Voces

Thursday 2 May 2024 | Actualizado a 14:00 PM

Coco Manto, un boliviano libre

/ 26 de enero de 2022 / 00:21

En estos días ando leyendo el semanario Aquí en la hemeroteca municipal de la Plaza del Estudiante, otrora parque Líbano. El primer ejemplar salió un 17 de marzo de 1979 bajo el gobierno de facto de David Padilla Arancibia con Hugo Banzer Suárez vigilando atento desde la embajada boliviana en Buenos Aires. Cada número tenía 16 páginas y se vendía como pan caliente a tres pesitos. El periódico fue ch’allado un 3 de marzo de aquel año en las oficinas de la calle Jenaro Sanjinés al 841. Leo y me estremece la valentía de aquellos hombres y mujeres, leo y aprendo con las críticas cinematográficas del director Luis Espinal Camps (y sus “5 estrellas” para calificar todas las películas), leo y gozo con los cuentos de Manuel Vargas, con los poemas de Alfonso Gumucio Dagron y Jaime Nisttahuz, con las viñetas subversivas/ atrevidas del “Villas”…

Y me la paso bomba, riendo solito con la sección Olla de grillos de Coco Manto. Tu primera columna arrancaba así: “Estoy consciente de que escribir para Aquí puede equivaler a tramitarse otro viaje para allí. Lo hago por la necesidad de reintegrarme al periodismo militante y porque este semanario es dirigido por mi hermano Lucho Espinal, que como todos saben es un tipo de película”. Así eres/eras Coco: humor a flor de piel, compromiso suicida corriendo por tus venas, tu pellejo arriesgado siempre sin odio.

Un día viniste a la radio “contextataria” y entonaste esta copla: “No moriré mientras en mi corazón haya un rugido de Tigre y de boliviano libre”. Por aquel entonces, ya sabía que eras ejemplo de periodista combativo, que en tu carnet te llamabas Jorge Mansilla Torres, que eras un viejo nómada, un luchador internacionalista, un convencido de que de nada sirve alimentar enojos.

Ahora repaso los libros que me regalaste, los publicados en tu México lindo y los de aquí, lloro por cada dedicatoria escrita con tu puño y letra y me emociono de vuelta con el recuerdo de la última visita a tu casa cerca de La Recoleta en Cochabamba. Te imagino escuchando la radio al lado de tu querida Marta; te sueño ideando otro juego de palabras; te veo contando una y otra vez con una memoria prodigiosa historias de lucha en las minas, en las calles, en los exilios, en los periódicos, en las radios. Y te recuerdo Coco junto a tu hijo Pablo Ernesto alentando al poderoso Tigre de Achumani desde las gradas del “Capriles” con la chalina stronguista abrigando tu corazón en oro y negro.

Busco en mi archivo viejos audios de la radio y te escucho hablando de tu pueblo natal en un texto hermoso titulado Uncía, lugar de origen. Y entonces te parafraseo, maestro: naciste en un pueblo distinto donde el tiempo no pudo imponer sus prisas de horarios sin respiro, allí dejaste tu infancia buscando mariposas, allí agarró tu piel el color de sus sauces. Tengo entre mis manos tu Clamor por la vuelta al mar: doce oleadas sonoras del amartelo boliviano. Escucho las canciones que musicalizaron Marco Lavayén, Rolando Malpartida y Julio Alberto Mercado; fue tu último “tributo a la vida y a la patria elemental / ver la bandera extendida / hasta el largo litoral”.

Tus amigos se han acordado de una frase del Apóstol de la Libertad, José Martí, para honrar tu larga y provechosa existencia: “La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”. Te releo hablando de la parca siempre con naturalidad, siempre burlándote de ella, como de todas las dictaduras. “Solo el hombre es el animal que muere porque sufre la experiencia de la muerte en otro. Es un ser para la muerte porque es la única especie que sabe que va a morir. Igual si fuéramos eternos, nos moriríamos de aburrimiento. La muerte no se reduce al acto de atravesar el umbral que separa a los vivos de los muertos, tiene que trascender al olvido y al silencio”. Así, lo haremos, genio/colega del lenguaje, gran poeta y mejor letrista. No olvidaremos, ni callaremos.

“Y acabo, cabo”, como solías decir. Coco no te has ido, seguirás aquí porque tu recuerdo caminará en cada marcha, seguirás aquí porque estarás presente en todos los pueblos que luchan por su libertad. “¡Hasta la victoria, siempre!”

Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.

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Indagación de un padre

Ricardo Bajo

/ 1 de mayo de 2024 / 07:38

Ser (un buen) hijo no es fácil. Ser (un buen) padre, tampoco. Uno se castiga en favor del otro. Esta columna podría haberse titulado: Carta a un mal padre. Un hijo, escritor, publica un libro sobre su padre muerto, filósofo. El escritor es Juan Villoro y el padre, don Luis Villoro Toranzo, filósofo zapatista/epicúreo. El libro se llama La figura del mundo: el orden secreto de las cosas (Random House, 2023). El cronista dedica la obra a su madre. En la página siguiente coloca un poema de Jaime Sabines titulado: Yo no lo sé de cierto. Lo supongo. El poema habla de dos personas que se quieren, de soledades y de silencios.

Villoro, hijo, escribe una (larga) carta a su padre. Es un padre singular y contradictorio. Es una carta llena de preguntas: ¿deben tener hijos los intelectuales? El hijo piensa que no, pues son —la gran mayoría— egoístas y tóxicos. Los hijos, para muchos intelectuales, son un estorbo. Nota mental: levanto la mirada del libro (la mejor señal) y pienso en el destino de los hijos de muchos intelectuales/artistas bolivianos: suicidio, infelicidad, trastornos mentales, drogas y engreimiento. No voy a citar nombres. Villoro también tiene respuestas: “no reproché a mi padre lo que no pudo ser y encontré una vía para quererlo a mi manera”.

La figura del mundo es un libro sobre la memoria (ajena). Sobre el pasado que siempre retorna de forma diferente. Sobre el distanciamiento (técnica de Bertolt Brecht) y los olvidos. En el teatro de la memoria, ésta tiene doble vida: bucea en lo olvidado y una vez allí, revive de otra manera. Son memorias familiares y memorias de México. A ratos, parecen cuentos inventados con personajes secundarios de lujo: hombres y mujeres que se perdieron en el olvido de la Revolución Mexicana, la Guerra Civil española, la hermosa insurgencia del e-zeta-ele-ene. “No escapa al pasado quien lo olvida”, dispara el hijo, citando a un personaje “brechtiano”.

Villoro recuerda gestos de su padre, recuerda que solo una vez le dio un beso. Recuerda su hábito de leer periódicos (el Excélsior —donde nuestro querido Coco Manto fuera jefe de redacción— y La Jornada). Recuerda sus guantes de piloto y sus anteojos de economista soviético; su costumbre de ir al mismo cine de manera religiosa; su amor (enfermizo) por los libros. “Si un padre no llora, el hijo llorará por todo”. 

Villoro, el hijo, habla de paternidad, la de ayer y la de hoy. La paternidad, como enigma insoluble. “¿Cuándo perdió la brújula la paternidad?” No lo sé, el que esto escribe no es padre. Bastante tengo con ser hijo, trabajo complicado donde los haya. “¿Cuándo perdonamos a nuestros padres por sus ausencias? ¿Es posible entender lo que un padre ha sido sin nosotros? ¿Se puede enseñar a querer?” Son las preguntas de Villoro.

Hay muchos padres e hijos que solo hablan de fútbol, “sitio ideal de la convivencia”. Algunos que no comparten esa pasión, ni siquiera de eso hablan. Los Villoro hincharon por equipos diferentes. Eso siempre calienta/alarga la charla. “Elegir un equipo significa elegir un futuro”, dice el hijo que le va al Necaxa. El padre le iba (por razones académicas) al equipo de la universidad, los Pumas de la UNAM. Ambos compartían, sin embargo, el sentimiento liberador del fútbol, la expresión de libertad, gozo y fascinación colectiva que despierta la pelota sobre la cancha. “Mi padre no me habló del fatalismo ni de la condición trágica del ser pero me llevó a los principales escenarios de la derrota: los estadios de fútbol”. Los dos eran/son de un país —como Bolivia— “donde los hinchas siempre hacen más esfuerzos que los jugadores”.

Los Villoro, padre e hijo, también hablaban de libros. Y de cómo deshacerse de ellos tras una larga vida. He visto con mis propios ojos hermosos ejemplares de tapa dura botados en la basura, abandonados con nocturnidad y alevosía. Nadie los quiere. Luis Villoro los donó a la Universidad de San Nicolás de Hidalgo en Morelia. La biblioteca de un padre a veces habla más que el propio padre.

