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Monday 27 May 2024 | Actualizado a 21:47 PM

Un ojo por cada sonrisa

En el pasaje Jáuregui supe que aquella tierra que alguna vez pensé ajena siempre me ha pertenecido

/ 12 de noviembre de 2014 / 04:01

El pasaje Jáuregui es una pequeña calle de Sopocachi. En 1997 funcionaba allí un diario deportivo llamado Viva, de corta historia. Lo cerraron en septiembre injustamente (había nacido en abril al calor de la Copa América) y nos relocalizaron a todos. Acababa de llegar y ya había perdido mi primer trabajo. He vivido en 11 lugares diferentes de la ciudad de La Paz: cinco veces en Miraflores, una en San Pedro, una en la zona Norte (Agua de la Vida, final Yanacocha) y cuatro en Sopocachi.

El pasado me persigue. La vendedora de rellenos de papa de la calle J.J. Pérez sigue ahí luchando todas las noches con la ayuda de su marido hasta que se termina la última papa, ésa que me saciaba tras largas noches de periódico. Bajando la avenida 6 de Agosto, un loquito camina mientras los autos esquivan sus harapos. Parece que me sonríe y juega a asustarme, pero finalmente se aleja farfullando insultos.

La plaza Abaroa huele a Casino, ese pucho negro sinónimo de mineros, coca, yungas y ñatitas. Pegado a su ferviente humo, el cuidador de autos está siempre con harta ropa de más; pasa horas de horas hasta que el último carro se va en la madrugada. Un rato antes la pandilla de  “skaters” que practica incansable sus últimas habilidades deja al héroe tan solo como en el Topáter. A falta de mar, los changos surfean con sus tablas las olas que vendrán.

Dos cuadras más abajo, los hermanos Manchego han cedido su nombre a la noble y efímera causa de la felicidad. Un paceño gran Buda custodia eternamente la puerta de Mongos, ese boliche hacia donde gringos y parroquianos arrastran sus voluptuosidades en busca del amor estéril y repudiado. Letras gordas moldeadas en hierba de plástico dan la bienvenida a la calle de la felicidad, la noche da volteretas de alegría. Un letrero prohíbe el estacionamiento bajo amenaza de grúa; tres autos y cuatro motos no saben leer. Unos potentes focos iluminan los colores chillones de la pared mientras el bando allí escrito anuncia que “se cortará una mano por cada suspiro / se sacará un ojo por cada sonrisa / con el aire de la noche cantando una canción”.

Retorno sobre mis pasos. El Metrópolis ha muerto hace años. En la calle Batallón Colorados queda el bullicio de los amigos, ciertas noches de luna con Atajo tocando versiones de Mano Negra. En Sopocachi, los domingos al mediodía un rico olor a churrasco invade el barrio, es el restaurante Arriero y su música de chacareras argentinas.

La  vieja oficina del periódico estaba en la parte trasera del cine 6 de Agosto (dueño común de cuyo nombre no quiero acordarme). La vieja sala, ahora lánguido cine municipal, se fue poco a poco, como agua chorreando por el agujero del alma, vaciándose de cinéfilos y dejando en solitario a mi amigo Arturito, el administrador que vio cómo se llevaron hasta los aristocráticos espejos que engalanaban la imponente escalera caracol.

¿Alguna vez te has preguntado qué se llama la gata blanca que posa como diosa sabia en la vidriera del final del pasaje Jáuregui? Su nombre es Bianca. Hace más de 20 años que don Joaquín custodia la calle mientras arma cuadros y engalana obras de arte plagiadas. También vende refrescos, chocolates y té con canela.

Es el centro del mundo cada pasaje. Y Sopocachi tiene cientos, tantos como personajes que dan vida al barrio. Mi pa(i)saje se llama Jáuregui, allí donde me botaron por primera vez, allí donde supe que aquella tierra que alguna vez pensé ajena siempre me ha pertenecido.

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La memoria tiene lugares

Una visita al Museo de la Memoria de Montevideo y una charla con el Colectivo de Ex Presos/as Políticos Adolescentes

Puerta de la cárcel de Punta Carretas para presos políticos.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 26 de mayo de 2024 / 06:05

Vinieron a por su padre y se la llevaron a ella. Tenía quince años. Y ya era una presa política. Adolescente. No tenía novio, ni estaba en la universidad. No pensaba en su futuro, ni siquiera se imaginaba su vida como adulta. Pero estaba presa. Por hacer “política” en su escuela secundaria. Tenía quince años y estaba presa por soñar un país mejor.

Las historias de los presos políticos adolescentes no son comunes. Uno pudiera pensar, a bote pronto, en Palestina. O en la Sudáfrica del “apartheid”. En lugares del mundo, donde los chicos y chicas son obligados a crecer de repente, donde los adolescentes dejan de hacer cosas de adolescentes (como jugar, salir a la calle y pasarla bien) y de la noche a la mañana se ven haciendo cosas de mayores: marchas, huelgas. A uno le cuesta pensar que esto pasó cerca de nosotros, en un país (“modelo”) como  Uruguay.

La cita con Mario Mujica Vidart (primo del ex presidente Pepe Mujica) es en el Centro Cultural Museo de la Memoria (MUME), avenida de las Instrucciones, Montevideo. Es la vieja casa quinta que Máximo Santos comprara en 1877 a unos de los primeros pobladores de la capital uruguaya. Santos, fidedigno representante del militarismo patriarcal del siglo XIX, volvería enojado a su tumba si viera lo que hoy es su casona; abandonada, robada y destruida a finales de los 70. Hace cuatro años, en febrero de 2020, fue declarada como Sitio de Memoria Histórica de la República Oriental del Uruguay. Desde hace años, pasan cosas lindas en la vieja casona del dictador.

Portón de ingreso al Museo
Portón de ingreso al Museo

Mario Mujica no suelta el mate. Lo que primero que hace al bajar de su carro es agarrar el termo con agua caliente. Lo segundo es pasear el predio. Se detiene frente a las fotografías expuestas al aire libre. Son fotos en blanco y negro. Son imágenes fijadas en su memoria: un compañero herido llevado en volandas por dos amigos, una larga fila de detenidos contra la pared junto a tanquetas militares. Uno pudiera pensar, a bote pronto, en La Paz, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, otra vez ensangrentada. Pero no, son fotos de Montevideo. Fotografías escondidas (y recuperadas en 2006), miles de negativos, por Aurelio González Salcedo.

En la escalinata de entrada al Museo de la Memoria hay una escultura en yeso de Rubens Fernández Constenla. Son dos personas encapuchadas, tienen los pies engrillados, se agarran entre sí por la espalda, resisten. Se llama “Nunca más la tortura”. Mientras nos dirigimos a la oficina de uno de los investigadores del Museo, atravesamos las salas de exposiciones.

