Monday 17 Jun 2024 | Actualizado a 07:42 AM

La memoria tiene lugares

Puerta de la cárcel de Punta Carretas para presos políticos.

/ 26 de mayo de 2024 / 06:05

Una visita al Museo de la Memoria de Montevideo y una charla con el Colectivo de Ex Presos/as Políticos Adolescentes

Vinieron a por su padre y se la llevaron a ella. Tenía quince años. Y ya era una presa política. Adolescente. No tenía novio, ni estaba en la universidad. No pensaba en su futuro, ni siquiera se imaginaba su vida como adulta. Pero estaba presa. Por hacer “política” en su escuela secundaria. Tenía quince años y estaba presa por soñar un país mejor.

Las historias de los presos políticos adolescentes no son comunes. Uno pudiera pensar, a bote pronto, en Palestina. O en la Sudáfrica del “apartheid”. En lugares del mundo, donde los chicos y chicas son obligados a crecer de repente, donde los adolescentes dejan de hacer cosas de adolescentes (como jugar, salir a la calle y pasarla bien) y de la noche a la mañana se ven haciendo cosas de mayores: marchas, huelgas. A uno le cuesta pensar que esto pasó cerca de nosotros, en un país (“modelo”) como  Uruguay.

La cita con Mario Mujica Vidart (primo del ex presidente Pepe Mujica) es en el Centro Cultural Museo de la Memoria (MUME), avenida de las Instrucciones, Montevideo. Es la vieja casa quinta que Máximo Santos comprara en 1877 a unos de los primeros pobladores de la capital uruguaya. Santos, fidedigno representante del militarismo patriarcal del siglo XIX, volvería enojado a su tumba si viera lo que hoy es su casona; abandonada, robada y destruida a finales de los 70. Hace cuatro años, en febrero de 2020, fue declarada como Sitio de Memoria Histórica de la República Oriental del Uruguay. Desde hace años, pasan cosas lindas en la vieja casona del dictador.

Portón de ingreso al Museo
Portón de ingreso al Museo

Mario Mujica no suelta el mate. Lo que primero que hace al bajar de su carro es agarrar el termo con agua caliente. Lo segundo es pasear el predio. Se detiene frente a las fotografías expuestas al aire libre. Son fotos en blanco y negro. Son imágenes fijadas en su memoria: un compañero herido llevado en volandas por dos amigos, una larga fila de detenidos contra la pared junto a tanquetas militares. Uno pudiera pensar, a bote pronto, en La Paz, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, otra vez ensangrentada. Pero no, son fotos de Montevideo. Fotografías escondidas (y recuperadas en 2006), miles de negativos, por Aurelio González Salcedo.

En la escalinata de entrada al Museo de la Memoria hay una escultura en yeso de Rubens Fernández Constenla. Son dos personas encapuchadas, tienen los pies engrillados, se agarran entre sí por la espalda, resisten. Se llama “Nunca más la tortura”. Mientras nos dirigimos a la oficina de uno de los investigadores del Museo, atravesamos las salas de exposiciones.

Veo cacerolas y la bicicleta de Raúl “Bebe” Sendic –uno de los líderes del

Movimiento de Liberación Nacional– Tupamaros o lo que queda de ella. Es la “bici” que usó para llevar vituallas de la ciudad de Mercedes a los montes del Queguay. Pasamos junto a la puerta oxidada de madera y metal que estuvo en la cárcel para presos políticos de Punta Carretas. Del techo cuelgan los uniformes de los detenidos. Se escuchan historias inconclusas en el Archivo Oral de la Memoria.

En las paredes leo documentos vinculados a los centros ilegales de arresto, recortes de periódicos y revistas, pancartas y banderas, testimonios de la resistencia popular y del exilio, artesanías recuperadas en las excavaciones de búsqueda de desaparecidos, fotografías de la recuperación de la democracia (1989) y relatos que no tienen punto final.  Me embarga el silencio, el respeto, la admiración. 

Las salas del museo acogen también de vez en cuando obras de teatro, exposiciones de arte, talleres de cerámica (el barro como encuentro con uno y con los otros) y charlas como las de estos días sobre “la ciudad que nos duele” (sobre política de vivienda y terrorismo de Estado). La penúltima tertulia ha conectado hace unos días pasado, presente y futuro. En estas paredes hace poco las nietas de las ex presas políticas adolescentes uruguayas han compartido experiencias y sentidos, han hablado de la transmisión intergeneracional del trauma. Ellas son el futuro.

Llegamos a la oficina de uno de los investigadores que hace de anfitrión. Junto a su mesa hay un balde que recoge el agua que cae desde el tejado. Ha llovido harto la noche anterior en Montevideo. La memoria es eso, una presencia constante que gota a gota perfora el olvido y el silenciamiento.

Octavio Nadal, arqueólogo forense, investigador del museo, nos está esperando junto a Mercedes Cunha, impulsora de la Red Nacional de Sitios de la Memoria. Mario y Mercedes fueron detenidos siendo muy jóvenes, demasiado. Hoy Mario sigue militando y trabaja en los comedores populares de los barrios “carenciados” (es decir, pobres) de Montevideo. Es la misma lucha; ayer contra la dictadura, hoy contra la creciente desigualdad social.

“Los militares nos detuvieron porque entendían que éramos en aquel tiempo la cantera de las organizaciones armadas clandestinas, no nos podían acusar de nada en el presente, nos arrestaron y torturaron apenas con 14, 15, 16 años por lo que se suponía que íbamos a ser o hacer en el futuro”, dice Mario Mujica, integrante del Colectivo de Ex Presos/as Políticos Adolescentes.

La mayoría era estudiantes de secundaria, algunos trabajaban ya en fábricas, otros –pocos– militaban en las juventudes de agrupaciones de izquierda. A muchos de estos changos los soltaban y los volvían a detener el día que cumplían los 18 años, hubiesen hecho “algo” o no.

La batalla actual de Mercedes –militante de derechos humanos– son los Sitios de Memorias Adolescentes. Camina por toda la capital y por todo el país recopilando historias, por muy mínimas que éstas sean. O parezcan ser. Toca puertas, se reúne con funcionarios, presenta peticiones, hace asambleas.

Y vuelve junto a otros compañeros jóvenes (como Mario) a las comisarías, batallones y cuarteles donde fueron torturados, donde el tiempo se congeló. Y el corazón, también. Donde murieron asesinados amigos y familiares, como Horacio, el hermano de Mario. A las escuelas/hogares de menores donde fueron llevados después sin fecha de fin de arresto.

El primer lugar señalizado por la Comisión Honoraria de Sitios de Memoria (Adolescentes) ha sido el ex Hogar Yaguarón (también conocido como Hogar Femenino de Menores) en julio de 2022 en la calle Yaguarón de la capital. Luego han llegado nueve más por todo el Uruguay: el Hogar Femenino de Artigas, la Colonia Suárez en el departamento de Canelones, el Hogar de Menores de Cerro Largo, el Hogar Femenino de la ciudad de Maldonado, el Hogar Burgues del barrio Atahualpa y el Hogar Blanes de Montevideo, el Asilo del Buen Pastor en la calle Defensa de la capital, el Hogar de Menores de la ciudad de Tacuarembó y el Instituto de Menores “Álvarez Cortés” en el barrio montevideano de Malvín Norte. La mayoría están todavía sin “señalizar”, faltan por colocar placas que resistan a la indiferencia.

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Mario Mujica, Mercedes Cunha y Octavio Nadal muestras retratos de compañeros desaparecidos.

Cuando visitan esos colegios y hogares, los recuerdos se hacen presentes. Todos estos lugares dependían en su momento del Consejo del Niño. Eran además sitios de internación y prisión de niños, niñas y adolescentes víctimas de problemas sociales como delincuencia social, abandono, desamparo y violencia.

Mercedes habla tranquila pero con pasión. Cita al historiador judeo-estadounidense Yosef H. Yerushalmi: “todo conocimiento es anamnesis; todo verdadero aprendizaje es un resultado de un esfuerzo dialógico orientado a recordar lo que se olvidó”. Cuando Mercedes y Mario recuerdan esos espacios, la gente se sorprende. La mayoría ignora esos relatos, miran para otro lado. No quieren saber.  Algunos políticos de derecha ni siquiera estar de acuerdo con que se recuerde. Ambos son conscientes de que se olvida cuando la generación que conoce estas historias no la transmite a la siguiente.

“¿De dónde surge este desconocimiento de una de las facetas más crueles del terrorismo de Estado?”, se pregunta Mercedes Cunha. “Esto también pasó en Argentina y Chile”, añade Mario.

-¿Y por qué hablan ahora?, pregunto.

-¿Por qué estas historias de cárceles y torturas para presos políticos adolescentes se están divulgando recién? ¿Por qué el mundo no sabía?

Mario y Mercedes son sinceros: “Lo explica una ex presa, compañera, mejor que nosotros. Una que estuvo en el ex Hogar Yaguarón. Ella dice así: nosotras sentíamos que al lado de los que habían pasado por los penales, de los que habían desaparecido, de los que habían sido asesinados, lo nuestro no era nada”. 

