Friday 7 Feb 2025 | Actualizado a 19:40 PM

Fernando Arze, entre el placer y el suplicio de crear

El reconocido actor paceño se encontró con el teatro mientras estudiaba ingeniería en Estados Unidos. Sin embargo decidió dedicarle su vida al arte, lo que lo llevaría a vivir en Nueva York, Río de Janeiro y La Paz, además de convivir con un futuro permanentemente incierto.

/ 12 de abril de 2020 / 07:30

Sentado en un bus, Fernando Arze Echalar estuvo cerca de una hora debatiéndose consigo mismo. Pasó todo el trayecto desde la casa de su madre en Río de Janeiro (Brasil) hasta el centro cultural en el que había recibido su primera clase de teatro preguntándose por qué volvía. Al llegar, se decidió a entrar, aún con el conflicto interior revolviéndole el estómago.

Estaba visitando a su mamá, Leonor, durante las vacaciones de su segundo año de universidad, que cursaba en Estados Unidos. Un día antes, él y una amiga suya decidieron ir a ver una película y donde la proyectaban también estaban dando un taller de actuación para principiantes.

“Por la insistencia de la secretaria decidimos entrar. Irrumpimos en un cuarto oscuro con personas que hacían ruidos raros. Nunca había visto algo así y me quedé casi dos horas y media sentado en un rincón preguntándome por qué no salía de ahí, hasta que me pidieron que improvisara”, comenta el artista paceño, quien ha protagonizado cintas como Muralla —por la que ha recibido premios internacionales— El río y Fuertes, entre otras. Actualmente forma parte del elenco de la serie brasileña (producida por Fox) 1 contra todos.   

Esa improvisación cambió su vida. Fernando nació en La Paz en 1973. Pasó diez años en su ciudad natal y luego se mudó junto a su familia al Brasil. Allí pasó siete años, terminó el colegio y se mudó a Estados Unidos para ir a la universidad. Había elegido especializarse en Ingeniería, y al poco tiempo se dio cuenta que no era algo que le apasionara.

El teatro nunca había llamado su atención —“me da vergüenza decirlo, pero hasta entonces había ido al teatro a ver obras máximo unas tres veces”—, sin embargo en cuanto comenzó a crear, el ejercicio lo consumió por completo y al terminar las personas a su alrededor estaban conmovidas. 

“El monólogo trataba de un viejo payaso al que le anuncian que ha sido despedido, poco antes de que entrara a escena. Recuerdo cómo eran sus medias, cómo lucía al mirarse frente a un espejo, cada detalle, me acuerdo de todo. Volver a Estados Unidos después de eso fue uno de los días más tristes de mi vida”, comenta el teatrista, quien ha dirigido obras como Arte, junto a Cristian Mercado, Gory Patiño y Luigi Antezana y 7 Menús, de la compañía Coyoacán en Agosto. 

En Pensylvania (EEUU) los estudios volvieron a absorber su atención y su tiempo, hasta que se abrió un taller de teatro, donde además de montar escenas viajarían a Nueva York para asistir a diferentes obras. Sin dudarlo, Fernando se inscribió y al volver del viaje supo que eso era lo que quería hacer. En paralelo a sus exámenes finales daba audiciones en un intento por entrar a diferentes escuelas de artes escénicas. American Academy of Dramatic Arts lo aceptó y así, su título de ingeniero se quedó guardado para siempre.

Los siguientes tres años, de 1994 a 1997, los pasó en aquella escuela en Manhattan, aprendiendo y superando obstáculos. “De 250 alumnos, terminamos 17 o 18 el último año. Todos creyéndonos muy buenos, pero el mundo real es otro. Sales y hay dos mil o más igualmente buenos que tú, más lindos y con más conexiones. Fue un balde de agua fría”.

A pesar del nivel de competencia, en 1998 el actor logró ser parte de una obra, y el año siguiente fue aceptado en la compañía Metropolitan Play House of New York. Junto a ellos trabajó por cuatro años, hasta que volvió a Bolivia para cuidar de Elsa Echalar —abuela suya que estaba muy enferma— renovar su visa de trabajo y participar de las películas El atraco y Corazón de Jesús.

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“Tras 14 años de vivir en  Estados Unidos, me negaron la visa y no volví. Ya había logrado tener un agente bueno y grabar locuciones… Dejé allá una parte de mi vida que no he podido recuperar y tuve que empezar de cero, pero la vida hizo que me quedara y estoy agradecido porque me dio la oportunidad de estar cerca de mi abuela”.  

En 2005, luego que Elsa se recuperara y de que tres proyectos en el país se cancelaran, decidió lanzarse una vez más al Brasil. Volvió al centro cultural donde el teatro se le había revelado y se montó en los engranajes del mundo cultural de Río de Janeiro. Entre nuevas técnicas teatrales, obras y experimentación, el artista también se hizo parte del universo de las telenovelas.

“Hay muchos prejuicios sobre esta industria, pero aprendí muchísimo; sobre todo a valerme por mí mismo. En cada novela se graban 40 minutos de material por día, que es mucho, así que no hay tiempo para grandes charlas sobre los personajes, menos aún, sobre los pequeños. Ya con un papel más recurrente, como el que tuve en Poder Paralelo, interactué más con los directores generales y con los protagónicos. De ellos aprendí a estar muy consciente de las cámaras y del ritmo de trabajo, fue muy interesante y lo haría de nuevo sin dudar”.

Con cada nuevo trabajo, fue naciendo en él la necesidad de escribir. Ya había sido parte de propuestas de escritura colectiva, también había dirigido, así que no se hizo problema con lanzarse a escribir dramaturgia. Nada lo había preparado, hasta entonces, para los nervios que sintió el día del estreno de O que nos resta. La obra —inspirada en la cinta Closer (2004) — contaba la historia de un artista plástico que decide crear caos amoroso a su alrededor para poder crear.

“Si la primera vez que dirigí fue un suplicio, el estreno de mi obra como dramaturgo fue peor. Escribir es muy íntimo, implica estar desnudo ante la audiencia, sin que nada pueda cubrirte y lo descubrí ese día. Por eso es que para escribir debe ser algo de lo que realmente quiera hablar”.    