Villoro, el hijo, se da cuenta al final de la crónica paterna que en realidad está escribiendo sobre su madre. “Mi padre es buen tema para un escritor que prefiere escribir de lo que ignora”. La dedicatoria inicial era una pista para lectores/detectives. Advierte que no es discípulo del filósofo, sino de su madre, Estela. De ella conoce casi todo (la infelicidad de los 10 años de matrimonio, el deseo de querer sinónimo de amor, la posibilidad de aquel idilio en la India con Octavio Paz). Ambos, madre e hijo, hijo y madre, decidieron amar por su cuenta a su “figura del mundo”. Todos deberíamos encontrar esa vía para querer a nuestros viejos. No es fácil ser padre. No es fácil ser hijo.

Ricardo Bajo es hijo

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Más cerca del cielo

Ricardo Bajo

Por Ricardo Bajo

/ 9 de marzo de 2024 / 10:40

“¿Están listos? 90 minutos, 4.150 metros de altura. Estamos más cerca del cielo. ¡¡11 de ustedes, miles de nosotros!! Bienvenidos al estadio más alto del mundo”.

Los jugadores del Club Nacional de Football llegan al Estadio Municipal de El Alto y leen esos mensajes dibujados en la entrada del vestuario visitante. El fútbol se juega con la cabeza.

El miedo dio sus frutos en el primer partido contra los peruanos de Sporting Cristal. Táctica que gana no se toca. El capitán uruguayo, Diego Polenta, dice que si tiene que morir (en la altura) que sea con la camiseta de Nacional.

El fútbol es la continuación de la guerra por otros medios. Polenta es el símbolo de la hipérbole futbolera. Dice eso porque sabe que no va a jugar en Villa Ingenio.

La caravana de Always Ready sube desde un hotel de Sopocachi hacia la cancha. Nacional (de Montevideo) llega sobre la hora al aeropuerto de El Alto, se topa “casualmente” con una trancadera infernal por la feria de la 16 de Julio y descansa en el hotel Europa del centro paceño. En un ratito van a tener que volver a subir. Baja, sube, sube, baja. ¿Están listos?

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Al paso del autobús de la “banda roja” minibuseros hacen sonar sus bocinas y los peatones saludan con el brazo y el puño a los jugadores. En El Alto el entusiasmo popular trepa por las nubes. El Always es un (creciente) fenómeno social, que trasciende lo deportivo.

Es el símbolo de una ciudad emergente. Es la viva imagen de un pueblo valiente, el alteño, vilipendiado hasta el cansancio, orgulloso de su impronta trabajadora y sus raíces aymaras. El fútbol es algo más que 22 tipos en calzones.

La psicológica esta vez juega en contra. Los “players” de Always Ready mueven con parsimonia la pelota. La altura no gana partidos ella solita. El fútbol no se abre por las bandas. Diego Medina y Adalid Terrazas están irreconocibles.

El “Chino” Recoba ha metido atrás a su equipo, se defienden bien juntitos con línea de cinco y cuatro hombres al medio (luego incluso pasará a línea de cuatro al fondo). En la cancha donde (supuestamente) no hay oxígeno lo que falta son los espacios. La “banda roja” tendrá la pelota, fabricará chances (y las fallará), se desesperará ante la complicidad del “referee” con las pérdidas de tiempo del rival y se enojará harto con los groseros errores arbitrales (el inexistente “off side” y la mano no cobrada).

El “score” dice al final que Always Ready ha ganado a un histórico del fútbol por uno a cero. La sensación es agridulce. Se esperaba (las malas costumbres) una goleada para viajar tranquilos al Uruguay. Son casi las once de la noche.

Hace frío y cae una espesa niebla sobre la ciudad de El Alto. No estamos más cerca del cielo, caminamos entre las nubes.

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Un grito en el silencio

Crónica de una noche de delirio gualdinegro

Enrique Triverio y el resto del plantel de The Strongest en El Prado paceño

Por Ricardo Bajo

/ 28 de noviembre de 2023 / 07:00

“Al Prado, al Prado”. Ha terminado el partido y las masas gualdinegras caminan desde Miraflores al centro paceño. Los hinchas se abrazan, lloran en los últimos minutos de partido, piden la vuelta. Se ha sufrido hasta el final, como manda el Antiguo y el Nuevo Testamento gualdinegro. La alegría contenida -como la bronca acumulada- explota.