Más de un centenar de jóvenes menores de edad fueron secuestrados, detenidos durante semanas, meses e incluso años; torturados en plena dictadura cívico militar en Uruguay. La nada son sus verdugos. Las presas/presos políticas adolescentes, como las mujeres de las organizaciones armadas, fueron invisibilizadas. Este ocultamiento estuvo más allá de las intenciones de la represión.

Hoy en el Museo de la Memoria se charla de como la represión afectó tempranamente sus vidas, de las consecuencias negativas que supuso hasta el día de hoy, de la injuria que tocó a sus familias. De necesidades y derechos de reparación. De como la memoria no caduca. Ni aquí, ni allá.

“Cada placa, cada marca, que se coloca en un Sitio de Memoria nos devuelve una parte de lo que el Estado nos robó. Nos devuelve nuestra dignidad como mujeres protagonistas de la historia. Y nos reconocemos como parte de una generación de adolescentes y jóvenes que levantó la voz contra la dictadura y luchó por devolverle la democracia al Uruguay cuando el horror nos alcanzó como una ola”, dice Mercedes.

Mario, Mercedes y Octavio agarran fotografías de compañeros desaparecidos junto al balde donde caen las gotas de agua. Todavía son 197 (cinco de ellos, adolescentes). Comparados con los números de Argentina (30.000) y los de Chile (tres mil), no parecen muchos pero Uruguay es un país chiquito, apenas 176.000 kilómetros cuadrados (un poco más que el departamento de La Paz). Es decir, (casi) 200 desaparecidos son muchos.

Solo se han podido recuperar cuatro cuerpos. La gran mayoría están en terrenos de instalaciones militares. “El negacionismo no es un capital, un patrimonio exclusivo de la derecha, también en la izquierda, por eso se ha ralentizado la búsqueda de los desaparecidos”, dice Mercedes. “La trata de personas, las desapariciones de personas están permeando a la sociedad, está pasando otra vez”, añade Mario, con un poso de tristeza.

Aprovecho para sacarles unas cuantas imágenes a los tres para esta nota. Se alistan para otra Marcha del Silencio. Como cada 20 de mayo. ¿Hasta cuándo seguirán saliendo a las calles para saber la verdad? La memoria todavía necesita que la saquen a pasear/marchar. Nos despedimos en el Portón de la vieja casona del dictador. Dos pancartas protestan contra los recortes sociales de la lntendencia de Montevideo. La lucha continúa y la memoria es un campo de batalla. La quinceañera detenida por soñar un país mejor se llamaba Nadia.

Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras

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‘Viva mi patria, Bolivia…’

En 1963, el conjunto verde se coronó campeón de la Copa América y la cueca pasó a ser un himno nacional.

La hazaña boliviana en la Copa América 1963 IMAGENES: Libro '50 años de La epopeya'

/ 16 de junio de 2024 / 11:09

Apolinar Camacho compuso en 1939 la música y la primera estrofa de A Bolivia, deliciosa cueca grabada por el sello Odeón, de Buenos Aires, en 1946. El poeta y tenor salvadoreño Ricardo Cabrera le colaboró con el segundo y tercer párrafo. Como esas cosas desairadas por la suerte, enfilaba hacia el olvido. En la Copa América de 1963 alguien la desempolvó y empezó a pasarla en el estadio antes de los partidos de la Selección Boliviana, en La Paz y en Cochabamba. El equipo encadenó su marcha triunfal y la cueca, como impulsada por las placas tectónicas de la tierra, arrasó. Sacudió los corazones, extrajo lo más profundo de la bolivianidad. Sonaba ya en las radios y en los negocios de las calles comerciales, incluso se la oía resonar desde el fondo de las casas con su pegadizo estribillo. Una vez terminado el campeonato y consagrado por primera vez campeón de América el conjunto verde, el músculo de lo popular la rebautizó como Viva mi patria, Bolivia. Y la fuerza huracanada del fútbol la convirtió en un segundo himno nacional.

Fue la banda sonora que acompañó una gesta con repercusión inigualable. Ninguna de las otras 47 coronaciones del torneo generó tal fenómeno de entusiasmo y orgullo nacional. La Copa América era un acontecimiento en los pueblos donde se jugaba, aunque quizá en ningún caso como en este de Bolivia 1963, cuando la Verde se coronó tras vencer a Argentina y Brasil. Ese título en una nación futbolísticamente modesta alcanzó ribetes epopéyicos y tuvo tintes reivindicatorios. Toda Bolivia se lanzó a las calles, en pueblos y ciudades, en un frenesí que duró días.

“Esa conquista fue el suceso del siglo en Bolivia. El país estaba conmocionado y paralizado por la emoción”, evoca Miguel Velarde Tapia, periodista de los grandes, jefe de medios. El día siguiente a la coronación no fue decretado oficialmente feriado, pero nadie trabajó, la gente se lo decretó sola y siguió de festejo corrido. Fue una mezcla de feriado cívico con alegría de Carnaval.

“Las celebraciones duraron mucho tiempo, fueron 15 días de fiestas, agasajos, bailes en las calles”, contó Ramiro Blacut.

Como en los cuentos de hadas, antes del final feliz hubo un comienzo inquietante. 27 ediciones del Sudamericano se habían disputado ya, aunque nunca le había tocado albergarlo al país que sacó de su vientre el oro, la plata y el bronce que se llevaron durante el virreinato para enriquecer a España. Bolivia se preparó como nunca, quería abrirle sus brazos a todo el continente, mostrarle su rostro más bonito. Hasta canceló su temporada de fútbol de 1962 para abocarse a los preparativos. Se remodeló a nuevo el estadio Hernando Siles, de La Paz, y se mejoró ostensiblemente el Félix Capriles, de Cochabamba. Sin embargo, las asociaciones sudamericanas fueron remisas hasta el último momento. No querían enviar a sus equipos. Con tantos aprestos, la Copa estuvo a punto de naufragar. Bolivia había preparado la mesa, horneado hasta los pastelitos y nadie le iba…

El titular de la Federación Boliviana, el ingeniero Roberto Prada, asistió al Mundial de Chile a entrevistarse con dirigentes locales, de Argentina, Brasil, Colombia y Uruguay, con gente de la Confederación. Fue al Congreso de la Conmebol en Asunción, emprendió una larga gira país por país. Eran todos noes. La prensa boliviana hasta lo tomó para el churrete: “los viajes de Prada”, decía con sorna. Chile no acudió por motivos extrafutbolísticos (hasta hoy supuran las heridas de la Guerra del Pacífico), Uruguay alegó el tema de la altitud. Es que, por primera vez en la Copa América se jugaría en los 3.640 metros sobre el nivel del mar en que reposa la colonial y hermosa Nuestra Señora de La Paz.

La “mala fama” de La Paz comenzó en 1960, cuando Peñarol vino a jugar por la Libertadores. En Montevideo había vencido a Wilstermann 7 a 1 sin apretar el acelerador. Pero en La Paz apenas pudo igualar 1 a 1. Al año siguiente la Celeste debía enfrentar a la Verde por la Eliminatoria para el Mundial ‘62. Era a partido de ida y vuelta y el ganador iba a Chile. Uruguay lo consideró de cuidado y envió con antelación a dos médicos para que analizaran la influencia de la altura, los doctores Masliah y Protto. Volvieron con un dictamen contundente: “Es imposible jugar allí”. Aduciendo que no era conveniente jugar en tal altitud, se negó a viajar a la Copa América. Allí nació el debate sobre si se debía o no jugar al pie del Illimani.

La emoción casi provoca una tragedia. Una multitud invadió la pista del aeropuerto de El Alto a la llegada del avión que traía a los campeones desde Cochabamba.
La gente no aguantó y se lanzó a frenar el aparato.

En los demás países comenzó a circular el chiste de que los aviones no aterrizaban en La Paz, estacionaban. “Tanto se habló de este tema que nos cambiaron el nombre de la ciudad, antes era La Paz, ahora es La Altura de La Paz”, ironiza con su chispa Guido Loayza. “Casi hubo que suplicarles a todos que vinieran”, evocaba Cucho Vargas, el narrador número uno de Bolivia de todos los tiempos. Importaba especialmente que asistieran Argentina y Brasil, por lo que representan, por el imán para el público. Dos novias indecisas. A último momento comprometieron su palabra: “Vamos”. Y vinieron. Brasil, sobre todo, era esperado porque venía de clasificarse apenas unos meses antes bicampeón del mundo. Pero, para desencanto general, no trajo ni a Pelé ni a Garrincha, ni a los ninguno de los consagrados en Chile ‘62. Asistió con un remiendo: la selección mineira que en enero de ese 1963 se coronó campeona brasileña, con refuerzos juveniles de Río, San Pablo y Río Grande do Sul. Sí fue comandada por el técnico principal, Aymoré Moreira. Y Argentina no concurrió con el equipo del Mundial de Chile; Boca y River le dieron la espalda. No obstante, conformó una fuerza respetable. Hacha Brava Navarro, hercúleo zaguero de Independiente, fue el capitán. Era de esos que dejan la sangre en la cancha, la suya y la de los contrarios. El otro central fue Rafael Albrecht, notable jugador de Estudiantes y posteriormente de San Lorenzo. También actuaron el Gato Andrada, César Luis Menotti, Raúl Savoy, Mario Rodríguez, Carlos Timoteo Griguol, el Mono Zárate, punterazo de River y de Banfield, el Loco Lallana y Oscar Martín, férreo lateral derecho que en 1966 sería capitán del Racing campeón de la Libertadores. Grandes jugadores, aún cuando la mayoría hacía sus primeras armas en el campo internacional.

