cholo” Saavedra, que gobernara Bolivia entre 1921 y 1925, escribe un artículo en el diario Presencia (sí, otra vez Presencia). El título: “La ideología artística, por izquierdista que sea, no da facultad para desfigurar la verdad”. Rafael Saavedra Bustillos está enojado con el mural Parlamento Burgués también conocido como Historia del Parlamente Burgués, que Alandia Pantoja ha pintado hace unos años en el Congreso. En la obra se puede ver al “Cholo” Saavedra retratado de forma grotesca, obeso, altivo, con su bigotito. Se parece a los generales gorilas que molestarán a Barrientos.

El hijo del presidente acusa a Miguel Alandia de desconocer la historia. Grosero error. Durante el mandado de su padre, se cometió una de las peores matanzas contra el naciente movimiento obrero/minero; fue la masacre de Uncía del 4 de junio de 1923. En complicidad con empresas estadounidenses, el gobierno de Saavedra (al mando del Coronel José V. Ayoroa) abrió fuego y asesinó a trabajadores que luchaban por su sindicalización y mejores condiciones de vida. A Miguel Alandia Pantoja, nadie le contó esa (primera) masacre. La vivió en vivo y en directo. Tenía nueve años. Esa salvaje represión marcó su vida. Luego vendrían otras masacres de obreros y campesinos: Siglo XX, Huanuni, Catavi, masacre del Valle (Tolata y Epizana), calle Harrington, San Juan, Villa Victoria, Villa Tunari, masacre de Octubre, Porvenir-Pando, Sacaba y Senkata…

Días después de esa publicación periodística, Alandia Pantoja responde —con el respeto y la altura de miras que lo caracterizaba— al hijo del “Cholo” Saavedra en una carta/derecho a réplica en el mismo diario de la jerarquía católica: “Sepa que el consejo que me da para informarme mejor sobre la masacre de Uncía está fuera de lugar. Puedo asegurarle que aunque niño todavía, fui espectador y testigo de cargo de aquel hecho luctuoso acontecimiento así como fui actor y víctima en la Guerra del Chaco de los apetitos imperialistas cuya voracidad empujó la ceguera y el servilismo de las clases dirigentes de Bolivia y el Paraguay a una guerra en la que ambas naciones perdieron más de 100 mil hombres del pueblo. (…) ¿A qué verdad se refiere? ¿De qué moral me habla?”. A Miguel Alandia Pantoja nadie se la charlaba.

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Septiembre de 2017: el colectivo Cementerio de Elefantes descubre un mural de Alandia Pantoja en el campamento minero de Milluni (Qutaña, distrito 13 de la ciudad de El Alto), en las faldas del Huayna Potosí. Lleva oculto desde los años 60. Los mineros (verdaderos defensores de la obra del maestro) habían tapiado —con una pared falsa— en aquella década dos murales para protegerlos. Estaban en el Teatro “Hernán Siles Zuazo” de la Radio de Milluni, enlace de La Voz del Minero. Una vez descubiertos hace siete años, ninguna autoridad (ni municipal, ni departamental ni nacional) hizo lo necesario para conservarlos y restaurarlos. Los murales fueron robados trozo a trozo. El olvido y la desidia son primas hermanas del odio de los “gorilas”.

El estudioso de la obra de Alandia Pantoja, Javier del Carpio Sempertegui (uno de los descubridores del mural de Milluni junto a Eliazar Loza), tiene la figura clara: “es una lástima que las cuestiones políticas definan la valía de un artista, su creatividad y libertad. Estaría más visibilizado y reconocido don Miguel si no hubiese cargado el estigma de activo militante trotskista del POR. La indiferencia es otra forma de destrucción, han dejado en el olvido el legado cultural de las luchas obreras y mineras”. Del Carpio compara la obra de Alandia Pantoja con la del “poeta del pueblo”, el republicano español Miguel Hernández: “ambas fueron proscritas, perseguidas y censuradas pero ambas pasaron de mano en mano del pueblo y sus organizaciones sociales y populares para rescatarlas del olvido”.