Veo cacerolas y la bicicleta de Raúl “Bebe” Sendic –uno de los líderes del

Movimiento de Liberación Nacional– Tupamaros o lo que queda de ella. Es la “bici” que usó para llevar vituallas de la ciudad de Mercedes a los montes del Queguay. Pasamos junto a la puerta oxidada de madera y metal que estuvo en la cárcel para presos políticos de Punta Carretas. Del techo cuelgan los uniformes de los detenidos. Se escuchan historias inconclusas en el Archivo Oral de la Memoria.

En las paredes leo documentos vinculados a los centros ilegales de arresto, recortes de periódicos y revistas, pancartas y banderas, testimonios de la resistencia popular y del exilio, artesanías recuperadas en las excavaciones de búsqueda de desaparecidos, fotografías de la recuperación de la democracia (1989) y relatos que no tienen punto final.  Me embarga el silencio, el respeto, la admiración. 

Las salas del museo acogen también de vez en cuando obras de teatro, exposiciones de arte, talleres de cerámica (el barro como encuentro con uno y con los otros) y charlas como las de estos días sobre “la ciudad que nos duele” (sobre política de vivienda y terrorismo de Estado). La penúltima tertulia ha conectado hace unos días pasado, presente y futuro. En estas paredes hace poco las nietas de las ex presas políticas adolescentes uruguayas han compartido experiencias y sentidos, han hablado de la transmisión intergeneracional del trauma. Ellas son el futuro.

Llegamos a la oficina de uno de los investigadores que hace de anfitrión. Junto a su mesa hay un balde que recoge el agua que cae desde el tejado. Ha llovido harto la noche anterior en Montevideo. La memoria es eso, una presencia constante que gota a gota perfora el olvido y el silenciamiento.

Octavio Nadal, arqueólogo forense, investigador del museo, nos está esperando junto a Mercedes Cunha, impulsora de la Red Nacional de Sitios de la Memoria. Mario y Mercedes fueron detenidos siendo muy jóvenes, demasiado. Hoy Mario sigue militando y trabaja en los comedores populares de los barrios “carenciados” (es decir, pobres) de Montevideo. Es la misma lucha; ayer contra la dictadura, hoy contra la creciente desigualdad social.

“Los militares nos detuvieron porque entendían que éramos en aquel tiempo la cantera de las organizaciones armadas clandestinas, no nos podían acusar de nada en el presente, nos arrestaron y torturaron apenas con 14, 15, 16 años por lo que se suponía que íbamos a ser o hacer en el futuro”, dice Mario Mujica, integrante del Colectivo de Ex Presos/as Políticos Adolescentes.

La mayoría era estudiantes de secundaria, algunos trabajaban ya en fábricas, otros –pocos– militaban en las juventudes de agrupaciones de izquierda. A muchos de estos changos los soltaban y los volvían a detener el día que cumplían los 18 años, hubiesen hecho “algo” o no.

La batalla actual de Mercedes –militante de derechos humanos– son los Sitios de Memorias Adolescentes. Camina por toda la capital y por todo el país recopilando historias, por muy mínimas que éstas sean. O parezcan ser. Toca puertas, se reúne con funcionarios, presenta peticiones, hace asambleas.

Y vuelve junto a otros compañeros jóvenes (como Mario) a las comisarías, batallones y cuarteles donde fueron torturados, donde el tiempo se congeló. Y el corazón, también. Donde murieron asesinados amigos y familiares, como Horacio, el hermano de Mario. A las escuelas/hogares de menores donde fueron llevados después sin fecha de fin de arresto.

El primer lugar señalizado por la Comisión Honoraria de Sitios de Memoria (Adolescentes) ha sido el ex Hogar Yaguarón (también conocido como Hogar Femenino de Menores) en julio de 2022 en la calle Yaguarón de la capital. Luego han llegado nueve más por todo el Uruguay: el Hogar Femenino de Artigas, la Colonia Suárez en el departamento de Canelones, el Hogar de Menores de Cerro Largo, el Hogar Femenino de la ciudad de Maldonado, el Hogar Burgues del barrio Atahualpa y el Hogar Blanes de Montevideo, el Asilo del Buen Pastor en la calle Defensa de la capital, el Hogar de Menores de la ciudad de Tacuarembó y el Instituto de Menores “Álvarez Cortés” en el barrio montevideano de Malvín Norte. La mayoría están todavía sin “señalizar”, faltan por colocar placas que resistan a la indiferencia.

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Mario Mujica, Mercedes Cunha y Octavio Nadal muestras retratos de compañeros desaparecidos.

Cuando visitan esos colegios y hogares, los recuerdos se hacen presentes. Todos estos lugares dependían en su momento del Consejo del Niño. Eran además sitios de internación y prisión de niños, niñas y adolescentes víctimas de problemas sociales como delincuencia social, abandono, desamparo y violencia.

Mercedes habla tranquila pero con pasión. Cita al historiador judeo-estadounidense Yosef H. Yerushalmi: “todo conocimiento es anamnesis; todo verdadero aprendizaje es un resultado de un esfuerzo dialógico orientado a recordar lo que se olvidó”. Cuando Mercedes y Mario recuerdan esos espacios, la gente se sorprende. La mayoría ignora esos relatos, miran para otro lado. No quieren saber.  Algunos políticos de derecha ni siquiera estar de acuerdo con que se recuerde. Ambos son conscientes de que se olvida cuando la generación que conoce estas historias no la transmite a la siguiente.

“¿De dónde surge este desconocimiento de una de las facetas más crueles del terrorismo de Estado?”, se pregunta Mercedes Cunha. “Esto también pasó en Argentina y Chile”, añade Mario.

-¿Y por qué hablan ahora?, pregunto.

-¿Por qué estas historias de cárceles y torturas para presos políticos adolescentes se están divulgando recién? ¿Por qué el mundo no sabía?

Mario y Mercedes son sinceros: “Lo explica una ex presa, compañera, mejor que nosotros. Una que estuvo en el ex Hogar Yaguarón. Ella dice así: nosotras sentíamos que al lado de los que habían pasado por los penales, de los que habían desaparecido, de los que habían sido asesinados, lo nuestro no era nada”. 

Más de un centenar de jóvenes menores de edad fueron secuestrados, detenidos durante semanas, meses e incluso años; torturados en plena dictadura cívico militar en Uruguay. La nada son sus verdugos. Las presas/presos políticas adolescentes, como las mujeres de las organizaciones armadas, fueron invisibilizadas. Este ocultamiento estuvo más allá de las intenciones de la represión.

Hoy en el Museo de la Memoria se charla de como la represión afectó tempranamente sus vidas, de las consecuencias negativas que supuso hasta el día de hoy, de la injuria que tocó a sus familias. De necesidades y derechos de reparación. De como la memoria no caduca. Ni aquí, ni allá.

“Cada placa, cada marca, que se coloca en un Sitio de Memoria nos devuelve una parte de lo que el Estado nos robó. Nos devuelve nuestra dignidad como mujeres protagonistas de la historia. Y nos reconocemos como parte de una generación de adolescentes y jóvenes que levantó la voz contra la dictadura y luchó por devolverle la democracia al Uruguay cuando el horror nos alcanzó como una ola”, dice Mercedes.