Ya para entonces el creador sabía que la incertidumbre sería parte de su vida. En 2012 volvió a Bolivia para protagonizar Carga sellada dirigida por Julia Vargas-Weise y desde entonces tampoco volvió al Brasil. Al terminar de filmar, Luigi Antezana lo encontró en la calle y le propuso dirigir Arte y comenzaron a salir trabajos en Bolivia. De eso ya ocho años.

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En 2014 dirigió y protagonizó su segunda obra, el monólogo El Perdón. En ella, un extorturador, que soñaba con ser pintor, le cuenta su historia a una periodista. Y mediante cuadernos, el público toma el lugar de la receptora, para después reflexionar sobre si lo perdonarían o no.

“El teatro es un intercambio. En escena hay un actor y un receptor. El actor es el profesional de la entrega y una de sus funciones es hacer que la gente se sienta lo suficientemente cómoda para entregarse también. El cuaderno fue una manera de hacer más concreto ese intercambio, en el que pude ver cosas muy interesantes, desde dibujos muy sombríos, hasta agradecimientos por tratar el tema de la depresión clínica”.

Desde entonces sus propuestas creativas han pasado por la docencia, la dirección teatral, la escritura dramatúrgica y de guiones y la actuación en teatro y en cine. Para quien crea desde el arte, el destino es siempre un misterio. Viajar entre libros y ollas ha sido una constante y ha preparado a Fernando para comenzar su carrera de los cimientos, esté en donde esté. Sin embargo, la relación humana que implica su trabajo —en los ensayos o con sus alumnos— es el combustible que ahora más extraña y que cree que el teatro puede dar a la sociedad una vez que la cuarentena por la pandemia del COVID-19 termine. El miedo es ahora también una constante, sin embargo, los pequeños recovecos lo animan a seguir proponiendo.

“Cuando leí todos los cuadernos de me dejó el público en El Perdón, la mayor parte de las veces ganó el perdón y nunca el negarse a otorgarlo. Eso me dio y me da esperanzas. Sé que el teatro puede cambiar vidas —se lo digo a mis estudiantes siempre antes de salir a escena— y espero que ese contacto, que tanto estamos necesitando ahora, pueda romper las barreras que se están creando y que nos tienen enviciados con la tecnología”.  

La cuarentena no ha cambiado dramáticamente su rutina. Desde sus años en Nueva York, batallar contra la soledad ha sido una constante, así que tiene herramientas cerca para alejarla. Ha terminado dos guiones, da clases por internet, cocina y experimenta. Las peripecias que su vida ha dado para atraerlo a volver a La Paz y a quedarse no han sido pocas, sin embargo, le han permitido construir una carrera multifacética, con retos a cada instante.

“Los amigos que tengo que aún están en EEUU festejan que les ha salido un comercial. Porque allá eso es un gran logro. Y si bien no tengo nada en contra, no quiero eso para mí. Quiero trabajar, seguir aprendiendo, enseñar y hacer una obra entera. En otros lugares hacer todo lo que hago aquí sería poco posible. El teatro nacional ha dado saltos espectaculares, el cine está siguiendo ese camino y ser parte de este movimiento me llena de orgullo”.

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Latitudes 2025: performance art y las identidades pluriversales

La capital cruceña se engalanó con el festival que celebra al cuerpo como vehículo de expresión artística.

/ 1 de febrero de 2025 / 22:07

La ciudad de Santa Cruz de la Sierra fue el epicentro del arte contemporáneo con la sexta edición del Festival Internacional de Performance Art Latitudes. El evento, que se desarrolló del 28 de enero al 1 de febrero, reunió a artistas locales, nacionales e internacionales para explorar temas de identidad, tradiciones y plurinacionalidad. Bajo la dirección curatorial del reconocido artista y gestor cultural Héctor Canonge, este encuentro se ha consolidado como un espacio de reflexión y diálogo sobre las prácticas somáticas y performativas en el contexto boliviano y global.

En diálogo en exclusiva con Escape, de La Razón, Canonge, fundador y curador de Latitudes, compartió detalles sobre la trayectoria del festival, su enfoque en esta edición y la importancia del performance art como disciplina artística. “Latitudes se creó hace más o menos seis años, después que yo había regresado a Bolivia”, relató el artista. “He vivido la mayor parte de mi vida en el exterior y regresé a Bolivia en 2012. Después de ese primer año de aclimatizarme, de hacer presentaciones como artista en diferentes ciudades, me reubiqué en Santa Cruz y comencé a trabajar como gestor independiente creando iniciativas de performance art”, añadió.

El festival, que inició con intervenciones públicas en plazas y espacios abiertos de la ciudad, ha evolucionado hasta convertirse en un referente internacional del performance art. “Incluso después de la pandemia hubo una edición virtual en línea que se llamó Latitudes Híbridas, porque todas las presentaciones fueron a través de Internet”, explicó Canonge. Este año, el festival regresa con fuerza, abordando el tema “Acciones Pluriversales”, en celebración del Bicentenario de Bolivia.

Performance art y reflexión

El performance art es una disciplina que desafía las convenciones del arte tradicional. Se origina en las vanguardias del siglo XX. Canonge explicó que “el performance art tiene sus orígenes en Europa, donde hubo una reacción contra el teatro burgués. Un grupo de artistas en Austria y Rusia comenzó a experimentar con formas de arte que no requerían un escenario tradicional ni un guión rígido”. Esta disciplina se caracteriza por su fluidez y su capacidad para evocar emociones y reflexiones en el público sin ofrecer una narrativa literal.

“El performance art no te está dando una narrativa literal, te da algo más evocativo, algo más para pensar”, señaló Canonge. “El cuerpo es el generador de las acciones, y esas acciones son la obra de arte. Es una obra de arte efímera, porque, si no la ves, te la perdiste”. Esta característica efímera y dinámica convierte al performance art en una herramienta poderosa para explorar temas complejos como la identidad y la plurinacionalidad.

“El arte del performance latinoamericano se diferencia del performance art de Europa o de Estados Unidos porque es muy político. En Latinoamérica es político, de activismo, de lucha contra la represión. En Chile y Argentina hubo grupos que lucharon contra las dictaduras. En Bolivia también hubo un pequeño grupo, pero no fue tan fuerte como para seguir adelante en los años 80 y 90. Se perdió muy rápidamente con la dictadura de los 70, donde había una represión muy fuerte”, aseveró el organizador.