Alandia Pantoja dibujó 17 murales a lo largo de su vida, entre 1943 y 1970 (algunos fuera del país como en Lima, otros en centros mineros como Uncía y Catavi). La gran mayoría están desaparecidos hoy. Se conservan algunos como Radiodifusión (en el Banco Central de Bolivia), Hacia el mar (de 36 metros cuadrados, reconstruido en Cancillería), Petróleo en Bolivia (cinco murales de 30 metros cuadrados en la sede de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos), los tres del Museo de la Revolución Nacional (en la plaza Villarroel) e Historia de la medicina (de 50 metros cuadrados, en mal estado y con intenciones de ser restaurado en el auditorio del Hospital Obrero de La Paz). Algunos fueron rescatados justo a tiempo como Masacre y Huelga —que estaban en la sede del Prado de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia, demolida en 1980— y actualmente están en el Palacio Chico del Ministerio de Culturas.

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Junio de 2024. 60 años después del atropello, los bocetos de los dos murales eliminados por Barrientos en Palacio Quemado y Palacio Legislativo ven la luz en el Museo Nacional de Arte tras la adquisición (en marzo por un valor de 150.000 dólares) del archivo/colección del pintor por parte de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia. Es un acto de justicia poética. Ya habían sido exhibidos por primera vez hace cuatro años en una fugaz exposición (duró un día) en el Museo Tambo Quirquincho de la ciudad de La Paz. En aquella ocasión, la alcaldía de Luis Revilla había prometido comprar la obra y convertir al repositorio de la plaza de Churubamba en un museo dedicado a la obra de Alandia Pantoja. Falsas promesas.

En una esquina de la plaza Murillo, los bocetos toman ahora “revancha” en el Patio de Cristal del MNA. Junto a ellos, una pequeña muestra de la colección comprada a la familia formada por 152 pinturas de caballete y los citados bocetos junto a cartas, escritos, fotografías y unos cuantos rollos de películas (una de ellas es una entrevista al maestro en la extinta Televisión de la Yugoslavia de Tito). Entre las obras —una pequeña parte de ellas se exhibe desde el martes— hay cuadros como La paraguaya, en tributo a la mujer que le ayudara a escapar tras permanecer tres años presos en Paraguay por la Guerra del Chaco.

El centenar y medio de obras se ha guardado durante décadas en un depósito en Achocalla donde estaban también (hoy se ignora su paradero) las obras coloniales que pertenecieron a la colección privada de Miguel Alandia Pantoja: un cuadro de español Francisco de Zurbarán —del Siglo de Oro— y varios de Mélchor Pérez de Holguín.

En la entrada del Patio de Cristal, en una pequeña instalación, vemos estos días la paleta, los pinceles y los pantalones manchados de pintura del maestro. Con ellos —probablemente— levantó los murales borrados, hoy “resucitados”. Para final de año, se prepara una (esperada) exposición retrospectiva con toda la colección del maestro y su biografía. ¿Y si para celebrar el Bicentenario en 2025 se vuelven a pintar/reproducir esos dos murales masacrados en Palacio Quemado y Palacio Legislativo como homenaje a Miguel Alandia Pantoja y a las luchas heroicas del pueblo boliviano?

Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras

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Por Ricardo Bajo Herreras

/ 2 de junio de 2024 / 07:50

Una media “ch’ulla” y una depresión. En medio de una pandemia. No es el “mejor” argumento o gancho para un libro de literatura infantil. O sí. Desorden (de la ilustradora cochabambina Lucía Mayorga Garrido y el escritor paceño Gabriel Mamani Magne) ganó en diciembre el VII Concurso Libro Álbum Ilustrado para Niñas y Niños de la Fundación Patiño y ayer sábado fue presentado en la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz. Charlamos con sus dos autores, con Lucía y Gabriel. La obra (un objeto-libro de tapa dura y gran tamaño) se puede comprar en la librería de Plural editores (Sopocachi, calle Rosendo Gutiérrez, a media cuadra subiendo desde la Avenida Ecuador).

– Astrid Lindgren escribió un “manifiesto” titulado Reglas básicas para escribir un libro para niños donde hablaba de lo sencillo. Opuesto a lo trivial o lo pobre. ¿Cómo se encara una obra de literatura infantil?