Total que, de no ir nadie, al final se juntaron siete selecciones. Bien. Sin embargo, las pálidas continuaban. En noviembre de 1962 había llegado a Bolivia el nuevo seleccionador nacional, Danilo Alvim, quien fuera el centromedio de Brasil la tarde infausta del Maracanazo en 1950. Por todos sindicado como un hombre reservado, sencillo y criterioso.

“Alvim sabía escuchar a los jugadores y, en una de las tantas charlas hablando de lo que era mejor para el equipo, lo convencimos de llamar a Max Ramírez, un gran jugador. Faltaban sólo cinco días para el partido inicial y lo llamó. Y fue titular”, relata Wilfredo Camacho, la estrella del campeón, un mediocampista con carácter y gol.

Chile no fue invitado por las rispideces históricas y por un conflicto entre ambos países por el uso del río Lauca.

Pero Danilo no arrancó mal, arrancó peor. En sus dos primeros partidos, ambos frente a Paraguay por la Copa Paz del Chaco, perdió 3 a 0 y 5 a 1, los dos en Asunción. Dos palizas que preocuparon hondamente, porque además estaba avanzado febrero. Faltaban apenas tres semanas para el debut, no se podía organizar la Copa y hacer un papelón. ¿Y entonces, qué…? “Afuera Danilo”, rebuznó cierto periodismo, tan afecto a ello. No consideraron que los futbolistas locales carecían de ritmo de juego, pues el campeonato local se suspendió por un año a causa de la preparación del torneo continental. Y el uno de la Federación, Roberto Prada, pareció darle la razón a la prensa.

“Habían decidido echar a Danilo, pero Cucho Vargas y Lorenzo Carri, los dos periodistas más influyentes del país, lo hicieron desistir”, interviene de nuevo Miguel Velarde. Reunidos con Prada, lo convencieron de que ya era demasiado tarde, sería peor el remedio que la enfermedad.

—¿Tanto era el predicamento de Cucho Vargas? —preguntamos.

—Era el número uno total. Para darte una idea: tanta publicidad tenía Cucho que, para no chocarse con sus transmisiones tuvieron que armar dos cadenas, una pasaba, por ejemplo, la publicidad de Coca Cola y otra la de Pepsi.

Y, aunque atado con alambres, Danilo siguió.

El gol más festejado en la historia de Bolivia: el de Camacho a Argentina que rubricó el 3 a 2 y dejó a la Verde a las puertas del título.

—Es absolutamente cierto— recordaba Vargas a los 91 años, con asombrosa lucidez— los dirigentes habían decidido sacarlo, pero con Lorenzo lo fuimos a ver y lo convencimos de que debía seguir, ya estaba encima el Sudamericano. Y pudimos salvarlo. No sólo eso, nos reunimos con Danilo Alvim y le hicimos ver que Ausberto García debía estar en el equipo. Él tenía un problema en la “azotea” (N. del A.: mental). En un partido por la Eliminatoria frente a Argentina, en 1957, Amadeo Carrizo le pasó la pelota por sobre la cabeza dos tres o veces, lo ridiculizó y Ausberto quedó como traumatizado, achicado, pero era un jugador fantástico, de mucha calidad, dominaba la pelota como los grandes cracks, jugaba con cabeza levantada… Danilo confiaba ciegamente en nosotros y lo convocó. Y García fue una de las grandes figuras del torneo, con goles espectaculares y actuaciones inolvidables.

Por fin, el domingo 10 de marzo el presidente de la República, Víctor Paz Estenssoro, izó la bandera en el Hernando Siles y dio por comenzado el torneo. Era el tiempo, aún, en que los presidentes podían dar un discurso y dejar inaugurada una Copa América o un Mundial. Hoy, cualquiera que baje al campo o se pare en su butaca recibiría la chifladura de su vida. Es el desprecio al poder, a la autoridad, que tan legítimamente se lo ha ganado.

Había más: se temió que no hubiera rival. Ecuador llegó con la lengua afuera el sábado a la tarde, unas 20 horas antes del cotejo inaugural. La preparación ecuatoriana fue lamentable. En medio de una desorganización total, hicieron un partido amistoso y cayeron frente a River, que lo aplastó por 8 a 1 en Guayaquil. Radios y periódicos pusieron el grito en el cielo: “¡Que no vayan…!” Comenzaron a presionar para que su selección no se presentara en la Copa América. Y lo deben haber pensado seriamente porque decidieron viajar recién a último momento. Tanto que casi no llegan a tiempo. Había temor de protagonizar un bochorno monumental. El desorden era completo. Los futbolistas se sentían abandonados. Faltaban apenas nueve días para el estreno en la Copa. Los técnicos, el argentino Mariano Larraz y el ecuatoriano Fausto Montalván, tuvieron el tino de no inventar nada (algo que fascina a los entrenadores). Conformaron el equipo básicamente con futbolistas de dos clubes: Emelec y Barcelona. La defensa barcelonista y el ataque emelecista. Y a otra cosa. Nada raro. Como diría el Puma Goity, “dos wines bien abiertos y un nueve que la meta adentro…”

El arribo de Ecuador al aeropuerto de El Alto les devolvió el alma a los organizadores. La no presentación del seleccionado tricolor hubiese supuesto una mancha de grasa en el impecable traje de lino que estrenaba Bolivia. Se tenía la certeza de vencer a Ecuador, pero se pretendía hacerlo en la cancha, no en un escritorio.

“Cuando armaron el calendario pusieron a Ecuador en el primer partido pensando que lo goleaban”, aporta Miguelito Velarde.

Y llegó la hora de la verdad, cuando empieza a rodar la pelota. Todo lo demás es esto: fútbol hablado, palabrerío que no sirve más que para un libro, un diario o una radio. O peor, para la televisión, el mayor recipiente de palabras de la humanidad.

A los 27 minutos ganaba Bolivia cómodamente 2 a 0 y el público, satisfecho, comía empanadas y se convidaba caramelos, los entrañables Sugus. Los tres jefes de barra, ubicado uno en cada tribuna, dirigían un clásico canto de aliento: una tribuna coreaba “BO, BO, BO”, otra el “LI, LI, LI” y una tercera el “VIA, VIA, VIA”. Luego, todas juntas tronaban con el “VI-VA-BO-LI-VIA”. Pero en 20 minutos electrizantes (de los 30 a los 50), Ecuador, sordo a los gritos, dio un vuelco sensacional, inesperado: hizo cuatro goles y pasó a ganar 4 a 2. Goles del Maestrito Raymondi, el Pibe Bolaños y dos de Carlos Raffo, los tres, jugadores de Emelec. Raffo, que terminó siendo el goleador de la Copa, era argentino, aunque nunca hemos visto cosa más ecuatoriana que el Flaco Raffo.

Un frío polar atravesó los pechos bolivianos, los congeló. ¡Perder por goleada ante Ecuador…! ¡Y en el debut! Los dirigentes, sentados junto al Presidente de la Nación, parecían estar masticando ladrillos. Se derrumbaba toda la ilusión. Sin embargo, sin brillar, pero machacando, Bolivia consiguió finalmente un decoroso empate 4 a 4. Que no conformó a la cátedra, sobre todo por las precarias condiciones en que llegó Ecuador, pero salvó los muebles y sofocó el incendio. Incluso la entereza para sobreponerse a lo que parecía una derrota segura templó el ánimo de los futbolistas nacionales y enderezó el timón. Enseguida tocó Colombia y también comenzó perdiendo, pero lo dio vuelta rápido y ganó 2 a 1. Lo demás fue un dulce camino a la gloria, tapizado de alegría: 2-0 a Paraguay, su verdugo reciente en la Copa Paz del Chaco, 3-2 a Perú, 3-2 a Argentina y 5-4 a Brasil en el cierre. Espectacular, soñado. Campeón invicto, con cinco triunfos consecutivos y 19 goles. Recién en 1997 Bolivia volvería a conseguir cinco triunfos al hilo. Ni en el sueño más disparatado podía concebirse semejante actuación. Y el Viva mi patria, Bolivia atronando los cielos del altiplano y de los llanos orientales. Aunque fuera por una vez, un país unido como por encanto, sin sombra de pecado.

