Cuerpo y sangre de cristo
En un rincón de Coroico, las hermanas Clarisas elaboran vino y hostias para la misa.
Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros”. El sacerdote, detrás del altar del templo, enuncia parte de la eucaristía, el sacramento católico mediante el cual el pan de trigo se convierte en el cuerpo de Cristo, mientras los fieles elevan sus manos en dirección al cielo esperando una bendición.
“Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna…”. El ritual es idéntico domingo a domingo, y también tiene por fin convertir, a través de la fe, el vino en sangre del hijo de Dios. Instantes después, el padre bebe del vino tinto y come la hostia, mientras los creyentes inician una fila para comulgar y recibir a Cristo.
Gracias al trabajo de las hermanas franciscanas Clarisas, las ofrendas indispensables para esta celebración litúrgica —el vino y la hostia— son elaboradas y enviadas a la ciudad de La Paz desde uno de los lugares más bellos del territorio boliviano, el valle tropical de Coroico.
Escondidas en una de las esquinas de la plaza principal, entre los minibuses a la espera de pasajeros para el transporte hacia la sede de gobierno y taxis que se ocupan del traslado de turistas de este municipio de Nor Yungas, unas empinadas gradas conducen al monasterio de las monjas. Al bajar por esta vía empedrada y con dejo colonial, las jardineras muestran la belleza coroiqueña, con árboles y flores de colores intensos.
En medio de las viviendas que fueron acondicionadas como hostales o restaurantes para atender a los visitantes nacionales y extranjeros, una casa que parece detenida en el tiempo, con una puerta de madera gruesa cobijada por plantas colgantes en la pared blanca, da la bienvenida al claustro.
El monasterio de las hermanas Clarisas está dirigido por la abadesa María Tomasa Pérez, quien con mucha tranquilidad y una sonrisa que exuda paz conduce a los visitantes a través de la propiedad, con ambientes que hacen imaginar a los Jardines Colgantes de Babilonia, una de las siete maravillas del mundo antiguo, por sus jardineras cultivadas en pequeñas terrazas. Son varias cuadrículas que encierran un campo fértil donde suelen crecer árboles de cítricos, manzanas y ciruelos. “Ahora estamos con plantas de peramota, durazno, bananas, palta y caña. Tenemos a dos plantas de cada una. Producen todos los años”, asegura María Tomasa. A pesar de su caminar cansino debido a la subida a través de la sosegada propiedad, la madre mantiene la sonrisa y la calidez que se expresa en sus palabras, tranquilas y dulces.
La hostia y el alma del vino
Luego de caminar un par de minutos y disfrutar del clima semitropical y sol pleno, en la parte superior de la propiedad está la hermana Teresa, una monja joven que, con un hábito marrón, mandil blanco y velo negro, hace una pausa en sus labores para mostrar su centro de trabajo. La religiosa sintetiza su labor al explicar que el procedimiento para la preparación del plan es básico y que solo se trata de mezclar agua y harina.
“Después de preparar la masa, se aplana con una plancha especial. Luego se corta la pasta, se ventila un poco, se cortan las hostias, se las deja secar tres días y se las embolsa. Este proceso dura cinco días”, describe el procedimiento. Es, precisamente, la forma artesanal en que se producen lo que les da un gusto especial y lo que motivó a que un grupo de monjas de Chuquisaca haya visitado Coroico con el objetivo de recibir charlas sobre la elaboración.
Sin duda alguna, el clima y el ambiente que rodean la fábrica artesanal ayudan sobremanera en la preparación de la hostia, que antes de la consagración es solo pan de trigo, y que a través de la transubstanciación se convierte en el cuerpo de Jesucristo en el sagrado ritual de la oración.
La cantidad de hostias que elabora la hermana Teresa depende de las horas que dedica a esta tarea, que generalmente es desde las 08.00 hasta las 12.00, antes y después de elevar sus plegarias. Cada mes se producen cerca de 50.000 hostias pequeñas y 3.000 grandes, las primeras destinadas a los creyentes y las demás a los sacerdotes. Este pan luego es enviado a la iglesia de San Francisco, en la sede de gobierno, “y en el altar se hace cuerpo de Cristo; es la fe, porque Jesús dijo éste es mi cuerpo”, explica la religiosa. El claustro de las hermanas Clarisas fue fundado hace 52 años por monjas provenientes de Estados Unidos y en la actualidad está integrado en su totalidad por novicias bolivianas.
Caminando nuevamente por el florido jardín, la abadesa recuerda que en el monasterio vivieron hasta 15 hermanas, pero algunas salieron a otras regiones y otras fallecieron. “Otras no han podido continuar porque no es para todos, es una vocación, y cuando Dios da vocación también nos da perseverancia”.
Cuando comienza a hablar de su fe, a Teresa se le iluminan los ojos, desaparece la timidez con que inició el diálogo con los visitantes y demuestra su vocación de servicio mediante su sabiduria y su vida dedicada a la religión católica. “Ofrecemos nuestra vida a Dios como una ofrenda para el mundo, para que tenga misericordia del Señor”. La hermana expresa así la labor que cumple dentro del claustro, que es su hogar. Así como Teresa encontró su objetivo de existencia, los padres franciscanos y las hermanas Clarisas brindan orientación a las jóvenes que quieran seguir el camino religioso en Coroico.
El convento abre sus puertas para las muchachas que sientan esa preferencia, por lo que pueden convivir con las monjas más de dos semanas, luego de lo cual se les da un tiempo de reflexión en sus casas y, si están decididas, regresan para continuar la vida que llevan las hermanas en este lugar cerca del cielo. “Se les da una oportunidad, no es agarrarlas nomás, porque la principal vocación de la religiosa debe ser estar feliz en el lugar donde se encuentra; si no es feliz, no hay vida”, reflexiona la abadesa.
