Relatos salvajes
La acción del copiloto alemán nos recuerda los extremos de violencia a los que somos capaces de llegar.
Relatos salvajes es el título de una película argentina estrenada en 2014, cuya premisa es que los seres humanos somos capaces de extremos inconcebibles cuando las oportunidades, la suma de condiciones o la intervención de otras personas nos empujan a ese punto en el que dejamos de actuar racionalmente y nos convertimos en animales salvajes.
Relatos salvajes comienza con una escena en un avión. Por razones que pronto se revelan nada casuales, allí se encuentran viajando todas las personas que, en un momento u otro de su vida, han hecho daño al copiloto del vuelo. Para llevar a cabo su venganza, el copiloto se encierra en la cabina del avión, toma control del vuelo y lo estrella contra la casa de sus padres. Resulta escalofriante que una situación así, que parece poco creíble y exagerada en el marco de la ficción, pueda hacerse realidad y acabe con la vida de 150 personas. Quizá nunca sabremos las razones o delirios que llevaron al copiloto del vuelo de Germanwings a estrellar el avión contra los Alpes franceses. Sin embargo, su acción nos recuerda de manera espectacular los extremos de violencia a los que los seres humanos somos capaces de llegar.
Y no es que haya escasez de ejemplos más o menos escalofriantes: personas que llevadas por la depresión, el fanatismo, el bullying o la ideología toman armas de diferentes tipos y asesinan a decenas o miles de inocentes. Personas que golpean, violan, matan o desfiguran a quienes prometieron amar y cuidar toda la vida. Personas capaces de traficar, vender o comprar los cuerpos de niños o niñas. Personas que aprietan un botón o firman una orden que desencadena el fuego, la radioactividad y la muerte, y luego van a acostar a su bebé, a ver televisión o a tomar un café como si no hubieran hecho nada trascendente.
Resulta difícil confiar en el destino de la humanidad después de ver un noticiero. Resulta difícil dejar salir a nuestros hijos a la calle, temiendo no a los lobos de Caperucita, a los temporales de invierno o a los ríos caudalosos de verano, sino al vecino de al lado, al casero de la esquina, al regente del colegio, al minibusero del frente. ¿Cómo protegemos a nuestros niños de los peligros que los acechan, sin quitarles para siempre la confianza en los otros seres humanos? ¿Cómo les enseñamos solidaridad, generosidad y amabilidad sin preocuparnos de estar haciéndolos vulnerables o débiles? ¿Cómo mantenemos la fe en que los seres humanos somos capaces de vivir bien, cuando lo que nos muestran cada día los noticieros es nuestra absoluta capacidad para dañar, para lastimar, para mentir, para matar… para sobrevivir a costa del otro como animales en la selva?
Quizá deberíamos ver menos noticias y leer menos periódicos y ver menos películas argentinas (o coreanas o gringas). Quizás deberíamos salir al parque a jugar con niños y mascotas, manejar bicicleta, columpiarnos, andar en botecito por el lago. Quizás deberíamos bailar, leer poesía, ver teatro, escribir cartas a amigos olvidados, cultivar rúcula, nadar, tomar un vaso de limonada. Quizás deberíamos recuperar nuestra humanidad todos los días, para volver a confiar en que los seres humanos somos capaces de cosas maravillosas cuando se dan las oportunidades, confluyen la suma de condiciones o nos encontramos con personas que nos impulsan a dejar de actuar como animales salvajes.