Mario, Mercedes y Octavio agarran fotografías de compañeros desaparecidos junto al balde donde caen las gotas de agua. Todavía son 197 (cinco de ellos, adolescentes). Comparados con los números de Argentina (30.000) y los de Chile (tres mil), no parecen muchos pero Uruguay es un país chiquito, apenas 176.000 kilómetros cuadrados (un poco más que el departamento de La Paz). Es decir, (casi) 200 desaparecidos son muchos.

Solo se han podido recuperar cuatro cuerpos. La gran mayoría están en terrenos de instalaciones militares. “El negacionismo no es un capital, un patrimonio exclusivo de la derecha, también en la izquierda, por eso se ha ralentizado la búsqueda de los desaparecidos”, dice Mercedes. “La trata de personas, las desapariciones de personas están permeando a la sociedad, está pasando otra vez”, añade Mario, con un poso de tristeza.

Aprovecho para sacarles unas cuantas imágenes a los tres para esta nota. Se alistan para otra Marcha del Silencio. Como cada 20 de mayo. ¿Hasta cuándo seguirán saliendo a las calles para saber la verdad? La memoria todavía necesita que la saquen a pasear/marchar. Nos despedimos en el Portón de la vieja casona del dictador. Dos pancartas protestan contra los recortes sociales de la lntendencia de Montevideo. La lucha continúa y la memoria es un campo de batalla. La quinceañera detenida por soñar un país mejor se llamaba Nadia.

Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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Francine Secretan, último viaje al origen

La escultora recoge de manera antológica más de 80 obras de toda su carrera. Y abre su (antigua) casa (redonda) durante dos días

La artista Francine Secretan en su casa

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 12 de mayo de 2024 / 05:49

En los años 70, dos casas redondas llamaban la atención en Cota Cota, por aquel entonces una zona rural sin urbanizar, al sur de la ciudad. Estaban en un pequeño cerro (hoy a la altura de la calle 35) y la gente las “usaba” como referencia. “De la casa del escultor más arriba, de la casa del escultor más abajo”. Dentro de las dos construcciones circulares había llamas, gallos, gallinas, perros, gatos. Incluso un monito llamado Yeti. No había muros, ni casas construidas en el cerro del frente. Se llegaba a través de un senderito.

El escultor se llamaba Ted y se apellidaba Carrasco Núñez del Prado. Y junto a él, vivía su compañera (también escultora y poeta) Francine Secretan. “No teníamos ni agua, ni luz, ni teléfono ni coche, bajábamos y subíamos andando hasta San Miguel”. Hoy la calle que sube de la 35 por el costado derecho se llama Avenida del Escultor. Y Francine reniega: “no se llama avenida de la escultora o de los escultores, se llama del escultor”.

La casa tiene hoy una puerta de metal azul/verde y un letrero gigante que dice “se vende”. Desde afuera se puede ver una de las construcciones redondas, amarilla/ocre. Francine Secretan, escultora boliviana-suiza, vivió en esta casa durante (casi) 30 años, de 1974 a 2012, cuando se fue (otra vez) a los límites de la ciudad. “Achocalla, me voy”. Ted Carrasco (hay dos hermosas esculturas de piedra suyas -aún- en los jardines de la “casa del escultor”) vivió hasta 1998 cuando se fue a vivir a Francia. Uno de los hijos de la pareja, Amaru, habitó el lugar hasta hace poco junto a sus hijos.

Una escutlura de Ted Carrasco
Una escutlura de Ted Carrasco

(“Quiero ver mis esculturas / testigos de tantas masacres / en los jardines milenarios / arrodillarse / ante los rituales ancestrales. / Susurrar el legaje sagrado / y honrar a los grandes yatiris  / dueños impenetrables de los secretos de la creación. / Quiero ver mis esculturas / descansar en los paisajes misteriosos / donde el viento, la lluvia y el sol son moradores conocidos de los hombres indomables  / quiero ver mis esculturas abandonar el silencio, /  erguirse como guardianes / sabios llenos de magia, / arrojando gritos para proteger el inmenso verde azul de los bosques infinitos de nuestra América”, Francine Secretan).

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En siete días (el sábado 18 y el domingo 19, de 11.00 a 18.00), la casa abrirá sus puertas para la exposición antológica de esculturas y pinturas de Francine. Los dos “open days” se llaman Viaje al origen. Son 83 obras dispersadas por los jardines, ubicadas dentro de las dos casas circulares (la que hacía de vivienda y la que hacía de taller). Los precios van desde los 500 dólares de las témperas a los 10.500 dólares de la escultura más monumental. Son illas y ofrendas. Van desde los años 80 hasta la última obra que hizo Francine hace un mes.

La Illa para los buenos vientos de la siembra está en el centro del círculo de lo que antes era el taller. Tiene varios metros de altura, casi roza el techo. Es una madera geométrica en cruz; cuelgan sogas, tejidos y piedra, lleva hierro. Es un abrazo, un abrazo al viento. Está rodeada de 11 esculturas más: guardianes (masculinos) e illas de la abundancia, de la fertilidad y de los pájaros, metales pintados sobre madera mara. “En los 70 y 80, la mara te la regalaban, madera vieja, llévatela, te decían”.

Las esculturas de Francine se elevan hacia el mundo de arriba. Todas juntas forman una especie de santuario, de adoración a dioses antiguos, de ofrenda y respeto, de regreso a los orígenes, de vuelta al principio de todo. Las obras convierten el lugar en un espacio sagrado; dialogan con las ventanas, las montañas y el pasado de la propia casa.

En el taller rodeando a las “illas” y los “guardianes” veo 22 pinturas y témperas con pan de bronce, fibra vegetal, maderas preciosas, fibras de algodón, piedras. Son óleos de atardeceres y amaneceres, cantos dorados y poemas del mar, travesías sagradas y viajes al origen, entradas al infinito y ríos/lluvia de luz y memoria.

‘Viaje al origen’ estará abierta el sábado 18 y el domingo 19, de 11.00 a 18.00.
‘Viaje al origen’ estará abierta el sábado 18 y el domingo 19, de 11.00 a 18.00.

(“Quiero ver mis esculturas / descansar en los paisajes misteriosos / donde el viento, la lluvia y el sol / son moradores conocidos de los hombres indomables”, Francine Secretan).

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En la casa principal no hay apenas muebles. El techo es de totora del lago sagrado y de palmeras benianas. Las paredes son de adobe recubierto de cemento. En el jardín hay rosas y esculturas geométricas abstractas. “Me fascina la geometría, es la esencia de las formas, es el origen. Cuando trasciendes lo relativo, llegas a ese espacio común. La geometría precolombina es de un minimalismo que me impresiona, siempre fue mi vocabulario de base”.

