Saturday 4 May 2024 | Actualizado a 07:45 AM

Berlín no es Alemania. Reconstrucción después de la herida del muro

Hoy recordaré la cicatriz que erosionó la vida de tantos alemanes, hasta hace no mucho, en la gloriosa capital Berlín . Oberbaumbrücke, un puente de cuento de hadas, donde parece  acunarse el llanto de los que intentaron cruzar la vergonzosa frontera.

/ 29 de septiembre de 2013 / 04:00

Antes de los muros de Facebook existieron otras paredes que ensuciar con mensajes de libertad, amor, fraternidad pero también odio visceral, rabia contenida y fobias indisimuladas. Aún hoy, también, lamentablemente existen muros que nos recuerdan a los humanos que algunos de nuestros iguales anhelan y desean la separación del género en razas, nacionalidades, sexos, confesiones religiosas… cualquier etiqueta es buena para recordar al otro que somos distintos, a pesar de tan iguales.

Pero no vengo, ahora, a hablar de los muros de hoy. No quiero pasear Palestina aunque me paseé el alma su herida de hormigón y violencia. No deseo esquivar la sombra de revólveres y perros de presa estadounidenses en eterna salvaguarda de su ciudadanía acosada en la frontera con México. No quiero perderme esperando el final de esa empalizada que desea dividir a los hombres, ni golpear el paredón contra el que son fusiladas las mujeres, en uno y otro extremo del mundo, sólo por ser mujeres. No. Hoy recordaré la cicatriz que erosionó la vida de tantos alemanes, hasta hace no mucho, en la gloriosa Berlín.

Muchos de ustedes (afortunados) no habían apenas nacido cuando caía el Muro de Berlín. Otros tantos (lamentablemente) conservamos el recuerdo de aquella noche histórica en nuestras retinas. Tiroteos de brazos desnudos, salvas de cánticos espirituales, bombardeos de esperanza y futuro surcaron el cielo berlinés la noche del jueves 9 de noviembre de 1989, mientras las huestes pacíficas de la concordia despedazaban ladrillos para volver a reunirse con los suyos, confinados hasta entonces al otro lado de una ciudad que por más que quisieron dividir, siempre fue la misma.

Aquella noche, ante la anticipada noticia del fin de las separaciones, miles de habitantes de uno y otro lado de aquel Berlín escindido durante ocho años por quienes decidieron transformar los restos de una ciudad arrasada en un tablero de ajedrez sobre el que ejecutar sus juegos de guerra (fría, pero guerra al fin y al cabo), invadieron de manera espontánea las calles y utilizaron todo lo que había a mano para derrumbar aquella infamia de ladrillo y alambre de espino.

Hoy, recorrer las enredaderas como calles y las plazas como asambleas de la capital alemana, es un ejercicio más espiritual que físico, y apenas podrás encontrar durante su ejecución recuerdos de ese pasado ominoso en que fueron sepultadas tantas esperanzas y despedazados tantos abrazos fraternos.

Porque Berlín no es Alemania, ¡créanme!

Berlín puede ser cualquier lugar del mundo, pero queda lejos del concepto que el común de los mortales tenemos de esa entidad llamada Alemania. Ahora que la animadversión de gran parte de europeos crece ante el férreo gobierno económico del gigante germano, como antaño se desbordó contra la barbarie del gobierno nacionalsocialista hitleriano, no estaría de más darse un paseo por Berlín.

Porque caminar las calles de la metrópoli reconstruida de las puras cenizas tras la Segunda Guerra Mundial, logra que el sentido de la orientación geográfica quede seriamente afectado.