– Gabriel Mamani Magne (GMM): Quizás escribir pensando en un público infantil es deshacerse de varios adornos/”warawas” que con la que los adultos pensamos la vida. Ese desprenderse ayuda a la escritura en general. A veces el desborde puede ser una trampa para los narradores. Pienso que hay historias que, cuando se construyen en tu cabeza, van creando una estructura y una voz que a veces puede tener forma/esencia de novela, guion, cuento para niños, o lo que sea. Intento ser fiel a esa voz. Quizá por eso no siento mucha presión a la hora de escribir para niños.

El trabajo de la ilustradora Cochabambina Lucía Mayorga Garrido en el libro ‘Desorden’.
El trabajo de la ilustradora Cochabambina Lucía Mayorga Garrido en el libro ‘Desorden’.

Tu trabajo con Lucía Mayorga viene de atrás. Hicieron juntos un mini cómic publicado en La Pulga Digital. ¿Cómo se complementan un escritor y una  ilustradora y viceversa?

– Lucía Mayorga Garrido (LMG): En La Pulga surgió la idea de sacar material periodístico diferente, una especie de crónica breve ilustrada y pedimos a Gabriel trabajar con uno de sus textos inéditos sobre su experiencia en la pandemia. Desde aquel trabajo, descubrimos que nuestros intereses iban por el mismo lado, los sociales y los artísticos, y después fue surgiendo la idea de realizar otras obras en conjunto. Por suerte, tuvimos afinidad también respecto a nuestra visión de la literatura infantil y el deseo de hacer un libro que interpele a quien sea que lo lea.

En el caso del libro álbum, un género poco explorado en el país, la relación entre texto e imagen y, por lo tanto, entre escritor e ilustrador, es simbiótica, pues no existe historia sin imagen y viceversa (aunque hay casos de libros álbum silentes). En este sentido, ambos nos inmiscuimos en el área del otro, Gabriel también pensó en las imágenes y yo también pensé en el texto, además, juntos pensamos en la idea del libro como un mundo en sí mismo, tanto en forma como en contenido, pues esa es una de las características del género.

Gabriel está siempre muy dispuesto a escuchar, y gracias a eso el proceso de creación del libro fue un diálogo y un intercambio, aprendimos mucho uno del otro. Además es un gran lector de cómics y tiene mucho respeto por el trabajo de los ilustradores, ambos estamos muy involucrados con el lenguaje que maneja el otro. A mí me gusta mucho leer la obra de Gabriel, tiene una palabra ligera con mucha sonoridad, hay frases de sus novelas que hasta ahora no se me olvidan, creo que ser lectora de su obra ha permitido que podamos entendernos bien.

La obra de Mayorga Garrido y Mamani Magne ganó el concurso de la Fundación Patiño.
La obra de Mayorga Garrido y Mamani Magne ganó el concurso de la Fundación Patiño.

– GMM: Creo que las búsquedas deben ser comunes en los trabajos colectivos, y eso abarca desde lo formal hasta lo político. La labor del escritor es muy solitaria, y por ende bastante libre y a veces autosuficiente y arrogante. “Negociar” con una compañera te pone en un lugar en el que debes interpelar tu punto de vista todo el tiempo. La otra mirada alimenta el trabajo final. 

– ¿Influye en un autor/ilustradora de literatura infantil la convivencia con hijos y sobrinos para acercarse al universo de los niños y niñas? ¿Cómo se imaginan a estos lectores?

– LMG: Además de la convivencia con las infancias, también hace mucho la relación que una tiene con el recuerdo de cuando era pequeña. Para hacer el libro tuve que pensar como niña, un ejercicio algo difícil si no lo practicas mucho. Los lectores pequeños son muy creativos: cuando uno lee junto a una niña o niño, sobre todo si es un libro álbum, esta o este va a descubrir cosas que probablemente los adultos no vamos a llegar a ver, haces otro tipo de asociaciones y produces otros sentidos. Son lectores activos, se adelantan a los finales y se involucran mucho en la historia.