Junto a las ventanas, esperan 18 pinturas y 20 esculturas. Al lado de la puerta están sus últimas obras, unos óleos con templo de águilas, puertas a otra dimensión, diagonales sagradas, esencias de fuego, auroras. Es el mundo/espacio ritual de Francine. “Me traje de Coroico unas piedras lajas oscuras y con pan de bronce pinté unos óleos en pequeño formato, ya no puedo agarrar la motosierra”, dice Secretan con su sonrisa habitual.

Las esculturas son illas, ofrendas, chakanas y barcas para las almas, reminiscencias de sus viajes por Australia y el ancho mar. “Al poseer una de estas barcas, puedes crear un espacio sagrado en tu vida; un rincón donde puedas refugiarte, relajarte y conectarte contigo mismo. Estas barcas son un recordatorio constante de la importancia de cuidar de nuestro bienestar mental y emocional”.

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(“Viaje al origen / allá / cuando los sueños del / viento y de las estrellas nos protegían. / Cuando el amanecer ofrecía su seguridad. / Cuando se temía, se respetaba y se apaciguaba / la arrogancia de los huracanes. / Y cuando todavía se veneraba a la primera diosa. / Cuando los dioses de la lluvia adivinaban nuestras alabanzas. / Cuando se percibía los rezos de los pájaros. / Cuando el sol ancestral adivinaba los secretos. / Y cuando nos volvíamos amigos de nuestros enemigos. / Cuando la energía primordial habitaba las palabras. / Cuando uno amaba en el jardín de los misterios. / Cuando se abrían las puertas del tiempo. / Cuando la luz siempre regresaba / sin importar el infinito de la noche. / Viaje al origen / donde la consciencia nos unificaba con el cosmos. / Cuando conocíamos la inmortalidad”, Francine Secretan).

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En el jardín, entre las dos casas redondas, sembradas sobre el verde, veo 11 esculturas; son (más) illas, ídolos (de la pareja), Señales en el camino hacia el mar (un proyecto para una plaza), ofrendas al sol, dos columnas rituales y una gran chakana de metal/guardiana de la montaña (trabajada en 1998). Estamos en mayo, el mes de la Cruz del Sur, del puente entre nosotros y las estrellas, donde algún día volveremos. Es una cruz andina pintadas de rojo, de puro metal, con flechas hacia los cuatro puntos cardinales. “Cuando viajé a la India también vi chakanas, son símbolos presentes en muchas culturas ancestrales, nos conectan con la naturaleza, con el cosmos”. 

Las esculturas de Secretan (abstractas) nos hacen volar, imaginar otros tiempos; nos evocan otros lugares, otras ceremonias; un mundo (perdido y lejano). No son artesanías. “Todavía se habla del arte africano como arte primitivo, ¿bajo qué criterios se dice que una cosa es arte y otra, artesanía? La más grande revolución será a nivel de la conciencia. Tenía mucha esperanza en ver esa revolución pero creo que no me alcanzará la vida para eso, todos somos uno. Usamos un 10% de nuestra capacidad, algún día saldremos de esta edad de la oscuridad en la que vivimos”.

Muestra de obras de Secretan. Abajo: Illa para los buenos vientos de la siembra.

Francine ha regresado a la casa infinita/redonda donde reposan tantos recuerdos, tantas ilusiones marchitas, donde habitó su universo. Es más feliz ahora que cuando tenía 20 o 30 años, aprecia el valor de la vida y de las pequeñas cosas, vive el momento y agradece cada día. Se siente una persona privilegiada, se mantiene fiel a sus principios (“nunca obedecí a nadie”). La intuición sigue ordenando sus mandamientos. Francine está cerrando un ciclo con esta magna exposición/retrospectiva de su obra; ha vuelto al viejo hogar para seguir viaje, el último hacia los orígenes.

(La exposición Viaje al origen estará abierta durante dos días: este sábado 18 y el domingo 19, de 11.00 a 18.00. Durante la semana del lunes 20 de mayo al domingo 26 habrá visitas programadas/privadas. Para pedir cita, se puede llamar al celular 73079047. La casa se encuentra en la Avenida del Escultor, número 146. Se puede llegar entrando por la calle 35 de Cota Cota o bajando las gradas de la calle 37).

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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Buscando desesperadamente a Khespy: ‘Haz lo que no debes’

La Expo Khespy convocó el último fin de semana de abril en el ex cine Princesa a más de cinco mil personas

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 5 de mayo de 2024 / 07:00

Octubre de 2021. En los muros externos del Cementerio General de La Paz empiezan a aparecer “tantawawas” y escaleras al cielo, ñatitas y botellas de trago, flores y cruces cuadradas, velas y difuntos, perros callejeros y hojas de coca. Una señora de pollera —geometrizada— sostiene un cartel que dice “Nunca moriremos”. Es la cosmovisión andina sobre la muerte resumida en 500 metros cuadrados, es el “ukhu pacha”. La firma del mural es clara: Khespy. Este 2021 se celebra el sexto Festival de Arte Urbano Ñatinta, organizado por el colectivo Perros Sueltos. En la primera edición de 2016, Khespy Pacha (así firma sus primeros trabajos) pinta un mural dentro del cementerio. Es la primera galería de arte a cielo abierto dentro de un campo santo. Es un hombre haciendo una ofrenda. Comienzo a buscar desesperadamente a Khespy.

Los zapatistas al cubrirse el rostro se muestran. Desaparecidos de la historia, los derrotados regresan, como las almitas al cementerio. Han pasado tres años, no soy el mismo. Camino por la calle Comercio. “Jesús te ama, Jesús te busca”, me dice una señora que me entrega una hojita de una secta evangélica. Nota mental: ¿yo busco a Khespy y Jesús me busca a mí? Algo no está bien.

Una cuadra más allá, en la esquina de la plaza Murillo dos chicos vestidos de rojo y cajas cuadradas con chakanas tapando sus caras me entregan otro papelito que dice así: “Khespy. Exhibición única, 26 y 27 de abril de 2024, ex Princesa, Pasaje Sáenz, calle Comercio, 19.00”. En el folleto, un perro cuadrado mea a un policía. Detrás hay un QR y una vasija con el cocodrilo del alcoholcito Caimán en relieve. Llego a la esquina y un pasacalles cruza la vereda: “Expo Khespy. Aquí y ahora”. La cola da la vuelta a la esquina y llega hasta el Musef.

Los murales de Khespy se pueden encontrar en diferentes calles de La Paz y El Alto.
Los murales de Khespy se pueden encontrar en diferentes calles de La Paz y El Alto.

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Marzo de 2019. Camino por la avenida Quintanilla Zuazo de la zona norte de la ciudad. Voy rumbo a la cancha del Kilómetro Tres de Pura Pura a ver un partido de fútbol femenino entre las chicas del club The Strongest y las muchachas del CAR. Dos jóvenes (son Khespy y Nacho) están pintando un gigantesco mural. Es una pareja recostada, la cabeza de ella/él sobre el pecho/corazón de él/ella: dos monolitos geométricos tumbados en la larga noche de los tiempos. Edgar Arguedas graba el proceso de la obra y luego sube un video a Instagram. Ahí está el Khespy con un pasamontañas negro, como los lustras de La Paz, como los hermanos zapatistas de la selva Lacandona.

