Cosecha de suicidios
La deuda no muere con el suicidio del campesino. Normalmente es asumida por su mujer y familia, que quedan con la presión.
Cuenta la esposa de Rahul Udebham que la mañana antes el prestamista estuvo exigiéndole a su marido las deudas acumuladas, caminando como un loco por entre sus plantas de algodón y gritando “¡si no pagas, esta tierra va a ser mía!”. Dice que esa misma tarde su marido desapareció, y que regresó borracho, embarrado y con magulladuras en las manos. Cuenta que esa misma noche honda su esposo salió de casa con lo puesto, y que parecía que iba hacia la nada, y que se perdió en un escalofrío de estrellas. Dice que esa fue la última vez que lo vio con vida. A primera hora de la mañana siguiente lo encontró retorciéndose aún en su agonía.
Masculla entre llantos que su marido Rahul, de 35 años, fue un padre cariñoso muy respetado en Madni, una pequeña aldea de Vidarbha, la región algodonera por excelencia en el mismo corazón de la India. Con un tono de balada triste me susurra que es ésta una tragedia anunciada, porque las perspectivas económicas de los últimos años ya presagiaban la ruina. Explica que la sequía había acabado con las cosechas, que sin cosechas no hay ingresos, que sin ingresos no se pueden pagar las deudas. Rahul no supo enfrentarse a la amenaza de perder sus tierras a manos de los prestamistas. Me dice que lo que sí perdió fue la esperanza. Apenas un pequeño frasco de pesticida le bastó para arrancarse la vida.
Tampoco supieron encontrar mejor solución los más de 280.000 campesinos indios que, según datos de la Agencia Nacional de Registros Criminales, se han quitado la vida desde 1995 hasta 2012. Casi el 70% de la población total de la India son campesinos. Porque a pesar de la gran modernización de este país emergente en los últimos años, de los 1.240 millones de habitantes, 850 millones aún viven directamente de la agricultura.
La tragedia ocurrió dos semanas antes de hablar con la esposa de Rahul. Yo había llegado a Madni cuando todavía familiares y vecinos se agolpaban en la entrada de la casa del difunto. Ese llanto que él no había llorado las mujeres lo lloraban por él. Honraron al fallecido con guirnaldas de flores anaranjadas y le envolvieron en sábanas blancas. En cuanto el cuerpo estuvo acondicionado, los hombres formaron una comitiva que llevaría a Rahul sobre una camilla de troncos hasta el estéril campo destinado a la cremación.
Algunos estudios, como el realizado por el Centro para los Derechos Humanos y la Justicia Global de la Universidad de Nueva York, afirman que esta alta tasa de suicidio se debe al desmantelamiento de un modelo de agricultura de pequeños productores, en favor de un modelo agro-industrial manejado por corporaciones. Un proceso que comenzó en los años 70. Por entonces, la mayoría de indios vivían dispersos en pequeñas aldeas y no habían necesitado de la química para sus cultivos. Pero a partir de esa década el gobierno indio lanzó la llamada Revolución Verde, que impulsó el uso de productos químicos para aumentar la productividad. A corto plazo, la estrategia dio grandes cosechas, pero “con el tiempo”, indica Brahmachari Eknath, de la fundación Mata Amritananda Math, “no pudo evitarse la fuerte contaminación de suelos y acuíferos”. Lo que se tradujo en una disminución de los rendimientos agrícolas, sobre todo en territorios que, como Vidarbha, presentaban carencias naturales de riego.
A finales de los años 80 las autoridades dieron otra vuelta de tuerca. El elevado déficit de la economía llevó al gobierno indio a recurrir a los préstamos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), concedidos a cambio de los habituales “planes de ajuste estructural”. Éstos exigían privatizar instituciones públicas agrícolas, reducir las inversiones en el sector agrario, liberalizar los precios, aflojar las normativas protectoras, así como suprimir los aranceles comerciales para facilitar la entrada de productos agrícolas exteriores. Desde 1991 hasta 2011 el PIB de la India se multiplicó casi por siete. Sin embargo, este crecimiento no estaba siendo igual para todos. El mismo BM señaló que cerca del 69% de la población india sobrevivía con menos de 2,3 dólares al día.
