Voces

Tuesday 11 Jun 2024 | Actualizado a 06:43 AM

El trompo inmenso del mundo

‘Los de abajo’ es una tragedia griega, un duelo; parece un cuento/drama rural ruso

Ricardo Bajo

/ 14 de junio de 2023 / 08:02

El primer plano es un gran plano general. Es el Érase una vez de las películas de indios y vaqueros. Es un plano que dura un rato. Nos da tiempo a verlo todo, a ubicarnos donde se mascará la tragedia, lentamente como si fuera un bolo de coca en tu boca. Estamos en un pequeño pueblo de Tarija, se llama Rosillas. Nadie se irá de rositas. Un hombre, machete en mano, camina sobre las piedras. Cava un pozo, busca agua. El sol es inclemente; la tierra, árida.

Los cóndores y caranchos sobrevuelan en un cielo intensamente azul. El hombre se ve diminuto, empequeñecido entre las montañas. Se llama Gregorio, le dicen Goyo. Su padre le ha puesto —a la mala— una “chapa” que lo va a marcar: Alacrán. Es Gregorio del Saire, como se llama la hacienda familiar donde vive con padre, madre e hijo —Olegario— al que maltrata. Los niños de Rosillas juegan al trompo. Gregorio es un “cucarro”; un trompo saltarín, un trompo que no puede bailar quieto, indomable como un potro, salvaje como un centauro del desierto.

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Goyo no habla mucho. Hay que saber escuchar el sentido de sus miradas, hay que asomarse a los recovecos de su alma. “A mí me gustaban los indios”, dice hablando de esas películas con su hijo. Su casa está amurallada, parece un fortín asaltado, devastado. Del pueblo, todo el mundo se está yendo. En Rosillas no hay futuro, como en Utama. 

La casa del padre queda por debajo de la naciente/vertiente. Se han quedado sin agua y sin agua no se puede sembrar. El cauce del río ha sido desviado por un dique que ha beneficiado a casi todos. Goyo, un antihéroe condenado a la cruz, trepa a la represa, sube al calvario de sus dolores. Después de 10 minutos de metraje, leemos el título del filme: Los de abajo, un anti-western.

Goyo, interpretado por Fernando Arze Echalar (en el mejor papel de su carrera cinematográfica) cava y se emborracha con singani. Enfrenta al alcalde, choca con el coronel Iglesias, el malo argentino (el actor César Bordón) que triunfa con sus viñedos regados sin clemencia (pasado/sequía vs futuro/progreso). Pide una asamblea de vecinos para que el tractor desvíe la acequia hasta su casa, ruega a los compañeros trabajar juntos. Le dicen que no, que nunca a la misa, que no se aparece por la iglesia, que el tractor no es gratis.

Goyo pierde, solo logra cuatro manos alzadas a su favor. Goyo va a perder toda la película. Los de abajo es la historia de una derrota, de una derrota con dignidad, de esas que nos gustan harto (en las canchas de fútbol y en las pantallas). Goyo no tiene perdón, solo culpa. La madre del hijo, Paula, no está. No sabemos si se ha ido del pueblo, no sabemos si está muerta. Goyo es un cadáver que camina y respira.

Los de abajo es una tragedia griega, un duelo; parece un cuento/drama rural ruso; a ratos, una película de Kurosawa con harakiri; es como si John Ford hubiese nacido en Tarija. El punteo de la guitarra (excelente la banda sonora de Johnny Roldán) nos lleva desde la cueca chapaca al trotar de un caballo solitario. Hay que respirar primero y después disparar.

Una vaca —peregrina— se ha marchado de la casa. Ya no tienen tanta leche para vender. La carne está más cara en la tiendita de abarrotes del pueblo. Todo lo que puede salir mal, va a salir mal. El padre de la solitaria maestra (la actriz colombiana Sonia Parada que compone un personaje ausente/presente que crece psicológicamente) muere tras una larga enfermedad. Goyo mira su casa por la noche. Vemos una luz de esperanza. La única secuencia feliz de este “relato salvaje” es un abrazo. El abrazo de ella mientras tres comparten una bicicleta. Es un espejismo. No habrá más abrazos, solo sexo (y amor) salvaje.