Cuando termina el mural agradece el apoyo de las caseras, del zapatero de la esquina. Siempre lo hace. La firma es clara: “Khespy. Ps”. Es un “perro suelto”, negro y callejero, como la canción del Tri.

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Último viernes y sábado de este abril, mes rojo. Unas cinco mil personas esperan pacientemente para entrar a la Expo Khespy en los salones altos del ex Cine Teatro Princesa, fundado hace un siglo. Las últimas imágenes que se proyectaron en el vetusto cine de la calle Comercio fueron pornográficas/transgresoras. Es una señal. Hay miles de personas haciendo cola en la noche fría para ver/probar/ser parte del arte. La ciudad ha sido empapelada con docenas de lienzos interactivos, es el juego del gato y el ratón.

La muestra es inmersiva, como nunca se ha gozado en La Paz. Los amigos de Khespy y la galería Miko Art (que está enfrente, en el pasaje Kuljis) intervienen el espacio de forma audaz, crean una narrativa subversiva con relatos en eterna disputa, como el retorno. La gente espera pegada a la pared de la derecha para entrar; los que salen se agarran de la barandilla de madera para bajar.

Una pintada —en lo más alto— recibe a los visitantes (la gran mayoría jóvenes con celular en mano): “Haz lo que no debes”. Debajo un corazón en negro, geométrico, por supuesto. Enfrente, la primera obra colgada del techo, suspendida. Es otra pareja, esta vez se besan, están —por supuesto— con máscaras cuadradas y aretes de flores y estrellas. Visten elegantes trajes futuristas con “jach’a qhanas” (grandes luces resplandecientes) y calaveritas. Son dos diablitos con cabezas rojas (como lxs chicxs que andan repartiendo folletos en la calle y que deambulan luego por toda la exposición de forma secreta e inquietante). Están con pucho en la mano, como algunos jóvenes espectadores. No tienen rostro real, como los retratos geométricos enormes del belga Stefaan De Croock.

Hay bodegones de alasitas, collages, cajas de Paceña colgadas en el aire, un retrato de “moreno” titulado Sin jefe, arte de cartón, bolsos para vender, corazones espinados de cactus: sincretismo vivo. Un DJ kusillo pincha música electrónica mientras un hombre de rojo ofrece relleno de papa a diez lucas, Coka Quina y té de kombucha. Hay videoinstalaciones (con guion y fotografía de Tizi) donde un actor (Edwin Villarroel) camina la ciudad (La Paz y El Alto) para “publicitar” la muestra. Hay obras con carros policiales en llamas y “cholets” insuperables. Hay un mural de aluminio (“alocubont”) de edición limitada de cuatro piezas con el mundo Khesy pintado como si fuera una cueva de arte rupestre. El domingo, tras la muestra de viernes y sábado, se organiza un tour privado para compradores. La jugada sale bien.

—¿Quién es este Khespy pues? —dice una chica mientras se saca una foto con espalda desnuda y graba un video para Tik Tok junto a uno de los cuadros.

—Es un artista callejero y son muchos, es uno y son todos —responde el chico que la acompaña, hecho al filósofo conquistador.

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Estamos en noviembre de 2023. Cerca de la Ceja de El Alto, junto a la estación roja de Teleférico, una instalación/cyber-mural es contemplado por la gente que espera por los baños. La obra tiene un QR para sumergirse en una realidad aumentada y vivir con los personajes del mural. Es una invitación a “fusionarse”, en palabras de Khespy. Ellos son (en el bodegón): un gato cubista que roza su hocico junto a un cuadro donde dos abuelos se besan en un puente; una radio canchera con el logotipo de ACAB (“All Cops Are Bastards”), una calavera con hojitas de coca, una botella blanca de “alcohol potable para cañar” (Caimán, por supuesto), una caja de cervezas (roja, por supuesto) y una gigantesca moneda de un boliviano rectangular: la unión es la fuerza con el logotipo de unas hojas de marihuana. Cerca de esa pared, otro mural con la palabra éter: un corazón multicolor hecho wiphala, rodeado de ocho rostros y unas manos acogedoras.

Las obras de Khespy están a la vuelta de la esquina. Un perro en la avenida 6 de Agosto; un monolito “chupaco” junto a una licorería en la 20 de Octubre; un mural en la zona de Puente Vela en El Alto, carretera a Oruro (“gracias a doña Dorita”); otra obra junto al teleférico de Irpavi; un papá cargando a su wawa en Carquín, Perú; una vaquita mil veces encuadrada en la Benedetto Vincenti; un unicornio con pistola de juguete lanzando estrellas andinas (en lugar de balas) a un paco sin rostro en la Sánchez Lima; un policía de alto rango y su sombra negra chorreando sangre y recibiendo una coima de 100 bolivianos, en la Zoilo Flores; otra “pareja” de uniformados con el apellido de “policía corrupta”, en el surtidor abandonado de la 17 de Obrajes; dos serpientes de colores besándose debajo de la pasarela de la Uno del mismo barrio; otro perro (verde) sobre una ventana en la avenida Ecuador. Son los personajes de Khespy que aparecen (también) en sus obras colgadas de la “expo”. De las calles al lienzo y viceversa.

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“Es una exposición redonda, congruente, cohesiva y con una gran capacidad inmersiva. Es una bellísima bola. Tiene autenticidad discursiva y energía creativa. Khespy tiene no solo algo que decir sino mucho; y desde una sensibilidad crítica y profunda. Se nota que tiene calle. Eres o no eres, el Khespy es. Lo que más me gusta es que lo que dice no es fácil ni obvio en el sentido panfletario, porque parece estar cargado de mucha emotividad, sensibilidad y sentimiento. Da lugar al espectador para la interpretación subjetiva pero también para la lectura objetiva de sus contenidos de crítica social”, me dice la crítica de arte Narda Alvarado que baja y sube las escaleras, de sala en sala, con la boca abierta.

“La gente, de forma masiva, ha venido a ver lo que Khespy tiene que decir. No han venido por el vinito del ‘vernissage’, para hacer acto de presencia o para hacer vida social alrededor del arte”, me dice mientras escuchar/mira el monólogo del actor Winner Zeballos, a ratos con rostro oculto.

A Narda Alvarado lxs de rojo le recuerdan a los personajes de Skibidi Toilet y sus cámaras de vigilancia en lugar de cabezas. Y los milicos/pacos a los roles de dominación jerárquica del chileno Nicolás Grum. El arte de Khespy es total.

Andrés Kuljis, de Miko Art, se suma al recorrido. “Lo más novedoso de esta exposición radica en su enfoque innovador al utilizar espacios no convencionales, lo que desafía las expectativas tradicionales de una galería. Además, el hecho de preservar el anonimato del artista añade un misterio intrigante a la experiencia, mientras que la curaduría intangible colectiva crea una atmósfera participativa y única para los espectadores”. ¿Dónde estás Khespi?

