Sunday 28 Apr 2024 | Actualizado a 07:03 AM

Tataquillacas hacedor de milagros

Cada 14 de septiembre, miles de devotos del lugar, del resto del país y de Argentina visitan el santuario para pedir un prodigio o agradecer las bendiciones del Señor.

/ 20 de septiembre de 2018 / 00:47

Manda la tradición que aquellos que visiten por primera vez el santuario no ingresen al templo del Señor de Quillacas sin antes haber dado tres vueltas a la cruz situada en el atrio de la iglesia; pero además habrán de hacerlo de rodillas, en señal de arrepentimiento, de penitencia.
Llegar a los pies del Tata Quillacas es un acto de fe, esa que explica los milagros que sus devotos le atribuyen. Por eso, cada año, miles de fieles se dan cita en el municipio de Quillacas, provincia Abaroa del departamento de Oruro, para celebrar su fiesta el 14 de septiembre, agradecerle por los prodigios o pedir uno.

Los visitantes llegan desde diversas ciudades capitales e intermedias del país, pero también y en gran número desde Argentina, lo que no es casual: la leyenda en torno a la aparición de la imagen del Señor de Quillacas cuenta que a la feria de Huari, famosa en el Alto Perú, arribaban comerciantes de diferentes lugares con la idea de realizar un buen negocio en lo económico. Uno de ellos, un arriero argentino, había traído desde su pago y con un sacrificado viaje de varios días su ganado caballar. “Lamentablemente lo tentaron a divertirse y olvidarse de sus caballos que dejó abandonados a su suerte. Al siguiente día, al no ver a su recua, buscó en vano por los alrededores y lloró apesadumbrado. Llegó hasta una montaña que se levantaba en el yermo del altiplano con la esperanza de divisar desde lo alto a sus animales perdidos, pero de nada sirvió”, cuenta don Hernán Rada Mollinedo, paceño de 77 años, devoto del Tata.

“Por Dios, ¿qué haré?”, se decía el infortunado hincado de rodillas sobre las rocas y con la vista al cielo. “Abatido, masticaba coca para mitigar su desgracia —prosigue don Hernán con el relato— y mientras cavilaba sentado con la cabeza gacha, levantó la mirada y en esa gran soledad vio a un anciano aproximarse a él: entonces le preguntó: ¿Por ventura, señor anciano, ha visto usted mi ganado? Y el anciano respondió: No se aflija buen hombre, que su ganado ahora mismo está bebiendo agua en el arroyo al pie de esta montaña”.

Y era tal cual; el arriero descendió presuroso el cerro y al dar la vuelta un recodo divisó a sus animales que pastaban la escasa hierba, no faltaba ni uno. Ya tranquilo, bebió un poco de agua del manantial y pensó en regresar para agradecer la información, pero no vio a nadie. “Buscó con la vista por el lugar y, de pronto, entre los breñales del cerro vio pendiente un Cristo crucificado. Hincó sus rodillas y lloró de emoción”, dice don Hernán.

“Tú eres mi bienhechor, tú guardaste mi ganado, te doy las gracias y prometo construirte una capilla en este sitio para que la gente pueda rendirte homenaje y tú puedas seguir favoreciendo a los necesitados”, dijo el hombre. Tiempo después, así lo hizo y años más adelante el templo tomó el nombre de Santuario de Quillacas, como el municipio al que pertenece, en vista del creciente número de feligreses ávidos de un milagro.

Un imponente templo construido íntegramente de piedra es el espacio donde hoy se venera al Señor Jesús Crucificado, cuya imagen —que tiene una altura de 1,90 metros— fue mandada a elaborar en 1860 por una familia de españoles que llevaron al lugar a un orfebre de Potosí con esa única y especial misión.

El largo viaje en tren que cientos de fieles realizaban cada año le acuñó un otro nombre: El Señor de la coca, y es que para combatir el extenuante recorrido que hacían particularmente los devotos que llegaban desde Buenos Aires, Salta, Jujuy, Tucumán y otras poblaciones del norte argentino, así como desde Atocha, centros mineros circundantes y Villazón, la coca era indispensable. En la actualidad, muchas personas todavía se refieren a la deidad con ese apelativo.