Identidad y Bicentenario

En esta edición, Latitudes 2025 se enfoca en la construcción de la identidad boliviana. “Este año estamos con el tema que se relaciona con el Bicentenario de Bolivia y el tema de es ‘Acciones Pluriversales’, con la idea de explorar la identidad”, explicó Canonge. “Cómo los artistas se identifican acá en el país o cómo aquellos artistas bolivianos viviendo en el exterior están trabajando en performance y cómo la realizan allá en diferentes puntos del mundo y si llevan algo de Bolivia con ellos”.

El festival cuenta con la participación de artistas bolivianos y extranjeros que abordan estas temáticas desde diversas perspectivas. Entre los artistas nacionales presentes en Latitudes 2025 están Juan Pablo Calero Araoz, Monica Adriana Sanchez, Mariana Behoteguy Chávez y Randy Rojas. A nivel internacional, se puede citar a creadores como Ale Montiel (Argentina), Dimple B Shah (India), Adrian Leodan Morales Ramírez (México) y Marta Lodola (Italia), quienes exploran sus propias raíces y cómo estas se entrelazan con la identidad boliviana.

“Hay artistas de la India que están abordando este tipo de mestizajes con la presencia inglesa en la India, hay artistas de Grecia que exploran la identidad griega”, comentó Canonge. “El festival ha servido para provocar una reflexión sobre qué es lo que hace de un ser humano, en el caso de los bolivianos, qué es lo que hace un boliviano o boliviana, y en el caso de los otros artistas, con sus respectivas identidades”.

Un festival con proyección internacional

Latitudes no solo es un espacio para artistas bolivianos, sino también una plataforma que conecta a Bolivia con el mundo. “Este año principalmente hay un enfoque en artistas nacionales, ya sean locales del interior o artistas bolivianos viviendo en el exterior”, explicó Canonge. “Pero también hay invitados internacionales que están haciendo su propia aproximación a esta idea de la identidad, a esta idea de lo ancestral”.

El festival se realiza en tres importantes instituciones culturales de la capital cruceña: el Centro de la Cultura Plurinacional (CCP), el Museo de la Ciudad Altillo Beni (MAB) y la Alianza Francesa Santa Cruz (AFSCZ). Cada sede alberga performances en vivo, seminarios, talleres y conversatorios que invitan al público a sumergirse en el mundo del performance art.

El legado de Latitudes

Desde su creación en 2017, Latitudes ha logrado posicionarse como un referente en el circuito internacional del performance art. “Latitudes es el primer Festival Internacional de Performance Art de Santa Cruz de la Sierra, y el único en Bolivia”, afirmó Canonge. “Desde su creación, el festival ha logrado posicionarse exitosamente en el radar del performance art internacional”.

Además de su impacto artístico, el festival ha contribuido al desarrollo de una red de artistas bolivianos a través de Performance Art Bolivia (PABA), una plataforma creada por Canonge en 2022. “PABA es una plataforma dedicada a la creación, difusión y promoción de programas de arte de la performance en Bolivia”, explicó. “Es a través de eso también que se ha generado este año mucho interés sobre el desarrollo y la evolución del performance art en el país”.

Latitudes, más que un festival

Latitudes 2025 no es solo un encuentro de arte; es un espacio para la reflexión, el diálogo y la exploración de la identidad en un mundo cada vez más interconectado. A través de performances, talleres y conversatorios, el festival invita al público a cuestionarse sobre su propia identidad y cómo esta se construye en relación con el entorno y la historia.

“El performance art es más dinámico, más fluido”, concluyó Canonge. “El cuerpo es el sujeto de la creación artística, el cuerpo crea la obra, y al mismo tiempo ese cuerpo del artista se convierte en objeto de apreciación. Esa es la relación de la importancia de la corporeidad en el performance art”.

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Emilia Pérez: un debate sobre arte y responsabilidad política

La película nominada a 13 premios Oscar es centro de una intensa polémica al presentar una actriz transgénero.

/ 1 de febrero de 2025 / 21:35

La película Emilia Pérez, dirigida por el cineasta francés Jacques Audiard, se ha convertido en uno de los temas más polémicos de la temporada de premios de 2025. Nominada a 13 categorías en los premios de la Academia, incluyendo Mejor Película y Mejor Actriz para Karla Sofía Gascón, la cinta ha generado un intenso debate sobre representación cultural, identidad transgénero y la responsabilidad política del arte. Mientras algunos celebran su ambición y su enfoque en temas marginalizados, otros critican su falta de autenticidad y su posible refuerzo de estereotipos dañinos.

Emilia Pérez cuenta la historia de un líder narcotraficante mexicano que encuentra redención a través de una transición de género, interpretada por Karla Sofía Gascón, quien hizo historia al convertirse en la primera actriz transgénero nominada al Oscar. La película, un thriller musical operático, combina elementos de drama social, crítica al narcotráfico y una exploración de la identidad transgénero. Sin embargo, esta mezcla de géneros y temas ha sido tanto alabada como criticada.

Carol Gainsborg Rivas, filósofa y analista cultural, ofrece una perspectiva equilibrada sobre la controversia. «Hay distintos debates cruzados entre medios», señala. «Por un lado, tienes la discusión de si el arte tiene una responsabilidad política o no. Cuando tú haces arte, no estás buscando comunicar, estás buscando expresar solamente. Entonces, quien crea podría excusarse de la responsabilidad política de su trabajo».

Argumentos a favor

Los defensores de Emilia Pérez destacan la importancia de la visibilidad transgénero en Hollywood. Meryl Streep, una de las figuras más respetadas de la industria, elogió la película por su «narrativa audaz» y su representación de personajes complejos. «Películas como Emilia Pérez desafían las normas tradicionales de la narrativa y abren puertas para voces subrepresentadas en Hollywood», afirmó Streep.

Guillermo del Toro, otro defensor de la cinta, celebró la nominación de Gascón como un «momento histórico». «Esto refleja progreso en una industria que a menudo pasa por alto a las comunidades marginadas», dijo el director mexicano.