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Las obras se suceden cuartito tras cuartito, el espacio expositivo. En cualquier rincón oscuro te sorprende una, como una pesadilla en bucle. No hay miedo, hay atrevimiento/osadía. Las encapuchadas mujeres/hombres de rojo invitan a una chica en minifalda a pintar las paredes. No solo se observa se participa. Un chango flaco es apretado/abigarrado —cuerpo a cuerpo— por dos obesos hombres/mujeres de rojo. Explosión. “Callas mientras duermes, grita un “graffiti”. Las “haches” de Khespy se parecen mucho a las “haches” mudas del enigmático y omnipresente Shon.

En la sala de venta de obras y productos/objetos (“blows ups”, vaciados) del mundo de Khespy veo cartón, es “cardboard art”. Es otro santo y seña. Hay esculturas en cartón, ese material abandonado en las calles (como los perros) junto a los contenedores de basura. Hay una frazada con un tigre en salto. Ñu, ñu, ñu, ñu. También está en 3D, el tigre te mata. Son todos objetos insaciables.

El montaje de la exposición merece un párrafo aparte. La curaduría colectiva y la adaptación museográfica/intervención performática son principios medulares, son declaraciones. La apuesta/apropiación del lugar y la oscuridad son manifiesto. Khespy no escogió una galería de la zona sur, no optó por un museo nacional o espacio acartonado oficial, acorde a los modos/modas audiovisuales del arte contemporáneo, se fue a un viejo y abandonado ex cine porno con sus salones altos y sucios, con sus paredes listas para ser ensuciadas de nuevo.

El ex cine porno Princesa fue tomado para esta exposición de arte contemporáneo.

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El arte/mundo de Khespy —ecléctico/andino por naturaleza— emerge del olvidado pasado y se proyecta a un futuro distópico/autoritario. Modernidad y ancestralidad. Tradición y tecnología. (No) viene de las viejas vanguardias soviéticas (y el arte geométrico/suprematista de Malevich), de Kandinsky y del cubismo y la psicodelia. Aunque pueda parecerlo. Su geometrismo es de (más) lejos; llega desde los ancestros que aprendieron a mirar el cielo en la noche, de la Cruz del Sur y la forma astronómica/geométrica de una cruz andina/cuadrada; viene desde la chakana (en quechua, “puente”) y las formas geométricas de los aguayos y el arte textil milenario.

Su paleta va desde el rojo al verde, pasando por el ocre, el amarillo y el naranja. Los colores —de la tierra— prohibidos han regresado, el dios sol (y el mundo de arriba) brillan de nuevo.

El mundo/arte (paralelo) de Khespy se mixtura/superpone con el muralismo mexicano/boliviano del siglo pasado, con los rostros marrones del indigenismo, con la animación y el cómic (con estética cohetillo), los videojuegos, el arte callejero/clandestino de Banksy y las nuevas formas del arte digital con QR y obras tridimensionales que se mueven y reviven en tu celular.

Khespy —una esponja— pinta de golpe en las paredes pacos y militares “cuadrados”, los jefes verdaderos del próximo Estado policial. Su anti-autoritarismo no es negociable, su crítica (frontal/burlona) a los poderes fácticos, tampoco. Pinta perros callejeros de color ocre, son los verdaderos habitantes de la ciudad, los príncipes libres y salvajes del mundo de aquí.

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Abril rojo 2024, tres años de búsqueda. He paseado la ciudad siguiendo los rastros que deja como murales/migas. He subido hasta lo más alto de un antiguo cine porno. Me he manchado de pintura. Me he perdido en la oscuridad. He mandado un cuestionario al “feis” y al “insta” de Khespy. Me ha jurado en vano varias veces que respondería. He visto en dos canales de televisión a encapuchados con chakanas rojas hablar en su nombre (incluso en un programa de ATB salió un tipo que decía ser Khespy y no era). He buscado desesperadamente a Khespy y lo he encontrado sólo en sus murales, pinturas, obras. Khespy se cubre el rostro para mostrar su mundo. Y aún lo busco.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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‘Chana’ Mamani, dos espíritus

Sandra Mamani Condori es poeta. Aymara migrante en Buenos Aires, milita en el colectivo Identidad Marrón

‘Chana’ Mamani en una intervención del colectivo Identidad Marrón.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 28 de abril de 2024 / 06:21

“Chana” Mamani no se autoidentifica, a la primera, como boliviana. “Soy aymara migrante”, me dice sentada en un café de la Avenida Perú con Irigoyen, en Buenos Aires. “Soy boliviana de origen y argentina de adopción”, remata en segunda jugada. “Soy marrón”. Sandra Mamani Condori, indígena marrón, dos espíritus. “Una tía me explicó, cuando era niña y no sabía lo que era o de dónde venía, refiriéndose a mis deseos extravagantes de transformar mi destino, que tenía los dos espíritus, me dijo ‘lulu’, puedes ser mujer y andar como varón o ser varón y andar como mujer”.

Sandra “Chana” Mamani Condori nace el 22 de abril de 1985 (es Tauro) en la comunidad T’irasca (municipio Puerto Pérez), provincia Los Andes, a orillas del Lago Titicaca, La Paz. Con pocos años, su madre (Dominga) y su padre, ambos costureros, migran a la ciudad y se instalan en La Portada, en el límite entre La Paz y El Alto. La vida de “Chana” estará marcada por la frontera. Por las fronteras de la diferencia. Desde 1992 reside en Buenos Aires.

“Chana” tiene ahora 39 años (recién cumplidos) y es trabajadora social especializada en estudios migratorios, indígenas y de género. Es dramaturga (en el “podcast” de su obra La Azurduy y Eva se puede escuchar a Luzmila mientras hablan las dos libertadoras) . Es poeta, “la poesía será siempre ese antídoto a mi existencia”.

Sandra Mamani Condori nació en la comunidad Tirasca (Puerto Pérez), provincia Los Andes, La Paz.
Sandra Mamani Condori nació en la comunidad Tirasca (Puerto Pérez), provincia Los Andes, La Paz.

Ha vuelto unas cinco veces a Bolivia. “Cuando regreso a El Alto siento ese aire especial, siento la montaña”. Lo que más extraña es la comida/sazón de la abuela. “Vivo en Caballito, en Parque Patricio, frontera con Pompeya”. Otra vez la frontera. Sandra Mamani Condori es una niña que llega a Buenos Aires y se da cuenta de que todo es plano, lineal, largo y blanco. “Llego a otro planeta, ¿viste?”, me dice con su marcado acento porteño.