Quizás ninguna de esas victorias, ni siquiera la última, se celebró tanto como la alcanzada frente a Argentina, rival ante el cual, en Sudamérica, los éxitos se festejan doble. Bolivia lideraba las posiciones con 7 puntos y Argentina sumaba 6; después de eso quedaba un último encuentro para cada uno. Paraguay, con 6, también apretaba. El ganador se perfilaría hacia el título. Esa tarde cochabambina tuvo una carga de dramatismo que, al liberarse, desató una emoción ciclónica. Ganaba Bolivia 1-0, empató Mario Rodríguez, volvió a subir a la Verde en el marcador Ramiro Blacut y otra vez Mario Rodríguez igualó. El primer tiempo se fue 2 a 2. El segundo se jugó bajo una gran tensión. Bolivia presionaba y se topaba con Edgardo Andrada. El milagrero arquero rosarino tenía tardes, muchas, en que paraba el viento. Fue el arquero al que Pelé le marcó su gol número 1.000. Cuando ya parecía que terminaba en tablas, Blacut mandó un centro que pegó en el brazo de Griguol y el árbitro peruano Arturo Yamasaki sancionó penal. ¡Penal para Bolivia faltando dos minutos! La gente estaba a punto de explotar de la algarabía. Encargado, Max Ramírez, el gran caudillo de The Strongest; una responsabilidad y una presión tremendas. Ramírez pateó fuerte y al ras a la derecha de Andrada, el Gato se arrojó a su izquierda, pero estiró su pie, con la punta del botín alcanzó a tocar la bola y logró echarla al córner. Una angustia de muerte se apoderó del Hernando Siles. En esa felina acción, Andrada no sólo les había quitado el triunfo, posiblemente con ella les arrebataba el campeonato, la fiesta, todo. Era un guion demasiado cruel.

“Si el público boliviano se sumió en un silencio distinto a todos los silencios ante la proeza de Andrada, segundos después iba a lanzar el rugido más atronador que se haya escuchado jamás en el viejo coloso miraflorino ante el golazo de Camacho”. Las palabras del colega Pachi Ascarrunz pintan la excitación de aquel instante. Si perdía aquel partido, Argentina quedaba fuera de la lucha por la corona, de modo que todo el equipo argentino entendió que Andrada los había salvado más que de una derrota. Los 10 compañeros rodearon al arquero centralista felicitándolo efusivamente. Eran un racimo de euforia. Pero apenas 13 segundos después de la tapada sucedería un episodio cinematográfico. Lo revive Ramiro Blacut:

“Los jugadores argentinos estaban todos abrazando a Andrada, entonces nuestro compañero Fortunato Castillo, a quien le decían El Zorro, porque es vivísimo, ejecutó rápido el córner, sacó un centro al área y Camacho, que justo estaba consolando a Ramírez por fallar el penal, sin nadie que lo marcara, vio la pelota en el aire, cabeceó y gol. Perfectamente válido. Y triunfo de Bolivia 3 a 2”.

La mentada viveza rioplatense cambió de vereda esa vez. Algunos jugadores argentinos ensayaron una tibia protesta, pero no había nada que reclamar, se durmieron; Yamasaki no hizo lugar e instantes después terminó el juego.

“Quedé como petrificado tras la tapada de Andrada y solté el micrófono —retoma Cucho Vargas— Siguió relatando Lorenzo Carri. Pero inmediatamente vino el gol de Camacho y no lo grité, sólo pegué un alarido interminable y, de la emoción, di un golpe tremendo contra la caseta de transmisión y me lastimé los nudillos. Aunque aún faltaba ganar un partido, ese de Camacho fue el gol del campeonato, el más gritado en la historia de Bolivia. Pasamos de la desolación a la euforia en unos segundos”.

Quedaba un último escollo: Brasil. Lo derrotó con cierto apremio, aunque marcando cinco goles: 5 a 4. Ahí sí, se desató la locura en todos los rincones del país. En ese torneo se afianzó la camiseta verde para la selección campeona, que tuvo una base inamovible: Arturo López en el arco, Roberto Caínzo, Eduardo Espinoza, Max Ramírez y Eulogio Vargas en la línea de fondo; Máximo Alcócer, Wilfredo Camacho y el ídolo máximo, Víctor Agustín Ugarte, en la media; Ramiro Blacut, Ausberto García y Fortunato Castillo en ataque. Alternaron Jesús Herbas en defensa, Renán López y Abdul Aramayo adelante. Caínzo, Espinoza y Vargas eran argentinos nacionalizados. Camacho, Alcócer y Fortunato Castillo fueron los goleadores, cuatro cada uno. Camacho, un hombre corpulento y de fuerte personalidad, era el capitán y resultó el héroe de la conquista. Por él se instaló en el país un nuevo estilo de juego, basado en la garra, el empuje y la verticalidad: “el fútbol camachista”. Camacho resumiría luego el momento cumbre del fútbol boliviano:

Cucho Vargas en vestuarios reporteando a Max Ramírez, el gran capitán stronguista que prácticamente fue "puesto" en el equipo campeón por sus compañeros.

Los jugadores con la Copa en Palacio, recibidos por el presidente Víctor Paz Estenssoro, quien siguió los partidos en el estadio.

“La conquista del ‘63 fue en base a una buena camada de jugadores con esencia goleadora, como Víctor Ugarte, Ausberto García, el que habla, modestia aparte, Máximo Alcócer, Ramiro Blacut y Abdul Aramayo, gente a la que le gustaba la función de hacer goles. La habilidad de los hombres era lo importante, pero el talento estuvo al servicio del equipo. No hay mejor jugador que el conjunto… La base principal fue la camaradería que existió, éramos un solo corazón, eso nos llevó al éxito. Antes no contábamos con los recursos que hay ahora. No teníamos los gimnasios que existen actualmente para complementar nuestro entrenamiento. Nos ayudó mucho correr todos los días doce kilómetros desde la concentración a Quillacollo. Hubo mucha entrega y trabajo en la parte física. Corríamos los 90 minutos y por todo el campo de juego”.

La jornada final se disputó en Cochabamba porque los equipos visitantes se oponían a disputar un encuentro con opción de título en “el Techo de América”, como se conocía a La Paz.

“Vea —vuelve Cucho Vargas— Las alegrías que da el fútbol a un país no se pueden comparar con nada. El fútbol es único; por hacer un periodismo comprometido sufrí cuatro atentados contra mi vida, pero el fútbol nunca me abandonó, sólo me dio satisfacciones. Al término del partido frente a Brasil en el que Bolivia se consagró campeón, teníamos que volver de Cochabamba a La Paz. Debíamos salir para el aeropuerto, pero dijimos no, no vaya a ser cosa que… Pasó que unos días antes de ese partido cayó un avión del Lloyd Aéreo cerca de La Paz matando a un montón de gente (N. del A.: fue en medio del campeonato, murieron los 39 ocupantes). Teníamos cierta aprensión. Devolvimos los pasajes y nos fuimos por tierra con Remberto Echavarría, extraordinario comentarista. Teníamos preparado un taxi a la salida del estadio. Por cada pueblo que pasábamos la gente nos reconocía por el auto, que tenía un letrero en el parabrisas con la consigna del programa: ‘La verdad desde la cancha’. Nos hacían parar y bajar. Nosotros intentábamos excusarnos: ‘Tenemos que volver urgente a La Paz…’ Nada, no había cómo esquivarlo, a bajarse… Era la felicidad total, nos llevaban en andas… Y meta trago, meta baile, meta comida… Era un viaje de seis o siete horas, pero tardamos 24… Y llegamos descompuestos de tanto tomar aquí y allá. El júbilo era inenarrable, y duró varios días”.

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Ramiro Blacut sí viajó por aire y cuenta la increíble llegada del avión a La Paz transportando a los campeones.

“Estábamos ansiosos por llegar, el avión ya estaba por tocar tierra cuando de pronto sentimos que levantaba vuelo de nuevo. ¿Qué había pasado? Miles de personas eufóricas habían invadido la pista y se abalanzaron por donde debía carretear el aparato. La policía no pudo controlar a la gente, que se metía por los campos vecinos. Para evitar una tragedia, el piloto lo subió de nuevo, hasta que pudieron despejar la pista. ¡Al bajar fue todo tan emocionante…! La gente quería los zapatos, los pantalones, las medias, todo… Nos abrazaba. Ya al vencer a Argentina había sido así”.

De fondo, en cada pedacito de su geografía, retumbaba esa maravilla:

“Viva mi patria Bolivia,

una gran nación,

por ella doy mi vida,

taaaambién mi corazón…”

Fue el suceso más feliz de su historia como nación. La Selección Boliviana sí acudió a Uruguay en la Copa siguiente, en 1967. Fue a defender el título y quedó última sin siquiera marcar un gol. Un desencanto, claro, pero no alcanzó a empañar, en absoluto, la gesta del ’63. Esa tuvo el sabor de las cosas que se alojan en el alma, reposaba ya en un cofre de oro. La gloria es un bien abstracto e indestructible, nunca muere.

Texto: Jorge Barraza

Fotos: Libro ’50 años de la Epopeya’

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Inmaculada

La cinta de terror religioso del director Michael Mohan está producida y protagonizada por la actirz Sydney Sweeney

Por Pedro Susz K.

/ 16 de junio de 2024 / 06:41

Lo primero que uno estaría tentado de agradecerle al director Michael Mohan es que se tome tan solo 89 minutos para entrarle al guion escrito por Andrew Lobel, haciéndole ascos a la epidemia actual de alargar las películas porque sí, o sea, sin sustento dramático o narrativo que lo justifique. Pero ya viendo Inmaculada y habiendo constatado algunos huecos muy notorios en el relato comencé a pensar que en este caso posiblemente hubiesen sido necesarios algunos minutos más a fin de redondear personajes y situaciones y darle un mejor acabado a su trabajo, no exento por otra parte de ciertos atractivos.

