Alejandría en el corazón
La ciudad egipcia es el seno del conocimiento de varias culturas de la antigüedad, célebre por su imponente biblioteca.
Debió haber sido el mediodía, poco más o menos, cuando el carro había por fin salvado la ancha y moderna carretera para llegar a la ciudad, y este año había apenas despuntado. La ciudad lucía con tanto movimiento, con tanto vigor, con energía tanta, que cualquier extranjero que hubiera pasado por ahí, en ese momento quizá más que en ningún otro, hubiese sentido en su piel la vibración que transmite cualquier cultura fuerte y esplendorosa.
Era como un estremecimiento. Estar ahí era, cuando menos, una de las cosas más inverosímiles para una persona que siempre hubo de anhelar con todas sus fuerzas conocer el germen de la cultura universal. En esas calles están, desde remotos tiempos y para siempre, el espíritu de las culturas orientales, occidentales, nórdicas e indoamericanas; la arquitectura gótica y el barroco; la música griega de las siringas y los aulós y la música clásica y romántica; las literaturas orientales y occidentales y las teologías del mundo como la del patriarca Teófilo; el hexámetro latino y el dáctilo helénico; la ingeniería y las matemáticas; la catedral de Notre-Dame y la basílica de San Pedro; sátiros, nereidas; la cultura otomana; la astronomía primitiva; las pagodas indias y las pirámides de todas las culturas, así como las atalayas, los castillos y las fortalezas; mezquitas, sinagogas, templos cristianos; todas esas cosas, allí, van revolviéndose en una fuerza unívoca que despierta el interés de todo hombre. Hay una palabra cuyo significado abarca la historia del hombre: Alejandría.
“¿Cómo hablar de una ciudad como ésta? ¿Se puede trasladar al papel —me decía a mí mismo— siquiera una pequeña parte de los que mis ojos están viendo? ¿Dónde se hallaba el mítico Faro que ornaba el gran pórtico de la ciudad?”. Hay cosas tan grandes, pero sobre todo tan potentes, que ninguna pluma ni ninguna cabeza las aguanta.
Alejandría —en la zona más occidental del delta del Nilo, sobre una loma que separa el lago Mariout del mar Mediterráneo— está muerta y está viva. Sus edificios empolvados y decrépitos y sus callejuelas retorcidas y arenosas cuentan más historias que las crónicas de los viajeros que se han escrito por montones, y las playas que adulan los remansos y curvas de la urbe traen una especie de energía europea que solo se explica cuando se mira un monumento o un tallado, y en él, al mismo tiempo, vestigios de lo que fueran la sabiduría de Grecia y Roma y la ciencia de los galos y prusianos. La fuerza de su leyenda mantiene un poder de evocación tan único, que el que camina por sus calles no puede no sentirse la persona más afortunada.
Estaba en un automóvil negro, en el asiento del lado del piloto, y con mis padres en el de atrás, pasando por varias calles y avenidas y viendo a través de las ventanillas los grises edificios y el aire cargado de polvo y suciedad, como una capa de cieno que se hubiese tendido sobre Alejandría para privar a sus habitantes de la alegría que provee la luz; y es que en Egipto el sol siempre luce anaranjado y hasta a veces de un color rojo pálido, porque se cubre con las diminutas partículas de humo y arena que vuelan por el aire desde que se formaron los desiertos.
Tenía en mano una cámara fotográfica y una libretita para poder al menos llevar al recuerdo algunas imágenes y notas de la que fuera por varios años la más importante ciudad del mundo. La ciudad fundada por Alejandro Magno en el año 331 a.C. entierra 23 siglos de historia que aún no han sido exhumados en su integridad por los eruditos y entendidos.
Seguimos avanzando, o más bien esquivando comerciantes, bamboleándonos en el coche y evadiendo viejecitas que se interponían en la vía, y llegamos a un mercado popular muy pintoresco, sucio y desordenado. El auto pasó luego sobre los raíles de un viejo y desvencijado tranvía y llegamos a la costa, donde se ve el azul monótono del mar. Tras tomar algunas fotos, seguimos el trayecto hasta nuestro destino, ya bien dentro de la ciudad.
Las nuevas instalaciones de la biblioteca, inaugurada en 2002.
La Ciudadela de Qitabay
Construida en el terreno donde se erigía el gran Faro y con las piedras que antaño conformaran la antigua maravilla, la fortaleza de Qitabay —edificada hacia el año 1480— se levanta como un castillo que le da magnificencia a las costas alejandrinas. Si hay algún castillo dotado de hermosura y muy poco preservado, es el de Qitabay, que además ostenta la gloria de haber servido de defensa en varias ocasiones a la ciudad más importante de Egipto.
Adentro no había nada, o por lo menos mis ojos no hallaron nada digno de comentarse. El olvido reina en esos ambientes fríos pero claros. Solo la melancolía de la memoria reina como una suerte evocadora de lo más glorioso. Las ventanas eran amplias y numerosas; a través de ellas entraban la luz del sol y el ruido de las olas.