El Siles está repleto de hinchas del club The Strongest. Como hacía mucho tiempo no se recordaba. 

El Prado se inunda de amarillo y negro. Camisetas de todas las temporadas, auspiciadores que incluso uno había olvidado. En el túnel del Nudo Villazón hay una caravana de carros. Están ansiosos por entrar al pasillo entusiasta del Prado. Son las nueve de la noche y todavía faltan dos horas para que llegue el equipo bajo la lluvia, bajo el diluvio.

La Gloriosa Ultra Sur 34 llega caminando, cantando, haciendo sonar vientos y percusiones. Entra por la calle Batallón Colorados. Más tarde llega la muchachada de la Recta Inmortal. La barra toma por asalto el centro de la fuente del Prado. Entonces parece que estamos otra vez en el Siles. Los carros bajan y suben por el Prado a una velocidad pasmosa. Todos se quieren detener en el epicentro del delirio. Tocos tocan bocina. Todos sacan banderas que llevaban demasiados años guardadas/olvidadas en el armario.

Unos amigos llegan montados sobre una camioneta. Portan un feretro celeste con la foto de Marcelo Claure. La gente se arremolina, todos quieren la foto. “Un minuto de silencio, psssss”. Unos cuates se roban el feretro hacia el centro de la fuente. Es el oscuro/celeste objeto del deseo en la fiesta gualdinegra.

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Un campeón imperfecto

Don “Rena”, el dueño del Gigante Kurmi, está abrigado hasta el cuelo con chalina poderosa. Su hermano y su hijo (el Brujo) han viajado al concierto de Pink Floyd en Buenos Aires y han perdido el vuelo de regreso. Lo lamentarán por el resto de sus vidas. La caravana de carros es un goteo incansable.

Una saya llega con tambores, cajas y sonajas y el entusiasmo sube y baja de las nubes. Qué manera de soñar. “Condorcito, quisiera ser”.  Hay gente de todas las edades y bengalas. Hay disfraces y máscaras. Homero vende donas. Hay abuelitos y abuelitas que rememoran la Guerra del Chaco. Cincuentones que me hacen recuerdo de la final del 77 en Cochabamba. “Don Tigre” se pasea con una bandera de otros tiempos. Vuelven los abrazos que nos debíamos, las lágrimas que nunca supimos llorar.  Hay muchos niños y niñas. Son los tigres del futuro, los que recordarán dentro de un par de siglos que madre y padre les hicieron stronguistas para siempre en aquella noche bajo la lluvia, bajo el diluvio. Hay murga, como aquella murga del “Chino” Riveros de hace cien años.

Todos quieren saber si va a llegar el equipo. Son casi las once de la noche y tras dos horas de cánticos y más canticos, algunos vuelven a sus casas. “El equipo está entrando por la Camacho en un bus de dos pisos, avisen a todos”. Muchos siguen a lo suyo, el festejo es de la gente. Dos changos y dos chicas están trepados sobre el techo de la parada del bus. Es una atalaya para divisar al Strongest fuerte que saber jugar/ganar. “Detener amores es pretender parar el universo”, canta Silvio. El mundo Tigre no se cansa ni se rinde; el mundo Tigre no se para.

Los vendedores ambulantes de cerveza tratan de sortear a la muchedumbre. “Paceña, Burguesa, Paceña Burguesa”. Hay trago de todos los colores, hasta de colores que uno no sabe ni como se llaman. “Servite, hermano”. Me invitan chela de gente que ni conozco. No hay demasiados puestos de anticucho.  La noche es fría y la llovizna es pertinaz, como el sentimiento gualdinegro. Entonces el famoso bus de dos pisos (de la carrera de Turismo de la UMSA) aparece sobre el horizonte. Como las caravanas en los “western” salvajes.

Viscarra está subido en lo más alto, al frente. Es el guarda valla del “ajayu” stronguista. Es el cancerbero de todas nuestras ilusiones. Viscarra está tan eufórico como la hinchada ahí abajo. Ni siquiera se ha cambiado. Está con el corto del partido. Y bebe cerveza a dos manos, con dos latas llegando a su garganta. Se para, se levanta, agarra banderas que llegan volando desde abajo.