– GMM: La infancia de mi hermano menor, que hoy ya es mayor de edad, me inspiró bastante. Cómo un niño se mete en el lenguaje es fascinante. O capaz es al revés: la lengua se apodera de todo lo que mira, crea marcos mentales con los que piensa y va a pensar el mundo. He estado rodeado de niñas y niños en varias etapas de mi vida. En el fondo creo que a veces escribo para ellas y ellos. Incluso las novelas o los guiones son pensados, en el fondo, para la persona adulta que un día serán.

– Muchas veces abordamos los libros infantiles desde la superioridad moral. Creemos saber lo que necesitan. ¿Desorden ha evitado conscientemente ese terreno resbaladizo?

– LMG: Algo que desde el inicio evitamos fue caer en esta idea que dice que los libros infantiles deben ser moralistas o aleccionadores, queríamos contar una buena historia, que lleve al lector a hacerse preguntas más que a buscar respuestas. Como me decía una profesora, se suele asociar lo infantil a lo alegre, simple y superficial, y por ende se la subestima, cuando en verdad es una etapa compleja, confusa y triste, un misterio para los adultos. Por lo tanto, no es fácil hacer libros infantiles, no es fácil saber qué puede llamar la atención a una niña o niño, qué va a dejarle una marca que recordará hasta la adultez.

– GMM: Creo que cuidar el lenguaje no es sinónimo de cuidar la imaginación. Quizá por eso Desorden pueda parecer un poco crudo para algunos lectores. Pero esa crudeza es mucho mejor que un paliativo moralista.

– El libro va a contrarruta de esas modas (de “feng shui”) donde el desorden es sinónimo de dejadez y depresión, donde el desorden es el primer enemigo.

– GGM: No sé qué es “feng shui” y de repente el libro se agarra de él. De cualquier forma, pienso que no estaría mal que el libro se viera a través del cristal terrorífico y borroso que es la depresión. Es un tema del que no se habla. Muchos hablan que de la depresión como “una moda o excusa”. Pienso que mientras más se problematice y reflexione el asunto, mucho mejor para todos, en especial para los que padecen esa enfermedad. 

Mamani Magne en la presentación de su libro Seúl Sao Paulo en portugués en Goiania (Brasil).
Mamani Magne en la presentación de su libro Seúl Sao Paulo en portugués en Goiania (Brasil).

– ¿Siente una como ilustradora que cuando crea libros de literatura infantil tiene incluso mayor responsabilidad pues puede ser una primera historia para un pequeño lector que le puede llevar con suerte a otros libros, a otros autores, a otros mundos?

– LMG: Somos responsables de que las niñas y los niños quieran leer más, por eso también la importancia de las buenas historias, que hagan que la lectura sea una experiencia en sí misma. Yo no recuerdo ningún libro que leí en mi escuela católica, ninguna parábola o fábula, pero recuerdo muy bien un cuenta cuentos que ví en el teatro, porque fue toda una aventura en la que descubrí por qué los elefantes son plomos, y de eso no me quedó ninguna moraleja, solo supe que quería escuchar más historias fascinantes.

–  Como ilustradora, ¿cuáles son tus señas de identidad? ¿Y qué papel juega que también seas escritora/artista, periodista y estudiosa de la literatura boliviana?

– LMG: Las cosas a las que me dedico además de la ilustración influyen en esta, como el periodismo, en muchos casos lo que ilustro tiene contenido social, intervengo fotos de hechos históricos para transformar su significado. También influye cierto modo de ver la vida: encontrar lo extraordinario de lo ordinario (lo “infraordinario” en palabras de Perec), que es una manera de soportar este mundo de la sobreinformación, de la espectacularización y de la ausencia de la posibilidad de aburrirse. Siempre me la he pasado transformando basuritas en otra cosa, como cajas en casas, ramas en animales o lo que sea, algunas de mis ilustraciones recuperan ese gesto o al menos eso creo.

Creo que las herramientas que me proporcionó la literatura son esenciales para la ilustración, pues en ambos artes se narra, en uno con palabras y en otro con imágenes, y a mí se me da más lo segundo. Al narrar con imágenes uno también piensa en los elementos o características de un cuento clásico, como la elipsis, la peripecia, la tensión o la brevedad, también recurro a figuras retóricas como la repetición o la metáfora. Además, aprendí a leer, algo que es esencial para ilustrar, porque como ya había mencionado, la ilustración es una manera de interpretar el texto.