Goyo llora por primera y única vez. Ya ha tomado una decisión. Será el “último mohicano”. Arnildo (un Luis Bredow contenido/resignado/nostálgico) aconseja partir. Padre toca la caña chapaca. Es un sonido gutural, vibrante, grave. Todos los objetos de Los de abajo tienen un sentido, un sentir. La muerte llega siempre con tonada de caña, no con boleros de caballería. La caña chapaca es la trompeta del Apocalipsis, la que anuncia la destrucción final. Abre la muralla, el sable del coronel, cierra la muralla.

Los de abajo del cineasta tarijeño Alejandro Quiroga Guerra (guion y dirección) es la (gratísima) sorpresa cinematográfica de 2023. No ha hecho mucho ruido en los festivales (para eso se necesita plata) y se ha colado en silencio en la cartelera. No durará mucho por culpa del monocultivo de las megaproducciones de los cinco grandes estudios gringos. Los de abajo es un secreto a voces. Sobre los títulos de crédito, canta Nilo (Soruco), con letra de Oscar (Alfaro), chapacos decentes, dignos y valientes, como Goyo. “Y por un solo segundo / yo soy un dios soberano / que hace bailar en su mano / el trompo inmenso del mundo”.

(*) Ricardo Bajo es un pinche periodista

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‘El Huayllas’, vuelta al ser

El arte de Álvaro Álvarez Huayllas pasó de las paredes de la ciudad a las galerías. En ese camino busca su propio estilo

El arte urbano de ‘El Huayllas’

Por Ricardo Bajo H.

/ 9 de junio de 2024 / 06:59

Componer variaciones en música clásica implica imaginación y fantasía para alterar la melodía y la armonía original. Sandro Álvaro Álvarez Huayllas, más conocido como “El Huayllas”, está en búsqueda de su propio estilo. Dibuja variaciones sobre el pentagrama de la ciudad. Lleva más de 50 murales en las calles y el doble en interiores. Ahora salta a las galerías. El aerosol sigue en la mano.

Comenzó haciendo dibujos/copias de un libro de trabajo de su madre. Estudió para ser administrador de empresas y lo dejó. Estudió para ser estadístico en salud y abandonó. Se apuntó a la carrera de Bellas Artes en la Academia y salió rajando, decepcionado. Abrió una galería en la calle Jaén y comenzó a retratar a los personajes de la calle más linda de La Paz: a los Ernesto Cavour, Rosita Ríos, Medina Mendieta, Mamani Mamani.

Entonces el arte callejero (“street art”) llamó a su puerta y los murales —el gran formato— cautivaron su ser. De la barra stronguista de la curva sur (volverá a pintar pronto al “Chupita” Riveros y a Lucho Galarza en el estadio Rafael Mendoza Castellón) pasó a los muros. Fue después de tomar —a inicios de siglo— un curso de pintura mural con el colectivo/red Apacheta (con los Justo Tola, Sofía Chipana, Gustavo Limachi, Ramiro López Massi, Edgar Mamani Cocarico, Blas Calle, Weimar Terrazas, Gustavo Quispe, José Tito Condori, Félix Tupac Durán, Nelson Verástegui…)

Una mujer de pollera baila con una matraca en la mano y una cerveza en la otra. Me hace recuerdo a los retratos maternos de Cristian Laime Yujra. Un acrílico sobre mantilla bordada lleva la memoria a los objetos de Roberto Mamani Mamani. Unos sombreros borsalinos intervenidos parecen firmados por el arte contemporáneo y conceptual de José Ballivián. Un retrato figurativo (que no llega al hiperrealismo) se asemeja al talento innato de Rosmery Mamani Ventura. Un niño mira como miran los niños de Vidal Cussi. “El Huayllas” se confiesa: “estoy tratando de encontrar mi propio estilo, hago arte urbano a caballete”. La segunda muestra de Álvarez Huayllas se puede ver hasta el 18 de junio en la Alianza Francesa del barrio paceño de Sopocachi (avenida 20 de Octubre esquina Fernando Guachalla). La exposición —compartida con el chuquisaqueño Julio Escóbar— se llama Diálogos populares.