Hoy, una moderna carretera conduce a los viajeros hasta el templo, pero en el pasado visitarlo era toda una travesía. “La primera vez que fui al santuario fue en 1979 a invitación de unos amigos agentes aduaneros; para entonces no había camino, sino que recorríamos sendas en medio de los arenales buscando las huellas de los vehículos. Pero luego, en un acto de fe, decidimos iniciar los peregrinajes. Partíamos de Challapata rumbo a Huari en un recorrido de 50 a 60 km en tres horas; lo hacíamos de noche para descansar algo y retomar energías. Al día siguiente, cerca de las siete de la mañana, empezábamos la caminata casi sin descanso, por 10 horas; la idea era llegar a eso de las cinco de la tarde a Quillacas. Pasamos peripecias, cruzamos dunas de arena, pajonales que nos pinchaban las piernas, pero el Señor lo valía”, recuerda don Hernán.

Dos monumentales guardianes daban —y hoy aún lo hacen— la bienvenida a los viajeros. Se trata de los cerros San Juan Mallku (varón) y Santa Bárbara Mama T’alla (mujer). “Están rodeados de una fina arena desértica y paja brava. Vistas de lejos, al mediodía y por efecto del sol, las montañas parecen flotar en el espacio en la unión del cielo y las aguas del lago Poopó, en donde se contemplan patos y flamencos”, afirma don Hernán.

Para él, el paisaje es paradisiaco y con cada festividad vibra de emoción al ver la llegada de cientos de comunarios qaqachacas que vistiendo sus mejores galas danzan al son de las julas julas para adorar al Tata Santiago. Zampoñas y pinquillos ponen el ritmo a las tonadas, las mujeres van por delante ondeando banderas blancas, el ingreso a la iglesia es festivo, pero solemne y muchos pasan la noche dentro del templo velando a la deidad.

“Los peregrinos arriban paso a paso desde Challapata a través del arenal, experimentando el cansancio, la fatiga por el sol quemante y el dolor en los pies al final de la larga jornada, respirando el polvo del camino y el viento que sopla en sus oídos, brisa fría con sabor a sal, siempre con la mirada puesta en el santuario y el ansia de llegar lo antes posible”, narra don Hernán. Él, su difunta esposa y sus tres hijas lo han experimentado y saben el valor de presentarse así ante el Tata. Al fin de cuentas don Hernán le debe la vida: “Iba en una camioneta y el conductor perdió el control del vehículo, la cabina estuvo a centímetros de aplastar mi cabeza; fue cuestión de segundos, yo invoqué el nombre del Señor de Quillacas, sé que él me salvó”.

“Bendicionata churaycuway, wasillayta ripunaypaj”, le cantan los comunarios. “Hasta el más alzado gaucho te saluda con reverencia y humildad”, le honran los visitantes extranjeros. “Milagroso Señor de Quillacas, te prometo que volveré una y otra vez, hasta que las fuerzas me abandonen y te busque en mi eterno peregrinar”, le veneran los romeros.

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Semilla, picantería boliviana: Sabores tradicionales para disfrutar en Achumani

Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido

Por Fernando Cervantes

/ 28 de abril de 2024 / 06:55

Crónicas gastronómicas

Fue el ají de fideo materno lo que motivó a Ernesto Bernal a elegir la profesión de cocinero, sobre todo después de haberlo preparado muchos años para sus hermanos cuando su mamá viajaba por motivos de trabajo.

Luego de un buen tiempo estudiando gastronomía y habiendo trabajado en diversos establecimientos es que se animó junto a su esposa Karen Mujica (administradora de empresas con estudios en diseño gráfico, decoración y comunicación visual) a dar a luz a un viejo anhelo: tener su propio restaurante inspirado en las tradicionales picanterías de Sucre y Potosí, que tenga los sabores bolivianos muy presentes y que se sumerja en el recuerdo de los fogones familiares que eran manejados magistralmente por madres y abuelas. 

Encontrar la casa ideal no fue nada fácil hasta que el destino quiso que en enero de este año esta joven pareja pudiese alquilar un bonito y espacioso inmueble con jardín, ubicado en el barrio de Achumani, muy cerca de la avenida Francia. El lugar fue decorado y rediseñado con muy buen gusto. Así nació Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido, queso humacha, picante de lengua, anticuchos, relleno de papa, mondongo, sajta de pollo, keperí o sopa de maní, los que pueden ser acompañados con  jugo de tumbo, limonada o mocochinchi, ya sea en vaso o en jarra.

Un detalle no menor: el lugar no cuenta con parqueo propio pero la calle donde están ubicados es sumamente tranquila, por lo que estacionar el automóvil en las cercanías del restaurante no debería representar problema alguno.

Semilla: un lugar ideal, para visitar en familia.