– Como escritor, vives un gran momento. Has presentado este mes en Brasil la versión portuguesa de Seúl-Sao Paulo. Ocho años de tu llegada a Brasil para estudiar. ¿Los sueños se cumplen?

– GMM: Lo bonito y terrible de los sueños es que, siempre que se cumple uno, se desbloquea mentalmente otro. Algo así como un “Sísifo del deseo”. Sin embargo, más allá de eso, el objetivo de la escritura es la misma escritura. Estoy muy satisfecho con el momento que estoy viviendo, pues puedo dedicarme casi exclusivamente a hacer lo que más amo. También soy consciente de que todo esto puede presentar algunos problemas. Es parte del trabajo. Por cada logro hay alguien que sufre desde una alcantarilla digital

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– Lucía, ¿cuáles son tus referencias en el mundo de la ilustración?

– LMG: Nombraré solo algunas, porque son muchas. Durante gran parte de mi niñez fui a un taller de pintura en el que poco importaba la técnica y mucho la creatividad, así que crecí viendo dibujos de otros niños, despreocupados por las convenciones y que buscan contar historias, y obviamente las obras de mi maestra Michelle. Ya más grande me identifiqué mucho con la obra de Melchor María Mercado, que hacía dibujos sencillos de trazo, ingenuos en perspectiva y que representan una cotidianeidad inusual.

También está la obra del maestro “Al-Azar” (Alejandro Salazar) y de Jorge Dávalos, que crean mundos propios con personajes que son mezclas de humanos y animales. Salazar tiene además un universo de ilustraciones políticas, que es un género con el que me relaciono a través de mi trabajo en La Pulga. Finalmente, quiero mencionar a Claudia Illanes, una ilustradora boliviana que vive en México de la que aprendí mucho sobre este oficio, que es una gran ilustradora, reconocida en el exterior pero poco conocida aquí. 

– Gabriel, ¿cuál fue el primer libro infantil que recuerdas y cómo influyó para que fueras escritor?

– GGM: Recuerdo dos lecturas con gran cariño: Las fábulas de Esopo y Mi libro de historias bíblicas. Aunque ambos libros tenían un tono moralizante, las imágenes que me quedan son verdadera ficción. Hay ratos en los que me gustaría tener las agallas de escribir cosas como las de esas páginas: hablar de gigantes, plagas, zorros parlanchines, gallinas envidiosas.

– Lucía, ¿cuáles son los mayores desafíos a la hora de llevar a las imágenes textos ajenos?

– LMG: Cuando se ilustra un texto se piensa en aportar sentidos más que en replicar las palabras. La ilustración no repite, amplía. No son representaciones mudas de las cosas, sino que crean, dicen algo, multiplican sentidos. Así que no se trata de llevar el texto a la imagen, sino de interpretar con la imagen, por eso para ilustrar debes ser un buen lector o lectora.

El caso de los libros álbumes va aún más allá, el mundo de la ilustración está a la par que el del texto y a veces incluso prescinde de él. Hay libros de este género que son silentes (sin texto) hay otros en los que la imagen y el texto se contradicen, hay otros en los que el texto es una ilustración. Las posibilidades que aporta este género híbrido para contar historias son muchas, y las maneras en que se puede leer también.

Desorden fue resultado de un proceso largo en el que estudiamos las características del libro álbum, leímos teoría sobre el género y experimentamos formas de creación conjunta. Hicimos varias versiones del guion gráfico, adaptamos el texto y transformamos las imágenes, siempre entrando al “terreno” del otro.

En la ilustración, el tema me permitió experimentar con otros elementos además del dibujo, el desorden no está solamente en los objetos sino en la mezcla de estilos: fotografía, técnica digital, técnica manual, acuarela o lápiz. También fue importante considerar el manejo del espacio, el orden frente al desorden, el espacio en blanco frente al espacio lleno, la ausencia de color frente al desborde de color. En ilustración todo significa: la técnica que se elige usar, la disposición del espacio o el manejo del color.