Los últimos trabajos del Huayllas han sido para dos boliches: un Señor del Gran Poder en el restaurante Morena de la calle Illampu esquina Santa Cruz y un retrato en el café del hostel 440 de Achumani. Su penúltima exposición (también colectiva) ha tenido lugar en la galería AR°T de San Miguel.

En 2015 Álvarez Huayllas se va a México con una beca de grabado, pero vuelve con el arte callejero y el mural entre ceja y ceja. Es miembro fundador —junto a otros once artistas callejeros— del colectivo de arte y política Cementerio de Elefantes. Nota mental: no deja de ser curioso que artistas callejeros estén recorriendo el camino inverso de los muralistas mexicanos de hace un siglo cuando abandonaron los museos, las galerías y los espacios cerrados convencionales por las calles. Khespy o “El Huayllas” son dos de ellos y van con todo.

— ¿Y cuáles son las diferencias entre el indigenismo de las élites de hace un siglo de los Cecilio Guzmán de Rojas, Juan Rimsa, David Crespo Gastelú, Marina Núnez del Prado y compañía y los de ahora?

—Los de antes pintaban y esculpían cholas tristes, indios apesadumbrados en blanco y negro, limosneros en las calles, aparapitas explotados en grises. Tratamos ahora de cambiar eso, pintar indios felices, cholas empoderadas que gastan el dinero producto de su trabajo duro, bailando y tomando. Soy un retratista de mi tiempo. Mi estilo pasa por dar emoción y movimiento a los personajes populares y ancestrales de nuestro pueblo. No hago estatuas con dientes. Busco hacer diferencia, que el público reconozca mi estilo.

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                                          ****

El “nuevo” indigenismo habla desde su propia voz, ha tomado el poder de las paletas y se pinta a sí mismo. Ya no son retratados por clases racistas/clasistas con mala conciencia, sino por ellos mismos. No están ni oprimidos ni derrotados. Los ocres oscuros va desapareciendo, como los dinosaurios. No se ven —apenas— clichés ni estereotipos. Los personajes están de fiesta, con la cabeza en alto desde la profundidad de sus saberes ancestrales. Explotados de color, ríen. Han dejado de ser “naif”. Han crecido. Se apropian de espacios antes prohibidos.

El mural con el Chupa Riveros

Álvaro Álvarez Huayllas en un retrato por Daniel Alejandro Quiroga

‘Mallku’, ‘Diablo’

sobre borsalino) y ‘Mi socia’

El paternalismo maniqueísta ha sido sepultado o va camino de ello. La idealización romántica es cosa del pasado. Los rostros indígenas no son estilizados/embellecidos en poses poéticamente falsas, sin humor. Ahora —en el arte del “Huayllas”, por ejemplo— vemos amor y complicidad, orgullo verdadero y autoestima, emoción y movimiento; miradas sublimes hacia adentro, no desde afuera. “La chola ya es digna de por sí”, remata Álvarez Huayllas.

En el camino de las calles a las galerías, el “Huayllas” ha perdido el miedo. Abstrae más y mejor. Experimenta. No siente la necesidad de hacer murales para el “Instagram”. Ni algo comercial para un boliche o una marca. Deja de lado el pequeño detalle. Tiene/goza (de) más libertad. Sin egos, sin ataduras, sin reglas, como en los “graffitis”. Llega a los espacios cerrados con las lecciones aprendidas de los callejones y las esquinas donde lo malo se borra y se olvida (y lo bueno se respeta). “La ciudad es como un chango que se tatúa y luego se tapa o se altera”. El aerosol es una herramienta más, tanto o más digna que el tinte, las acuarelas o los acrílicos. El arte llega de la calle. El respeto está o no está, no se coquetea.

¿Dónde comienza un “graffitero” y donde arranca un artista plástico? “El Huayllas” responde con otra pregunta: “¿Dónde empieza La Paz? ¿en Viacha o El Alto?” Álvarez Huayllas es un traficante/hormiga, lleva y trae. Está a gusto entre esos dos mundos. Sus mandamientos han sido escritos en la noche, colgados en las alturas de un andamio. Sueña que su arte/estilo no sea tapado. Y que la gente diga en algún momento: esto es un “Huayllas”.

‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena
‘Jesús del Gran Poder’ en el restaurante Morena

Texto: Ricardo Bajo H.

