Antiindigentes: Ciudades que pinchan
La arquitectura defensiva de las urbes ofrece paseos con bancos incómodos, fuentes sin agua, púas antipobres y plazas sin sombra.
Dieciséis pinchos metálicos de un par de centímetros de alto han levantado una montaña de indignación en las redes sociales. Los colocó en su soportal una comunidad de vecinos londinenses para librarse de una persona sin hogar que dormía en el suelo. El 6 de junio un peatón tomó una foto y la subió a internet.Twitter hizo el resto.
“Es un poco hipócrita cómo la gente se ha rasgado las vestiduras con este tema del momento en la red social: en todas las grandes ciudades, incluidas las españolas, se colocan sistemáticamente, desde hace años, este tipo de barreras”, dice José Manuel Caballol, de la fundación de lucha contra la exclusión social RAIS. Las considera una forma más de “violencia indirecta contra las personas sin hogar”. “El tuit no me llamó la atención”, dice, “basta con darse un paseo por el centro de cualquier gran ciudad”.
A un paso de la céntrica glorieta de Ruiz Giménez de Madrid, Fernando se despereza de la siesta liándose un cigarro. Está resguardado bajo los soportales del mítico Edificio Princesa. Un hito de la arquitectura de los años 70 obra de Fernando Higueras que, inspirado por Le Corbusier, proyectó una mole de hormigón aligerada por terrazas, un jardín vertical donde la dura ciudad se hacía más habitable. En el colchón sobre la acera en el que duerme Fernando, queda poco de esa idea. Antes los sin hogar se ponían sobre las jardineras que rodean la parte baja del edificio. “Olía fatal, y aquí además de vecinos hay una clínica dental, no solo era intimidatorio, era antihigiénico”, explica una usuaria del edificio cuya comunidad de vecinos, “desesperada”, decidió hace un par de años poner hormigón sobre la superficie horizontal que los sin hogar usaban como cama para que quedase en cuesta. Si Fernando no te lo cuenta, cualquiera pensaría que el edificio siempre ha sido así. No hay pinchos, pero es lo mismo.
La arquitectura disuasoria busca, con más o menos disimulo, evitar ciertos comportamientos creando barreras físicas. Un paseo por el centro de Madrid, mirando con ojos de quien busca —no ya solo dormir, sino sentarse, ir al servicio, socializar, beber y comer sin tener que sentarse en una terraza— descubre decenas de ejemplos. Es una ronda fascinante, porque el peatón ha naturalizado estas triquiñuelas que hacen la experiencia de la ciudad más incómoda para todo el mundo.
Si te fijas, hay jardineras bordeadas de verjitas que la gente se clava en el trasero cuando para a hablar por teléfono. Otras han sido rellenadas con cemento en el que se ha incrustado piedras o varillas metálicas. Algunas soluciones son pseudodecorativas; otras son simples mallas metálicas colocadas de manera improvisada sobre huecos o recovecos. La tipología de los bancos es muy variada. Algunos están divididos para evitar que te tumbes, otros son simples bloques sin respaldos ni brazos y algunos, en vez de planos, están inclinados y para sentarse sin escurrirse hay que hacer fuerza con los pies. En la plaza de Isabel II la fuente está deshabilitada, en la del Callao no hay sombra. En Jacinto Benavente hay más de 200 sillas de terrazas (de pago) y ni un banco. La ausencia de verde es notable.
“Los centros de las ciudades se están endureciendo para todos… No es que haya una normativa específica que busque ciudades menos habitables, pero falta una visión y gestión global de los espacios públicos”, opina Carlos Llés, sociólogo urbano. “Tal como funciona el diseño del espacio público, suele ocurrir que aunque el proyecto pueda estar bien pensado, llega un momento, generalmente durante la ejecución de la obra o su mantenimiento, en el que aparece un concejal de distrito o alguien del área de seguridad y pide, casi siempre por presiones de los vecinos, y sobre todo los comerciantes, que se tomen este tipo de medidas. El resultado son espacios defensivos, desequilibrados y poco habitables no solo para quien vive en la calle, sino para todos los que usamos la ciudad”.
Para las abuelas que no se pueden poner juntas en los bancos individuales, para los niños que corren sobre el duro granito, para el lector que se quiere sentar sin tener que entrar en un bar y para el que tiene sed y no quiere pagarse un botellín de agua.
En Madrid, el ejemplo perfecto está en el kilómetro cero. La fuente central de la Puerta del Sol estaba diseñada como un banco circular donde la gente se podía sentar con los pies para dentro (en un foso sin agua), o hacia afuera, apoyados en un escalón de unos 20 centímetros. Pero alguien, en distintos momentos entre 1985 y 2009, decidió llenar de tierra y flores el foso y colocar sobre el banco una corona de espinas. Ahora los turistas (solo los más flexibles) se sientan acuclillados en lo que era originalmente el escalón. O directamente se sientan en el suelo.
En Barcelona, donde el actual Ayuntamiento asegura que “está a favor del urbanismo de las personas y no del urbanismo preventivo”, también se pueden encontrar bancos antimendigos colocados en 2009, alféizares de ventanas inclinados y diversos obstáculos en garajes y portales.
“Improvisada o no, siempre hay una ideología detrás de estas actuaciones”, dice Eva García Pérez, arquitecta-urbanista del Observatorio Metropolitano. “Son estrategias para desplazar lo que la ciudad no quiere ver”, continúa. “Muchas veces tienen detrás un falso discurso arquitectónico: el higienista, la falsa sostenibilidad o el disfraz de diseño contemporáneo, porque nos fascina ese aspecto ultramoderno de las plazas duras. Y por supuesto, está la obsesión por la seguridad”.