–¿En qué proyectos literarios anda Gabriel Mamani Magne?

– GMM: Hace poco terminé de escribir una pieza teatral que tendrá intervención musical de la Sociedad Boliviana de Cámara. Es una adaptación de la Historia del soldado, escrita por Ramuz y musicalizada por Stravinski. El texto está en portugués y se desarrolla en un contexto migratorio. La obra se presenta junio en Sao Paulo. Al mismo tiempo edito un libro de cuentos y escribo una nueva novela. He estado leyendo mucha poesía. Ahorita, al lado de mi computadora, están Donde hay agua de la venezolana Cristina Gutiérrez Leal y “Vendedoras de humo” de Esperanza Yujra.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, Gabriel Mamani Magne y Lucía Mayorga

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La memoria tiene lugares

Una visita al Museo de la Memoria de Montevideo y una charla con el Colectivo de Ex Presos/as Políticos Adolescentes

Puerta de la cárcel de Punta Carretas para presos políticos.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 26 de mayo de 2024 / 06:05

Vinieron a por su padre y se la llevaron a ella. Tenía quince años. Y ya era una presa política. Adolescente. No tenía novio, ni estaba en la universidad. No pensaba en su futuro, ni siquiera se imaginaba su vida como adulta. Pero estaba presa. Por hacer “política” en su escuela secundaria. Tenía quince años y estaba presa por soñar un país mejor.

Las historias de los presos políticos adolescentes no son comunes. Uno pudiera pensar, a bote pronto, en Palestina. O en la Sudáfrica del “apartheid”. En lugares del mundo, donde los chicos y chicas son obligados a crecer de repente, donde los adolescentes dejan de hacer cosas de adolescentes (como jugar, salir a la calle y pasarla bien) y de la noche a la mañana se ven haciendo cosas de mayores: marchas, huelgas. A uno le cuesta pensar que esto pasó cerca de nosotros, en un país (“modelo”) como  Uruguay.

La cita con Mario Mujica Vidart (primo del ex presidente Pepe Mujica) es en el Centro Cultural Museo de la Memoria (MUME), avenida de las Instrucciones, Montevideo. Es la vieja casa quinta que Máximo Santos comprara en 1877 a unos de los primeros pobladores de la capital uruguaya. Santos, fidedigno representante del militarismo patriarcal del siglo XIX, volvería enojado a su tumba si viera lo que hoy es su casona; abandonada, robada y destruida a finales de los 70. Hace cuatro años, en febrero de 2020, fue declarada como Sitio de Memoria Histórica de la República Oriental del Uruguay. Desde hace años, pasan cosas lindas en la vieja casona del dictador.

Portón de ingreso al Museo
Portón de ingreso al Museo

Mario Mujica no suelta el mate. Lo que primero que hace al bajar de su carro es agarrar el termo con agua caliente. Lo segundo es pasear el predio. Se detiene frente a las fotografías expuestas al aire libre. Son fotos en blanco y negro. Son imágenes fijadas en su memoria: un compañero herido llevado en volandas por dos amigos, una larga fila de detenidos contra la pared junto a tanquetas militares. Uno pudiera pensar, a bote pronto, en La Paz, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, otra vez ensangrentada. Pero no, son fotos de Montevideo. Fotografías escondidas (y recuperadas en 2006), miles de negativos, por Aurelio González Salcedo.

En la escalinata de entrada al Museo de la Memoria hay una escultura en yeso de Rubens Fernández Constenla. Son dos personas encapuchadas, tienen los pies engrillados, se agarran entre sí por la espalda, resisten. Se llama “Nunca más la tortura”. Mientras nos dirigimos a la oficina de uno de los investigadores del Museo, atravesamos las salas de exposiciones.

Veo cacerolas y la bicicleta de Raúl “Bebe” Sendic –uno de los líderes del

Movimiento de Liberación Nacional– Tupamaros o lo que queda de ella. Es la “bici” que usó para llevar vituallas de la ciudad de Mercedes a los montes del Queguay. Pasamos junto a la puerta oxidada de madera y metal que estuvo en la cárcel para presos políticos de Punta Carretas. Del techo cuelgan los uniformes de los detenidos. Se escuchan historias inconclusas en el Archivo Oral de la Memoria.