La disminución de las ayudas públicas al sector, combinada con la supresión de aranceles a productos del exterior, fue la sentencia para el pequeño campesino local. “El precio de muchos productos extranjeros es artificialmente bajo debido a que los gobiernos de origen sí subvencionan a sus campesinos,” indica Palagummi Sainath, editor de asuntos rurales del periódico The Hindu. El agricultor indio no puede competir con esos precios tan bajos.
Se produce entonces “una enorme brecha entre los ingresos que obtienen y el coste de lo invertido”, indica S. Mohanakumar, profesor del Instituto de Estudios sobre Desarrollo en Jaipur.
¿Cómo se sobrevive entonces a esta situación? Pidiendo préstamos. Con gran parte de los bancos públicos y privados negando el crédito, hace tiempo ya que los prestamistas privados sobrevuelan en círculo las zonas rurales de la India con esa certeza que da el instinto premonitorio, apuntando a las yugulares de débil pálpito, ofreciendo dinero con desorbitados intereses de hasta el 50%. Era de esperar que muchos de esos campesinos no pudieran devolver nunca los préstamos.
Pero la deuda no muere con el suicidio del campesino. Normalmente es asumida por su mujer y familia, que sufrirán el mismo estrés por la pérdida de la cosecha o por la presión de los prestamistas, hasta tal punto que el drama en ocasiones se repite. “Los suicidios de mujeres campesinas también existen”, indica un informe de Action Aid, “pero no son considerados como tales por las estadísticas oficiales, pues ellas nunca figuran como propietarias de las tierras”. Ukandabai, la esposa de Rahul, no será la propietaria, pero tiene que sacar adelante a sus tres hijos. Me cuenta con el corazón cabalgándole en la garganta y como quien lanza un mensaje en una botella que “se necesitan 15.000 rupias (245 dólares) al año para mantener el cultivo, pero ganamos mucho menos de lo que gastamos”.
Y la respuesta gubernamental parece sonar como cuando lanzas una piedra a un pozo y solo se oye el agua al cabo de mucho tiempo. “Únicamente se ofrecen ayudas financieras cuando la familia del campesino que se quitó la vida no tiene ninguna posibilidad de pagar las deudas”, denuncia Balkrishna Hedge, miembro de una ONG local. Pero esto no solo resulta insuficiente, sino que se comenta que esta ayuda estatal se ha convertido en un incentivo perverso para que muchos prestamistas presionen a los endeudados campesinos con el fin de que se quiten la vida, pues es la única manera de poder cobrar la deuda.
Devinder Sharma, periodista especializado en políticas agrícolas, concluye que “el suicidio de los campesinos es quizá consecuencia del fin de las redes de seguridad institucionales”. Uno puede llegar a pensar que este abandono no es casual, que las cosas son así intencionadamente, escasas a propósito.
Sharma advierte en esa línea: “las políticas públicas han sido diseñadas de tal manera que la agricultura familiar es inviable y no rentable”. Quizá eso explique por qué cada vez más gente abandona su aldea para marchar a la ciudad.
Rahul también se marchó. Pero de otra manera. La última tarde que se le vio por Madni su cuerpo yacía sobre una pila de troncos. Cuando el ardor de polvo manso dejado por el cortejo fúnebre aún estaba asentándose sobre el camino, los hombres de la aldea ya preparaban la hoguera. Poco a poco el humo negro iba anunciando la noche. Entonces el cielo se abrió de nuevo. Ahí quedaba silencioso, ya no se quejaba.
Para muchos en la nueva India ya da lo mismo el sol que se pone o el sol que se levanta. Da la impresión de que en este país emergente se desclavan las estrellas frágiles del firmamento. La muerte de Rahul no es solo la última contracción de una pupila vidriada. Su muerte es el silencio institucional entre el polvo. Un olvido más de la memoria.