Varios días llevaba, un servidor, en la capital germana, y había decidido pasar un puñado de horas de los restantes, antes del regreso al hogar, departiendo con el amable camarero caribeño del restaurante Viva Cuba, situado en Prenzlauer Berg, uno de los antiguos barrios soviéticos rescatados para la modernidad por numerosos inmigrantes de los que arribaron a las costas de hormigón y acero de la recuperada capital tras la caída del muro. Obvio explicar el tipo de platos que sirven en el citado local. El caso es que despedazaba entre mis dientes y jugos gástricos un delicioso guiso de vaca frita con frijoles cuando, sin previo aviso, como los criminales y los abejorros, estampó en mi entrecejo un aguijón de vértigo e insolencia la mirada de una increíblemente bella joven hindú. Intuí que era hindú por el sari que vestía y por la profanación oscura de su mirada, desordenada por el bindi carmesí que engalanaba su frente. Vladimir, el camarero, había comenzado a canturrear un son de la época prerrevolucionaria de la isla del Caribe, tal vez por llamar la atención de la beldad que había irrumpido en el local.

Vladimir se me acercó y, evidenciando que mi campo visual ya sólo enfocaba a la joven hindú, me invitó a que la invitase a tomar asiento en mi misma mesa.

Él, prometió, prepararía un mojito cubano al que la joven no podría negarse y después… después tú ya sabes. Sonreí a Vladimir con cierta complicidad pero preferí darle campo libre y dejarle que intentase seducir él mismo a la chica. Para evitar mayores tentaciones concentré mi mirada en el platillo.

No estaba dispuesto a pasar mucho tiempo en aquel restaurante. Me esperaban en Kreuzberg para tomar un café turco al albur de los aromas de kebab que enredaban las calles del barrio en que habitan la mayoría de emigrados del antiguo imperio otomano que pretendieron construir futuro en la vieja Europa.

Despaché mi cuenta permitiendo a Vladimir que se tomara su tiempo para devolverme el cambio. Intentaba, infructuosamente, comunicarse con la joven hindú. Él aún sólo habla español, con un marcado acento caribeño, ella parece no conocer muchas letras del alfabeto germano.

Salí del local y tomé Prenzbauer Alle hasta llegar a la Karl Marx Alle, que recorrería contemplando, como siempre, arrobado, los gigantescos bloques monolíticos que conformaron una de las avenidas de mayor y más grisáceo trasiego de los tiempos de la Guerra Fría. La vía que honraba el nombre del filósofo del comunismo fue, durante años, el casi exclusivo paseo que podían permitirse los berlineses orientales sin miedo a ser requerida su documentación y su intimidad por las hoscas y lóbregas huestes de la Stasi, el servicio de inteligencia y control soviético que la URSS aposentó en la dividida capital germana durante los años de la ocupación.

Cuando la monotonía grandilocuente de los edificios me comenzó a resultar, en cierto modo, indigesta, y tras comprobar que aún quedaba tiempo para mi cita, decidí desandar mis pasos para acercarme a la Alexanderplatz, bajo la que se halla el mayor búnker que la oligarquía nazi decidiese construir, y sobre la que se erige la mayor torre de comunicaciones televisivas de todo el continente europeo. A la sombra de dicha torre pasearon antaño los ciudadanos de la Alemania Oriental, y esparcen eructos, exabruptos y chorros de cerveza quienes parecen ser los componentes de la última saga de punkies, a pesar de su aspecto Sex Pistols, decididamente socialista. Puedes imaginar, al contemplarlos, que encaminan un inevitable proceso de extinción que convulsiona entre carcajadas huecas y camaradería violenta. Porque ese grupo de avejentados jóvenes gusta de compartir sus litros de cerveza y sus porros de hierba al paseante que decida prestar atención a sus relatos de tiempos pasados.

No puedo olvidar que Berlín fue digna heredera del movimiento squatter británico, iniciado en los 90, y los jóvenes de arete y cuero gastado de Alexanderplatz parecen felices de seguir ocupando un espacio público. Por algo era, antaño, esta plaza, el mercado del buey, de cuya mirada vacuna y vacua parecen ser herederos los guiños alucinados de estos jóvenes sorprendidos por el paso del tiempo.