El proyecto de la película fue escrito una década atrás, pero quedó archivado en un cajón debido a que ninguna empresa se mostró interesada en financiar su realización. De allí lo desenterró Sydney Sweeney, actriz de moda en Hollywood, quien se sintió tentada por asumir el papel protagónico y resolvió entonces producir el film. Para dirigirlo eligió a Mohan, con quien había trabajado en 2021 en Los voyeristas.

Inmaculada arranca con un breve prólogo. En el viejo y lúgubre convento italiano situado en las afueras de Roma, lleno de misteriosas catacumbas, que atesora en la capilla una alhaja sagrada y en varias habitaciones secretos del pasado, donde transcurrirá el grueso de la trama, cierta noche la Hermana Mary resuelve fugar del lugar robando las llaves de la mesa de noche de la Superiora. Cuando ya consiguió abrir la puerta principal es detenida por otras cuatro monjas, con el rostro cubierto por máscaras rojas, que le rompen una pierna y a renglón seguido proceden a enterrarla viva.

Enseguida el relato muestra el arribo al lugar de Cecilia, novicia norteamericana que se juró tomar los hábitos luego de salvarse, cuando apenas tenía 12 años, de morir congelada en un lago — fácticamente estuvo muerta durante siete minutos—, y ahora adoptó la decisión de trasladarse a esa abadía, donde luego de tomar los votos se propone pasar a ser la cuidadora de las religiosas afectadas de enfermedades mortales, que allí aguardan pasar al otro mundo. La secuencia introductoria recién mencionada tiene, obviamente, la finalidad de sembrar, de inicio, en el espectador la incertidumbre: ¿será el destino de Mary también el de Cecilia? Y el relato procurará develar, con mediano acierto, la respuesta.

No obstante las dificultades lingüísticas y comportamentales que Cecilia, proveniente de un entorno socio/cultural muy distinto, confronta para comunicarse con las demás habitantes del lugar incluyendo a la Madre Superiora, al igual que con el padre Sal Tedeschi, quien la convenció de optar por dicho sitio y con el cejijunto mandamás: el Cardenal Franco Merola. A Cecilia los primeros días de reclusión se le antojan haber llegado al edén. No demorará empero en darse cuenta de que esa idílica apariencia esconde turbios secretos de antaño y detestables prácticas del día a día que terminan convirtiendo a las monjas en una suerte de siervas puestas al servicio no sólo del trío rector sino de una visión del mundo donde las mujeres carecen de cualquier facultad para tomar decisiones, incluso sobre su propio cuerpo.

De ello se anoticiará cuando misteriosamente resulta estar embarazada sin haber tenido relaciones sexuales con ningún varón. “Es un milagro”, sentencian a coro el padre, el cardenal y la Superiora, bloqueando por anticipado cualquier eventualidad de que Cecilia pueda pensar siquiera en interrumpir su embarazo, lo que la lleva a sondear en los límites impuestos dentro de la congregación religiosa respecto justamente a las determinaciones acerca de su humanidad.

Tales inquietudes cobran mayor filo cuando la protagonista se entera de que el amable Tedeschi, antes de optar por la tarea clerical, fue un biólogo genetista y que ese cambio de vocación se ha traducido en la obsesión de dar a luz un nuevo mesías recuperando el ADN de Cristo, supuestamente impregnado en un Clavo Santo de la cruz donde fue crucificado —esa es precisamente la alhaja sagrada atesorada bajo estricto secreto en la capilla—. La referida manía hace que se oponga a como dé lugar a que Cecilia vaya al hospital, amén de llevarlo a manipular en su habitáculo cantidad de fetos deformes y cae en honda depresión cuando, utilizando la sangre de una gallina decapitada, Cecilia simula un aborto espontáneo, maniobra empero develada provocando que, por orden de Tedeschi, sea encerrada, bajo estricta vigilancia entretanto transcurra el tiempo de su gestación.

No resulta en modo alguno atribuible al mero azar o a la coincidencia casual de los caprichos de dos guionistas que en este año un par de películas estadounidenses aludan de modo oblicuo, pero indisimulable a las controversias en torno al tema del aborto tal cual ocurre con Inmaculada y asimismo con La Primera Profecía de Arkasha Stevenson. En realidad es el eco del movimiento sísmico provocado en vastos sectores de la sociedad de ese país por la decisión de la ahora conservadora Corte Suprema de Justicia que en 2022, al pronunciarse respecto al sonado caso “Roe versus Wade”, anuló una resolución emitida por la misma instancia en 1973, disponiendo que la interrupción del embarazo es un derecho de las mujeres, coincidente, rezaba el texto del documento, con los señalamientos de la Carta Magna respecto a la igualdad de los ciudadanos, sin distinción alguna. Poco después de emitida la colacionada disposición legal, en varios estados norteamericanos se aprobaron normas jurídicas retrotrayendo las cosas a los tiempos cuando dicha decisión de abortar debía sortear un laberinto, en definitiva infranqueable, de requisitos. Por lo demás, en el mundo entero es un tema en pleno debate aparejado a las demandas feministas, que la nueva ultraderecha cataloga como uno de los riesgos inadmisibles para la civilización occidental.

Volviendo a Inmaculada, esa tensión, política en definitiva, va empujando a Cecilia a cuestionar el patriarcado y la ortodoxia religiosa a los que se encuentra sometida, al punto de rebelarse contra su voto de obediencia e incurrir en actos que ponen en la mira las creencias que la habían movido a elegir los hábitos. Máxime cuando se percata de cuán macabras son las cosas que van aconteciendo a su alrededor, entre otras, las insanables heridas que presenta una monja de avanzada edad en sus pies a consecuencia de haber intentado dibujar allí un crucifijo, o el castigo al cual es sometida la Hermana Gwen a la cual le cortan la lengua por haber incurrido en el atrevimiento de pronunciarse a favor de Cecilia.

El guion, da la impresión, demandaba mayor trabajo en lugar de contentarse con mezclar referencias a varios títulos conceptuados en su momento, hechuras seminales de otros tantos géneros. Sin mucho esfuerzo pueden detectarse referencias a El bebé de Rosemary, la inmarcesible obra llena de sobresaltos dirigida en 1968 por Roman Polanski; Suspiria, obra maestra del género del terror a la italiana realizada en 1977 por Dario Argento; Carrie (1979), del siempre atrayente Brian de Palma; Benedetta donde Paul Verhoeven, en el 2021, también se adentraba en los claustros y sus misterios.

Con base en ese endeble libreto, la realización igualmente fluctúa entre lo rutinario y lo creativo, mezclando géneros como el suspenso, el thriller con acentos feministas, sin dejar tampoco de picotear en las aproximaciones fílmicas a los ajados, mas no por ello archivados, dogmas religiosos alusivos a posesiones demoníacas y sus respectivos exorcismos terapéuticos. 

La fotografía de Elisha Christian, notoriamente inspirada en las pinturas religiosas del Renacimiento y la convincente interpretación de Sydney Sweeney, quien consigue mantener una solidez en su personificación de una Cecilia que, al transcurrir el relato, va desentrañando sin rendirse, no sin trasuntar los resquemores que ello le despierta, las dobleces del credo al cual se sintió destinada,  son los dos soportes esenciales de la película. Su faena alcanza un pico en la secuencia de cierre, la cual luego de la locura que se apoderó de la trama en sus últimas secuencias se prestaba al exceso salido de todo límite. Sin embargo, en uno de sus principales aciertos, Mohan resolvió atinadamente dejar la cámara fija en la horrorizada mirada de Cecilia, suficiente para transmitir el pánico provocado en ella por la atrocidad que ve y, junto al espectador, escucha.

Esa atinada elección permite atisbar algo de talento, tímidamente expuesto, en Mohan, quien opta por lo seguro, así tal opción devenga en la pérdida de fuerza de un trabajo que prometía mucho más de cuanto por último ofrece. Ocurre por ejemplo en el caso del resto de los personajes, pues el endeble desarrollo de los mismos hace que sus papeles carezcan del suficiente espesor, a causa también del apurado salto de una situación a la siguiente, estilo que, buscando aterrorizar al espectador, arriesga despistarlo al hacerle perder el hilo de los acontecimientos.

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Es obvio: la respuesta al cada vez más generalizado hartazgo hacia las películas artificiosamente extendidas, no pasa, según pareciera suponer Mohan, por comprimir, de modo asimismo antojadizo, el relato al punto de tornarlo indescifrable para el espectador. Es cuestión de dar con el tiempo necesario para desarrollar a cabalidad la historia que se está poniendo en pantalla, en vez de apostar por la premura, lastrando las potencialidades esbozadas en los primeros 20 minutos de la entrada en materia por Mohan.  

Sin embargo, lo más opinable dentro de la realización de Inmaculada es que una película cuya aspiración al parecer era poner los puntos sobre las íes al recurrente uso hollywoodense del cuerpo femenino, de la mujer en definitiva, como un objeto vendible para atraer la atención masculina, acabe incluyendo varias escenas, innecesarias desde el punto de vista dramático o narrativo, de las monjas del convento bañándose en las piletas del lugar con los cuerpos apenas tapados por unas exiguas telas transparentes que en realidad no cubren nada. Y no se trata de una observación atribuible a una disimulada moralina, más bien es un reclamo contra la incoherencia de fondo entre lo que se pretende, o simula, cuestionar y la, en realidad, adscripción a lo aparentemente cuestionado.