Fotos: Daniel Alejandro Quiroga Miranda y Ricardo Bajo Herreras

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La araña gigante

Sus personajes, seis en busca de una salvación, disparan rabiosos contra la ‘clasecita’ burguesa de La Paz

Ricardo Bajo

/ 29 de mayo de 2024 / 11:40

(“Siempre se llega virgen al dolor de la vida”, Marguerite Yourcenar)

¿Se puede publicar (post mortem) una novela que el autor no acabó? ¿Y si la familia lo autoriza? ¿Y si la noble tarea de rescatar una obra —y un escritor— es más que suficiente? El uruguayo-boliviano Sergio Suárez Figueroa (SSF) es el gran “tapado” de nuestra literatura. Y los chicos de La Mariposa Mundial (Rodolfo Ortiz, Omar Rocha y Alan Castro) han encontrado sus tesoros. Están decididos a recuperar del olvido a este charrúa nacido en Cerro/Montevideo hace un siglo. En 2014 publicaron su poesía completa y ahora se atreven con una de sus novelas, esa que en un principio se llamó Las noches y las voces y luego La araña gigante.

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Se trata de una roman á clef, una novela en clave. Escrita en 1959 y “anunciada” en 1962; nunca se llegó a publicar. La araña gigante no es gran literatura pero se lee con curiosidad pues sus personajes son —hoy— buques insignias de nuestras letras y artes. Por ella caminan sin rumbo los Jaime Saenz, Óscar (Alandia) Pantoja, Édgar Ávila Echazú, Ismael Sotomayor, Fernando Medina y el propio Suárez Figueroa (Gervarsio, en la novela). SSF describe la bohemia/noche paceña de finales de los cincuenta. Más que por sus virtudes literarias, la obra atrapa por la construcción/nacimiento de un mundo marginal a partir de las andanzas de una dupla temible: Saenz (Jaime Stil) y el pintor Óscar (Alandia) Pantoja (Kolia, en la novela).

Stil es un poeta joven, místico. Vive con su madre obesa y su tía picada por la viruela. Viste un gabán, tiene ojos saltones ocultos detrás de unos anteojos y una cara redonda semejante a la de Orson Welles. Habla con “fuerte acento paceñista”. Su cuarto, dice SSF, es su propio autorretrato. En él, hay una pintura de Edgar Allan Poe y una foto de Thomas Mann. El joven bebe y mucho. Ora pisco, ora cerveza, ora chica. Va de maldito. Y de réprobo.

Es un enamorado/cultor del escondido inframundo paceño. En las caras de los vagabundos, en las espaldas/sacos de los aparapitas, en los cementerios y hornos de ladrillo, Stil descubre (como en los tapados) una religión perdida, unos seres mágicos y misteriosos. Saenz no ha escrito sus grandes obras todavía y Suárez Figueroa se adelanta para intuir su mundo en los tugurios más grises/tristes. Stil quiere “aprehender el soplo de lo divino” y SSF narra —por primera vez— ese deseo. Metafísicas palpitaciones. Intimidades espirituales.

La araña gigante se puede leer también como una crítica política/sociológica. Sus personajes, seis en busca de una salvación, disparan rabiosos contra la “clasecita” burguesa de La Paz. Se sienten enjaulados por las montañas, empequeñecidos por los cerros, atrapados por la malicia y la mezquindad de su clase social. Y putean contra el cuarto de hora de fama de la falsa aristocracia. Para no someterse a la tristeza, para olvidarse de las miserias, para no sentirse derrotados (aunque lo estén), chupan, escriben y pintan. La cura por el habla, decía Freud.

Cuando beben (sin importar el lugar; ora una chichería en las laderas, ora en un cafecito elegante), se creen el símbolo de una nueva generación, de una nueva cultura. Así se rebelan (o así lo sienten) contra la “repugnante pequeña burguesía”. Con el paso de las décadas, su obra será olvidada. O peor, será caricaturizada. Quedará la noche paceña. Y los de abajo, susurrados en días de delirium tremens bajo cielos horriblemente celestes.