Bajo la Alexanderplatz, dejando de lado la estatua de Marx y Bakunin en que gustan de hacerse fotos grupos escolares, hasta desembocar en Nikolaiviertel, el barrio que, tras la derrota del ejército nazi y la consecuente destrucción masiva de su capital, decidieron las autoridades convertir en una especie de Disneyland del pasado teutón. El milimétrico entramado de calles que lo conforman se ve coloreado por la arquitectura germánica de siglos vetustos, convirtiéndose en una deliciosa diacronía en el corazón de una ciudad que se erige en laboratorio de lo más excelso de la arquitectura contemporánea. Y es en una de sus plazoletas que me acribilla el estallido sonoro de un centenar de crótalos y la marea multicolor de un millar de saris hindúes. Resulta que un buen puñado de ellos que habita Berlín, celebra estos días uno de sus festivales religiosos y mi mirada, ansiosa por encontrar de nuevo la de la joven hindú que me desbarató los sentidos en el restaurante cubano, se pierde en una explosión de cánticos monocordes que enredan la etérea sinfonía corporal de una multitud que viste de fiesta y color las calles de lo que pretendía ser salvaguarda de los más puros estilos decorativos del pasado imperial germano.

La jolgoriosa turba desemboca en la ribera este del Spree, ese río bañado en remembranzas de sangre y nervio que divide las calles de la ciudad con mayor bondad de que lo hacía aquel Muro de la infamia, y yo decido tomar el bulevar más desprovisto de cuerpos humanos que localizo. Una calle que acompaña el curso del río y me llevará, sin remedio, hasta el Oberbaumbrücke, un puente como sacado de un cuento de hadas pero entre cuyas dos almenas parece aún acunarse el llanto de todos los que intentaron cruzar de un lado a otro de la vergonzosa frontera que separó, durante tantos años, los dos berlines, el este del oeste, el sueño de la realidad, la férrea opresión de la supuesta libertad.

Hoy día, el puente sirve de bucólico paseo y punto panorámico a no pocos turistas que se retratan con la falsa sonrisa del paseante despreocupado reflejando las aguas calmas del Spree.

Al otro lado, cruzando el puente, puedo internarme al fin en Kreuzberg, el actual barrio turco. Pero antes decido tomar Mühlenstrasse. En esta calle se conserva uno de los fragmentos de lo que fuese el Muro de Berlín. Fue en este largo segmento de piedra desvencijada donde el artista alemán Bodo Sperling logró permiso para evitar la definitiva demolición y transformar la pared de la vergüenza en lo que hasta hoy se conoce como East Side Gallery. En este museo abierto al humo de los vehículos y la mirada recelosa de los ciudadanos, más de un centenar de artistas de reconocido prestigio internacional dedicaron horas y esfuerzos a realizar murales que conmemorasen la libertad que quedó instaurada aquella noche de 1989 en que el muro, definitivamente, cayó. Paseando no logro alcanzar la concentración necesaria para admirar el supuesto genio de aquellos artistas, tal es el maremágnum de voces que enreda los alrededores profiriendo exclamaciones en lenguas tan dispares como el inglés, el japonés, el urdu o el árabe. Hoy es, la East Side Gallery, más un corredor atiborrado de decoraciones turísticas que un muestrario de arte moderno.

El intrincado babel de expresiones que profieren los turistas que hasta aquí se acercan para recolectar instantáneas con sus artilugios cibernéticos logra desorientarme, y he de cruzar el siguiente puente que me acerque hasta el barrio de Kreuzberg y, al fin, a la persona con que me he citado en un sucio cuchitril que sirve kebab caliente y calinosa Fanta naranja. Ignoro el nombre de esta nueva pasarela que reconduce mis pasos para salvar la corriente del Spree, pero no puedo evitar, de nuevo, sentir un torbellino de sentimientos encontrados al contemplar a los muchos ciudadanos que descansan sus horas de relax en las sillas situadas a orilla del río, en esa playa improvisada con que las autoridades han querido regalar a sus gobernados. Alguien me dijo que trajeron arena desde costas griegas, para mejorar la ilusión de vacaciones ribereñas a los falsos bañistas.