Karla Sofía Gascón, por su parte, ha sido una firme defensora de la película. En su discurso de aceptación en los Globos de Oro, declaró que «la luz siempre vence a la oscuridad», reforzando los temas de empoderamiento y resiliencia que la cinta busca transmitir. Gascón ha enfrentado las críticas de frente, argumentando que su papel no es solo un logro personal, sino una representación de «innumerables individuos transgénero que luchan por el reconocimiento y la dignidad».

Estereotipos y falta de autenticidad

Sin embargo, no todos están convencidos de que Emilia Pérez sea un paso adelante en la representación transgénero. GLAAD, una organización que aboga por la representación LGBTQ+ en los medios, describió la película como «un paso hacia atrás». A pesar de que Gascón es una actriz transgénero, la organización argumenta que la cinta perpetúa estereotipos dañinos en lugar de desafiarlos.

Carol Gainsborg también expresa preocupación por la forma en que la película aborda la identidad transgénero. «La trama habla de un narco que encuentra la redención en la cirugía y en la transición como trans, lo cual hace eco en esta lógica de que las personas de la diversidad están enfermas, y la única forma de salir es expiando culpas», explica. «Automáticamente se simplifica la respuesta de lo que ser trans representa y se plantea que ser trans solamente es a través de una cirugía, cuando en la población trans hay un montón que no pasa por el proceso hormonal, otros que pasan solo por el proceso hormonal y otros que finalmente deciden optar por métodos quirúrgicos».

Además, Gainsborg critica la falta de participación de personas trans en el proceso creativo. «Hay una actriz que es trans, lo cual es un logro importante, pero no hay una población trans en todo el proceso creativo. Y el mayor cuestionamiento está en relación a la trama, el guion, cuando además el desafío que se plantea el director es súper grande porque está tratando de combinar una película que hable de la crudeza del narcotráfico, la experiencia vital de una persona trans, y todo esto en un musical, lo que puede trivializar y convertir en puro espectáculo el contenido que él quiere presentar».

Representación cultural en Emilia Pérez

Otro punto de controversia es la representación de la cultura mexicana en la película. Muchos críticos han acusado a Audiard de ofrecer una visión superficial y estereotipada de México. Héctor Guillén, guionista mexicano, expresó su descontento en redes sociales. «Estás tomando uno de los temas más difíciles del país… es como si estuvieras jugando con una de las guerras más grandes del país desde la Revolución», dijo.

Audiard, por su parte, ha sido criticado por sus comentarios sobre el idioma español. En una entrevista, describió el español como «el lenguaje de países modestos, de países en desarrollo, de los pobres y los migrantes». Estas declaraciones fueron interpretadas como clasistas y despectivas, lo que generó una ola de indignación.

Gainsborg también cuestiona la capacidad de Audiard para representar una realidad que no es la suya. «Tienes un director etnocéntrico que se manda unas declaraciones en francés y dice que puede crear lo que a él le dé la gana, porque el francés es un idioma del primer mundo, pero el castellano es de países en desarrollo y limita su posibilidad. Ya te muestra probablemente no la mejor disposición para hablar de una realidad mexicana, que es lo mismo que se repite en relación a la población trans».

El papel de las redes sociales y la polarización

Las redes sociales han amplificado tanto el apoyo como las críticas hacia Emilia Pérez. Hashtags en apoyo a Gascón han sido trending junto a otros que critican la película, reflejando la polarización del discurso contemporáneo sobre representación y política de identidad.

En Estados Unidos se está discutiendo también la película en relación a la cultura woke y las demominadas guerras culturales. Sin embargo, la filósofa advierte sobre la simplificación del debate. «En lo woke hay muchas cosas también cuestionables. Que sea un enemigo fácil, un recurso simplista para Trump y todo el discurso conservador, claro, es en bandeja de plata. Pero me parece que es algo que se debe discutir, se debe observar más a profundidad para de verdad entender lo que este movimiento representa», sostiene.

Emilia Pérez: un debate necesario

Emilia Pérez es, sin duda, una película que ha generado un debate necesario sobre la representación de comunidades marginadas en el cine. Mientras algunos la ven como un paso adelante en la visibilidad transgénero, otros la critican por su falta de autenticidad y su posible refuerzo de estereotipos dañinos. Como concluye Gainsborg, «son muchos puntos que se tocan y puedes debatirlo desde la experiencia como experimento estético, como expresión artística, como acto político, como un acto político personal de redención del individuo y una muy peligrosa reducción de espectáculo».

En última instancia, Emilia Pérez sirve tanto como una celebración del progreso como un recordatorio de las complejidades involucradas en representar auténticamente a comunidades minoritarias en la pantalla grande. El debate en torno a la película subraya la necesidad de un enfoque más reflexivo en la narrativa cinematográfica.

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Gregory Corso, el poeta desafió la palabra y la vida

Corso fue un ícono de la generación beat, pero, sobre todo, un espíritu libre.

/ 1 de febrero de 2025 / 21:24

En el panorama de la literatura contemporánea, pocos nombres resuenan con la fuerza y la irreverencia de Gregory Corso, uno de los poetas más icónicos de la generación beat. Nacido en 1930 en Nueva York, Corso no fue solo un poeta, sino un espíritu libre que desafió las convenciones sociales y literarias de su tiempo. Su vida, marcada por la adversidad y la búsqueda constante de la verdad a través de la poesía, lo convirtió en una figura clave de un movimiento que transformó la cultura estadounidense en la década de 1960.

Corso falleció en 2001, dejando un legado literario que sigue inspirando a nuevas generaciones de poetas y lectores. Su obra, caracterizada por su espontaneidad, su humor y su profunda conexión con la condición humana, es un testimonio de su creencia en el poder transformador de la poesía. Como él mismo dijo: «La poesía no es nada sin el ser humano». Esta frase resume no solo su visión de la poesía, sino también su compromiso con la humanidad, incluso en sus momentos más oscuros.

Los cimientos de un poeta

La vida de Gregory Corso estuvo marcada por el abandono y la lucha desde sus primeros años. Hijo de padres adolescentes que se separaron poco después de su nacimiento, pasó su infancia en hogares de acogida y orfanatos. A los once años, fue a vivir con su padre, pero la relación no fue fácil. Corso era un joven problemático que huía constantemente de casa, lo que lo llevó a ser enviado a un reformatorio. A los doce años, fue encarcelado por robo, una experiencia que, aunque traumática, lo marcó profundamente y lo acercó a la literatura.

