Beatriz Canedo Patiño, exquisita y esquiva
Como casi todos los días, era la primera en llegar a su atelier de la avenida Arce, en La Paz, y también la última en irse, muchas veces después de más de 12 horas de trabajo. Perfeccionista y exigente —consigo misma y con el resto—, ningún detalle pasaba desapercibido, ni en su trabajo ni en su apariencia personal.
Como casi todos los días, era la primera en llegar a su atelier de la avenida Arce, en La Paz, y también la última en irse, muchas veces después de más de 12 horas de trabajo. Perfeccionista y exigente —consigo misma y con el resto—, ningún detalle pasaba desapercibido, ni en su trabajo ni en su apariencia personal.
Así era la diseñadora Beatriz Canedo Patiño detrás de las pasarelas. Briosa, estricta, ceremoniosa, pero también un poco distante y hasta cierto punto solitaria. Su estilo de vestir dialogaba mucho con su forma de ser: lucía joyas discretas, los labios siempre pintados de rojo carmesí y un corte de cabello Bob, a la usanza de Cleopatra (flequillo y una melena alaciada), que adoptó en los últimos años como parte de su look. Gustaba tanto de esta imagen que la presentaba en la mayoría de sus desfiles, donde las maniquís lucían pelucas, traídas desde París, con este corte.
“Ponía mucha atención a los detalles, a la perfección, por eso sus creaciones fueron aceptadas, por la calidad; tenía ojo para asegurar que todo quedara impecable”, recuerda su sobrina Deanna Canedo.
“Nací en La Paz, Bolivia, siempre admirando a nuestros camélidos”. Así respondía Beatriz cuando le preguntaban acerca de su origen. Cuarta hija entre cinco hermanos, esta couturier —como prefería ser llamada, por tratarse de una categoría superior a la de diseñador, según la jerga parisina— fue una de las máximas representantes de la moda boliviana y pionera en el orbe en el diseño y confección de lujosas prendas de fibra de alpaca. Quienes la conocieron dicen que tenía un temple de hierro y una férrea disciplina, al punto de renunciar a los convencionalismos sociales para refugiarse en su mundo de telares, cinta métrica, hilos y alfileres.
A inicios de los años 70, cuando el mundo atravesaba por una etapa cargada de ideologías, la joven paceña viajó a París (Francia), donde se matriculó en la carrera de Ciencias Políticas. Pero al semestre y medio descubrió que no era lo suyo, entonces eligió dedicarse a una carrera artística: el diseño de modas, para lo cual llegó a vender perfumes, además de ser guía turística en la llamada Ciudad de las Luces.
Gracias al aprendizaje de grandes diseñadores, como Daniel Michel y Augusto di Battista en Nueva York (Estados Unidos), la boliviana halló en la lana de camélidos el distintivo para crear, en 1987, la empresa Royal Alpaca Inc.
“Estaba más que temerosa, estaba aterrorizada”, confesó la couturier en una entrevista a la revista Mía de La Razón, en abril de 2009. “No creas que empecé con estudio, oficina y showroom; comencé en mi departamento de Nueva York, yo creaba mis muestras y mis patrones”. Así posicionó sus diseños en tiendas como Bergdorf’s, Goodman y Bloomingdale’s.
Trabajar en la Séptima Avenida de Nueva York, una de las capitales de la moda, es el sueño de todo diseñador que aspira a compartir vitrinas con Óscar de la Renta, Ralph Lauren, Bill Blass y Donna Karan. Beatriz cumplió su anhelo, sin embargo, decidió recalar en su natal La Paz, donde abrió la casa de moda bajo la firma BCP Alpaca Designs SRL, cuyo prestigio la devolvió a Estados Unidos y Europa, esta vez con el sello de hecho en Bolivia.
“Al principio no fue muy fácil trabajar tan lejos de una de las principales capitales de la moda, pero la mano de obra boliviana, particularmente la sastrería, es de una excelencia incomparable”, justificó a la revista estadounidense La voz latina.
La pasión por su arte la llevó, incluso, a renunciar a una vida en pareja. “Amé tanto una vez, que me alcanza para toda la vida”, confesó a Mía. Esta misma determinación la aplicó en cada ámbito de su vida. Para contar con personal idóneo, Beatriz instruyó a un grupo de sastres a los que halló en recónditas calles de la hoyada paceña. Era “una mujer extremadamente perfeccionista y muy disciplinada”, describe Deanna”. Rigurosa consigo misma y también con quienes la rodeaban. “Se debe tener una verdadera vocación por la industria de la moda, pues es una pasión que lo consume a uno, con largas horas de trabajo, muchas veces sacrificando la vida personal. Ser diseñadora no es solo recibir flores en una pasarela”, expresaba Beatriz.
“No bromeaba con los empleados, era excesivamente detallista y sabía muy bien lo que quería y cómo lo quería. Revisaba las prendas y se las probaba en persona, observaba las proporciones, el balance, los acabados y las entregas a tiempo, no se permitía un solo error”, cuenta el diseñador John Pacheco, uno de sus discípulos.
Pero la fama de severa y exigente contrastaban con la ayuda que brindaba a gente necesitada a través de galas benéficas de las que fue protagonista.
En sus escasos momentos libres, comenta Deanna, Beatriz disfrutaba de la lectura, especialmente textos en francés, escuchar música clásica y caminar en el campo. “Cuando te sentabas con ella no faltaba tema de conversación y te enriquecía”. Hace 10 años, cuando le diagnosticaron leucemia, el mundo no se detuvo para Beatriz. “Nos dejó asombrados, ya que hasta el último momento llegaba a la oficina para trabajar”, rememora su sobrina. Siempre pulcra y elegante, exigente y meticulosa, subía y bajaba las gradas como una empinada pasarela. Hasta sus últimos días.