Cry Macho
Se trata de la cinta número 40 que el cineasta estadounidense de 91 años de edad dirige y protagoniza
CINE
Con 91 años cumplidos, 50 de los cuales viene dedicando a engrosar una imperdible filmografía, a la cual se suma este su largometraje número 40 como actor y director de sí mismo —como intérprete/protagonista lleva 55 títulos acumulados—, Clint Eastwood es fuera de cualquier duda un ícono del cine de todos los tiempos. Y esa condición conlleva, bien se sabe, una pesada carga: nada más y nada menos que la obligación de responder en cada regreso a las pantallas al cúmulo de expectativas que tal trayectoria vino alimentando a lo largo de los años.
En ese contexto Cry Macho puede recibirse indistintamente en el modo de una bajada de telón, o bien como una suerte de guiño tipo “aquí sigo dándole a la matraca”, apuntado a quienes se aferran al sobado lugar común según el cual lo más arduo, y al mismo tiempo conveniente, cuando se construyó una obra valiosa, es saber retirarse a tiempo a los cuarteles de invierno. No vaya a ser que por pura porfía se incurra en un paso en falso capaz de empañar el reconocimiento ganado.
Se me antoja que Eastwood era perfectamente consciente de tal riesgo, y quizás a esa lucidez pueda atribuirse la cautela con la cual transita por este su último emprendimiento, malentendida por una parte de la crítica como si dejara traslucir una pérdida de vigor o un, en exceso, relajado compromiso con los patrones narrativos que imponen la supuesta obligatoriedad de apresurar las cosas para adecuarse al ritmo cada vez más desmandado de buena parte de los relatos últimos, apurados en ir a ningún lado.
La historia está basada en la novela homónima de Richard Nash, corresponsable asimismo del guion de esta adaptación, con la cual Eastwood venía coqueteando pacientemente desde fines de los años 80, aun cuando el escritor estuviese a su vez intentando vender los derechos a las grandes productoras, las cuales rechazaron, por considerarla de flaca perspectiva comercial, la oferta.
Lejanamente emparentada con Los imperdonables (1992), uno de los picos de su filmografía, Cry Machoriza el rizo del retiro forzado al cual se enfrentan quienes se autoimponen una forma de vida sostenida en las proezas físicas y a las contingencias que ello entraña. Años atrás Mike Milo, con un doloroso pasado familiar a cuestas, consiguió convertirse en estrella del rodeo, hasta que una caída y los daños que en su columna le provocó el accidente lo alejaron por largo tiempo de las pistas, renegrida época durante la cual, para atenuar su aburrimiento, abusó de las pastillas y del alcohol. Tozudo regresó al ruedo, si bien ya no estaba en condiciones. Cuando, una vez más, se presenta tarde al trabajo su jefe lo manda a rodar. Sin embargo, casi de inmediato, le solicita un favor.
La encomienda consiste en viajar a bordo de su destartalada camioneta hasta Ciudad de México, ataviado a la manera de un cowboy venido a menos. Allí deberá ubicar a Rafael, el hijo que el jefe engendró durante una relación casual con cierta mujer de esa procedencia y reintegrárselo a papá. Una tarea algo parecida a la que afrontaba en La mula(2018), su antepenúltimo largo, donde Eastwood encarnaba a un sujeto sin oficio cuyo beneficio venía de transportar hacia territorio norteamericano la droga de un cartel mexicano, gambeteando al agente de la DEA que lo tenía en la mira.
Pues bien, cuando finalmente consigue dar con el paradero del encargo se topa con una señora de armas llevar. Es algo así como la lideresa de una pandilla mafiosa cuyos matones la protegen cuidando que nada le vaya a ocurrir o, específicamente, que el visitante se salga con la suya, ante la cerrada negativa de mamá a permitir que su hijo sea trasladado a donde Mike pretende llevarlo. Para cumplimentar su misión, durante la huida este deberá sortear unas cuantas peripecias violentas, aunque el centro de atención narrativa no esté puesto en esas, pocas por suerte, secuencias de acción y tampoco se afane en forzar la tensión echando mano de las consabidas fórmulas al uso con tal propósito. Lejos, por lo demás, de los estereotipados superhéroes al protagonista no lo mueve la intención de poner coto a ninguna injusticia, ni de vengar algún honor mancillado, lo suyo es averiguar qué necesita para seguir sintiéndose vivo, más allá de lo que suponga merecer.