Semilla, picantería boliviana

  • Dirección: Calle 21 de Achumani Nº 5  (a una cuadra de la av. Francia) 
  • Teléfono: 67020523 
  • Rango promedio de precios: Bs  20-65    
  • Plato estrella: Picante surtido       
  • Atención: sábados y domingos de 12.00 a 16.00     

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Contáctenos: Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

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No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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José Ballivián: vestirse en tiempos actuales

El artista paceño llevó la muestra ‘Alta Gama / Espíritu Colonial’ a la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra

Por Juan Fabri

/ 28 de abril de 2024 / 06:42

José Ballivián (2024) presentó Alta Gama / Espíritu Colonial en la Galería Nube en Santa Cruz de la Sierra. En esta exposición nos invita a reflexionar sobre la vestimenta en los Andes actuales y los significados que detonan las materialidades vinculadas a la ropa.

La muestra es una serie de obras sobre lo chojcho que viene explorando por lo menos desde hace 10 años. Él dirá: “Lo chojcho es un término usado comúnmente en la zona occidental boliviana para denominar a una persona sin buen gusto para la vestimenta, además de tener la particularidad de ser muy básico en su lenguaje y cultura general”.

Desde mi perspectiva, considero que lo chojcho confronta las miradas exógenas y exóticas sobre el arte del país, donde se busca en Bolivia una especie de “pureza indígena”. Frente a estos discursos, lo chojcho encarna la tensión y la disputa cultural diaria sobre los cuerpos en un territorio atravesado por su historia colonial y la actual globalización. En la exposición, Ballivián relaciona lo chojcho con la vestimenta, pero esta se encuentra ligada inevitablemente con los cuerpos de quienes usan o podrían usar estas prendas.

Dentro del contexto boliviano, uno de los elementos claves de la identificación cultural, pero también de duda sobre si unx es o no indígena, es la vestimenta. El chojcho también va a encontrar en la ropa una expresión sobre su impureza, una disputa de sus ideas y una forma de habitar la ciudad llevando estas vestimentas.

El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.
El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.

En Bolivia recientemente vivimos el censo de población y vivienda (2024) que se realiza cada 10 años y que brinda una idea de quiénes somos como país. Dentro de una de sus preguntas se planteó la pertenencia o autoidentificación a una nación indígena. Los activistas aymaras convocaron a la población a identificarse como aymaras (por ejemplo, el concurso de video para aymaristas convocado por Elias Ajata) si es que sus padres o sus orígenes eran aymaras, más allá de si hablaban o no la lengua. Estos planteaban que ser de una nación indígena en Bolivia trasciende el vivir en el área urbana o rural, es una identidad, una pertenencia. Sin embargo, las identidades para el censo han sido entendidas de manera esencialista, es decir, si eres aymara, no podías ser guaraní o de otra nacionalidad, sólo debías escoger una opción. Lo mismo sucedió con temas de género, donde solo había dos opciones excluyentes, hombre o mujer, omitiendo el otro universo de posibilidades; de esta manera el Estado negó las diversidades que tanto publicita.

La discusión sobre las identidades, particularmente en torno a las nacionalidades indígenas, en el Estado Plurinacional de Bolivia es un elemento que constantemente está en debate tanto en el campo político como en el estético y es sobre lo que viene discutiendo el artista paceño José Ballivián, quien frente a estos discursos esencialistas, nos propone un ser chojcho. Es decir, un lugar de enunciación que está vinculado a lxs hijxs migrantes aymaras en espacios urbanos y con fuertes influencias globales, pero que no dejan su vínculo con lo aymara. Me pregunto si alguna vez será posible censarse en Bolivia como chojcho. Claramente es una categoría no reconocida en el país, porque va más allá de los esencialismos, y que Ballivián rescata del lenguaje popular.

La vestimenta es un factor importantísimo en los Andes de Bolivia. Dentro las comunidades indígenas existen fuertes controles sociales para que las personas sigan usando ponchos, sombreros, polleras, awayos, por lo menos, respecto a las autoridades originarias. Esto está en tensión con el costo de tiempo, esfuerzo e incluso dinero que pueden costar estas prendas. Frente a la gran oferta de ropa usada proveniente del contrabando que llega desde Chile y que proviene de países del Norte, principalmente Estados Unidos de América.