Una vez en el corazón del barrio turco siento la tentación de tomar el tranvía que me acerque hasta Neukölln, aquel suburbio que, en los años 70, albergó los infiernos interiores de no pocos ejecutores de lo que serían los ritmos musicales de toda una década. Por sus calles paseó su necesidad de cocaína un demacrado pero aún iluminado David Bowie, en compañía de un atolondrado pero certero Iggy Pop. El ambiente de sus tugurios incendiados de humo y ritmo propiciaría que aquellos dos genios de la música popular pariesen sendos álbumes que pasarían a la historia como inimitables contenedores de himnos juveniles que, los que ya tomamos la recta de la mediana edad, aún podemos recordar en noches de melancolía y alcohol.

Pero a la sombra de unos tilos distintos de los de Unter den Linden, la refinada y anacrónica avenida por la que gustaban de pasear sus caballos imperiales los alemanes de antes de la guerra, me espera una joven de labios golosos y sonrisa crepitante que nada tiene que envidiar a la hindú con que Vladimir pretendía emparentarme horas antes.

Allí está ella, en el interior de cochambre y aroma del Berliner Döner, esperando mi llegada para hacer el mandado al solícito camarero de mostachos chamuscados por el fragor de la leña sobre la que giran las carnes de pollo y cordero. Pedimos dos platos de kebab. De cordero, por supuesto. Al fin y al cabo me encuentro en compañía de una marroquí descendiente de beréberes que, desde que abandonó su tierra natal, no había olvidado el Aid el Kbir, la fiesta del cordero en que los musulmanes conmemoran el sacrificio de Ismael a manos de su padre… sacrificio desbaratado por un dios iracundo que otorgó al anciano profeta la oportunidad de sustituir a su hijo por un cordero recental. Las calles aledañas se ven desordenadas por un festival de pañuelos que marchitan las suaves facciones de numerosas mujeres musulmanas, y el dueño del local decide festejar nuestros besos invitándonos a una nueva remesa de Fanta naranja. Ignora que yo, lo lamento, hubiese preferido un buen vaso de vino Riesling, delicadamente fermentado a orillas del Rhin, en Alemania… pero… ¿acaso no estamos ya en Alemania? Tal vez, pueda ser, si nos atenemos a los límites políticos que las fronteras imponen.

Pero ella me sugiere apurarnos para que podamos acercarnos hasta el centro cultural Tacheless, en el Mitte, el antiguo barrio judío. Lo que hubiese sido sede la Organización del partido nazi antes de la gran guerra y había quedado destripado por los bombardeos aliados que pusieron fin a la misma, dio cobijo, durante años, entre sus muros ruinosos, a un amplio catálogo de artistas del desamparo y la radicalidad venidos de todos los puntos imaginables de una Europa que amenazaba, más aún que el edificio, con su definitivo derrumbe. Albergue de inofensivos alcohólicos, filántropos desfasados y okupas de sí mismos; guarida de músicos desquiciados, creadores plásticos y grafiteros posmodernos; madriguera de escultores, drogadictos y visionarios. El Tacheless ha  funcionado durante décadas como epicentro de la vanguardia berlinesa y, por qué no, mundial. Pero ha decidido cerrar sus puertas. Y lo hace con un concierto, que se promete multitudinario, de un célebre cantante egipcio al que acompañarán un grupo de percusionistas senegaleses.

Ella tiene razón, he de dar por finalizado mi vaso de refresco naranja y apurarme para entrar en el Tacheless por la puerta grande, la del bar Zapata, en que tomaré varios chupitos de tequila antes de penetrar la herida fresca de una multitud hambrienta de libertad, dentro de esta festiva llaga a medio cicatrizar que es el Berlín actual. Una ciudad que albergó un muro como una bofetada de espanto en que no pocos adalides de la libertad decidieron plasmar sus artísticas creaciones.