Ficha técnica

Titulo Original: Immaculate – Dirección: Michael Mohan – Guion: Andrew Lobel – Fotografía: Elisha Christian – Montaje: Christian Masini – Diseño: Adam Reamer – Arte: Francesco Scandale – Música: Will Bates – Efectos: John Brubaker, Paolo Galiano, Victor Perez, Casey Roberts, Brian Sales, Adrián Dimas – Producción: Sydney Sweeney, David Bernad, Jonathan Davino, Michael Heimler, Riccardo Neri, Teddy Schwarzman, Gabriela Leibowitz, Christopher Casanova, John Friedberg – Intérpretes: Sydney Sweeney, Álvaro Morte, Simona Tabasco, Benedetta Porcaroli, Giorgio Colangeli, Dora Romano, Giulia Heathfield Di Renzi, Giampiero Judica, Betty Pedrazzi, Giuseppe Lo Piccolo, Cristina Chinaglia, Niccolò Senni, Isabel Desantis, Viviane Florentine Nicolai, Marisa Regina, Laura Camassa – EEUU, ITALIA/2024

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Quinósfera

Un recorrido analítico por los versos que habitan el universo del poeta paceño Humberto Quino

Por Christian Jiménez Kanahuaty

/ 16 de junio de 2024 / 06:29

Humberto Quino (La Paz, 1950) es uno de los poetas bolivianos que mejor ha comprendido que para acercarse a la poesía, primero había que leer y que la lectura habitase el cuerpo durante un tiempo hasta que sea tan fuerte su caudal que desborde el ansia y se haga el verbo. Así, la poesía de Quino es una glosa detenida, irónica y meditada de sus lecturas. Lecturas que por otra parte no son si no, apuntes al pie de la literatura que en otro tiempo recibió el nombre de “literatura universal” o así la conocimos los que transitamos por salones de clase donde aún la posmodernidad no había hecho estragos.

Quino es un constructor que, desde la palabra poética, hace dos movimientos que se comprenden vitales. Primero crea una atmósfera cargada de sentido. El sentido le viene heredado por la introspección realizada a la luz de un conocimiento que es tanto cotidiano y doméstico como literario. Por ello, en Un penique para el viejo gay se enuncia: “Alguien te espera/ con su carne desbordada en la noche/ y una vieja canción revive tu desnuda vejez/ y tu húmeda piel dice:/ Cavafis es tu oficio”, transgrediendo el orden y lo normal en una sociedad donde homosexualidad, carne y oficio se conjuran y conjugan de un modo tan alto que la poesía Queer contemporánea ya quisiera rozar. Y este itinerario se refuerza en Días sin ella donde se lee: “Ahora puedo volver/ a esa tumba sórdida de lo cotidiano/ a ese redoble de injurias y cenizas/ a esa casa de apaleados leprosos./ Y con un gesto/ cerrar tus ojos para siempre”, así nacen el énfasis y la delimitación del paisaje. Entonces, es posible pensar en Quino como un hacedor de lo sublime desde lo ruin, desde la ruina y lo que a primera vista resulta detestable.

Quino convierte el horror en sublime porque en toda su poesía no sólo está atravesada la ironía, sino que también se haya un halo romántico que le impulsa hacia la creación de una mirada que deambula por todos los escenarios de lo humano sin soslayar ninguno.

En Fragilidad del gusano encontramos: “Cuando cierro los ojos/ la tierra es una caverna/ donde el morir es un éxtasis/ Y la vida un calvario de orate”, que junto con aquello de un fauno perdido en la avenida Buenos Aires, diagrama una esfera, perfecta y anticipatoria. Una esfera como un mundo de la vida, y como un espacio donde concurren todos los espacios; sociales, culturales, sexuales, musicales, estéticos y físicos. Todos tienen cabida porque todos se pueden nombrar y a todos se les puede sacar el revés que va de la iluminación a la ternura. Repleta de imágenes memorables y de un gran ritmo verbal, este segundo movimiento de la poesía de Humberto Quino es sin duda el que hace que su poesía sea cercana al lector. Es un poeta de lo prosaico, pero a lo prosaico le hace decir verdades que a la filosofía le pondrían la piel colorada.

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Y quizá por ello no es casual que su poesía goce de una economía de palabras que sólo es igualable a la que desarrolla Eduardo Mitre, porque, además, otro rasgo que comparten es que, en muchos de sus poemas, hay historias que se cuentan. Algo que se narra anida al centro del poema. Y mientras menos saturado esté de lenguaje, más imágenes y sonidos son los convocados.

Hay atmósfera, y ella remite a una época. “Las ciudades están sitiadas/ y los soldados duermen sobre sus heces/ (Un olor a rosas/ sale de sus tumbas)./ Nuestro rito/ comienza en las puertas antiguas/ (Candados flotando en el agua)./ Al son del viento y las hierbas/ Viejos tambores/ resuenan en los páramos”, este efecto de lugar comunica la distorsión del tiempo. Algo que el poeta es capaz de crear a su antojo, pero no sin referirse a una realidad que pueda ser imaginada o acaso, intuida por el lector.

Por ello, en la poesía se presenta, ese doble juego de espejos. Lectura y escritura. Atmósfera y esferas. Pero no toda poesía es sólo juegos del lenguaje. También hay espacio y tiempo para organizar el mundo, porque al final del día de la creación, todo poeta es también un ser que reclama atención. Así, cada libro de poesía de Quino no sólo reescribe el anterior. También inaugura etapas en la propia vida del autor. Cada libro anuncia un poco lo que vendrá y sintetiza lo que existió.

No ejecuta está voluntad en plan de realizar un resumen. Lo hace más bien porque se da cuenta que cada libro obedece a leyes propias del fraseo, el orden y la intención. En ese sentido, el poeta es romántico. Apuntala un lenguaje que reivindica la belleza de lo más miserable. Pero al mismo tiempo, no lo es porque no avanza con la poesía hasta las últimas consecuencias. Y quizá por ello, Quino haya reivindicado el anarquismo como principio de vida intelectual y artístico. De ese modo, todo su proyecto desdice el ideario romántico ya que no es resultado del aliento ni de una musa ni de un enviado divino. El poeta es el primero en sentir que todos estamos solos en el mundo. Es la soledad que siente Thomas Wolfe en sus novelas. Una soledad creadora, pero no por ello, menos devastadora. La soledad de encontrase sabedor de una verdad que desea comunicar, pero pocos serán los despiertos que aprendan a deletrear el mensaje cifrado que se haya en los versos.

“Así despiertos/como flacos danzantes/ rotamos aún/En estas calles ciegas/Ciudad Redonda = mitad belleza & Mitad infierno.”, y es entonces cuando el poeta se manifiesta contrario al sentido común y pasa a ser un sujeto más. Sobredeterminado por su condición, claro, pero no diferente al resto. Y sí, es cierto que hay una poética de la ironía en Quino. Por los juegos entre contrarios que se fusionan para dar un nuevo orden a lo escrito. Pero también hay una construcción que lejos de ser irónica es profundamente melancólica y esto sí es romántico porque en su poesía, lo melancólico es la actitud que nace al contemplar un mundo que se cae a pedazos y que se intenta sostener tabique a tabique con los versos de un poema que, cansado de ecos y voces, prefiere hacer balas.

Y, esto es porque el poeta no es un descreído, aunque pueda reír para no llorar. Y es que no hay fuerza que revele más fe en el mundo que la escritura de un poema. Pero, y he aquí lo impresionante en Quino: “Yo he sido mi más profundo ser/ El que se retorcía/ y andaba”. No todo acto de iluminación (a la Rimbaud, pongamos por caso), lleva a la consagración ni a la reclusión o la desaparición. En Quino, la iluminación le sirve para, con humildad. postular un mundo propio que complemente el mundo de los vivos. El mundo que crea nos es entregado para que riamos con él de nuestra mísera condición. Para así reconocer que aún con esa miserable humanidad, podemos crear algo. Bueno, malo, no importa. El fin es crear. Porque toda vida sin creación es una vida desperdiciada.

Logra esto el poeta al verse a sí mismo y reconocer su justa medida. Medida que se haya en los versos y en la unidad de sentido que forman. Pero también en lo que encuentra cuando cada poema tiene vida propia e independiente del libro que los contiene.

Texto: Christian Jiménez Kanahuaty

Fotos: Archivo La Razón

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Samay empanadas de autor Masa, relleno y magia

Ha sido tal el éxito de estas empanadas en el público paceño, que muy pronto la señora Mimí estará ampliando su pequeño local de Obrajes

Por Fernando Cervantes

/ 16 de junio de 2024 / 06:17

Crónicas gastronómicas

Dicen las estadísticas que, en Bolivia, el 95% de las empresas son pymes, y de estas, el 70% son lideradas por mujeres. Detrás de estos guarismos, hay miles de historias de vida como la de la señora Kruscaya, madre de dos pequeñas niñas, quien siempre soñó con salir adelante con un emprendimiento propio y, luego de mucho tiempo empleado para reunir el capital inicial, tuvo que enfrentarse a los primeros desafíos y cavilaciones: ¿Qué tipo de emprendimiento sería el más adecuado para la ciudad de La Paz? ¿En qué se diferenciaría de la competencia?  Kruscaya, más conocida como Mimí por sus allegados, tenía muy en claro que el rubro de la gastronomía era el norte a seguir, pero destacar con un producto que marcara la diferencia en este ferozmente competitivo mercado no iba a ser tarea fácil.