En la exposición, Ballivián propone que alguien chojcho podría caminar por la ciudad usando un ladrillo como cartera. La pieza Alta Gama consiste en un ladrillo sujeto con una wiskha (soga de lana de llama) que de manera conjunta evocan una forma de cartera. La importancia del ladrillo en La Paz y El Alto, ciudades en las que al llegar se puede ver el ladrillo expandido por toda la urbe y que además es símbolo de modernidad, frente al adobe que era el material tradicional con el que se hacían las casas. El usar un ladrillo como cartera enriquece para generar una metáfora de lo que nos colgamos en nuestros cuerpos, más aún que se encuentra serigrafiado el símbolo y las letras de Adidas a uno de los costados. La pintura Ladrillo led también enfatiza la importancia del ladrillo y lo vincula a un toro.

La Feria 16 de Julio o qhatu en la ciudad de El Alto ha crecido acompañada de la gran oferta de ropa usada o de segunda mano proveniente de Estados Unidos, que se vende a precios bajos y que de alguna manera ha quebrado la industria local de ropa en el país. Es decir, para las industrias bolivianas se les hace imposible o muy difícil competir económicamente en el mercado con ropa que viene con etiquetas originales de Louis Vuitton, Balenciaga o Adidas, y que se comercializan en grandes ferias a precios bajos y con una marca avalada por la gran industria de la moda occidental. Por otra parte, la Feria 16 de Julio es quizá el centro comercial más importante de los Andes actuales que toma las calles de El Alto los días jueves y sábado. Además, es quizá uno de los ejemplos más importantes de economías populares en el país. Por otra parte, la Feria 16 de Julio no es la única: todas las ciudades y ciudades intermedias en el país cuentan con algún día a la semana o al mes con una feria donde se revende ropa americana de segunda mano. Dicen que por ello en el campo es más sencillo ver gente usando jeans y zapatillas de marcas globales que pantalones de bayeta o lanas tradicionales, como quizá sucedía hace 50 años.

la muestra del artista José Ballivián se exhibió en la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra.

Ballivián nos propone una obra que refiere a marcas occidentales pero también a la crucifixión cristiana como parte del mismo proceso de imposición cultural. Utilizando una prenda deportiva, un buzo negro, que en la parte de adelante está escrito “Balenciaga Latam”, vinculando a la famosa marca y en la parte de atrás menciona “espíritu colonial”. La obra evoca la colonización y la imposición de las vestimentas en el contexto de la globalización. Un detalle particular es una abarca u ojota, prenda utilizada por las poblaciones indígenas campesinas originarias en Bolivia y que es posible relacionar con los pies de Cristo en la cruz.

Ballivián en la muestra reflexiona sobre el uso de estas marcas occidentales que llegan a Bolivia a manera de ropa de segunda mano o como imitaciones. Podría ser sencillo entender una asimilación cultural hacia las estéticas del norte, usando ropa americana, por los aymaras urbanos o por lxs chojchxs. Sin embargo, al lado de estos jeans, zapatillas o carteras de marcas globales que son vendidas a precios bajísimos, se encuentran también las abarcas, sombreros, ponchos o cinturones de mallkus y jilacatas (autoridades originarias aymaras). Entonces, es posible usar jean con poncho y zapatillas Adidas. También es posible no usar ninguna vestimenta indígena, no hablar aymara, ni quechua, pero preguntarse si se es o no indígena. De la misma manera, alguien que habla aymara y viste como indígena, también a veces duda si es completamente indígena o si quiere seguir siéndolo. La dinámica de las identidades también se encuentra atravesada por el autocuestionamiento de lxs sujetxs.

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Entonces, Ballivián propone que lo chojcho es una manera de existir con estos cuestionamientos existenciales y también con las prácticas. Además, como si se tratara de la antropofagia brasileña, lxs chojchxs se apropiarán de todas estas vestimentas y generará opciones y alternativas particulares. De la misma manera, la pieza Chojcho Cultura es una prenda negra casi como una pieza de un sacerdote con una capucha y el texto explícito que hace referencia a esta identidad. En la zona baja de la pieza, en un lugar casi pélvico, un textil tradicional aymara irrumpe esta especie de túnica.

La obra de José Ballivián nos ayuda a repensar fenómenos como la Feria 16 de Julio y también las discusiones sobre “lo original”, “lo trucho”, la copia, la falsificación, la apropiación, la alienación, lo puro y lo contaminado.

La pieza Ansiedad es una instalación que hace referencia a una chompa o suéter gigante de tres metros de alto. Un tejido elaborado de lana de llama, lana de oveja y lana sintética, que en sus materialidades nos propone la construcción de una pieza en contra los esencialismos. Es decir, en la mezcla, en la unión de varias lanas nos propone la tensión de lo chojcho. En la parte de adelante está escrito con tejido: “Locos por ti”, y en la parte de atrás: “Alta tristeza”.