Hay cánticos para todos. Junior Arias tiene la bandera de Uruguay como capa. “Uruguayo, uruguayo”.  Cuando la saya logra abrirse paso y se coloca frente al bus, grita la hinchada: “Que baile Jusino, que baile Jusino”. Y el capitán baila saya sobre un bus de dos pisos bajo la lluvia. En la parte trasera, Ursino bota latas de cerveza a la gente. Una tras otra. El capitán Wayar tiene una sonrisa dibujada que tardará días y noches en desaparecer. Nadie se acuerda de su roja ni del gol fallado por Junior. El ex presidente Héctor Montes está en lo más alto junto a Viscarra, Jusino, Castillo y Arias. Su padre, don Héctor, viaja en la parte baja, sentado. Hasta en eso, el Tigre es de otra galaxia. Cuatro entrenadores, dos presidentes. El actual mandatario, Ronald Crespo, se ha quedado en el Siles.

El bus del equipo va a tardar más de una hora en recorrer apenas cien metros. Triverio, aclamado como el que más, no va a salir de su asiento bajo techo. Es el goleador impasible, como el “hombre tranquilo” de la película de John Ford. Ha dejado de llover, diluvia. Nadie se mueve, todos quieren una polera firmada, una fotografía que se quede grabada en la retina para siempre.

Las pilas de Viscarra no se agotan. La policía aparece sobre las once y media de la noche al final del Prado. Abren paso y el bus dobla la plaza del Estudiante y se pierde por la avenida 6 de Agosto en Sopocachi. Sobre la alta madrugada, sobre las camisetas mojadas, sobre la alfombra de botellas y latas vacías, alguien grita en el silencio de la noche: el maleficio ha terminado, carajo.

(28/11/2023)

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Y el rugby volvió a La Paz

El sábado se enfrentaron los ‘cóndores’ de La Paz R.C. con Universitario Rugby Club de Cochabamba. Se jugó un partido luego de cinco años.

Partido amistoso de rugby entre La Paz R.C. con Universitario Rugby Club de Cochabamba, en la cancha de Alto Irpavi

Por Ricardo Bajo

/ 19 de junio de 2023 / 07:25

Quince hombres gritan: “¿quiénes somos? La Paz. ¿Quiénes somos? La Paz, Rugby, Rugby, Rugby?”. Cancha “Mario Mercado” de Alto Irpavi, soleado (y frío) sábado de junio. Hace cinco años que no se disputa un partido de rugby quince en La Paz.

La desafortunada división del rugby paceño en dos equipos (La Paz Rugby Club y Cobras/Wara Rugby Club) trajo la desaparición del deporte de la pelota ovalada en la sede de gobierno.

La Paz se quedó postergada mientras otros departamentos como Santa Cruz, Tarija y Cochabamba veían como crecía y crecía el incipiente deporte del rugby en Bolivia.

El amistoso del sábado pasado enfrentó a los “cóndores” de La Paz R.C. con Universitario Rugby Club de Cochabamba. “No somos aún un equipo formado, estamos en desarrollo”, dice el entrenador de La Paz R.C., Francisco “Paqui” Leñero.

El marcador final (lo de menos) dijo que el amistoso terminó 5-54 para la visita. Los “osos” -liderados por el medio apertura, Pablo Escalante- lograron nueve “tries” (dos de Andrew Carballo) contra uno de los “cóndores” paceños (en un hermoso “try” del incombustible Juan Luis Coronado Paz, “Churqui”).

La nueva generación de “rugbiers” paceños (donde destaca el “wing” Benjamín Sotelo) augura la resurrección de este deporte en la ciudad. La Paz R.C. invita a todos los interesados a sumarse a sus prácticas: los jueves por la noche (20.15) en las canchas (A5) de la avenida del Poeta y los sábados (15.30) en el complejo de la Gobernación de Alto Irpavi (cancha “Mario Mercado”). Todos son bienvenidos: flacos, gordos, altos, bajos, rápidos y pesados. El rugby es el deporte más democrático del mundo.

Lea también: Nacional Potosí es nuevo puntero de la Libobásquet

En octubre, La Paz será una de las sedes del campeonato nacional de rugby seven (a siete) que arranca el próximo fin de semana. En 2024, La Paz Rugby Club aspira a volver a disputar el torneo nacional de la modalidad a quince que este año disputan ochos equipos (cinco de ellos, de Santa Cruz). La Federación Boliviana de Rugby, integrante del Comité Olímpico Boliviano y miembro de Sudamérica Rugby, nació en mayo de 2009.