“Tenía trece años de edad y estaba solo en el mundo; era huérfano de madre y mi padre estaba en la guerra. Yo pertenecía a la calle, no iba a la escuela. Para vivir robaba objetos de poca monta y dormía en los tejados o en los subterráneos de la gran ciudad salvaje de Nueva York en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial. En ese año viví un extraño infierno. Creo que ese infierno es que forma a los poetas. Mi pecho se inflamaba de alegría y pena inexpresables. Yo deseaba contar al mundo entero lo que me sucedía, pero no sabía cómo. Si hubiera permanecido en las calles, tal vez no habría encontrado el modo de contar lo que deseaba. Me encarcelaron”, rememoró Corso en un escrito.

En prisión, encontró consuelo en los libros. Leyó a autores como Fyodor Dostoevsky, Percy Bysshe Shelley y Christopher Marlowe, y comenzó a vislumbrar el poder de las palabras. «En la cárcel me dediqué a aprender, no a escribir», recordaría años después. Esta etapa de su vida, aunque dura, fue fundamental para su formación como poeta. Como él mismo afirmó: «el infierno puede ser un buen lugar… si se le prueba a uno que, precisamente porque éste existe, debe existir su opuesto: el paraíso. ¿Y cuál es ese paraíso? La poesía».

Corso y la generación beat

Tras su liberación en 1950, se sumergió en el mundo literario de Nueva York, donde conoció a Allen Ginsberg, uno de los poetas más influyentes de la generación beat. Ginsberg se convirtió en su mentor y amigo, introduciéndolo en el mundo de la poesía contemporánea y experimental. Juntos, junto a figuras como Jack Kerouac y William S. Burroughs, formaron el núcleo de un movimiento que desafió las normas sociales y literarias de la época.

Corso, con su estilo único y su voz distintiva, pronto se destacó dentro del grupo. Su poesía, influenciada por el jazz y el lenguaje callejero, era una mezcla de humor, irreverencia y profundidad emocional. Como dijo Bruce Cook en su libro The Beat Generation, Corso era «un Shelley pilluelo», un poeta callejero que combinaba la sensibilidad romántica con la crudeza de la vida urbana.

En 1954, Corso publicó su primer libro, The Vestal Lady on Brattle, and Other Poems, financiado por estudiantes de Harvard. Aunque este trabajo inicial fue considerado por algunos como un ejercicio de aprendizaje, ya mostraba señales de su talento único. Reuel Denney, en una reseña para Poetry, cuestionó si el lenguaje de Corso, influenciado por el bebop y la jerga callejera, podría resonar fuera de su círculo inmediato. Sin embargo, con el tiempo, ese lenguaje se convirtió en parte del idioma nacional, demostrando la visión adelantada de Corso.

Madurez literaria y legado

En 1956, Corso se mudó a San Francisco, donde se unió a la escena literaria que estaba revolucionando la poesía estadounidense. Aunque llegó un día tarde para la famosa lectura de Ginsberg de «Howl» en la Six Gallery, pronto se estableció como una figura central del movimiento beat. Su segundo libro, Gasoline (1958), consolidó su reputación como uno de los poetas más innovadores de su generación. Influenciado por el jazz y el surrealismo, exploró en este trabajo nuevas formas de expresión poética. Como dijo Ginsberg en la introducción del libro, Corso escribía «como Charlie Parker y Miles Davis tocaban música», dejándose llevar por el ritmo y el sonido de las palabras.

A lo largo de su carrera, Corso mantuvo una voz única que combinaba lo lírico con lo irreverente. Geoffrey Thurley, en un ensayo recopilado en The Beats: Essays in Criticism, destacó que «donde Ginsberg es todo expresión y voz, Corso es calmado y rápido, a menudo caprichoso, ingenioso más que humorístico, semánticamente ágil más que proféticamente embrujador». Esta capacidad para equilibrar lo profundo con lo lúdico es una de las características que distingue a Corso de sus contemporáneos.

El poeta como agente de cambio

Corso no solo fue un poeta, sino también un visionario que creía en el poder de la poesía para transformar la sociedad. En una entrevista con Contemporary Authors, expresó su visión utópica: «siento que en el futuro muchos poetas florecerán… el espíritu poético se extenderá y llegará a todos; se mostrará no en palabras —el poema escrito— sino en el ser del hombre y en los actos que realiza». Para Corso, la poesía no era solo un arte, sino una forma de vida, una herramienta para despertar la conciencia humana.

Sin embargo, Corso también era consciente de las dificultades que enfrentaban los poetas en una sociedad que a menudo los marginaba. «En los Estados Unidos honran a la poesía, pero no a los poetas», dijo en una ocasión. Esta paradoja lo llevó a reflexionar sobre el papel del poeta en el mundo moderno. «El poeta es un agente necesario… que se vuelve recipiente de la certidumbre; es por esto que él debe existir», afirmó.

Gregory Corso, un espíritu libre

Gregory Corso falleció en 2001, pero su obra y su espíritu rebelde siguen vivos. Su poesía, llena de humor, irreverencia y profundidad, sigue inspirando a quienes buscan desafiar las normas y explorar los límites de la expresión humana. Como dijo Dennis Barone en American Book Review, Corso «continuará, y me alegra que lo haga».

En un mundo que a menudo parece carecer de sentido, la poesía de Corso nos recuerda la importancia de la autenticidad, la libertad y la búsqueda constante de la verdad. Como él mismo aseveró: «quien honre a la poesía me honra a mí. Quien me maldiga, maldice a la poesía. Soy la poesía que escribo». Y en esas palabras, encontramos no solo la esencia de Gregory Corso, sino también el poder cautivante y duradero de los versos.

Dos poemas de Gregory Corso

El yak loco

Veo cómo baten la última leche que me darán.
Quieren hacer botones con mis huesos.
Ese monje alto que está allí, cargando a mi tío, tiene una gorra nueva.
Y ese estudiante idiota suyo…
Nunca había visto esa bufanda antes.
Pobre tío, deja que lo carguen.
¡Qué triste está, qué cansado!
Me pregunto qué harán con sus huesos.
¡Y esa hermosa cola!
¡Cuántos cordones de zapatos harán con eso!