Finalmente, las ideas fluyeron: Samay, palabra quechua que significa “paz”, “descanso”, sería el nombre elegido y el tipo de comida tendría el formato de empanadas, pero no con cualquier relleno: Actualmente, tanto en su establecimiento principal en Obrajes como en su reciente sucursal de San Miguel, se puede disfrutar de empanadas a base de mondongo, quesumacha, carne desmechada, chancho ahumado, pollo y choclo, jamón y queso, vacío ahumado, pizza o capresse, que se pueden acompañar con sabrosas salsas como la de cilantro picante o sin picante, ají peruano, ajo y especias, mayonesa de locoto, albahaca, chimichurri, palta, mayonesa de quirquiña o barbacoa.

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Ha sido tal el éxito de estas empanadas en el público paceño, que muy pronto la señora Mimí estará ampliando su pequeño local de Obrajes y, además, estará incorporando un horno especial que le permitirá ampliar también sus horarios de atención a la tarde, pues a diferencia de las tradicionales salteñas o tucumanas, estas empanadas son ideales para acompañar con un cafecito o refresco a cualquier hora del día.

Samay empanadas de autor

  • Direcciones: Av. Héctor Ormachea, Calle 1 de Obrajes y Calle Ferrecio, edif. Mundi Toys, San Miguel.
  • Pedidos: 77560392
  • Precios: Bs 7,50
  • Producto Estrella: Empanada de mondongo.
  • Horarios:  9.15 a 13.00, de martes a domingo (Obrajes) y de 9.00 a 13.00 de lunes a sábado (San Miguel)

Contáctenos: Fernando  recomienda Fernandorecomienda @fernandorecomienda  Correo: [email protected]

Texto: Fernando Cervantes

Fotos: Samay Empanadas

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Cochabamba 2090, la herida colonial

‘Tríptico de Kanata’ es una novela distópica/catastrofista de Claudia Michel sobre la venganza.

Por Ricardo Bajo H.

/ 16 de junio de 2024 / 06:01

Claudia Michel se imagina una Bolivia sin ciudades, un país sumergido en apagones y crisis de energía. Imagina rebeliones de antiguas trabajadoras del hogar quechuas. Imagina la desaparición del Estado Plurinacional y el regreso al campo, a la comunidad. Lo hace desde la mirada de una niña, quizás no contagiada del racismo y del clasismo. Tríptico de Kanata es la nueva apuesta de una editorial como Mantis, donde las voces de las mujeres se hacen oír. Claudia Michel imagina sarcasmos e ironías contra el mundo académico/intelectual y su altivez, contra los malditos “papers” y su soberbia. Claudia Michel ha imaginado todo eso. Ahora son los lectores los que se tienen que hacer cargo de sus miedos y fobias. Tríptico de Kanata es una obra sobre la venganza de todas las Asuntas.

El libro arranca como un diario de infancia (otra vez la memoria como en tu anterior obra Chubascos aislados) y un recuerdo culposo respecto a la figura de Asunta, la trabajadora del hogar quechua. Luego pega un volantazo y se va por la novela distópica/futurista atravesada por formas dispares, como el informe académico. ¿Cómo se originó ese quiebre?

— Me parece que parte del deseo de libertad y el interés por el divertimento. Al menos de la idea de poder escribir cualquier cosa que quisiera, que no había límites, ni en formato, ni en tema. Este libro nadie lo estaba esperando, nadie lo estaba pidiendo, no tenía que responder a nada, entonces podía ser cualquier cosa, podía incluso no ser una novela, irse lejos del formato. A partir de esa idea de “libertad”, me permití pensar varias posibilidades. También pasó que en ese entonces, cuando inició la idea de la novela, yo estaba leyendo mucho a Lorrie Moorey. El hecho de que sus textos sean y estén escritos en formato de manuales de instrucciones me parecía un ejercicio genial. Notaba que podía usarse mucho de ironías y sarcasmo sutiles que daban gran belleza a los textos.

Estaba muy interesada en la forma, más que en la historia. Me acuerdo de que por ese entonces transcribí a mano un cuento largo de Moore, porque vi en un video que cuando haces ese ejercicio, que es muy lento, puedes ver detalles del lenguaje que en la lectura no se notan. Ese ejercicio me costó mucho, pero también me hizo pensar en las posibilidades de la forma.

La idea de las instrucciones, tomada de Moore, derivó en escribir manuales, como instrucciones de uso, pero literarios. Usar un formato de instalación de un equipo electrónico, por ejemplo, para contar un hecho mínimo. Entonces pensé en la electricidad, en que podría usar todas las palabras técnicas de la electricidad para dar indicaciones que en un segundo plano cuenten algo.

Leí varios manuales de instalaciones eléctricas y pensé que el proyecto se llamaría Trifásico (el cuaderno de notas donde comenzó todo tiene ese título) y que por ese nombre tendría tres partes, como la corriente trifásica que tiene tres ondas que funcionan en conjunto.

Quería que sean tres partes muy distintas entre sí. Cuando pensé la segunda parte pensé en cómo cada vez que se quiere dar solidez a un argumento se parte diciendo “en la universidad de xxxx” o “según expertos de Harvard…” Le damos muchísimo crédito a cualquier información que empiece así. Lo que diga la academia, parece de por sí, la verdad.

Entonces qué pasaría si la academia dice una mentira, pero una grande, además en el futuro. Esa posibilidad de escribir un “paper” académico del futuro, me hizo mucha gracia y reafirmó el sentido de burla que era mi más grande pretensión en esta parte del libro. 

Con sus libros en la FIL Santa Cruz, las escritoras Yolanda Reyes, Claudia Michel y Ximena Santaolalla.
Con sus libros en la FIL Santa Cruz, las escritoras Yolanda Reyes, Claudia Michel y Ximena Santaolalla.

—En la segunda parte de la novela, damos dos saltos a la Cochabamba de 2039 con la Rebelión Kanata y a la Cochabamba de 2090. El Estado Plurinacional de Bolivia ha desaparecido, las ciudades han sido abandonadas, hay apagones/crisis energética y un retorno al campo con naciones indígenas reconfiguradas. Asunta Yucra (y su rostro zapatista) lidera una rebelión y surgen colectivos ecoanarquistas “tendientes a lo salvaje”. A ratos parece que estamos inmersos en una novela de Alison Spedding. ¿Cuáles han sido tus referentes literarios/cinéfilos para construir ese mundo distópico antiurbanita?

—Ninguno, nunca me gustó la ciencia ficción. No me gusta ahora. Yo quería escribir un “paper” académico del futuro para hacer un chiste sobre la academia. Para burlarme de cómo todo lo que dice parece tener cierto peso, solo por el tono o por usar normas APA. Supongo que es una forma de odiar un poco porque yo fui una muy buena alumna en la universidad y sentí fuertemente el gozo de aprender cosas muy complejas.

De verdad que entender teorías muy elaboradas me hizo muy feliz, y cuando vi que todo ese saber se usaba muchas veces, solo para mandarse la parte o hacer sentir miserables a los demás, tuve un gran desencanto. Mi interés por escribir esa segunda parte de Tríptico de Kanata no tiene que ver con la ciencia ficción sino con una burla de la domesticación del conocimiento por parte de la academia y sus modos tan funestos.

— “Asunta no dice nada”. ¿Se puede construir un personaje a partir de sus silencios, de su “calidez muda”?

—Sin duda. Me interesa mucho usar el silencio y entenderlo como una forma más de decir. Se reprocha mucho el silencio. Siempre me han parecido muy interesantes las personas calladas, creo que la no respuesta es muy elocuente. Las palabras pueden ser engañosas, por eso quizá las acciones, el hacer, es lo que más define a una persona, de ahí que sí se pueda construir personajes desde lo que no dicen.

Además está el tema de la representatividad que es complicado, más en literatura. Escribimos sobre personas que no existen en realidad, pero se parecen mucho a seres de carne y hueso que hemos visto, hemos sido o conocemos. Supongo que se teme el reproche: “¿cómo puedes hablar de una niña del campo si tú no lo fuiste?”. Todo el tiempo se nos está pidiendo credenciales de autenticidad que a la literatura no le sirven en absoluto.

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No creo que lo auténtico exista, me parece más interesante ejercitar el “desde dónde” se escribe y explorar sus posibilidades. Quien narra puede ser otra que no soy yo, casi siempre es así, al menos en mi caso, y esa es una de las grandes gracias de la literatura. El silencio, la omisión, es una estrategia, y a su modo también una gran forma de construir personajes. 

— Son varias obras literarias y cinematográficas que en los últimos años han volcado la mirada hacia el rol invisibilizado de las trabajadoras/niñas del hogar que llegan a servir a casas de clase media en la ciudad. ¿Crees que hay una necesidad de hablar de ellas? ¿Es por una mala conciencia?