(19/06/2023)

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Matilde, la sembradora de fueguitos

Matilde Casazola pasó cuatro días en La Paz. Recibió un hermoso homenaje del colectivo Nosotras Somos, leyó su poesía, cantó y calentó la fría noche paceña

/ 21 de mayo de 2023 / 06:07

Matilde extraña su guitarra cuando viaja. Tuvo una duda hace unos días: meter más ropa de abrigo o meterla a ella, de nombre “Estrella”. En la cordillera había caído una nevada, ella se queda en la casa de las rosas, esperando(la). Cuando pasa cerca del Illimani, en el vuelo Sucre-La Paz, el “Tata” está escondido detrás de las nubes y la enigmática niebla. “Debe estar enojadito”, piensa Matilde. De repente, todo se abre. Esa mañana el Illimani deja su enfado a un costado. Matilde está de regreso en la ciudad. “Las montañas nos hablan, solo hay que saber escuchar”, me dice toda convencida.

Matilde Casazola cree que La Paz de antaño tenía más poesía. Camina el centro para reconocer los viejos lugares donde fue feliz de la mano de un viejo amor. Baja con cuidado las empinadas calles y sus resbaladizas gradas. Se cae. No es nada grave. Tratando de mirarlo todo, de captar el último detalle evaporado, rueda para abajo en una cuesta del carajo. Está alojada en San Pedro (“un barrio que todavía conserva su ajayu”); en la casa de una querida amiga que ya partió, la pintora orureña Haydeé Aguilar Fuentes, la que ganaba todos los premios en acuarela en los años setenta.

Matilde aprovechará sus cuatro días en La Paz para encontrarse con amigos y amigas. Hace años que no ve a Emma Junaro. “Ella es la primera que hizo un disco con mis canciones”. La verá el viernes doce por la noche en el concierto del colectivo Nosotras Somos. La escuchará cantar dos de sus más hermosas canciones. Tomará cafecito con Luis Rico, se encontrará con su editor, Marcel Ramírez. Almorzará el sábado con las chicas del homenaje en casa de Sibah, brindará con ellas. No verá a una querida vecina del barrio con la que compartió exilio en Francia, Silvia Peñaloza, otra gran pintora. La próxima será.

La Casazola alista nuevo disco y libro. Sabe que nadie lanza ya canciones en álbum pero reivindica ese antiguo hábito de poner un disco y sentarse a escucharlo, tema por tema. El nuevo trabajo no tiene nombre aún. “Es como bautizar a una wawa, tengo varias alternativas”.

Lo que sí puede adelantar son los títulos de dos canciones inspiradas en mujeres bolivianas: Domitila y Aguerrida mujer (en homenaje a Juana Azurduy). La primera es una cueca. La ha cantado solo una vez. Fue en presencia de la gran Domitila Barrios. “Fue después de tumbar la dictadura de Banzer con su huelga, no me acuerdo donde fue pero estaba Anita Romero. Nunca la grabé, ni siquiera la canté de nuevo. Nunca volví a ver a Domitila”.  Estarán también sus primeras canciones que nunca grabó: la zamba Flor de romero y el yaraví Cinco lágrimas.

Matilde se pone nostálgica en esta noche de domingo en la confitería Eli’s del Prado, otro lugar de su ciudad del recuerdo. Se acuerda de los viejos amigos y amigas de la Peña Naira de Pepito Ballón, de Ricardo Pérez Alcalá, de Inés Córdova, de Lorgio Vaca, de Ernesto Cavour, de Violeta Parra y del gran amor de su vida, Gilbert “El Gringo” Favre.  De “la Violeta”, recuerda —más de medio siglo después— sus faldas anchas, su rostro libre de maquillaje, su tez morena de brava gitana, su voz profunda. A ratos, cuando escucho a la Matilde (“Pochita”, para los amigos), me parece oir de nuevo a Violeta. Mujeres de fuego, que diría Silvio.

El libro que va a presentar en la feria de agosto en La Paz es el tercer volumen de sus obras completas en poesía, bajo el sello de 3600. Incluye poemarios agotados. Son cinco: La carne de los sueños, Jardín de claroscuros, Moradas transitorias, Las catedrales subterráneas y Estampas, meditaciones, cánticos, este último de prosa poética.