Kolia, miraflorino afiliado al Partido Comunista, tiene la boca grande y torcida como el cómico Joe E. Brown. Padece el mal del excesivo talento, como Stil. Lee a Rolland y a Chéjov; y respira un existencialismo pesimista, como el resto de los personajes/cuates (todos misóginos, por cierto). Para espantar sus males, canta. “En una callecita, en un vallecito / vas con un trajecito verdecito / viditay, te añoro / estoy calladito”. Kolia no tiene plata para sus “pinturitas” y roba cuadros coloniales (ora un Greco, ora un Melchor Pérez de Holguín) que trata de vender a las embajadas extranjeras. Y cómplices.  

“Todos siguieron riendo”. Así termina la novela del uruguayo (uno de los primeros en deslumbrar en La Paz con la novedosa guitarra eléctrica de los años 50). “Ya veremos si la acabo o no”, dicen que dijo. Antes de la duda, SSF nos dejó legado hace medio siglo su particular descenso a los infiernos. Lo hizo —como sus personajes— para encontrarse a sí mismo. Ahora, los lectores (que encontramos solaz en los libros rescatados gracias al trío de La Mariposa Mundial) abrimos puertas inesperadas y nos topamos con ellos en el espejo. Han quedado para siempre anclados en una cantina popular, esclavizados por el trago. ¿Qué misterios había en sus vidas raras y locas, locas y raras?

(*) Ricardo Bajo encuentra solaz en los libros rescatados

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Penélope, en tu nombre

¿Por qué esta obra —con hermoso texto (otra rareza)— no está presente estos días en el Fitaz?

Ricardo Bajo

/ 15 de mayo de 2024 / 11:36

Serán tres días con sus tres noches. Será una larga espera, será una epifanía, un viaje interior. Penélope —abandonada— espera (y desespera). Y sueña con el regreso de Ulises. Lee y arranca páginas, teje y desteje. Es una nueva (¿la última?) función de Experiencia Ítaca del elenco La valija de Penélope. Es un monólogo sobre la epopeya de Homero dirigido por Roswitha Grisi Huber e interpretado por Cristina Wayar Soux; fue estrenado el año pasado en agosto. Estamos una noche de domingo apenas quince personas en Casa Grito.

Wayar canta, susurra, se hace dueña del escenario (y del personaje). Es teatro sonoro, es teatro de objetos. El monólogo —de cuarenta minutos— viene con recursos sonoros, olores, sensaciones, colores; son huellas de melancolía. Vemos/sentimos pequeños instantes de placer; son estrategias de resistencia. Imágenes que evocan. En la escena hay hilos, tejidos y telares que suenan como arpas y contrabajos. Y un espejo que no vemos. Hay un cuerpo que goza/sufre el paso del tiempo. Penélope se siente —todavía— patria de Ulises.

Lea: Indagación de un padre

Wayar se viste y se desviste, pasa de un rojo sedoso con escote generoso y esencia de jacintos a un amarillo con sutil perfume de narcisos. “Esperar es oír / oír las huellas que deja la noche a su paso oscurecido / esperar es padecer la mirada de las cosas que disimulan muertes intensas / es tocar el verso y reverso del tiempo en el tejido: punto por punto”.

Escuchamos la voz navegante y autoexploradora de Blanca Wiethüchter; será una larga charla con ella. Sobre la espera y el viaje, temas trascendentales en la obra de la poeta. Sobre el paso/relación del tiempo. Sobre los insoportables pretendientes. Sobre esta Penélope rescatada de la noche mítica de los tiempos, traída a un presente de feminicidios. Las letras de la poeta nos conducen a los pensamientos de Penélope y nos llevan de la mano por el camino de la redención/salvación. Blanca se encontró así misma en la palabra y la memoria; supo estar sola en la escritura, supo encontrarse.

Wayar enciende una vela y luego otra. Sigue sufriendo por Ulises, enamorada de los fuegos que arden bajo su lámpara. Mientras el personaje evoluciona (con una buena dicción y de forma pausada, algo poco habitual en el teatro paceño/boliviano), aparecen poco a poco las tinieblas de la espera. La noche se hace muda, se estremece la esperanza, se olvida el sol en el mar junto a la isla misteriosa. No importa, Penélope sigue clamando por Ulises. Incluso a pesar de sueños e infortunios. “Nada me obliga a creer que existes todavía”, dice la poeta. Penélope todavía cree.