La plaza de Soledad Torres Acosta, en Madrid, fue arrancada de cuajo en 2006 tras el asesinato de Viktoriya Nvosu a manos de Manuel Córdoba, conocido como Manolo el de la gorra. Eran dos habituales de una zona, detrás de la Gran Vía, poblada por personas sin hogar, toxicómanos, prostitutas y pequeños narcotraficantes. La remodelación puso orden, luz y cámaras de videovigilancia en un espacio confuso. Desaparecieron los rincones para dormir y para ser atracado y, de paso, se creó una explanada perfecta para colocar terrazas y mercadillos transitorios, que pagan licencias municipales. A los vecinos que llevaban años pidiendo la remodelación les pareció que la nueva plaza no estaba pensada para ellos, sino para los que iban al centro de compras.
Ordenar el espacio público de una ciudad es una cuestión compleja entre el control y el caos; el castigo y la mediación; la convivencia y el conflicto. Entre la teoría de lo que es habitable y la práctica del día a día. “El caso de los pinchos es en extremo vidrioso”, dice el sociólogo Llés. “Hay distintas maneras de verlo.
Está quien defiende que toda intervención es estéril porque el espacio público es conflictivo por naturaleza. Y, en el extremo opuesto, quien quiere imponer unas estrictas normas de convivencia que tienden a desproteger al más vulnerable. Entremedias, está el buenismo de quien dice qué le vamos a hacer, y la opinión de quien se encuentra el problema en la puerta de casa”.
“La ciudad es un espacio de recursos para todo el mundo, aunque quienes viven en la calle son quienes más los necesitan para sobrevivir”, apunta la arquitecta-urbanista Eva García. “Al final, tanto ellos, como los demás, inventamos la manera de adaptarnos a estas barreras para seguir usando las ciudades como necesitamos hacerlo”.
En la madrileña calle Desengaño inventiva no falta. Casi todos los comercios tienen su fórmula (unos han puesto flores, otros pinchos) para evitar que las prostitutas se instalen en sus escaparates. Por su parte, las mujeres han ideado todo tipo de sistemas para descansar de sus tacones de aguja. Con cajas de fruta y cartones crean sillas, algunas muy ingeniosas, sobre las que hacen equilibrismos sobre pinchos y bolardos. Por toda la ciudad, los ancianos están empezando a hacer lo mismo.
Algunos alféizares están inclinados, lo que de paso facilita su limpieza, pero en la mayoría se han colocado forjas más o menos agresivas tras las que se acumula la basura. Estas pequeñas fortificaciones, más que en portales de vecinos como el de Londres, abundan a la entrada de los comercios. “Está a la orden del día”, explica Paloma de Marco, de la Asociación de Comerciantes de Centro. “Si se te planta alguien en la puerta, la gente no entra en tu negocio”.
A los soportales retranqueados les han salido verjas (en los que no se tumba el indigente, pero tampoco se puede resguardar de la lluvia el transeúnte). En la parte baja de algunas puertas hay estructuras metálicas que inhabilitan los escalones cuando están cerradas. Encontrar un urinario sin entrar a un bar es misión imposible. “Las calles se piensan para los turistas, para que la gente compre y entre en los bares. No se piensa en los vecinos y mucho menos en las entre 30.000 y 40.000 personas sin hogar que hay en España, que también son usuarios de la ciudad”, opina Jesús Sandín, de Solidarios para el desarrollo. Según el INE, que contabiliza a quienes duermen en albergues, hay 23.000 personas sin hogar en España. En Madrid son 2.200, 700 de los cuales duermen en la calle.
Manolo lo hace a los pies del Teatro Real (con el que tiene una suerte de pacto) desde hace diez años. Saluda a los vecinos del barrio como uno más. “Entiendo lo de los pinchos, si fuese mi casa yo también los pondría… habría que ver cómo les dejaba el portal el de Londres”, dice dando voz a una opinión sorprendentemente extendida entre media docena de personas sin hogar consultadas. “Hay que tener respeto”, dice, “levantarse pronto, dejarlo todo limpio, no mearse, cagarse ni vomitar en la puerta de nadie”.
Cuando vio la foto de Londres, Ferrán Busquets, de la asociación Arrels de Barcelona, tuiteó la imagen de una escultura rodeada de bolardos de Girona, donde vive. “Poner hierros donde había un señor durmiendo. Problema resuelto, ¿no?”, escribió. “Es normal que te moleste que alguien duerma en tu portal”, dice, “pero estas soluciones son denigrantes”. Frente al común argumento de vecinos y comerciantes de que quien duerme en la calle es porque no quiere ir a los albergues disponibles, plantea: “La pregunta es si tú te sentirías seguro y cómodo en un dormitorio común con otros 40, duchándote con tus pertenencias para que no te las quiten”. Y ofrece la estrategia Housing First, puesta en práctica con éxito en varios países, que consiste en dar una vivienda, no compartida ni tutelada, al sin hogar.
El Papi pasó 20 años en la calle. Ahora vive en una casa okupa, pero pasa el rato en la Plaza Mayor porque se aburre encerrado. “Lo de los pinchos es como cuando la Policía te quita una lata de cerveza porque no se puede beber en la calle”, dice. “Y aquellos, ¿acaso no están bebiendo también en la vía pública?”, se pregunta señalando a los turistas de las terrazas. El Papi suspira y entona el discurso de muchos urbanistas: “El problema no es la ciudad, sino los políticos que la quieren convertir en un bazar”.