A una rosa caída

Cuando dejé de lado los versos de Mimnermus,
viví una vida de calor enlatado y manos en carne viva,
sola, no muy lejos de mi cuerpo vagué,
caminaba con la esperanza de un repentino bosque de ensueño de oro.
Oh rosa, caída, dobla tu enorme espalda vegetal; mmira hacia abajo, el sol impostor… en un sueño de invierno
hunde tu cabeza famosa como una rosa en la bilis del gigante dorado,
¡oh, rosa, aumenta la rosa aún más!
de donde en esa inmersión autocreada en el Edén
floreciste donde el Relojero de la Nada
se arrulló,
tu nacimiento hizo que pedazos de noche destrozada estallaran,
haciendo que mi bosque de ensueño se desplegara.
Sí, y el Relojero, su carne con ruedas
y sus huesos adornados con joyas se estropearon al despertar,
y ante tu Algo, huyó
agitando monjes inconscientes en sus manos relajadas.
El sol no puede ver a los espáticos agitados, el tenis de Venus
y la corte de Marte cantan la gran mentira del sol,
oh, bola de pelo lejana, absorbe los elementos;
aclara los árboles y las montañas de la tierra,
levántate y apártate de la vasta fijeza.

¡Rosa! ¡Rosa! ¡Mi rosa de orejas de hojalata! La rosa es mi ojo-mano visionaria de todo el misticismo
La rosa es mi sabia silla de casas bombardeadas
La rosa es mi paciente mirada eléctrica, ojos, ojos, ojos,
La rosa es mi papada festiva,
¡Dali Lama Gran Vicario Glorioso César rosa!

Cuando oigo gritar a la rosa
reúno todos los experimentos fallidos de un imperio anatómico
y, con algún sueño químico, descubro
la odiosa ley de la tierra y el sol, y la rosa que grita entre ellos.

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A cien a años de El Gran Gatsby, la novela de toda una época

F. Scortt Fitzgerald supo captar el lado radiante y también el lado trágico del sueño americano, en medio del rugido y el jazz de los locos años veinte.

/ 25 de enero de 2025 / 19:27

El 2025 marca el centenario de la publicación de El Gran Gatsby, la novela que F. Scott Fitzgerald lanzó al mundo sin sospechar que, un siglo después, se consagraría como la obra que encapsula la esencia de una época y es, para muchos, la gran novela estadounidense. Narrada por Nick Carraway, la historia se sumerge en los excesos y las contradicciones de los «locos años veinte» a través de la figura enigmática de Jay Gatsby, un millonario obsesionado con recuperar un amor perdido.

Aunque inicialmente fue un fracaso comercial y crítico, El Gran Gatsby ha resistido el paso del tiempo y hoy se ubica en el panteón de la literatura universal.

El contexto de una creación

Fitzgerald escribió El Gran Gatsby durante un periodo de gran agitación personal. Como señaló Gertrude Stein, el autor «creó un mundo contemporáneo y moderno», distante de la juventud prometedora que retrataba en A este lado del paraíso. Sin embargo, este mundo era también un reflejo de sus propias luchas. Endeudado y ansioso por cumplir con las expectativas de Zelda, su esposa y musa, Fitzgerald volcó en Gatsby la dualidad del sueño americano: la aspiración y el costo emocional.

En sus memorias, Ernest Hemingway recordaba cómo Fitzgerald hablaba de la novela con una mezcla de modestia y esperanza. «Oyéndole hablar del libro, uno no imaginaba lo bueno que éste era, salvo precisamente porque él hablaba con la timidez que muestran todos los escritores no fatuos cuando han hecho algo que está muy bien”. Aunque Fitzgerald estaba consciente de la calidad de su obra, las ventas iniciales fueron decepcionantes. Como dijo T.S. Eliot, quien leyó el libro tres veces en pocos días, El Gran Gatsby representó «el mayor avance en la ficción americana desde Henry James». Sin embargo, este elogio no fue suficiente para garantizar el éxito inmediato de la novela.

Las capas del sueño americano

La genialidad de El Gran Gatsby radica en cómo Fitzgerald explora las luces y sombras del sueño americano. Jay Gatsby encarna la figura del «self-made man», el hombre rico que se ha hecho a sí mismo. Alguien que, como señaló James L. W. West III, «reinventa su vida con un espíritu típicamente estadounidense». Este mito del ascenso social y la autorrealización, que ha moldeado la identidad nacional de Estados Unidos, encuentra en Gatsby una representación tanto inspiradora como trágica.

La prosa del autor se luce cuando describe a Gatsby, a través de Nick Carraway: “Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos logrados, entonces había algo magnífico en él, una sensibilidad acentuada a las promesas de la vida, como si estuviera relacionado con una de esas intrincadas máquinas que registran terremotos a diez mil millas de distancia. Esta capacidad de respuesta no tenía nada que ver con esa impresionabilidad flácida que se dignifica con el nombre de ‘temperamento creativo’; tenía un don extraordinario para la esperanza, una disposición romántica como nunca he encontrado en ninguna otra persona y que no es probable que vuelva a encontrar. No, Gatsby resultó bien al final; es lo que lo acosó, ese polvo repugnante que flotaba en la estela de sus sueños lo que cerró temporalmente mi interés en las penas abortadas y las exultaciones breves de los hombres».

Fitzgerald desentraña la ilusión de este sueño, mostrando su fragilidad y su potencial destructivo. La riqueza acumulada por Gatsby no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar a Daisy Buchanan, el símbolo de su esperanza y obsesión. Su extraordinaria devoción por ella lo lleva a construir una vida de apariencias, basada en la creencia de que puede recuperar un pasado idealizado. Esta búsqueda incesante expone los límites de la ambición y la manera en que las metas personales pueden convertirse en una trampa emocional.

La novela también aborda cómo las diferencias de clase y género socavan el sueño americano. Daisy, a menudo percibida como frívola, puede interpretarse como una víctima atrapada en un sistema patriarcal que le ofrece pocas opciones fuera del matrimonio. Tom Buchanan, por otro lado, representa a la élite privilegiada que utiliza su posición para perpetuar desigualdades, aplastando los ideales de quienes intentan alcanzar su nivel. En contraste, Gatsby, pese a sus defectos, personifica el espíritu aspiracional, lo que lo convierte en una figura profundamente conmovedora y universal.