Wayar canta, cuenta y se desencanta. Comienza a dudar. Y a preguntarse: “¿a quién estoy velando? Vigilante desvelada, vela que no vela, ¿a quién estoy esperando?” Apaga la segunda vela y todo es oscuro. Estamos en el tercer día. Penélope se ha cambiado de camisón. Descansa pues esperar cansa. Mueve los muebles, siente que “la oscura ley” la castiga. Sueña con Circe, la hechicera, sueña con traición. Pero sigue hila que te hila, teje que te teje, escribe que te escribe.

El naufragio interior (ya) no le permite hilar a Ulises. Despierta en otro sueño. Una hebra se tuerce, un hilo muerde un verbo. Sobre el escenario solo hay noticias de un naufragio bajo la luna llena: unas hojas arrancadas, unos vestidos preparados para un regreso que no llegará, un cuerpo marchito, unos tambores de quinua que suenan como las olas del mar que jamás traerán lo esperado. “Mi cuerpo yacente y solo / como en el dolor / como en la muerte. / Mi cuerpo a la intemperie / mi cuerpo desnudo cubre mi alma desnuda”.

Cae la tercera noche sobre la playa dormida. “Se oye el silencio, a pesar de la respiración del mar”. Esta Penélope se revuelca sobre la arena junto al mar amante. “Los broches del vestido ceden a la ansiedad del aire”. Se siente desterrada en su propio reino. Lava/expía con la sal las soledades de su alma. Y sabe que su belleza está en todos sus sentidos. El amor se rebela contra la espera. “Florece Ítaca, Penélope, florece Ítaca / para que yo la mire”.

Han pasados esos escasos cuarenta minutos: un monólogo largo y bien sostenido sin agujeros ni abismos es el reto más complicado para un actor/actriz. Wayar Soux nos/se hace la última pregunta antes de que termine el viaje: ¿está despierta o navega en las aguas de otro sueño? ¿los sueños sueños son? Ya es “otro día”, ya es otra vida, Penélope. Amanece de nuevo y el alma pequeña ha regresado a tu cuerpo, traída por la marea alta. ¿A quién estabas esperando? A ti misma. Ese era/será tu conjuro. Hoy, Penélope, estás en tu nombre.

Post-scriptum: ¿por qué esta obra —con hermoso texto (otra rareza)— no está presente estos días en el Fitaz?

(*) Ricardo Bajo es espectador

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Conan ha muerto

Lo peor de todo no es esta fotografía fija; lo peor es el aire de resignación que se respira en las calles de Buenos Aires

Ricardo Bajo

/ 17 de abril de 2024 / 11:08

“Conan, basta de ajustarnos”. Así reza una pancarta de protesta en la avenida 9 de Julio, cerca del famoso Obelisco de Buenos Aires. “Conan, tengo hambre”, dice otra. Sobre el paso de cebra alguien ha pintado “Milei te quiere pobre”. Todos sabemos quién es Milei, pero ¿quién es Conan? Conan es un perro, un mastín inglés para más señas. O era, porque el famoso Conan murió hace siete años. Entonces, el ahora presidente de la Argentina se gastó $us 50.000 en clonar a su mascota. Lo hizo a través de una compañía estadounidense de Texas llamada Perpetuate.

Lea: Cinemateca, travesía por el desierto

Milei vive ahora con cinco perros idénticos (“son mis hijitos”) en la Quinta de Olivos, la residencia presidencial. Se llaman Conan, Milton (por el economista Milton Friedman), Murray (por el economista Murray Rothbard), Robert y Lucas (por el también economista Robert Lucas). Hasta aquí, todo “normal”. Por cierto, el estadounidense Murray Rothbard, de la Escuela Austriaca de Economía, sostiene que “el padre debería tener el derecho legal a no alimentar al niño, es decir, dejarlo morir”. Un (ex)amigo del presidente contó que “los perros le bajan a Milei un mensaje de Dios”.

Dice el escritor argentino Martín Caparrós en su nuevo libro (El mundo entonces: una historia del presente) que Milei está claramente incapacitado para gobernar, que es un personaje siniestro, que está notoriamente desquiciado. Y se pregunta: “¿por qué votaron quince millones de argentinos a un tipo que asegura recibir instrucciones de un perro muerto?” El psicoanalista Hernán Scorofitz —en una columna de la revista Noticias— cree que Milei no ha aceptado la muerte del animal; “parece imposibilitado de tramitar simbólicamente su falta y por eso necesitar inmortalizarlo a través de acciones que parecen bizarras y hasta delirantes”.