En las paredes leo documentos vinculados a los centros ilegales de arresto, recortes de periódicos y revistas, pancartas y banderas, testimonios de la resistencia popular y del exilio, artesanías recuperadas en las excavaciones de búsqueda de desaparecidos, fotografías de la recuperación de la democracia (1989) y relatos que no tienen punto final.  Me embarga el silencio, el respeto, la admiración. 

Las salas del museo acogen también de vez en cuando obras de teatro, exposiciones de arte, talleres de cerámica (el barro como encuentro con uno y con los otros) y charlas como las de estos días sobre “la ciudad que nos duele” (sobre política de vivienda y terrorismo de Estado). La penúltima tertulia ha conectado hace unos días pasado, presente y futuro. En estas paredes hace poco las nietas de las ex presas políticas adolescentes uruguayas han compartido experiencias y sentidos, han hablado de la transmisión intergeneracional del trauma. Ellas son el futuro.

Llegamos a la oficina de uno de los investigadores que hace de anfitrión. Junto a su mesa hay un balde que recoge el agua que cae desde el tejado. Ha llovido harto la noche anterior en Montevideo. La memoria es eso, una presencia constante que gota a gota perfora el olvido y el silenciamiento.

Octavio Nadal, arqueólogo forense, investigador del museo, nos está esperando junto a Mercedes Cunha, impulsora de la Red Nacional de Sitios de la Memoria. Mario y Mercedes fueron detenidos siendo muy jóvenes, demasiado. Hoy Mario sigue militando y trabaja en los comedores populares de los barrios “carenciados” (es decir, pobres) de Montevideo. Es la misma lucha; ayer contra la dictadura, hoy contra la creciente desigualdad social.

“Los militares nos detuvieron porque entendían que éramos en aquel tiempo la cantera de las organizaciones armadas clandestinas, no nos podían acusar de nada en el presente, nos arrestaron y torturaron apenas con 14, 15, 16 años por lo que se suponía que íbamos a ser o hacer en el futuro”, dice Mario Mujica, integrante del Colectivo de Ex Presos/as Políticos Adolescentes.

La mayoría era estudiantes de secundaria, algunos trabajaban ya en fábricas, otros –pocos– militaban en las juventudes de agrupaciones de izquierda. A muchos de estos changos los soltaban y los volvían a detener el día que cumplían los 18 años, hubiesen hecho “algo” o no.

La batalla actual de Mercedes –militante de derechos humanos– son los Sitios de Memorias Adolescentes. Camina por toda la capital y por todo el país recopilando historias, por muy mínimas que éstas sean. O parezcan ser. Toca puertas, se reúne con funcionarios, presenta peticiones, hace asambleas.

Y vuelve junto a otros compañeros jóvenes (como Mario) a las comisarías, batallones y cuarteles donde fueron torturados, donde el tiempo se congeló. Y el corazón, también. Donde murieron asesinados amigos y familiares, como Horacio, el hermano de Mario. A las escuelas/hogares de menores donde fueron llevados después sin fecha de fin de arresto.

El primer lugar señalizado por la Comisión Honoraria de Sitios de Memoria (Adolescentes) ha sido el ex Hogar Yaguarón (también conocido como Hogar Femenino de Menores) en julio de 2022 en la calle Yaguarón de la capital. Luego han llegado nueve más por todo el Uruguay: el Hogar Femenino de Artigas, la Colonia Suárez en el departamento de Canelones, el Hogar de Menores de Cerro Largo, el Hogar Femenino de la ciudad de Maldonado, el Hogar Burgues del barrio Atahualpa y el Hogar Blanes de Montevideo, el Asilo del Buen Pastor en la calle Defensa de la capital, el Hogar de Menores de la ciudad de Tacuarembó y el Instituto de Menores “Álvarez Cortés” en el barrio montevideano de Malvín Norte. La mayoría están todavía sin “señalizar”, faltan por colocar placas que resistan a la indiferencia.

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Mario Mujica, Mercedes Cunha y Octavio Nadal muestras retratos de compañeros desaparecidos.