Hoy que ya no quedan muros en las cercanías, aquí, en el Tacheless, la gente dispara sus cámaras fotográficas para, acto seguido, colocar tales instantáneas en ese otro muro que hemos decidido crear, ladrillo a ladrillo, tantos humanos. Espero que no se equivoque la Historia y evitemos transformar el muro de Facebook en una trinchera de ladrillos pixelados bajo la que esconder nuestros miedos e inseguridades. Porque Facebook no es el mundo, al igual que Berlín no es Alemania. Berlín es muchas ciudades y cualquier visitante puede elegir aquella en que más a gusto se encuentre. Porque cualquiera de estas urbes puede pertenecer a cualquier nación mundial, siempre que no sea ésta Alemania.

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Vidal Cussi: De los nombres de una exposición

‘Caos’ es el nombre de la exposición que el pintor paceño presenta hasta el 7 de mayo en la galería Altamira de San Miguel

Desde el caos

Por Daniela Espinoza M

/ 28 de abril de 2024 / 07:03

¿Por qué Caos?, me pregunto al recibir las fotografías de Vidal Cussi con el nombre de su exposición —que se exhibirá hasta el 7 de mayo en Galería Altamira, calle José María Zalles Nº 834, bloque M-4, San Miguel— y me quedo pensando mientras miro las obras y me digo ¿dónde está el caos?, ¿en esas gotas que el rocío deja en una manzana o en esas nubes que parecen atravesar con calma los cuerpos instalados en espacios infinitos y crepusculares?

¿Habrá caos, acaso, en esos rostros que observan paisajes montañosos o en aquellos que parecen reposar entre las nubes? Tal vez sí lo encuentro en los caóticos cabellos que se entrelazan a través de los rostros, cabellos en forma de listones de lata que se entrecruzan y supongo se enlazan en la parte que el cuadro ya no nos deja ver.

Entonces pienso que lo mejor es recurrir al artista para encontrar la respuesta. La charla me tranquiliza, el caos no está en las obras que presenta, sino que estuvo en él en el momento previo a su producción y, tras una catarsis —“una explosión” como él prefiere llamar—, surgió esta muestra llena de señas de paz.

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Luego, teniendo que escribir sobre su obra, me quedo pensando en el artista, en lugar de acercarme a su exposición me gana la vida de Cussi, me quedo intrigada en los procesos de unas obras que a todas luces reflejan sosiego y calma, pero que —ahora lo sé— no se engendraron de esa manera.

“El arte es para mí una terapia, un reencuentro conmigo mismo. Las tristezas, así como las alegrías, se van plasmando en las obras. Ellas son un desahogo”, me dice. Por supuesto que ya mi mirada es otra, y me siento en el deber de compartir con ustedes esa breve charla, pues si alteró mi forma de apreciar su arte, sin duda hará algo similar por ustedes.

De pronto, ya no son importantes los nuevos colores que Cussi propone y que despuntan en algunas obras, ya no es vital pensar en él en tonos tierras. Ya conocemos algo, aunque sea un poco, del proceso creador de un artista al que admiramos ahora un poco más, ya sus cuadros nos dictan palabras en voz baja, las palabras con las que el artista empezó a trabajarlas.

La muestra ‘Caos’, del artista paceño Vidal Cussi, se exhibe en la galería Altamira (San Miguel, zona Sur).

PERFIL Vidal Cussi Tiñini nació en Santa Rosa, provincia Pacajes del departamento de La Paz en 1983. Actualmente reside en la ciudad de El Alto. Estudió en la Academia de Bellas Artes Hernando Siles donde obtuvo la especialidad en pintura. Ha sido ganador de varios premios, entre los que destacan: Gran Premio Salón Pedro Domingo Murillo (La Paz) en 2012 y 2020, Gran Premio Salón Villa San Felipe de Austria (Oruro) 2019 y Gran Premio Salón 14 de Septiembre (Cochabamba) 2019 y 2023.