Recorrer esta exposición de Ballivián invita a imaginar a sujetxs que recorran la ciudad con estas prendas chojchxs y que estas sean la expansión de sus cuerpos y las dinámicas de las identidades. Por otra parte, la obra de Ballivián me permite reflexionar que el arte contemporáneo en Bolivia, que por su tradición es principalmente occidental y que llega al país y se articula con las reflexiones y búsquedas locales, puede ser en sí mismo chojcho, por su carácter impuro.

* Juan Fabbri es licenciado en Antropología, maestro en Antropología Visual y Documental Antropológico y candidato a doctor en Antropología Cultural (Uppsala Universitet, Suecia) y docente investigador en la Universidad Mayor de San Andrés.

Texto: Juan Fabri

Fotos: José Ballivián

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Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calactor, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

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“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

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‘Chana’ Mamani, dos espíritus

Sandra Mamani Condori es poeta. Aymara migrante en Buenos Aires, milita en el colectivo Identidad Marrón

‘Chana’ Mamani en una intervención del colectivo Identidad Marrón.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 28 de abril de 2024 / 06:21

“Chana” Mamani no se autoidentifica, a la primera, como boliviana. “Soy aymara migrante”, me dice sentada en un café de la Avenida Perú con Irigoyen, en Buenos Aires. “Soy boliviana de origen y argentina de adopción”, remata en segunda jugada. “Soy marrón”. Sandra Mamani Condori, indígena marrón, dos espíritus. “Una tía me explicó, cuando era niña y no sabía lo que era o de dónde venía, refiriéndose a mis deseos extravagantes de transformar mi destino, que tenía los dos espíritus, me dijo ‘lulu’, puedes ser mujer y andar como varón o ser varón y andar como mujer”.

Sandra “Chana” Mamani Condori nace el 22 de abril de 1985 (es Tauro) en la comunidad T’irasca (municipio Puerto Pérez), provincia Los Andes, a orillas del Lago Titicaca, La Paz. Con pocos años, su madre (Dominga) y su padre, ambos costureros, migran a la ciudad y se instalan en La Portada, en el límite entre La Paz y El Alto. La vida de “Chana” estará marcada por la frontera. Por las fronteras de la diferencia. Desde 1992 reside en Buenos Aires.

“Chana” tiene ahora 39 años (recién cumplidos) y es trabajadora social especializada en estudios migratorios, indígenas y de género. Es dramaturga (en el “podcast” de su obra La Azurduy y Eva se puede escuchar a Luzmila mientras hablan las dos libertadoras) . Es poeta, “la poesía será siempre ese antídoto a mi existencia”.

Sandra Mamani Condori nació en la comunidad Tirasca (Puerto Pérez), provincia Los Andes, La Paz.
Sandra Mamani Condori nació en la comunidad Tirasca (Puerto Pérez), provincia Los Andes, La Paz.

Ha vuelto unas cinco veces a Bolivia. “Cuando regreso a El Alto siento ese aire especial, siento la montaña”. Lo que más extraña es la comida/sazón de la abuela. “Vivo en Caballito, en Parque Patricio, frontera con Pompeya”. Otra vez la frontera. Sandra Mamani Condori es una niña que llega a Buenos Aires y se da cuenta de que todo es plano, lineal, largo y blanco. “Llego a otro planeta, ¿viste?”, me dice con su marcado acento porteño.

(“No soy ‘la extranjera’ o turista bienvenida, / tal vez adquiera un tono porteño / quizás digan que es un dialecto, / pero ¿a ‘quién’ le importa de dónde provengo? / No soy la forastera negada, / tal vez pinte mi tatuaje o ‘desvista’ mi pelo. / No soy ‘la mujer’ de esos y estos tiempos, / ni siquiera aparezco en los cuentos, / dibujos o libros de historia. / No soy la niña a quién le leyeron ‘Mafalda’ o ‘El Principito’, / tal vez la que creció costurera, vendedora, campesina hiladora de / ‘puentecitos’”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

Cuando “Chana” llega de “wawa” a la Argentina arma un diccionario especial, particular, íntimo. De argentino a boliviano y viceversa. Por aquel entonces habla aymara y el castellano que apenas conoce es diferente al suyo. Adivina palabras y tiene ganas de volverse. Una ciudad plana, lineal, blanca; un idioma que no entiende, gente que habla rápido y se come las eses. Entonces, llega la escritura, como tabla de salvación, como la poesía ahora. “A mi madre le decía, esto acá es así, esta palabra acá significa esto, es canilla en vez de pila y sacapuntas en vez de tajador”.