Por último, Nick Carraway, el narrador, se erige como un observador de estas dinámicas. Su relación ambigua con Gatsby y su fascinación por su mundo lo convierten en un vehículo para explorar temas más complejos, como la identidad personal y sexual, y las contradicciones inherentes del sueño americano. Este entramado de aspiraciones y frustraciones hace de El Gran Gatsby una obra que trasciende su época, convirtiéndose en una meditación atemporal sobre la condición humana.

La voz de Fitzgerald

Más allá de su trama, la prosa de El Gran Gatsby es lo que ha garantizado su inmortalidad. «Fitzgerald tenía un oído perfecto», comentó el historiador Jeff Nilsson. Desde las descripciones bucólicas de West Egg hasta la melancólica reflexión final de Nick, cada frase resuena con precisión poética. Fitzgerald logra capturar la complejidad de las emociones humanas con un estilo que combina lirismo y economía, creando imágenes que permanecen en la mente del lector mucho después de cerrar el libro.

Una de las características más admiradas de la prosa de Fitzgerald es su capacidad para elevar lo cotidiano a lo sublime. Maureen Corrigan, autora y estudiosa de la obra de Fitzgeral, destaca cómo la novela convierte el lenguaje común en algo «sobrenatural». Este enfoque es evidente en descripciones como la de las fiestas en la mansión de Gatsby, que, llenas de luces y música, se transforman en escenarios casi etéreos que reflejan tanto la opulencia como la soledad subyacente del protagonista.

Además, la estructura meticulosa de la novela, donde cada capítulo está construido alrededor de un evento crucial, contribuye a su resonancia poética. La narrativa avanza con un ritmo casi musical, culminando en la trágica escena final que contrasta dolorosamente con el esplendor inicial. Este contraste resalta la fragilidad de los sueños de Gatsby y la inevitabilidad de su caída.

El famoso cierre del libro, grabado en la tumba de Fitzgerald, encapsula la esencia de su visión artística: «Y así seguimos, remando como botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado». Esta línea final no solo refleja la tragedia personal de Gatsby, sino también una meditación universal sobre la lucha constante del ser humano por alcanzar lo inalcanzable. La prosa de Fitzgerald trasciende su tiempo y lugar, reafirmando su estatus como una obra maestra literaria.

Un legado cinematográfico y cultural

El Gran Gatsby ha sido adaptado múltiples veces al cine, siendo la versión de Baz Luhrmann en 2013 la más reconocida hoy en día. Protagonizada por Leonardo DiCaprio, Tobey Maguire y Carey Mulligan, esta adaptación resalta la atemporalidad de los temas de la novela: la ambición, el amor y la decadencia moral. Con su estilo visual extravagante y una banda sonora que mezcla jazz con música contemporánea, la película captura el espíritu de la época mientras lo traduce para las nuevas generaciones.

Sin embargo, la influencia de El Gran Gatsby va más allá del cine. Su impacto se extiende a la moda, con colecciones inspiradas en los trajes y vestidos de los años veinte, y al diseño gráfico, donde la icónica portada de Francis Cugat ha sido reinterpretada en innumerables productos, desde carteles hasta prendas de vestir. Estas adaptaciones reflejan cómo la novela se ha integrado en la cultura popular como un símbolo de lujo, nostalgia y anhelo.

En el ámbito académico, El Gran Gatsby es un texto recurrente en los programas escolares y universitarios, lo que asegura su relevancia para nuevas generaciones de lectores. Su capacidad para generar debates sobre temas como la desigualdad, la identidad y los valores sociales sigue siendo una de sus mayores fortalezas.

Así, la obra ha inspirado otras manifestaciones artísticas, desde ballets y óperas hasta referencias en canciones y literatura contemporánea. La figura de Gatsby, con su inquebrantable esperanza y su inevitable tragedia, se ha convertido en un arquetipo universal que resuena en cualquier época. El Gran Gatsby no solo es una obra maestra literaria, sino también un fenómeno cultural que sigue evolucionando y expandiéndose cien años después de su publicación.

La redención póstuma de Fitzgerald

Cuando Fitzgerald falleció en 1940, su obra estaba prácticamente olvidada. Sin embargo, un programa del gobierno estadounidense que distribuía libros a los soldados durante la Segunda Guerra Mundial incluyó El Gran Gatsby, dando lugar a un resurgimiento de su popularidad. En 1951, J.D. Salinger, a través de su personaje Holden Caulfield en “El guardián entre el centeno”, reafirmó su lugar en el canon literario. «Me enloquecía El Gran Gatsby. Viejo Gatsby. Viejo sport. Eso me mataba».

Hoy, a un siglo de su publicación, El Gran Gatsby no solo es una obra literaria, sino un espejo de la aspiración y la desesperación humanas. Siguiendo con Hemingway, Fitzgerald tenía una «extraordinaria capacidad para capturar la esencia de su tiempo», y esta capacidad sigue resonando en un mundo que todavía lucha con las mismas preguntas fundamentales sobre el amor, el poder y el propósito.

Como escribió Fitzgerald: “Gatsby creía en la luz verde, en el futuro orgásmico que año tras año se aleja ante nosotros. Se nos escapaba entonces, pero eso no importa: mañana correremos más rápido, estiraremos más nuestros brazos… Y una hermosa mañana…”.