Texto: Daniela Espinoza M.

Obras: Vidal Cussi

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Semilla, picantería boliviana: Sabores tradicionales para disfrutar en Achumani

Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido

Por Fernando Cervantes

/ 28 de abril de 2024 / 06:55

Crónicas gastronómicas

Fue el ají de fideo materno lo que motivó a Ernesto Bernal a elegir la profesión de cocinero, sobre todo después de haberlo preparado muchos años para sus hermanos cuando su mamá viajaba por motivos de trabajo.

Luego de un buen tiempo estudiando gastronomía y habiendo trabajado en diversos establecimientos es que se animó junto a su esposa Karen Mujica (administradora de empresas con estudios en diseño gráfico, decoración y comunicación visual) a dar a luz a un viejo anhelo: tener su propio restaurante inspirado en las tradicionales picanterías de Sucre y Potosí, que tenga los sabores bolivianos muy presentes y que se sumerja en el recuerdo de los fogones familiares que eran manejados magistralmente por madres y abuelas. 

Encontrar la casa ideal no fue nada fácil hasta que el destino quiso que en enero de este año esta joven pareja pudiese alquilar un bonito y espacioso inmueble con jardín, ubicado en el barrio de Achumani, muy cerca de la avenida Francia. El lugar fue decorado y rediseñado con muy buen gusto. Así nació Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido, queso humacha, picante de lengua, anticuchos, relleno de papa, mondongo, sajta de pollo, keperí o sopa de maní, los que pueden ser acompañados con  jugo de tumbo, limonada o mocochinchi, ya sea en vaso o en jarra.

Un detalle no menor: el lugar no cuenta con parqueo propio pero la calle donde están ubicados es sumamente tranquila, por lo que estacionar el automóvil en las cercanías del restaurante no debería representar problema alguno.

Semilla: un lugar ideal, para visitar en familia.

Semilla, picantería boliviana

  • Dirección: Calle 21 de Achumani Nº 5  (a una cuadra de la av. Francia) 
  • Teléfono: 67020523 
  • Rango promedio de precios: Bs  20-65    
  • Plato estrella: Picante surtido       
  • Atención: sábados y domingos de 12.00 a 16.00     

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Contáctenos: Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

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No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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José Ballivián: vestirse en tiempos actuales

El artista paceño llevó la muestra ‘Alta Gama / Espíritu Colonial’ a la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra

Por Juan Fabri

/ 28 de abril de 2024 / 06:42

José Ballivián (2024) presentó Alta Gama / Espíritu Colonial en la Galería Nube en Santa Cruz de la Sierra. En esta exposición nos invita a reflexionar sobre la vestimenta en los Andes actuales y los significados que detonan las materialidades vinculadas a la ropa.

La muestra es una serie de obras sobre lo chojcho que viene explorando por lo menos desde hace 10 años. Él dirá: “Lo chojcho es un término usado comúnmente en la zona occidental boliviana para denominar a una persona sin buen gusto para la vestimenta, además de tener la particularidad de ser muy básico en su lenguaje y cultura general”.

Desde mi perspectiva, considero que lo chojcho confronta las miradas exógenas y exóticas sobre el arte del país, donde se busca en Bolivia una especie de “pureza indígena”. Frente a estos discursos, lo chojcho encarna la tensión y la disputa cultural diaria sobre los cuerpos en un territorio atravesado por su historia colonial y la actual globalización. En la exposición, Ballivián relaciona lo chojcho con la vestimenta, pero esta se encuentra ligada inevitablemente con los cuerpos de quienes usan o podrían usar estas prendas.

Dentro del contexto boliviano, uno de los elementos claves de la identificación cultural, pero también de duda sobre si unx es o no indígena, es la vestimenta. El chojcho también va a encontrar en la ropa una expresión sobre su impureza, una disputa de sus ideas y una forma de habitar la ciudad llevando estas vestimentas.

El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.
El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.