La pequeña Sandra comienza a darse cuenta de que es diferente. Es la única boliviana en su escuela del barrio de Floresta. Lo diferente, como malo, como no querido. Sufre lo que muchos años más tarde sabrá que se llamaba racismo. Soporta miradas de desprecio; a su madre le atienden de última en la panadería, como si fuese invisible, como si no estuviese ahí.

Los noventa, ahora idealizados en series para Netflix, tenían una ley (de la era del dictador Videla) por la cual te podían expulsar si no tenías un DNI migrante. La policía te paraba (y todavía te para) por tu color de piel, por llevar gorra, por tu fenotipo, por tu rostro. Mas tarde sabrá que esos pequeños actos se llaman microrracismo, que lo boliviano con rasgos indígenas en Buenos Aires es una construcción negativa y que la palabra “bolita” es un insulto. Hoy “Chana” está metida de lleno en su tesis de la UBA (Universidad de Buenos Aires) llamada Las prácticas y las experiencias de las mujeres marronas en relación a su cuerpo y sexualidad.

(“No soy el himno o nación que canto (con respeto), / porque no me encuentro. / ¿Dónde están mis heroínas? / ¿Dónde están? / ¿por qué no existe un registro? / ¿tengo árbol genealógico? / ¿tengo tiempo? / ¿dónde está la historia  de nuestra tierra? / ¿cómo se llamará mi bisabuela? / ¿esclava o sirvienta? / ¿la de pantalón o pollera? / No soy sumisa ni ‘la que no dice nada’, / también me decían ‘calladita’. / Tal vez no sea ahorita. / Y me aguanté como ‘macha o chacha’ / ¿de qué sirve?”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

“Chana” viste esta noche “blazer” amarillo intenso y camiseta blanca. Intensidad y pureza. Tal vez no harían falta más palabras para definirla/describirla. “Lo marrón es una construcción sobre la identidad política que visibiliza el racismo estructural en la Argentina y en América Latina”. El colectivo Identidad Marrón (IM) nace en 2015 como movimiento antirracista y desde 2019 realizan talleres e intervenciones en museos e instituciones culturales y promueven la autorrepresentación como alternativa antirracista.

“¿El arte en Argentina es solo oficio de blancos?”. El ”trapo” que colocaron/plantaron delante del Teatro Colón en noviembre de 2020 (en el marco del ciclo Raza y ficción) hace otras preguntas. “Si algo aprendimos de la colonialidad es que las respuestas correctas que se hacen verdades indiscutidas no son el camino que queremos tomar, nos movemos con preguntas, nos movemos creando, transformando la injusticia en fuerza e invitamos a responder con acción, a responder ante esta estructura social en la que no muchos se preguntan si el arte es o no oficio de blancos, y si para las personas con ascendencia indígena nos queda solo el lugar de la artesanía, porque a pesar que la acción y creación sea similar, las valoraciones sociales ubican a ambas con diferentes pesos valorativos en la sociedad”.

Identidad Marrón está formado por activistas, actores, actrices, abogadas, estudiantes. Han participado en las marchas del Orgullo GLTBI por avenida Corrientes (bajo el lema “Que a tu arco iris no le falte el marrón”), en las luchas a favor del aborto, junto a las trabajadoras y trabajadores sexuales, en temas migratorios e impulsan políticas públicas antirracistas.

“Sostenemos la bandera pero no tenemos el micrófono, faltan las voces antirracistas y antixenofobia en la militancia y en las calles”, me dice “Chana” que choca un día sí y otro también contra el feminismo académico y blanco. “Interpelamos al racismo desde el interior de los movimientos sociales, somos sujetos y tenemos conocimiento, podemos construir nuestra propia agenda. Pobre, feo y víctima van de la mano. Queremos gestionar la furia y la ira, convertirlas en acción política. Intervenimos el espacio público, en la cultura, la educación, el arte”.

El marrón no es solo un color (asociado a lo feo, a lo sucio, a lo “k’uchi”), es una identidad. Es el color de la piel (de muchos).  “No soy negra, no soy blanca, ¿qué soy? ¿cuál es mi identidad indígena? Soy marrón. Hay una negación fuerte de lo indígena, se lo ve siempre como algo de afuera. El mapuche es chileno, el salteño es boliviano. Argentina no es blanca. Frente al Buenos Aires rico hay un Buenos Aires pobre; frente al Buenos Aires pomelo-blanco-clase media hay un Buenos Aires marrón-migrante-pobre. No bajamos de los barcos, nuestros ancestros siempre estuvieron acá. Dime de qué color eres y te diré a qué derechos accedes”. 