Matilde (aún) escribe a mano. Ya (casi) nadie lo hace. Antes, lo pasaba a máquina de escribir; ahora lo hace a la computadora. Tiene cuadernos gruesos llenos de poesía. Es una vieja costumbre familiar. Su mamá Tula también tenía uno. Matilde lo leía a escondidas; así descubrió la obra del catalán Jacinto Verdaguer. Ha musicalizado uno de sus poemas para el nuevo disco, junto a un soneto de Carlos Murciano, un poeta amigo andaluz/gaditano, vivo aún con sus 91 años.

En la mañana del viernes, en el día del concierto/homenaje, Matilde aprovecha para estar en el hall del Ministerio de Culturas para el lanzamiento del videoclip de Rosario Peredo y las Jatun Waritas del tema de Willy Claure Desde el jardín de la Casazola, grabado parcialmente en su casa de Sucre. Matilde no le dice que no a nadie.

Por la noche, el tributo arranca en el Cine Municipal 6 de Agosto con una interpretación colectiva de Cuento del mundo. En el escenario están las cinco mujeres (solo falta Emma) de Nosotras Somos: Sibah, Tere Morales, Marisol Díaz Vedia, Valeria Milligan (“Imilla”) y Alejandra Pareja.

La primera solista es Marisol. Cantará tres temas: el huayño Anochecer (“Camino del monte yo me iré / la luna allá arriba comienza a brillar, / los cerros azules parecen sonar, / botitas de sombra, gotitas de sol, / yo no te he olvidado, siempre ando con vos”); Si has dado tu corazón; y el bailecito Yo cortaba las flores. Marisol se confiesa: “Matilde ha forjado nuestro camino con su poesía y su ejemplo”. La homenajeada —que viste de negro con una linda chalina sobre su cuello— se levanta para agradecer. Lo hará incontables veces. Perderé la cuenta de las veces que se levanta y se sienta en su butaca de primera fila. Hay huecos vacíos en los asientos reservados a las “autoridades”.

La “Imilla” canta El milagro y La sonrisa de piedra. Sibah, una de las organizadoras, está conmovida y pide que Matilde cuente una anécdota alrededor de ese bailecito llamado El lucero de tu pecho. Ha servido ese tema para parir otro suyo, Fuerza de luz. La octava del tributo es Viento pasajero. Sibah repite esta estrofa: “Ay, cariño engañero, / fuiste viento pasajero, / árbol en sol parece eterno / pero es cierto que hay un invierno”.

La novena es Rosa de tiempo. Sibah se la dedica a su madre Betty, presente en la tocada (y a todas las madres y mujeres). “Pueden sacar pañuelitos”. El instrumental Descanso en el arroyo es ejecutado con maestría por el joven charanguista Álvaro Quisberth. El ensamble dirigido por la pianista Melanie Lagos (con Jocelyn Alarcón en el fagot, Tefa Mariscal en la batería, Andrés Herrera en la guitarra, Víctor Aliaga en el saxofón y el maestro Einar Guillén en el piano) está a la altura del sentido homenaje.

El intermedio sirve para que Matilde suba por primera vez al escenario del 6 de Agosto. Recibe un ramillete de flores. “Estoy feliz, esto es una emoción hermosa para mi obra, para mi poesía. Ustedes son parte de mi canto”. Recita el primer poema, su primer poema que no tiene título, aunque sea conocido como A veces quisiera. Habla Matilde y todos escuchamos: “A veces quisiera perderme en el viento / y que nada quede de mí / pero bajo mi ventana / un hombre silbando que pasa / me corta las alas del sueño. / Y pienso que es bueno quedarse / que soy en la tierra / mejor que volando en el viento / y pienso que puedo dormir en tus campos / que puedo llorar por tu llanto / y bordar cascabeles de lluvia / al tomar la guitarra en mis manos”.

El presidente de los residentes chuquisaqueños en La Paz hace entrega de un reconocimiento. Y Matilde regala otro poema, es su primer poema. Lo dice de memoria. “Me acuerdo de todos los poemas de mi adolescencia. Mi vida ha sido invadida por la poesía, desde niña; es un mundo que me encanta habitar, es un alimento que me acompaña”, me va a decir dos días después tomando un jugo de papaya con brazo gitano en el Eli’s. La señora que la atendía hace medio siglo ya no trabaja en la confitería. Matilde chequeará de reojo a Humphrey Bogart cuando nos vayamos.