(“No soy ‘la extranjera’ o turista bienvenida, / tal vez adquiera un tono porteño / quizás digan que es un dialecto, / pero ¿a ‘quién’ le importa de dónde provengo? / No soy la forastera negada, / tal vez pinte mi tatuaje o ‘desvista’ mi pelo. / No soy ‘la mujer’ de esos y estos tiempos, / ni siquiera aparezco en los cuentos, / dibujos o libros de historia. / No soy la niña a quién le leyeron ‘Mafalda’ o ‘El Principito’, / tal vez la que creció costurera, vendedora, campesina hiladora de / ‘puentecitos’”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

Cuando “Chana” llega de “wawa” a la Argentina arma un diccionario especial, particular, íntimo. De argentino a boliviano y viceversa. Por aquel entonces habla aymara y el castellano que apenas conoce es diferente al suyo. Adivina palabras y tiene ganas de volverse. Una ciudad plana, lineal, blanca; un idioma que no entiende, gente que habla rápido y se come las eses. Entonces, llega la escritura, como tabla de salvación, como la poesía ahora. “A mi madre le decía, esto acá es así, esta palabra acá significa esto, es canilla en vez de pila y sacapuntas en vez de tajador”.

La pequeña Sandra comienza a darse cuenta de que es diferente. Es la única boliviana en su escuela del barrio de Floresta. Lo diferente, como malo, como no querido. Sufre lo que muchos años más tarde sabrá que se llamaba racismo. Soporta miradas de desprecio; a su madre le atienden de última en la panadería, como si fuese invisible, como si no estuviese ahí.

Los noventa, ahora idealizados en series para Netflix, tenían una ley (de la era del dictador Videla) por la cual te podían expulsar si no tenías un DNI migrante. La policía te paraba (y todavía te para) por tu color de piel, por llevar gorra, por tu fenotipo, por tu rostro. Mas tarde sabrá que esos pequeños actos se llaman microrracismo, que lo boliviano con rasgos indígenas en Buenos Aires es una construcción negativa y que la palabra “bolita” es un insulto. Hoy “Chana” está metida de lleno en su tesis de la UBA (Universidad de Buenos Aires) llamada Las prácticas y las experiencias de las mujeres marronas en relación a su cuerpo y sexualidad.

(“No soy el himno o nación que canto (con respeto), / porque no me encuentro. / ¿Dónde están mis heroínas? / ¿Dónde están? / ¿por qué no existe un registro? / ¿tengo árbol genealógico? / ¿tengo tiempo? / ¿dónde está la historia  de nuestra tierra? / ¿cómo se llamará mi bisabuela? / ¿esclava o sirvienta? / ¿la de pantalón o pollera? / No soy sumisa ni ‘la que no dice nada’, / también me decían ‘calladita’. / Tal vez no sea ahorita. / Y me aguanté como ‘macha o chacha’ / ¿de qué sirve?”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

“Chana” viste esta noche “blazer” amarillo intenso y camiseta blanca. Intensidad y pureza. Tal vez no harían falta más palabras para definirla/describirla. “Lo marrón es una construcción sobre la identidad política que visibiliza el racismo estructural en la Argentina y en América Latina”. El colectivo Identidad Marrón (IM) nace en 2015 como movimiento antirracista y desde 2019 realizan talleres e intervenciones en museos e instituciones culturales y promueven la autorrepresentación como alternativa antirracista.

“¿El arte en Argentina es solo oficio de blancos?”. El ”trapo” que colocaron/plantaron delante del Teatro Colón en noviembre de 2020 (en el marco del ciclo Raza y ficción) hace otras preguntas. “Si algo aprendimos de la colonialidad es que las respuestas correctas que se hacen verdades indiscutidas no son el camino que queremos tomar, nos movemos con preguntas, nos movemos creando, transformando la injusticia en fuerza e invitamos a responder con acción, a responder ante esta estructura social en la que no muchos se preguntan si el arte es o no oficio de blancos, y si para las personas con ascendencia indígena nos queda solo el lugar de la artesanía, porque a pesar que la acción y creación sea similar, las valoraciones sociales ubican a ambas con diferentes pesos valorativos en la sociedad”.

Identidad Marrón está formado por activistas, actores, actrices, abogadas, estudiantes. Han participado en las marchas del Orgullo GLTBI por avenida Corrientes (bajo el lema “Que a tu arco iris no le falte el marrón”), en las luchas a favor del aborto, junto a las trabajadoras y trabajadores sexuales, en temas migratorios e impulsan políticas públicas antirracistas.

“Sostenemos la bandera pero no tenemos el micrófono, faltan las voces antirracistas y antixenofobia en la militancia y en las calles”, me dice “Chana” que choca un día sí y otro también contra el feminismo académico y blanco. “Interpelamos al racismo desde el interior de los movimientos sociales, somos sujetos y tenemos conocimiento, podemos construir nuestra propia agenda. Pobre, feo y víctima van de la mano. Queremos gestionar la furia y la ira, convertirlas en acción política. Intervenimos el espacio público, en la cultura, la educación, el arte”.

El marrón no es solo un color (asociado a lo feo, a lo sucio, a lo “k’uchi”), es una identidad. Es el color de la piel (de muchos).  “No soy negra, no soy blanca, ¿qué soy? ¿cuál es mi identidad indígena? Soy marrón. Hay una negación fuerte de lo indígena, se lo ve siempre como algo de afuera. El mapuche es chileno, el salteño es boliviano. Argentina no es blanca. Frente al Buenos Aires rico hay un Buenos Aires pobre; frente al Buenos Aires pomelo-blanco-clase media hay un Buenos Aires marrón-migrante-pobre. No bajamos de los barcos, nuestros ancestros siempre estuvieron acá. Dime de qué color eres y te diré a qué derechos accedes”. 

Mamani Condori suelta frases como titulares, como sentencias para hacer pintadas, “trapos”, afiches y carteles. Habla sin tapujos de ese “elefante blanco” (el racismo) que está presente (sin que nadie quiera hablar de su presencia). “El antirracismo es acción y cuestionar el privilegio de la blanquitud es un desafío, siempre incómodo”. El futuro es/será marrón. Nota mental uno: en aquel diccionario que “Chana” escribió (para ella y para su mamá), su verdadera primera obra literaria, donde ponía pomelo, decía toronja.

(“Su venganza no es la mía, ni su enojo merece un ‘aleluya’ / Lloraré porque es mi ch’alla. / Reiré porque es mi venganza / Pues si se me ocurre / subiré en silencio o con ruido / al santuario de tu cuerpo / porque habita mi lenguaje / ¿dónde están? / Gritaré porque fue una herida colonial / ¡colonial! / Un día un tata me confundió con un jilata / al rato ella me dijo que me amaba. / Un siglo después / mi primera vez / su último día / mi awicha me dijo / traviesa ajayu/ ¿qué soy? / si no soy lo que esperan / si no soy a la que esperan / si no soy la de la ofrenda / si no soy la guera verdadera / ¿qué soy? / dios del cielo / allí en lo eterno / soy tantito, menos y más de lo que sospechan”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

¿Y la poesía? ¿qué lugar ocupa en todo este quilombo de identidad, colores vivos, dolores secretos, cuerpos silenciados/exotizados, deseos a flor de piel y racismo? “La poesía es el manifiesto de la vida, muerte y renacimiento de mi cuerpo, la escritura es una acción política, en ella me encuentro y descanso”. En 2023 “Chana” publica K’uchi. Poemario Erótico Marrón.