El delirio pasó por la clonación del perro muerto y de sus cuatro “hijos”. Y por abrirle una cuenta de Twitter al susodicho (e interactuar con ella). Scorofitz va más allá: “Conan ocupa un lugar de padre, un padre muerto pero del cual se reniega su muerte”. Hay que recordar que la infancia y la adolescencia de Milei fueron marcadas por maltratos físicos y psicológicos por parte de su padre y de sus compañeros de escuela. Por eso los argentinos y argentinas que marchan estos días en las calles (un día sí y otro también) contra las políticas de ajuste y hambre, contra los recortes y despidos, le hablan al perro y no al presidente. Argentina es un manicomio a cielo abierto.

“¿Cómo podemos confiar en una persona que no tiene familia y habla con Dios al que llama “El Uno” a través de un “canal de luz” que le abrió su perro muerto?, me dice un hincha de Defensa y Justicia en el barrio de Florencio Varela mientras mata mosquitos a cada rato por la epidemia de dengue.

El segundo cuatrimestre en las universidades nacionales está en riesgo porque no alcanza para pagar la factura de luz y gas. El presidente dice que podría mandar tropas a Ucrania. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich (a la que Milei llamó en campaña “terrorista tirabombas”), se reúne con la CIA y el FBI en Washington. El presidente y su hermana reciben en Miami la distinción de “embajadores de la luz” por parte de una secta judía ortodoxa. Uno de los diputados de su partido (La Libertad Avanza) no cree en la obligatoriedad de la enseñanza pública y le dice a una periodista: “La libertad es también si no querés mandar a tu hijo a la escuela para que ayude en el taller.” Libertad rima con esclavitud. Argentina es una pesadilla “orweliana”.

Las librerías de avenida Corrientes están vacías. Ha caído la venta de libros. La nueva obra de Leila Guerriero (La llamada, sobre la exmontonera Silvia Labayru) cuesta 32.500 pesos ($us 33 si cambias en negro y $us 38 al cambio oficial). En el aeropuerto, todavía es peor, sale a 37.000 pesos, $us 43. La cultura ha vuelto a ser un lujo, un privilegio para unos pocos. Milei ha iniciado una guerra contra la clase media. Y a futuro, todo esto solo cierra con represión y muerte.

La paralización de la obra pública ha puesto a miles de bolivianos en la calle, sin trabajo. El plan de Milei es desmontar Argentina, borrarla del mapa. La eliminación de ayudas al cine, a la literatura, al teatro y a la música —verdaderas banderas argentinas reconocidas en todo el mundo— arruinan a todo un país, irritado hasta el extremo.

Lo peor de todo no es esta fotografía fija; lo peor es el aire de resignación que se respira en las calles de Buenos Aires. ¿Por qué no se vislumbra una resistencia? ¿Por qué no aparecen en el horizonte líderes que puedan capitalizar este descontento/decepción? Lo único que queda —por ahora— es joder a Milei donde más le duele: Conan ha muerto.

(*) Ricardo Bajo vende escobas

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Cinemateca, travesía por el desierto

¿Se acuerdan cuando la Cinemateca era un punto de reunión social? Dejemos de usarla como arma arrojadiza

Ricardo Bajo

/ 3 de abril de 2024 / 07:17

En noviembre del año pasado, centenares de personas firmaron una carta que pedía cuentas a la Cinemateca, “preocupados por el visible y creciente deterioro institucional”. Dos personas (Mauricio Souza y Sergio Calero) impulsaron la misiva. El primero había querido acceder al Archivo en el marco de una investigación. El segundo había cotizado el precio de alquiler de una sala para proyectar su película sobre Pink Floyd. Ambos se quedaron con las ganas; la plata no alcanzaba.