En Bolivia recientemente vivimos el censo de población y vivienda (2024) que se realiza cada 10 años y que brinda una idea de quiénes somos como país. Dentro de una de sus preguntas se planteó la pertenencia o autoidentificación a una nación indígena. Los activistas aymaras convocaron a la población a identificarse como aymaras (por ejemplo, el concurso de video para aymaristas convocado por Elias Ajata) si es que sus padres o sus orígenes eran aymaras, más allá de si hablaban o no la lengua. Estos planteaban que ser de una nación indígena en Bolivia trasciende el vivir en el área urbana o rural, es una identidad, una pertenencia. Sin embargo, las identidades para el censo han sido entendidas de manera esencialista, es decir, si eres aymara, no podías ser guaraní o de otra nacionalidad, sólo debías escoger una opción. Lo mismo sucedió con temas de género, donde solo había dos opciones excluyentes, hombre o mujer, omitiendo el otro universo de posibilidades; de esta manera el Estado negó las diversidades que tanto publicita.

La discusión sobre las identidades, particularmente en torno a las nacionalidades indígenas, en el Estado Plurinacional de Bolivia es un elemento que constantemente está en debate tanto en el campo político como en el estético y es sobre lo que viene discutiendo el artista paceño José Ballivián, quien frente a estos discursos esencialistas, nos propone un ser chojcho. Es decir, un lugar de enunciación que está vinculado a lxs hijxs migrantes aymaras en espacios urbanos y con fuertes influencias globales, pero que no dejan su vínculo con lo aymara. Me pregunto si alguna vez será posible censarse en Bolivia como chojcho. Claramente es una categoría no reconocida en el país, porque va más allá de los esencialismos, y que Ballivián rescata del lenguaje popular.

La vestimenta es un factor importantísimo en los Andes de Bolivia. Dentro las comunidades indígenas existen fuertes controles sociales para que las personas sigan usando ponchos, sombreros, polleras, awayos, por lo menos, respecto a las autoridades originarias. Esto está en tensión con el costo de tiempo, esfuerzo e incluso dinero que pueden costar estas prendas. Frente a la gran oferta de ropa usada proveniente del contrabando que llega desde Chile y que proviene de países del Norte, principalmente Estados Unidos de América.

En la exposición, Ballivián propone que alguien chojcho podría caminar por la ciudad usando un ladrillo como cartera. La pieza Alta Gama consiste en un ladrillo sujeto con una wiskha (soga de lana de llama) que de manera conjunta evocan una forma de cartera. La importancia del ladrillo en La Paz y El Alto, ciudades en las que al llegar se puede ver el ladrillo expandido por toda la urbe y que además es símbolo de modernidad, frente al adobe que era el material tradicional con el que se hacían las casas. El usar un ladrillo como cartera enriquece para generar una metáfora de lo que nos colgamos en nuestros cuerpos, más aún que se encuentra serigrafiado el símbolo y las letras de Adidas a uno de los costados. La pintura Ladrillo led también enfatiza la importancia del ladrillo y lo vincula a un toro.

La Feria 16 de Julio o qhatu en la ciudad de El Alto ha crecido acompañada de la gran oferta de ropa usada o de segunda mano proveniente de Estados Unidos, que se vende a precios bajos y que de alguna manera ha quebrado la industria local de ropa en el país. Es decir, para las industrias bolivianas se les hace imposible o muy difícil competir económicamente en el mercado con ropa que viene con etiquetas originales de Louis Vuitton, Balenciaga o Adidas, y que se comercializan en grandes ferias a precios bajos y con una marca avalada por la gran industria de la moda occidental. Por otra parte, la Feria 16 de Julio es quizá el centro comercial más importante de los Andes actuales que toma las calles de El Alto los días jueves y sábado. Además, es quizá uno de los ejemplos más importantes de economías populares en el país. Por otra parte, la Feria 16 de Julio no es la única: todas las ciudades y ciudades intermedias en el país cuentan con algún día a la semana o al mes con una feria donde se revende ropa americana de segunda mano. Dicen que por ello en el campo es más sencillo ver gente usando jeans y zapatillas de marcas globales que pantalones de bayeta o lanas tradicionales, como quizá sucedía hace 50 años.

la muestra del artista José Ballivián se exhibió en la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra.