Cuando visitan esos colegios y hogares, los recuerdos se hacen presentes. Todos estos lugares dependían en su momento del Consejo del Niño. Eran además sitios de internación y prisión de niños, niñas y adolescentes víctimas de problemas sociales como delincuencia social, abandono, desamparo y violencia.

Mercedes habla tranquila pero con pasión. Cita al historiador judeo-estadounidense Yosef H. Yerushalmi: “todo conocimiento es anamnesis; todo verdadero aprendizaje es un resultado de un esfuerzo dialógico orientado a recordar lo que se olvidó”. Cuando Mercedes y Mario recuerdan esos espacios, la gente se sorprende. La mayoría ignora esos relatos, miran para otro lado. No quieren saber.  Algunos políticos de derecha ni siquiera estar de acuerdo con que se recuerde. Ambos son conscientes de que se olvida cuando la generación que conoce estas historias no la transmite a la siguiente.

“¿De dónde surge este desconocimiento de una de las facetas más crueles del terrorismo de Estado?”, se pregunta Mercedes Cunha. “Esto también pasó en Argentina y Chile”, añade Mario.

-¿Y por qué hablan ahora?, pregunto.

-¿Por qué estas historias de cárceles y torturas para presos políticos adolescentes se están divulgando recién? ¿Por qué el mundo no sabía?

Mario y Mercedes son sinceros: “Lo explica una ex presa, compañera, mejor que nosotros. Una que estuvo en el ex Hogar Yaguarón. Ella dice así: nosotras sentíamos que al lado de los que habían pasado por los penales, de los que habían desaparecido, de los que habían sido asesinados, lo nuestro no era nada”. 

Más de un centenar de jóvenes menores de edad fueron secuestrados, detenidos durante semanas, meses e incluso años; torturados en plena dictadura cívico militar en Uruguay. La nada son sus verdugos. Las presas/presos políticas adolescentes, como las mujeres de las organizaciones armadas, fueron invisibilizadas. Este ocultamiento estuvo más allá de las intenciones de la represión.

Hoy en el Museo de la Memoria se charla de como la represión afectó tempranamente sus vidas, de las consecuencias negativas que supuso hasta el día de hoy, de la injuria que tocó a sus familias. De necesidades y derechos de reparación. De como la memoria no caduca. Ni aquí, ni allá.

“Cada placa, cada marca, que se coloca en un Sitio de Memoria nos devuelve una parte de lo que el Estado nos robó. Nos devuelve nuestra dignidad como mujeres protagonistas de la historia. Y nos reconocemos como parte de una generación de adolescentes y jóvenes que levantó la voz contra la dictadura y luchó por devolverle la democracia al Uruguay cuando el horror nos alcanzó como una ola”, dice Mercedes.

Mario, Mercedes y Octavio agarran fotografías de compañeros desaparecidos junto al balde donde caen las gotas de agua. Todavía son 197 (cinco de ellos, adolescentes). Comparados con los números de Argentina (30.000) y los de Chile (tres mil), no parecen muchos pero Uruguay es un país chiquito, apenas 176.000 kilómetros cuadrados (un poco más que el departamento de La Paz). Es decir, (casi) 200 desaparecidos son muchos.

Solo se han podido recuperar cuatro cuerpos. La gran mayoría están en terrenos de instalaciones militares. “El negacionismo no es un capital, un patrimonio exclusivo de la derecha, también en la izquierda, por eso se ha ralentizado la búsqueda de los desaparecidos”, dice Mercedes. “La trata de personas, las desapariciones de personas están permeando a la sociedad, está pasando otra vez”, añade Mario, con un poso de tristeza.

Aprovecho para sacarles unas cuantas imágenes a los tres para esta nota. Se alistan para otra Marcha del Silencio. Como cada 20 de mayo. ¿Hasta cuándo seguirán saliendo a las calles para saber la verdad? La memoria todavía necesita que la saquen a pasear/marchar. Nos despedimos en el Portón de la vieja casona del dictador. Dos pancartas protestan contra los recortes sociales de la lntendencia de Montevideo. La lucha continúa y la memoria es un campo de batalla. La quinceañera detenida por soñar un país mejor se llamaba Nadia.

Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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