Coroico guarda una variedad de sitios naturales, como la Poza del Vagante, fosas de piedra donde se puede disfrutar del agua tibia que proviene del río que baja del cerro Chijchipa, o la visita a las cascadas San Félix, San Jacinto y Cochuna, además de la variedad de flora y fauna a dos horas de viaje desde la urbe paceña. Es por ello que el Gobierno Autónomo Municipal de Coroico y la empresa estatal Boliviana de Turismo (Boltur) han organizado un recorrido por los sectores más atractivos de este pueblo subtropical, con el objetivo de acrecentar la llegada de visitantes. De acuerdo con el libro Cultura de la vid en Bolivia, de Margarita Contreras y Luis Vicente Elías, el surgimiento de la vid en el continente americano se localiza en México y en Perú, desde donde llegó a Bolivia el año 1548, para la fundación de Nuestra Señora de La Paz. La investigación indica que en Luribay existe la tradición oral acerca de que “las cepas redondas” o en vaso que hay en algunas zonas se debe a que los españoles llevaron las primeras plantas a esa región. Después de recorrer el huerto, al pie de unas gradas, una monja con hábito color mostaza, mandil verde y lentes fotocromáticos da la bienvenida a su rincón preferido, a su laboratorio, donde se dedica a la elaboración del vino.
Se trata de la hermana Marianela, quien se encarga de la producción de la bebida y que aprendió ese oficio de María Inmaculada, una monja estadounidense que era la principal responsable hasta muy avanzada edad, cuando tuvo que alejarse de Coroico para ir a su hogar familiar y pasar sus últimos días. Las habitaciones para producir la hostia se encuentran en la parte superior del claustro, con ventanas grandes y con el sol que ilumina todos los rincones, y en la parte inferior dominan las sombras, aunque el lugar también es acogedor, limpio y cálido. Al ingresar, lo primero que llama la atención es una plancha de metal empotrada en la pared lateral, que se abre cuando llegan las uvas desde Luribay, capital de la provincia Loayza, en el departamento de La Paz. La puerta se abrió hace poco, a inicios de abril, cuando un grupo de personas descargó los frutos de la vid. Es en ese momento que Marianela inicia su labor de laboratorio, cuando tritura los frutos de manera manual y también con la ayuda de un motor, labor a la que le sigue el proceso de fermentación.
La primera habitación de la fábrica artesanal parece ófrica y húmeda, pero tiene una temperatura agradable. En ella se encuentran dos tanques de dos metros y medio, aproximadamente, cubiertos de cemento, donde maceran las uvas.
Mario es un coroiqueño que llega de manera eventual al claustro para ayudar a las hermanas. En este caso, sigue atentamente las instrucciones para remover el líquido de la uva triturada y anotar, de manera constante, los cambios en la temperatura y en el nivel de azúcar.
Catación
Marianela dice burlonamente que no es “tan cabeza”, pero sostiene que le gusta la química, por lo que fue aprendiendo el arte vinícola desde 1997, cuando entró por primera vez a este laboratorio. Más que la química o algún libro especializado, la hermana ha encontrado en la catación la manera de producir el sabor perfecto del vino. “Cuando me piden que les enseñe, tendría que darles mi paladar”.
No obstante, Marianela no deja de consultar un libro antiguo sobre la mesa de la bodega, Tratado de Enología, de F.A. Sannino, que al ver su tapa y sus más de 500 páginas, con anotaciones de diferentes épocas, pareciera ser igual o más antiguo que el convento.
La bodega es una habitación larga, con 35 barriles de cedro apilados, con vinos que maceran desde el año 2003 e incluso 2000 y que son abiertos de acuerdo con la comercialización de este licor. En uno de los rincones, entre botellas vacías envueltas con papel periódico, el libro viejo y tubos de ensayo, unos vinos llaman la atención por su antigüedad. Son las joyas de la hermana Marianela, pues son cosechas de 1984 y 1986, “cuando la hermana María Inmaculada estaba con vida”, y que le ayudan a catar y no perder el gusto del buen vino de las hermanas Clarisas.
Para probar el vino es menester subir a la terraza del claustro, desde donde se puede observar parte de la carretera que lleva a la sede de gobierno, plantaciones de café y coca, y varios hoteles, con un cielo despejado que permite disfrutar del sol en aquel paraje de clima moderado y fauna subtropical.
En lo más alto de la morada de las Clarisas, la naturaleza ayuda en la presentación final del vino, con un fondo que se asemeja a La Gioconda, de Da Vinci.
El sabor del vino es dulce y agradable, con la certeza de que fue hecho por manos celestiales. En su labor diaria de “ser el motor para que funcione la Iglesia”, las hermanas Clarisas preparan el vino para la misa y la hostia, mientras que para el público preparan el vino Oporto dulce, vino seco y el dorado dulce blanco, con precios que fluctúan entre los 25 y 27 bolivianos. Además de la elaboración de galletas y mantequilla de maní, también comercializan licores de café, cacao, menta y cherry, a 85 bolivianos. No es extraño ver largas filas durante las fiestas de fin de año en la tienda del Museo de San Francisco, en la sede de gobierno, donde se comercializan los productos hechos por las hermanas.
Para Marianela, seguramente su lugar preferido es donde se encuentran sus frascos de cristal, su filtradora, donde cumple la labor de alquimista, y que en lugar de transformar las piedras en oro, hace de las uvas de Luribay una bebida agradable, única por estos lares. No por nada, una empresa vinícola ofreció a las hermanas un monto de dinero para comprar la receta de la bebida, ofrecimiento que fue rechazado porque su trabajo está relacionado con el cuerpo y la sangre de Cristo.