Ballivián nos propone una obra que refiere a marcas occidentales pero también a la crucifixión cristiana como parte del mismo proceso de imposición cultural. Utilizando una prenda deportiva, un buzo negro, que en la parte de adelante está escrito “Balenciaga Latam”, vinculando a la famosa marca y en la parte de atrás menciona “espíritu colonial”. La obra evoca la colonización y la imposición de las vestimentas en el contexto de la globalización. Un detalle particular es una abarca u ojota, prenda utilizada por las poblaciones indígenas campesinas originarias en Bolivia y que es posible relacionar con los pies de Cristo en la cruz.

Ballivián en la muestra reflexiona sobre el uso de estas marcas occidentales que llegan a Bolivia a manera de ropa de segunda mano o como imitaciones. Podría ser sencillo entender una asimilación cultural hacia las estéticas del norte, usando ropa americana, por los aymaras urbanos o por lxs chojchxs. Sin embargo, al lado de estos jeans, zapatillas o carteras de marcas globales que son vendidas a precios bajísimos, se encuentran también las abarcas, sombreros, ponchos o cinturones de mallkus y jilacatas (autoridades originarias aymaras). Entonces, es posible usar jean con poncho y zapatillas Adidas. También es posible no usar ninguna vestimenta indígena, no hablar aymara, ni quechua, pero preguntarse si se es o no indígena. De la misma manera, alguien que habla aymara y viste como indígena, también a veces duda si es completamente indígena o si quiere seguir siéndolo. La dinámica de las identidades también se encuentra atravesada por el autocuestionamiento de lxs sujetxs.

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Entonces, Ballivián propone que lo chojcho es una manera de existir con estos cuestionamientos existenciales y también con las prácticas. Además, como si se tratara de la antropofagia brasileña, lxs chojchxs se apropiarán de todas estas vestimentas y generará opciones y alternativas particulares. De la misma manera, la pieza Chojcho Cultura es una prenda negra casi como una pieza de un sacerdote con una capucha y el texto explícito que hace referencia a esta identidad. En la zona baja de la pieza, en un lugar casi pélvico, un textil tradicional aymara irrumpe esta especie de túnica.

La obra de José Ballivián nos ayuda a repensar fenómenos como la Feria 16 de Julio y también las discusiones sobre “lo original”, “lo trucho”, la copia, la falsificación, la apropiación, la alienación, lo puro y lo contaminado.

La pieza Ansiedad es una instalación que hace referencia a una chompa o suéter gigante de tres metros de alto. Un tejido elaborado de lana de llama, lana de oveja y lana sintética, que en sus materialidades nos propone la construcción de una pieza en contra los esencialismos. Es decir, en la mezcla, en la unión de varias lanas nos propone la tensión de lo chojcho. En la parte de adelante está escrito con tejido: “Locos por ti”, y en la parte de atrás: “Alta tristeza”.

Recorrer esta exposición de Ballivián invita a imaginar a sujetxs que recorran la ciudad con estas prendas chojchxs y que estas sean la expansión de sus cuerpos y las dinámicas de las identidades. Por otra parte, la obra de Ballivián me permite reflexionar que el arte contemporáneo en Bolivia, que por su tradición es principalmente occidental y que llega al país y se articula con las reflexiones y búsquedas locales, puede ser en sí mismo chojcho, por su carácter impuro.

* Juan Fabbri es licenciado en Antropología, maestro en Antropología Visual y Documental Antropológico y candidato a doctor en Antropología Cultural (Uppsala Universitet, Suecia) y docente investigador en la Universidad Mayor de San Andrés.

Texto: Juan Fabri

Fotos: José Ballivián

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Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calacoto, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

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“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

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