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/ 25 de enero de 2025 / 19:16

Nadie sabe lo que (se) nos ocurrirá después de la muerte. Sin embargo, los que nos quedamos de este lado del escenario sabemos algo con certeza: la muerte es un punto final, un acabamiento, una clausura. Tanto es así que podemos afirmar sin lugar a error que, para la experiencia humana, la muerte es al tiempo lo que la piel es al espacio; se trata del contorno que nos define, la membrana que nos delimita en tanto que formaciones individuales. Lo extraño es que este atributo definitivo de la muerte no solo no ha impedido, sino que ha alimentado la visión, la poética, la creencia y el anhelo de una travesía, de un viaje a través de lo incorpóreo. A excepción de la cultura agnóstica, materialista y racional de la era moderna, esta cosmovisión se puede extender a la especie humana durante toda la historia y a lo largo del orbe, bajo muy diversas formas y acepciones, eso sí. Desde una perspectiva netamente antropológica me pregunto si esta intuición de un “más allá” no vendrá del hecho, por demás universal, de que todos soñamos. Me refiero a la “magia” que sucede cuando sucumbimos al peso implacable de la materia y nos rendimos al sopor, quedando literalmente inertes, como un objeto; aun en semejante estado, somos capaces de experimentar, vivir, sentir, percibir, actuar, comunicar, en fin, somos capaces de viajar. Es, quizás, esa peripecia estática que, como una fina abertura entre espesas cortinas, devela ante nuestra conciencia la posibilidad de una separación, de una autonomía del plano inmaterial respecto a las condiciones espacio-temporales de la experiencia cotidiana.

Los sueños están y estarán siempre imbuidos de misterio. Son una ventana a lo inefable. Claro, algunos dirán que, al contrario, se trata de una función biológica, una configuración neuronal (físico-química) específica, diferenciada objetivamente del funcionamiento del cerebro durante el estado de vigilia y pare de contar. Y están lo cierto, no lo niego, pero el problema es que están tan en lo cierto como alguien que describe un largometraje como una sucesión de cuadros portando diversos juegos de transparencias y opacidades que, ante un haz de luz, proyectan sombras en movimiento sobre una superficie, y pare de contar. Lo interesante, lo esencial de los sueños no es tanto que existan como el contenido específico de los mismos. De manera análoga: lo interesante de un filme no es tanto el mecanismo de grabado y proyección de la sucesión de imágenes como la catarsis que genera la aprehensión subjetiva (emocional e intelectiva) de esas imágenes.

Otro aspecto fascinante e inextricable de los sueños es su pregnancia: la implicación del soñador en la realidad onírica es total y sin medias tintas. Ni el más positivista de los estudiosos en materia neurológica es capaz de decirse a sí mismo mientras duerme: “Tranquilo. No te lo tomes tan en serio. Es solo un sueño”. La puesta en abismo, el metalenguaje del sueño es una fuente de vértigo probablemente constante entre los curiosos de nuestra especie: si lo que sueño lo vivo, ¿cómo sé que lo que vivo no lo sueño? Difícil pregunta y más aun considerando las milicias institucionales a lo largo de la historia y las culturas, empeñadas en acallar cualquier iniciativa de respuesta. En fin, el sueño para ser lo que es, como el buen cine, requiere de la alienación, de la capitulación del sujeto a una realidad ajena a la que considera como suya.

Nadie sabe lo que viven los muertos. Y quien diga lo contrario, quien se jacte de poseer un conocimiento “claro y distinto” de la realidad post mortem, de seguro es presa de una convicción ilusoria y otras falacias. Esto debido a un hecho muy simple y contundente: nadie que esté vivo ha experimentado la muerte como para poder aseverar algo al respecto y, correlativamente, nadie que haya experimentado la muerte está vivo como para poder aseverar algo al respecto. Así funcionan las cosas, esa es su naturaleza, ese es el chiste (con sus disculpas). Por eso mismo, convengamos en que la muerte, como el acto de soñar, más que ser un misterio en sí, contiene un misterio. Y es esa realidad inabarcable, innombrable e incomprensible que tanto los fanáticos religiosos como los fanáticos arreligiosos (feligreses de una ciencia que profesan como si de un credo se tratara) aborrecen profundamente, otorgándole el rol de enemigo existencial y de escollo en la traducción política de creencias, mitos y tradiciones.

Si me permito estas reflexiones crepusculares es debido a la conmovedora partida de David Lynch, a días de cumplir sus 79 años. Los lazos que vinculan mi biografía personal a este extravagante norteamericano mediante el estudio y apreciación de su trabajo –especialmente cinematográfico y musical– hacen de su muerte un motivo real de duelo para mí y para tantos amantes del corpus de monumentos audiovisuales que nos ha legado. Después de casi un cuarto de siglo de enfrentarme a Mulholland Drive por primera vez en el cine, estoy convencido de que, justamente, en la poética del misterio radica el centro –principio, medio y fin– de esta singular y preciosa obra. Eso es lo que la hace tan fascinante e incómoda. Si es susceptible de resolución, entonces no es un misterio: esa parece ser la premisa ontológica de estos relatos. Y, last but not least, lo misterioso, para ser tal, no puede ni debe ser explicado sino experimentado, como un sueño o una película de David Lynch.

Una vez que se abre una fisura en el impecable tejido del “orden productivo de las cosas” (me permito invocar a Bataille) y se deja atisbar una brizna de misterio en la existencia, entonces la existencia en su integridad puede devenir misteriosa: la muerte, los sueños y las películas, cómo no. Pero también un teléfono, un radiador, una carretera, una escena hogareña, una sala de espera, una oreja, una llave, la madera, el fuego y el humo, el río y las lágrimas, la coexistencia del amor y el mal dentro de uno mismo, la opulencia y la miseria, el sexo y la violencia, el poder y el deseo, la infancia y la vejez. Apenas franquea una minúscula brecha en la trinchera del cogito cartesiano, el misterio anega la vida cotidiana de posibilidades insospechadas y le otorga una dignidad poética despreciada por el sistema de productividad, competitividad y precarización imperantes en el capitalismo desaforado que atestiguamos.

Ha muerto un alquimista de la imagen, un maestro artesano –prefiero esta definición medieval dada la degradación en la que ha caído el rol del “artista” en esta (post)modernidad terminal–, un excepcional poeta y un ser humano entrañable. Como en toda clausura, junto a la aflicción del fin, corresponde un festejo: entonces aprovechemos esta ocasión para celebrar los sueños, los árboles, la resina, la electricidad, la pastelería, la música y el café. Nunca olvidemos que el Gran Misterio, en sus infinitos atributos y modalidades, también es una apoteósica celebración y no hay mejor ocasión que el día de hoy para experimentar tan hermosa fiesta, en honor a los que ya no están entre nosotros; a todos ellos que, aunque ausentes –¿sin saber, sabremos?–, pueden bailar, lado a lado, con los que aquí quedamos, atentos siempre a su estremecedor silencio.

Silencio.

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