La carta fue respondida por los seis miembros de la máxima autoridad de la Fundación Cinemateca Boliviana, el Consejo de Fideicomisarios. En dicha respuesta, los seis (Carlos Mesa, Ximena Valdivia, Eduardo Quintanilla, Antonio Eguino, Marcos Loayza y Fernando Cajías) anunciaban la apertura de un proceso de invitación a personalidades relevantes del quehacer cultural y audiovisual de Bolivia para que se integrasen como nuevos fideicomisarios (tarea ad honorem, por si acaso).

Lea también: Volveremos a las montañas

Han pasado ya varios meses y el consejo no ha visto incrementar ni su número ni su pluralidad. Ocurrió todo lo contrario: en febrero. Marcos Loayza anunciaba su retiro. El año pasado Mario Castro —por motivos de salud— renunció y Pedro Susz, uno de los fundadores de la Cinemateca, pidió licencia indefinida “entretanto no se proceda a una re-institucionalización seria” (Susz dixit).

La directora de la Cinemateca, Mela Márquez Saleg, fue nombrada en 2010 por un directorio que hace años no se reúne con un consejo de fideicomisarios menguante. La propia Mela y el (ahora) quinteto de fideicomisarios —dominado por Mesa y dos personas de su confianza como Valdivia y Quintanilla— admiten que el edificio de la Cinemateca necesita refacción (los baños, las condiciones de proyección), necesita más personal (el proyeccionista te vende la entrada y las pipocas, abre la sala y corre a proyectar) y más presupuesto.

Es una obviedad que la Cinemateca vivió días mejores y actualmente transita por el desierto (en lenta agonía, a pesar de los esfuerzos titánicos y en solitario de su directora). Los intentos por captar capital privado (y donaciones) han fracasado. No ayuda por supuesto la ausencia de una ley de mecenazgo (cultural y deportivo). A estas alturas, la (única) solución es un convenio de trabajo conjunto con la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia para salvaguardar/mejorar el archivo (entre otras cosas).

La sola sugerencia que la Cinemateca pase a “manos masistas” altera/enerva a partes iguales. Sobre mi cadáver, dicen unos. Antes muertos, que entregar al MAS, dicen los otros. Me recuerda este histerismo a la consigna previa a las últimas elecciones municipales en La Paz: “votaré por cualquiera antes que por un masista”. No importó que ese “cualquiera” no tuviera la capacidad. Años después, por culpa de ese “cualquiera”, llegaron inundaciones y muertes que se podían haber evitado.

Lo triste es saber que algunos fideicomisarios confiesan en petit comité que un convenio con la Fundación Cultural del BCB es la (única) salida. ¿Por qué no defienden esa creencia en público? Por temor a que los más radicales levanten el dedo para acusarlos de la peor enfermedad: (filo)masismo.

Lo paradójico es que la gran mayoría de firmantes de la carta de Souza/Calero (personas muy alejadas de cualquier simpatía masista) fueron hombres y mujeres nada sospechosos de tener empatía con el gobierno. Dice el colega Alfonso Gumucio en un reciente artículo de prensa (La casa del cine) que “si el Estado apoyara la Cinemateca sin mellar su independencia (como en México, Francia y casi todo el mundo) se podría hacer mucho más”. Y añade: “somos muchos los que vamos a defender la independencia de la Cinemateca”.

¿Y si esa “independencia” significa una muerte agónica? ¿Y si mejor deponemos las armas y miramos todos juntos por una de las instituciones más queridas por la ciudadanía? La Cinemateca fue designada por ley como «custodia» del patrimonio nacional de cine e imágenes en movimiento; por tal motivo nos debería interesar a todos y todas. Nota mental: la ley también obliga a la Fundación Cinemateca Boliviana a informar públicamente y de manera regular de su situación.

Se pueden hacer/soñar (tantas) cosas bonitas. Como que todos los y las cineastas sientan esa casa como propia. Como que los estudiantes universitarios vuelvan a pagar la mitad con su carnet. Como que no sea necesario tres personas para ver una “peli”; que vuelvan las charlas; que regrese el café del último piso, la revista, el trato amable con el público cinéfilo… ¿Se acuerdan cuando la Cinemateca era un punto de reunión social? Dejemos de usarla como arma arrojadiza. Salvar la Cinemateca es tarea de todos y todas.

PD: el que esto escribe es un asiduo de la Cinemateca y su maravilloso archivo.

(*) Ricardo Bajo vende escobas

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