Entre el público del homenaje hay viejos amigos (Cergio Prudencio, que también ha musicalizado sus poemas, entre ellos) y espectadores de todas las edades, regiones, gustos musicales y clases. Matilde une a todo el pueblo boliviano. Matilde es Bolivia con sus cuecas, bailecitos, taquiraris, vals y huayñitos. “El mejor pago que una puede recibir es el abrazo de la gente, ver gente llorando con tus canciones”.

Tras el descanso, donde nadie se mueve de su asiento, Alejandra Pareja—joven y talentosa soprano— canta Detrás de la niebla y Quimera. Con Tere Morales sobre las tablas, la temperatura se eleva, afuera hace frío. ¡Qué bueno que Matilde trajo ropa de abrigo! Mi corazón en la ciudad, el taquirari De tu hermosura y La estrella nos ponen a todos a dar palmas con el corazón. “He visto muchos hombres arrastrándose en la senda / cansados de pelear y de esperar / el sol de la justicia y la verdad / he visto muchos hombres abrazados a su sombra / mordiendo amargo pan/ yo le dijera, hermano yérguete / acá tienes mi mano, apóyate”.

Cuando irrumpe Emma Junaro en el escenario, ya estamos todos derretidos de cariño. “Para mí, Matilde es el amor, ese amor audaz y valiente que en su tiempo se atrevió a romper esquemas, a abrir una puerta, por la cual tiempo después me tocó pasar de la mano de Fernando Cabrera y hacer ese disco que mirándolo en la distancia, realmente para ese tiempo, fue un atrevimiento. Matilde es la semilla, el jardín, las flores. Estamos viendo florecer ahora lo que es el trabajo, la verdad y la sinceridad, el amor; no hay otra palabra”, dice la Junaro antes de atacar Tanto te amé”y Como un fueguito. Amor y desamor son las caras de la misma Matilde.

El público que llena el cine/teatro municipal se conmueve con las dos interpretaciones. Guarda un silencio que sobrecoge, algunos filman con sus celulares. Emma Junaro, de impoluto traje largo blanco y lentes, acompaña su voz con la mano izquierda como batuta. Matilde se vuelve a parar y lanza besos.

Entonces las seis mujeres (Emma, Sibah, Alejandra, Marisol, “Imilla” y Tere) junto a Matilde cantan De regreso. Antes Sibah y Tere Morales le han regalado/colocado un lindo poncho color vicuña con reborde tejido de blanco, como ese Illimani que se abrió ante su presencia cuando llegó. Después, Matilde habla emocionada hasta las lágrimas: “Yo creo que tengo el privilegio del sembrador, de ver como va creciendo su trigo, su maíz, su papita. ¡Qué maravilla poder ver mis versos, escuchar estas canciones de cada una de ustedes y de todos estos músicos maravillosos que me han hecho pasar una noche inolvidable junto a todos ustedes! Es un privilegio poder ver crecer estas bellísimas flores y decir: algo había sembrado”, dice nuestra Matilde.

Cuando arrancan los primeros acordes y letras (“Desde lejos yo regreso / ya te tengo en mi mirada / ya contemplo en tu infinito mis montañas recordadas…”), el público se levanta, algunos lloran. Cuando una canción es asumida por la gente, cuando una letra y unos acordes parecen contar tu historia, la tuya, la de muchos, esa canción se vuelve inmortal. Ya no es de Matitlde, es del pueblo. “Yo no logro explicarme con qué cadenas me ata / con qué hierbas me cautivas dulce tierra boliviana”. El “lara laira larara” es entonado por cientos. “Esta canción la llevo siempre en el alma, siempre estaremos regresando a nuestra Bolivia. Muchas gracias a todos”.

Cuando algunos ya huyen hacia sus casas, Matilde no se resiste a bajar y toca La espina, un huayño. Es el colofón perfecto para una noche hermosa de amores y agradecimientos. Matilde toma una guitarra que no es suya (es la de Andrés Herrera), no la afina. La hace suya en unos segundos. Su voz es un portento, su rasgueo intimida. Usa la guitarra como percusión, toca con el alma. Nos canta lo que quiere y lo que no quiere. Nos dice dónde desear escapar. “Ay, palomita viajera, si tuú supieras de mi gran dolor / volando me llevarías hasta donde está mi amor / hasta donde está mi amor”, termina susurrando. El 6 de Agosto se cae, se muere de ternura. Afuera ya no hace tanto frío. Matilde, la sembradora, ha calentado esta noche gélida de mayo con sus fueguitos. Tanto te amamos.

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