Las catacumbas de Kom el Shogafa están en la calle Bab el Molouk, en el barrio Karmouz de Alejandría. Cuando uno entra al sitio arqueológico donde se hallan estas criptas, ve un letrerito humilde y modesto que indica que las galerías que acogieran los cuerpos de nobles primero y luego de gentes del común fueron descubiertas accidentalmente cuando un burro cayó al fondo de un pozo profundo en 1892. Llamadas también catacumbas de Alejandría, las subterráneas galerías labradas en la piedra del subsuelo, y en las que se siente la humedad del pedrusco tallado y de la tierra, presentan grabados en bajorrelieve con motivos de la mitología egipcia, romana y griega.
Parece que los muertos eran enterrados en sarcófagos de piedra, sobre estanterías y en pequeñas urnas, donde colocaban las cenizas de los difuntos.
Para llegar a lo más profundo se deben bajar varias decenas de peldaños, hechos también de piedra, que representan unos treinta metros de profundidad. La entrada a la cámara mortuoria está ornada con elementos de la mitología griega, como Palas Atena y la Medusa. La cámara tiene, en cambio, a Anubis y a Tot.
En nada de esto se detecta siquiera un solo método de preservación de la piedra, que se está remojando y malogrando cada vez más y más. Y cuando se sale, se es testigo de un panorama desolador; es algo que quiere llegar a ser museo, pero que no lo es, evidentemente, porque de serlo las piezas de la antigua Roma y las columnas de la Grecia clásica no estarían echadas en el suelo, bajo el rigor del viento y del sol, resquebrajándose y partiéndose algunas por la mitad.
El Gobierno no tiene iniciativa alguna para fundar un museo o para ejecutar alguna obra de preservación arqueológica.
La ciudad portuaria está en la zona del delta del Nilo.
La Bibliotheca Alexandrina
Fue en su época la más grande del mundo, llegó a albergar 900.000 manuscritos y tuvo a Eratóstenes de Cirene y a Aristófanes de Bizancio como sus directores, entre muchos otros. Fue blanco de ataques, incendios y saqueos de parte de Aureliano y Diocleciano, y para el tiempo de la dominación árabe ya estaba completamente devastada. Los Ptolomeos, que la fundaron, invirtieron grandes sumas en la adquisición de obras de Grecia, Persia, India, Palestina y África.
Era un centro de ilustración; fue un verdadero paraíso no solamente por la cultura que albergaba sino por la energía que irradiaba a la Europa clásica. Rollos, pergaminos y papiros llegaban casi diariamente al puerto de la ciudad para ser copiados por los amanuenses y posteriormente devueltos a sus dueños. La biblioteca albergaba todos los libros existentes de la antigüedad. Allí había, por ejemplo, más de cien tragedias sofocleas, de las que ahora solo existen siete.
Sobre la que fuera esa esplendorosa construcción, se erige ahora la biblioteca nueva, inaugurada en 2002. De un estilo arquitectónico vanguardista, diametralmente distinto del de la antigua, esta librería pretende reavivar la brillantez y el esplendor del anterior centro de saber.
Cuando uno entra en ella, es testigo de una construcción ultramoderna pero que retrotrae al esplendor de las épocas antiguas. También alberga un museo pequeño de piezas grecolatinas.
Pude ver una cultura grandiosa pero en decadencia; columnas dóricas botadas en el piso, capiteles y esculturas que se van desgastando por la obra del sol y el viento; museos y repositorios que no acogen sino desolación en sus ambientes. Como Goethe en Italia, yo también vi aquí, en Egipto, solamente “ruinas inertes”.
Cuando uno ha visitado ya todos los lugares visitables de esta ya casi megalópolis, uno se pregunta: “¿Qué ha sido de sus palacios magníficos, de sus gimnasios, de sus templos, de su magnífica biblioteca, de sus museos, de su necrópolis?, ¿qué de la grande, la rica, la soberbia, la nobilísima ciudad de Alejandro? ¿En verdad estas ruinas son el testimonio de lo que algún día fuera la magna Alejandría?”.
Si algo puede decir el que escribe esto, en descargo con la conciencia y para sentirse de esa forma con el espíritu en paz por haberlo aprovechado todo y cada segundo, es que no hubo monumento o pieza arqueológica que se presentara ante sus ojos que no haya investigado, escrutado, observado y sobre la que no haya tomado apuntes o por lo menos guardado sus mejores impresiones en su memoria.
Egipto —particularmente Alejandría— congrega las potencias del antiguo Egipto, de la antigua Grecia, de la magna Roma, del Imperio Otomano y del Islam; es un mundo deslumbrante y abigarrado. ¿Qué sucederá con su memoria? ¿Qué con la necrópolis? La ciudad de los vivos avasallará a la de los muertos. ¡Esta ciudad guarda el pasado del mundo!
Las ruinas, abandonadas y calcinadas por el sol de oriente, son blancos del desgaste y la fragilidad. Pero están ahí, estarán ahí. Porque la piedra es resistente y ha sido hecha para no perecer; aunque el sol y el viento se muestren implacables, un legado tan potente nunca se extingue. El granito resiste y no por nada sigue ahí, enterrado en la tierra o bajo el sol despiadado, o incluso en las profundidades del mar Mediterráneo, desde hace miles y miles de años.