Plagada de guiños auto/referenciales — cada nuevo eslabón en la cadena filmográfica de Eastwood dialoga con los anteriores—, vuelve sobre su estética y sus interrogaciones existenciales. En esencia la trama merodea por el sentimiento de angustia que atraviesa transversalmente la obra de Eastwood, en ocasiones como expresión de amargura, otras como de yerro, cólera o añoranza, en cada caso para termina r siendo conjurado mediante un acto íntimo de exorcismo para desembarazarse de los demonios que acechan toda existencia. La inminencia del ocaso, el fin de una leyenda, son los de Mike. Con seguridad también los de Eastwood.
No es, creo, que el director, consecuente con ese hablar de sí mismo, se sienta más allá de bien y el mal, pero indudablemente tal vía de aproximación a las historias llevadas a la pantalla le permite pasar a un segundo plano de importancia las anécdotas que hacen parte de la trama, la sobreabundancia de diálogos y la credibilidad aferrada a una lógica pragmática, para centrarse en el relato mismo, sus modulaciones temporales, su empaque figurativo, los detalles gestuales —sobre todo las miradas—, la atmósfera y el aporte de la banda sonora, lo mismo que el de las réplicas, a la construcción de aquella. Es, en suma, un inconfundible estilo propio, que, por ende, no se siente condicionado por las posibles repercusiones en la taquilla. En la oportunidad parece importarle muy poco, si algo, que los fans del género de películas del oeste se sientan desencantados cuando, a pesar de las apariencias iniciales —el personaje es presentado descendiendo de un vehículo y lo primero que se ven son las típicas botas de vaquero—, la manera de estructurar el relato ignore las reglas del western.
De tal suerte quienes descalifiquen la película, o minimicen su estatura, trayendo a colación, por ejemplo, la ilógica del repentino enamoramiento de una viuda mexicana al menos 40 años más joven por el nonagenario venido de otro lado —ese mismo tipo de “inverosímil” romance en ciernes ya era la superficie de la excelente Los puentes de Madison(1995)—, no acaban de sintonizar con la sutil crítica a los estereotipos machistas, reproducidos aquí en los dichos y las actitudes de Rafa (con una inocencia algo sobreactuada, es cierto), pero sobre todo no perciben donde está centrado el interés del realizador: en el cómo, y no tanto en el qué. Prioridad de igual manera evidente en la no menos ilógica relación de amistad cómplice entre Mike y Rafa en compañía de un gallo de pelea llamado “Macho”, el único subrayado, indirecto por lo demás, que se permite Eastwood en referencia a su impugnación implacable a la misoginia.
Menos redonda que la impecable Gran Torino (2008), probablemente el acierto mayor de Eastwood en el tramo más reciente de su carrera y respecto a la cual algunas recensiones ensayaron una artificiosa comparación, en afán de minimizar los logros de Cry Macho, puesto que sin dejar de advertir algunas flaquezas —la rigidez de Eastwood en la composición de su personaje, entre otras—, de allí a colegir que se trata de un sobrante dista un largo trecho. Más al contrario, ésta no deja de proponer aciertos por demás disfrutables.
Enumeremos algunos. El manejo distendido del ritmo, pausado, de la narración; la paleta cromática elegida: dominada por el tono castaño opaco, en correspondencia con la historia de un individuo que presiente su crepúsculo existencial, sin dejarse caer en el pesimismo vano. El humor, punzante pero abstenido de la estridencia, al igual que la economía de los diálogos para dejar lugar a las miradas y los ademanes suficientemente expresivos, pero tampoco sobrecargados. Desde luego la música, compuesta en parte por el realizador y elegida por él sin avergonzarse, no hay por qué, de comenzar con una balada country cantada por uno de los notables de la época de oro del género y de acompañar los momentos románticos del relato con el fondo de Sabor a mí interpretada por Los Panchos y Eydie Gormé, metaforizando así la oscilación emocional de Mike en su periplo entre dos culturas diferentes. Podríamos seguir, pero baste con decir que siendo tal vez una de las realizaciones menores de Eastwood no deja de estar muy por encima del promedio de lo propuesto por el grueso del cine/mercancía, que es en buena medida opinable cine de verdad, como lo es en cambio siempre el de Clint, aún en sus trabajos menos descollantes.