Así habla Mamani en el prólogo de ese libro: “Es una herramienta epistolar/erótica para decolonizar lo ‘queer’ y abrir lo que ya se encuentra roto y lo que está afuera del sistema blanco ‘queer’. Es también invitar a atrever-se a mirar en el espejo de privilegios a la blanquitud ‘queer’. La poesía será ese antídoto a mi existencia y con ella la tentativa intención de mirarnos en este espejo redondo, curvo, cuero cabelludo grueso, negro, ojos achinados o redondos, nariz y boca inherentes a una corporalidad marrón. Manos largos, rectangulares pero más chiquitas, cuadradas, que heredan tácticas milenarias de trabajo y también placenteras. Con ellas abrazo lo que miro, con ellas admiro lo que toco”.  En el proceso de escribir o pensarse, “Chana” se convierte en otra.

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El poemario K’uchi tuvo como antecedente Erótica: Yarawis Aymara  (2018, Ediciones La Marronada Cuir). Melina Sánchez, de la Universidad de Buenos Aires, habla así del libro: “Está compuesto por nueve yarawis, cuyo significado en aymara comprende un carácter dual de la obra, que es a la vez poema y narrativa. Si se los lee por separado solo harían alusión a un encuentro sexual entre dos chicas. Esta lectura de cruce de los yarawis presenta la historia que se quiere entre-tejer. Yarawis: como si esa sola palabra aymara estuviera dotada ella también de dos espíritus, que redoblan la apuesta de estos textos: ‘Porque no es poesía, es otra cosa’, dice Chana. Como si el desafío fuera combatir al sistema con palabras de amor, pero con un amor periférico, intercultural, lesbiano, que se atreva a cruzar sin más los barrios que Roberto Arlt solo era capaz de transitar en sus ensoñaciones; porque hay que hacer de este mundo, migrante y precario, racista, un mundo vivible, al fin y al cabo”.

“Chana” vive —desde su niñez— en la frontera de la diferencia. Lo personal/íntimo es político. “No hay espacio más político que la cama”, dice Melina Sánchez. Ahí también se cruzan fronteras. “Quizás el punto álgido sea cuando las manos crucen el último muro, bastante elástico al fin y al cabo: el de la bombacha”, añade Melina. Nota mental dos: en aquel diccionario que “Chana” escribió (para ella y para su mamá), donde ponía bombacha, decía calzón.

(“Me distrae la sola existencia / pura / quieta / dura / chata. / Me galopea la secuela abyecta. / Un cuerpo que no espera, / una excusa que se sujeta / al recuerdo del silencio. / Un ensueño desahuciado / un recuerdo que no recuerda / un espacio que es un vacío / un ocaso que no tiene barcos. / Pero qué decirle / al beso que no toca / al beso que desborda / al beso que sangra / al beso que no espera / al beso que arranca / al beso que sueña / al beso que navega / al beso de las noches / aquel de la mañanita / al beso espinal / al que quise tanto / al beso que envuelve / al beso que llora / vuela / choca / y me toca”, J’ampati, del poemario K’uchi).

El colectivo Identidad Marrón trabaja/interviene en los museos de Buenos Aires (como el Museo-Casa Ricardo Rojas), quieren dar vida a esos espacios “donde el indio siempre es una persona agresiva, enojada o triste, donde las mujeres ni siquiera tenemos rostro. Solo podemos ser Pocahontas o la chola; todo lo precolombino es uno solo, sin matices. Siempre somos definidas por otros”.

—¿Sueñas en aymara? —pregunto. Y antes le cuento a “Chana” cómo el personaje de Vidas pasadas, la película surcoreana habla de identidad, teatro y lenguas olvidadas, como ella.

—Mis fantasías y mis emociones son en aymara. Tiene que ver con la resistencia, con mis tías, madres y abuelas. Más allá del dolor, además del dolor, ellas han mantenido la risa, el humor. La migración trae desarraigo y nostalgia, volver a construir tu propia comunidad es recuperar la alegría, la pasión, el humor, los colores, el erotismo. Esta forma de pensarme viene de esta fantasía en aymara, esa utopía por soñar algo mejor. Tenemos todavía presentes nuestras raíces, nuestra forma de habitar la comida, ciertos modos, la construcción del respeto. Todo es gracias a ellas, las tías, madres y abuelas, en aymara siempre.

“Chana” conserva la aguja pero quiere/desea romper el hilo. “La ruptura con la comunidad es necesaria, somos urbanos y tenemos otro habitar. Mi rostro y mis apellidos no olvidarán nunca de dónde vengo pero para conquistar, construir espacios, caminos y derechos en un mundo hostil e injusto, cierta ruptura es necesaria y no es gratuita. Toda ruptura duele y cada autoafirmación es individual. La idea es que cada uno y una pueda elegir, que sea una elección ser verdulero, costurero, abogada, artista o escritora, esa capacidad de poder escoger es todavía hoy un privilegio, la capacidad de disfrutar del placer del ocio, también”. La poeta que vive en la frontera quiere abrir/derribar puertas.

(“No pretendas explicarme / a través de la vista / soy una monstruosidad / y a tí te encanta. / A nosotras nos robaron incluso la belleza / pero ¿qué belleza? / como si yo quisiera parecerme / a algo que no soy / como si quisiera mutilarme / para que puedas amarme. / Yo les devuelvo su belleza. / Su placer / su sexo / su piel / su dolor culposo / sus ganas de encasillar y ocultar todo lo distinto. / Yo tomo el tren hacia ningún lugar / ya sin miedo / porque ahí estás también tú / construimos otra piel / otro placer / otro sexo / incluso otro dolor / del que renace / en fuerza compartida. / Me olvido de mi cuerpo / y al mismo tiempo lo recuerdo / reconozco los latidos acelerados del sonq’o / el calor que amanece entre mis piernas / las aguas que se nutren de los sentidos /y te bañan sin pudor; / me convierto en animal / aunque nunca dejé de serlo. / Me recuerdo torbellino / explosión, tormenta / cascada. / Mi cuerpo no es solo mi cuerpo. /. Cierra los ojos / ya no me mires con estos sentidos: / siénteme aún sin entenderme / creáme aún sin conocerme / imagináme aún sin recordarme”, Cierra los ojos, del poemario K’uchi).

La noche nos agarra dentro del café, de nombre Cabildo, Perú al 86. La charla nos deja en la calle, sobre la avenida. “Chana” toma el colectivo, yo camino hacia el Obelisco. Nos sacamos una “selfie” después de horas de hablar de identidad y autorrepresentación.

—¿Por qué te dicen/te dices “Chana”?

—Chana es “frazada” en aymara y “hermana” en quechua. En realidad mi sobrina, de wawitay, no podía pronunciar Sandra y me decía así.

Sandra “Chana” Mamani Condori, dos espíritus.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, Sandra Mamani Condori y colectivo Identidad Marrón

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