— Es un gran tema, que me parece se tiende a ver solo desde una forma condescendiente. Es decir, poniendo como víctimas a estas niñas y como verdugos a sus patrones. Creo que el asunto es mucho más complejo, pero ahora en la época de la cultura del buenismo y lo políticamente correcto, la visión resulta siendo muy simplista.

El tema puede leerse desde el trabajo infantil, desde el acceso a la educación, desde el clasismo, desde el ingreso de las mujeres de clase media al mercado laboral, desde Bolivia como país con una economía basada en la venta de materia prima que promueve la migración campo ciudad.

Las ópticas son muchas y creo que es necesario entender el fenómeno desde distintas miradas. Pero más allá de las luces que puedan dar las ciencias sociales, me interesa mucho cómo ciertos asuntos sociales son internalizados y naturalizados en una sociedad como la boliviana. En esa naturalización de las cosas y de repetir sin cuestionar, los niños tienen una visión nueva que no entiende esas lógicas y entonces preguntan. Ponen en evidencia barrabasadas que nos parecen normales o necesarias.

Esa mirada es una a la que me interesa prestar atención. Los comentarios y las conversaciones con mis hijos han sido un gran alimento para esta novela. He visto mejor con sus ojos. 

Claudia Michel participó junto con otras autoras en la Feria Internacional del Libro en Santa Cruz.

— Confieso como lector que me atrapa más la primera parte del tríptico que las dos futuristas. La relación entre Asunta –“una wawa que cuida wawas”- y Clara (la “niña de familia”) está atravesada por marcas de dolor y una complicidad extraña. ¿En algún momento pasó por tu cabeza que esa historia podría tener mayor recorrido?

— No, yo quería hacer tres partes muy distintas, provocar dislocación. Es una maniobra riesgosa pero asumo las consecuencias. Algunos lectores amigos me han dicho esto mismo, que la primera parte les atrapa más, pero es un proyecto de tres partes, es un tríptico y estoy contenta con los quiebres. En Chubascos Aislados escribí historias cortas, y en algún punto me costó salir de ese formato de brevedad que me sigue pareciendo muy atractivo.

En Tríptico de Kanata quería desafiarme a escribir algo más sustancioso, o al menos articulado. Me siento contenta de haber podido lograr una novela, aunque resulte breve y hecha de pedazos muy distintos. 

— A ratos aparece la prosa poética con figuras como esos sueños de papel y miga de Asunta.

— Esas figuras ayudan a componer al personaje y a crear una atmósfera a ratos nostálgica. La infancia de todos está llena de recuerdos sensoriales. Aunque nunca se relatan los sueños de Asunta, sí hay elementos de la vida cotidiana como los animales de miga y de papel, que pueden aparecer muy fácilmente en la cabeza del lector.

El ejercicio de traer del pasado la sensación de las manos o del olfato, modelando con miga o sintiendo el olor a mandarinas en invierno, pueden crear el clima de nostalgia que dices. Recordamos con nuestros dedos y nuestra nariz. A veces en conversaciones con mis hermanas nos acordamos de un juguete que teníamos y que hace treinta años no vemos. Hablamos entre nosotras y cada quien trae un detalle que lo hace aparecer de nuevo en nuestra mente.

Así hemos recuperado sillitas rojas de alasitas, rompecabezas y hasta revistas. Solo con un ejercicio de nostalgia, el objeto material, sí está perdido para siempre. 

— Todavía sientes vergüenza cuando ves a la clase media (incluso alta) “disfrazarse” un día con vestimentas indígenas para bailar danzas (“las trenzas por un día”) y al otro día discriminar con racismo. Clara siente angustia (y un nudo en el pecho) cuando se ve vestida como Asunta. ¿Qué nos dicen esos “gestos” como sociedad?

— Yo no siento vergüenza, yo no soy mis personajes. Mi interés era dar cuenta de lo que ve el personaje que es una niña, cómo su mirada puede ver lo que se ha naturalizado, plantearse la duda y sentir la incomodidad, un malestar que no entiende y que apenas puede nombrar, que casi solo describe.

Esa sensación no dura mucho en la niñez, pero existe. Eso es lo que yo quería evidenciar, esa mirada, otra vez, un desde dónde se mira. Eso en el tema de esta propuesta literaria. Por supuesto que hay una gran hipocresía respecto del orgullo por lo folklórico y tradicional en nuestra sociedad y un uso convenenciero.

Por una parte están a quienes solo les interesa mientras les acomode y sirva como tema de conversación con amigos extranjeros o porque bailan caporales. Por poner ejemplos que grafiquen el punto. También están quienes abogan por el folklore como lo puro y tradicional como única fuente posible de identidad, en un mundo donde los procesos de hibridación y fusión no tienen retorno, y no siempre para mal. 

Bolivia es un país complicado, abigarrado diremos para usar un término intelectualoide, en este país hay muchas niñas y yo quería que el libro hablara, en parte de esa mirada. 

— Hay una frase que me deja pensando. Y que puede decir más que muchos ensayos. Es esta: “esa sensación de no ser y de usar al otro para ser”. ¿Es ese nuestro verdadero drama nacional?

— Es misterioso cómo se escribe. Una va a tiendas, procurando agarrarse de técnicas, o de autores y libros amados, pero luego creo que los temas ya están dentro de una y solo queda abrirles la puerta. Yo no tuve mucha conciencia de lo que estaba escribiendo sino hasta el final. Tenía algunas claves como la infancia, el reírme de la academia y los silencios. Pero todo se fue armando, ahora me doy cuenta recién, en torno al tema de la herida colonial.

Sin duda esa herida es profunda y existe en Bolivia, y creo que es el tema gravitacional de la novela. Todos llevamos dentro esa herida, de una forma u otra, hacemos transas para que nos duela menos, para vivir con ella, pero no se cierra nunca. Duele más en ciertos momentos, pero una herida es también la constatación de que sentimos dolor, y por ende de que estamos vivos.

¿Quién soy? es una pregunta que puede buscar respuesta toda la vida. Y en el caso boliviano está muy ligada al ser con el otro, un otro muy distinto con el que solo nos une un territorio en común y signos nacionales casi arbitrarios (una bandera, un himno y un par de pérdidas territoriales).

Tal vez no solo hay que ser, sino y sobre todo, estar. En las expresiones populares hay bellezas que nos ayudan a priorizar lo transitorio “estar” (como un estado temporal que puede tomar otras formas) antes que “ser”, que es algo definitivo y rígido. Tal vez necesitamos permitirnos más estar que ser. 

— ¿No está idealizado/romantizado en extremo el regreso al campo, al primitivismo?

— Claro, es lo que se proclama ahora en la cultura de volver a la naturaleza. Todo bien con el discurso del cuidado del medio ambiente, pero otra vez, no es tan simple. Exagerar ese retorno, hacer que hallan jukumaris y cielos cyan, etc. eran parte de esa exageración, procurando un sarcasmo que evidencia el “paper”. Al menos en mi cabeza funciona así. 

— ¿La novela distópica indigenista/neo-ludita es una moda?

— Seguramente. Supongo que tendría que decir que escribí algo absolutamente diferente, sin clasificación posible, pero la verdad es que la originalidad nunca me preocupa demasiado. Soy hija de este tiempo, pensar en el futuro catastrófico puede ser más una señal de época que una marca de interés por escribir distopías.

Tal vez es solo como ese ejercicio pesimista en el que prefieres pensar lo peor, hacerte ideas de panoramas terribles solo por si acaso, para que si no es así, que es lo más seguro, cualquier otro panorama sea más amable. 

— ¿Se puede interpretar la novela como una obra sobre la venganza (de las Asuntas de nuestro país) y de miedo (a una Bolivia indigenista)?

— Me gusta lo de la venganza, es una linda lectura. Los libros hacen muchas veces de espejo, uno lee reflejos de uno mismo. De los reflejos de los lectores, no me hago cargo.

— ¿Qué importancia tiene publicar en un sello como Mantis que edita tanto a autoras bolivianas como latinoamericanas?

— Es un gran aliciente para mí. Cuando una escribe, aplicable a cualquier otra actividad humana, necesitas que alguien crea en vos. Y eso es lo que hicieron en Mantis. Su lectura fue generosa y me hicieron propuestas de edición que respetaron la novela y la mejoraron. La mayor importancia es que la novela cierra un ciclo conmigo, la dejo en las manos de Mantis, que son buenas manos, y yo ya quedo liberada de ella, que ese es mi objetivo con la publicación.

— Para terminar, hablemos del inicio. La novela está dedicada a tus padres con un “perdón y gracias”. El gracias se adivina pero ¿el “perdón” por qué es?

— Es una broma familiar, un chiste interno que de explicarlo pierde gracia. Mi intención era que ellos se rieran al leerla y ese objetivo fue logrado. Por lo general las dedicatorias suelen ser muy solemnes, yo quería que este libro tuviera un lugarcito para ellos, en un código mínimo y sutil que solo ellos y mis hermanas pudieran entender. En el fondo es gracias por la vida y perdón por las molestias.

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Lucía Ferrufino Michel y Editorial Mantis

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