Mamani Condori suelta frases como titulares, como sentencias para hacer pintadas, “trapos”, afiches y carteles. Habla sin tapujos de ese “elefante blanco” (el racismo) que está presente (sin que nadie quiera hablar de su presencia). “El antirracismo es acción y cuestionar el privilegio de la blanquitud es un desafío, siempre incómodo”. El futuro es/será marrón. Nota mental uno: en aquel diccionario que “Chana” escribió (para ella y para su mamá), su verdadera primera obra literaria, donde ponía pomelo, decía toronja.

(“Su venganza no es la mía, ni su enojo merece un ‘aleluya’ / Lloraré porque es mi ch’alla. / Reiré porque es mi venganza / Pues si se me ocurre / subiré en silencio o con ruido / al santuario de tu cuerpo / porque habita mi lenguaje / ¿dónde están? / Gritaré porque fue una herida colonial / ¡colonial! / Un día un tata me confundió con un jilata / al rato ella me dijo que me amaba. / Un siglo después / mi primera vez / su último día / mi awicha me dijo / traviesa ajayu/ ¿qué soy? / si no soy lo que esperan / si no soy a la que esperan / si no soy la de la ofrenda / si no soy la guera verdadera / ¿qué soy? / dios del cielo / allí en lo eterno / soy tantito, menos y más de lo que sospechan”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

¿Y la poesía? ¿qué lugar ocupa en todo este quilombo de identidad, colores vivos, dolores secretos, cuerpos silenciados/exotizados, deseos a flor de piel y racismo? “La poesía es el manifiesto de la vida, muerte y renacimiento de mi cuerpo, la escritura es una acción política, en ella me encuentro y descanso”. En 2023 “Chana” publica K’uchi. Poemario Erótico Marrón.

Así habla Mamani en el prólogo de ese libro: “Es una herramienta epistolar/erótica para decolonizar lo ‘queer’ y abrir lo que ya se encuentra roto y lo que está afuera del sistema blanco ‘queer’. Es también invitar a atrever-se a mirar en el espejo de privilegios a la blanquitud ‘queer’. La poesía será ese antídoto a mi existencia y con ella la tentativa intención de mirarnos en este espejo redondo, curvo, cuero cabelludo grueso, negro, ojos achinados o redondos, nariz y boca inherentes a una corporalidad marrón. Manos largos, rectangulares pero más chiquitas, cuadradas, que heredan tácticas milenarias de trabajo y también placenteras. Con ellas abrazo lo que miro, con ellas admiro lo que toco”.  En el proceso de escribir o pensarse, “Chana” se convierte en otra.

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El poemario K’uchi tuvo como antecedente Erótica: Yarawis Aymara  (2018, Ediciones La Marronada Cuir). Melina Sánchez, de la Universidad de Buenos Aires, habla así del libro: “Está compuesto por nueve yarawis, cuyo significado en aymara comprende un carácter dual de la obra, que es a la vez poema y narrativa. Si se los lee por separado solo harían alusión a un encuentro sexual entre dos chicas. Esta lectura de cruce de los yarawis presenta la historia que se quiere entre-tejer. Yarawis: como si esa sola palabra aymara estuviera dotada ella también de dos espíritus, que redoblan la apuesta de estos textos: ‘Porque no es poesía, es otra cosa’, dice Chana. Como si el desafío fuera combatir al sistema con palabras de amor, pero con un amor periférico, intercultural, lesbiano, que se atreva a cruzar sin más los barrios que Roberto Arlt solo era capaz de transitar en sus ensoñaciones; porque hay que hacer de este mundo, migrante y precario, racista, un mundo vivible, al fin y al cabo”.

“Chana” vive —desde su niñez— en la frontera de la diferencia. Lo personal/íntimo es político. “No hay espacio más político que la cama”, dice Melina Sánchez. Ahí también se cruzan fronteras. “Quizás el punto álgido sea cuando las manos crucen el último muro, bastante elástico al fin y al cabo: el de la bombacha”, añade Melina. Nota mental dos: en aquel diccionario que “Chana” escribió (para ella y para su mamá), donde ponía bombacha, decía calzón.

