San Francisco
Los políticos y técnicos de turno han ensayado todo tipo de armatostes en la plaza de San Francisco
Si existe un lugar en la ciudad de La Paz que exprese los avatares de la modernidad ese es, sin duda alguna, la plaza de San Francisco. Ombligo urbano, arena política o gran teatro urbano, este espacio público ha reunido, estoicamente, las paradojas que conllevan las ansias de “modernidad y desarrollo” que tanto gustan e ilusionan a las sociedades tercermundistas y periféricas como la nuestra. Es, por ello, un modelo muy didáctico de lo que no debemos construir en nuestra ciudad.
En ese espacio tan emblemático para todos los políticos y técnicos de turno han ensayado todo tipo de armatostes con el rótulo de “desarrollo urbano y progreso” que los repasaremos someramente. Al inicio del siglo XX, la plaza de San Francisco no recibía aglomeraciones y existía como un espacio público privilegiado en su simbólica. Fue durante tres centurias el punto de reunión de la ciudad de indios con la ciudad de los españoles y criollos. Para ello, se construyeron puentes sobre el río Choqueyapu que relacionaron ambas ciudades y ambas sociedades. Ese importante rol estaba galardonado por el conjunto conventual más importante de todo nuestro patrimonio arquitectónico, con un soberbio templo barroco mestizo, un atrio ajardinado y tres bellos claustros en casi un manzano de incalculable valor histórico.
Después vino, in crescendo, el desastre. Ganamos el derecho de ser sede de gobierno y decidimos “modernizarnos”. El río fue embovedado, se abrió la Mariscal Santa Cruz y damos rienda suelta al automóvil, a la acumulación urbana y, por ende, al desequilibrio social y medioambiental. Como ejemplo, una perlita: para festejar el cuarto aniversario de 1948, el alcalde de turno demolió casi en su totalidad el más bello claustro de piedra tallada de San Francisco que, para colmo de colmos, era el más grande que tenía la ciudad. Nuevas avenidas se abrían a los tiempos de la modernidad y arrasaban con todo a su paso.
Y así se fueron sumando los nobles propósitos y sus desastrosos resultados. Los mismos franciscanos edificaron un pastiche de piedra al lado del templo (proyecto de un argentino) y al lado un adefesio de vidrio (proyecto de un tarijeño). A principios del siglo XXI, rematamos los horrores con un enorme mamotreto de cemento que tiene una tripita que la llamamos pasarela. Por ahí, ahora, se relacionan ambas ciudades. Qué paradoja de nuestra modernidad bananera: pasamos siglos tratando de vencer un río de agua para relacionarnos y lo reemplazamos por un río de automóviles para, nuevamente, separarnos.
Se acercan dos fechas trascendentales (2025 y 2048). Los políticos en plena campaña alistan sus carpetas con “obras estrella” pletóricas de “modernidad y desarrollo”. Que Francisco, el santo ecologista, los ilumine.