(“Me distrae la sola existencia / pura / quieta / dura / chata. / Me galopea la secuela abyecta. / Un cuerpo que no espera, / una excusa que se sujeta / al recuerdo del silencio. / Un ensueño desahuciado / un recuerdo que no recuerda / un espacio que es un vacío / un ocaso que no tiene barcos. / Pero qué decirle / al beso que no toca / al beso que desborda / al beso que sangra / al beso que no espera / al beso que arranca / al beso que sueña / al beso que navega / al beso de las noches / aquel de la mañanita / al beso espinal / al que quise tanto / al beso que envuelve / al beso que llora / vuela / choca / y me toca”, J’ampati, del poemario K’uchi).

El colectivo Identidad Marrón trabaja/interviene en los museos de Buenos Aires (como el Museo-Casa Ricardo Rojas), quieren dar vida a esos espacios “donde el indio siempre es una persona agresiva, enojada o triste, donde las mujeres ni siquiera tenemos rostro. Solo podemos ser Pocahontas o la chola; todo lo precolombino es uno solo, sin matices. Siempre somos definidas por otros”.

—¿Sueñas en aymara? —pregunto. Y antes le cuento a “Chana” cómo el personaje de Vidas pasadas, la película surcoreana habla de identidad, teatro y lenguas olvidadas, como ella.

—Mis fantasías y mis emociones son en aymara. Tiene que ver con la resistencia, con mis tías, madres y abuelas. Más allá del dolor, además del dolor, ellas han mantenido la risa, el humor. La migración trae desarraigo y nostalgia, volver a construir tu propia comunidad es recuperar la alegría, la pasión, el humor, los colores, el erotismo. Esta forma de pensarme viene de esta fantasía en aymara, esa utopía por soñar algo mejor. Tenemos todavía presentes nuestras raíces, nuestra forma de habitar la comida, ciertos modos, la construcción del respeto. Todo es gracias a ellas, las tías, madres y abuelas, en aymara siempre.

“Chana” conserva la aguja pero quiere/desea romper el hilo. “La ruptura con la comunidad es necesaria, somos urbanos y tenemos otro habitar. Mi rostro y mis apellidos no olvidarán nunca de dónde vengo pero para conquistar, construir espacios, caminos y derechos en un mundo hostil e injusto, cierta ruptura es necesaria y no es gratuita. Toda ruptura duele y cada autoafirmación es individual. La idea es que cada uno y una pueda elegir, que sea una elección ser verdulero, costurero, abogada, artista o escritora, esa capacidad de poder escoger es todavía hoy un privilegio, la capacidad de disfrutar del placer del ocio, también”. La poeta que vive en la frontera quiere abrir/derribar puertas.

(“No pretendas explicarme / a través de la vista / soy una monstruosidad / y a tí te encanta. / A nosotras nos robaron incluso la belleza / pero ¿qué belleza? / como si yo quisiera parecerme / a algo que no soy / como si quisiera mutilarme / para que puedas amarme. / Yo les devuelvo su belleza. / Su placer / su sexo / su piel / su dolor culposo / sus ganas de encasillar y ocultar todo lo distinto. / Yo tomo el tren hacia ningún lugar / ya sin miedo / porque ahí estás también tú / construimos otra piel / otro placer / otro sexo / incluso otro dolor / del que renace / en fuerza compartida. / Me olvido de mi cuerpo / y al mismo tiempo lo recuerdo / reconozco los latidos acelerados del sonq’o / el calor que amanece entre mis piernas / las aguas que se nutren de los sentidos /y te bañan sin pudor; / me convierto en animal / aunque nunca dejé de serlo. / Me recuerdo torbellino / explosión, tormenta / cascada. / Mi cuerpo no es solo mi cuerpo. /. Cierra los ojos / ya no me mires con estos sentidos: / siénteme aún sin entenderme / creáme aún sin conocerme / imagináme aún sin recordarme”, Cierra los ojos, del poemario K’uchi).

La noche nos agarra dentro del café, de nombre Cabildo, Perú al 86. La charla nos deja en la calle, sobre la avenida. “Chana” toma el colectivo, yo camino hacia el Obelisco. Nos sacamos una “selfie” después de horas de hablar de identidad y autorrepresentación.

—¿Por qué te dicen/te dices “Chana”?

—Chana es “frazada” en aymara y “hermana” en quechua. En realidad mi sobrina, de wawitay, no podía pronunciar Sandra y me decía así.

Sandra “Chana” Mamani Condori, dos espíritus.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, Sandra Mamani Condori y colectivo Identidad Marrón

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