Monday 29 Apr 2024 | Actualizado a 15:27 PM

‘Maxi’ Barrientos: ‘Preocupa mucho el fascismo’

El escritor cruceño Maximiliano Barrientos ha publicado este año su cuarta novela, ‘Miles de ojos’ (El Cuervo). La obra será lanzada en breve en Latinoamérica y España

/ 13 de diciembre de 2021 / 11:12

Maximiliano Barrientos, en los años 90, era un “metalero” en Santa Cruz. Vestir camisetas de grupos de “black metal” y escuchar esa “música del demonio” era una forma de disenso en una sociedad tan tradicional como la cruceña. Hoy, “Maxi” escucha de todo: “metal”, electrónica, jazz. En una misma mañana en su estudio pueden sonar Satyricon, Aphex Twin y Miles Davis. La intransigencia (musical) forma parte ya de su pasado. Las cervezas que sigue tomando con sus amigos en un bar “metalero” frente al cementerio siguen presentes. Su más reciente novela, Miles de ojos (El Cuervo, septiembre 2021), vuelve a aquellos tiempos noventeros pero sin nostalgia. Es otra distopía, esta vez con carros y velocidad. “Maxi” usa el género de la ciencia ficción “weird” (rara) para hablar de monstruos, política y post-fascismo, para charlar de los cuerpos, del suyo, del tuyo.

En Bolivia cada vez hay más escritores que publican afuera y que son representados por agentes literarios. Barrientos es uno de ellos y por estos días es el más contento de todos, pues la agencia literaria italiana —Ampi Margini— con la que empezó a trabajar el año pasado ha logrado que su última obra vaya a ser publicada en breve en Latinoamérica y España “en una editorial muy buena que aún no puedo mencionar, pero que me tiene muy emocionado por el catálogo que maneja”.

— Miles de ojos es una novela apocalíptica sobre el “sueño”, es una ucronía (como lo era tu penúltima novela de 2017, En el cuerpo, una voz,con una Bolivia dividida). ¿Ese “sueño” es una metáfora de la muerte?

— Imagino que cada lectora y lector tendrá una interpretación de qué es esa entidad que irrumpe y cambia el mundo como lo conocíamos. Si lo pensamos con las categorías lacanianas, el sueño en la novela es la aparición de lo real que rompe con el orden simbólico. Eso me parece que es algo con lo que trabaja muy bien el “weird”, por eso la categoría de lo monstruoso es útil. Al aparecer, lo real siempre se manifiesta como un trauma, ya que no tenemos categorías epistemológicas para domesticarlo. Me parece que la novela —y el “weird” como género— trabaja ese “shock”. El desenlace dramático está vinculado al “shock”.

— Homenajeas en la cita inicial a un creador de videojuegos como Miyazaki diciendo que él “cuenta mundos, no historias”. Después de terminar de leer, uno se da cuenta de que la novela también aspira a crear una atmósfera particular, ¿cómo surge ese universo?

— Creo que toda literatura aspira a crear mundos, incluso la enmarcada en el realismo más recalcitrante. La verosimilitud en ficción depende de cuán sólida es esa creación. La ficción no es una mentira, ocupa un punto intermedio entre la verdad y la falsedad. Para que se sostenga depende de la solidez de los mundos propuestos, eso es lo que permite aquello que Colerdige definió como la suspensión voluntaria de la incredulidad. Es parte del oficio, de la técnica, y no el deber de un género específico. Es lo que hace que el lenguaje de la literatura pase de lo puramente descriptivo a lo performativo. Si no se da ese tránsito, el libro fracasa.

—  “Mi cuerpo ya no es mi cuerpo”, dice el protagonista. ¿Es el cuerpo el campo de batalla de nuestros días?

— El cuerpo, como lo propuso el gran filósofo Emmanuel Levinas, está en el centro de la ontología y de la ética. Toda nuestra tradición occidental, amparada en el cristianismo y en el derecho romano, ha menospreciado al cuerpo, lo ha convertido en una herramienta, en un ente a ser dominado para que el sujeto pueda ser considerado persona. En esta tradición no se es un cuerpo, se lo posee y se establece una lucha con él para el autocontrol. Creo que el desafío es superar esa lógica binaria. En ciertos momentos clave ese binarismo (cuerpo y mente) queda anulado: el riesgo de una situación de muerte, el deporte, el sexo, etc. Y es ahí cuando se es un cuerpo. A mí me interesa explorar el cuerpo desde la literatura como un lugar ontológico. Me interesa que esa experiencia sea desde el extrañamiento, por eso me parece que la literatura de género se ha vuelta muy rica para ese cometido (el realismo replica el binarismo con la hegemonía del sujeto, especialmente en cierto realismo autoficcional). El cuerpo como lo poroso, aquello cuyos límites no están del todo claros, lo que es más inmediato, pero al mismo tiempo lo desconocido.

— La ciencia ficción “weird” tiene un componente político. ¿Es la crítica anticapitalista que se cuela en las páginas de Miles de ojosotra manera —más del siglo XXI— de hacer literatura comprometida?

 — Coincido con que la ficción “weird” se ha convertido en una forma clave de pensar lo político desde la literatura. Basta con leer las novelas de un autor como China Miéville, quien es un marxista confeso. Sin embargo, yo pondría ciertos reparos a la hora de pensar la etiqueta de “literatura comprometida”, ya que esto implica una agencia, una voluntad crítica a la hora de escribir ficción, que me parece que puede resultar contraproducente. La ficción no opera como lo hace un ensayo. Requiere de otros dispositivos. Lo político en la literatura —al menos la forma en que me interesa la aparición de lo político— no se da como denuncia, sino como un reflejo de ciertas praxis y de ciertos “habitus” que luego, en el comentario de los libros, debe ser analizado. Eso es lo que no entiende la cultura de la cancelación, que cuando se topa con formas de violencia como el racismo o la misoginia decide anularlo en vez de entender cómo se produce. Lo interesante de la ciencia ficción es que puede extremar escenarios donde estas relaciones que existen en la actualidad, pero que no están del todo claras, aparecen de manera explícita. En ese sentido, el género es un laboratorio del presente, trabaja con sus obsesiones, miedos, el “ethos” de una comunidad, de una forma distinta a como lo hace el realismo más convencional.

— La novela también se puede leer/escuchar como una banda sonora de “black metal”, con esos soles que se vuelven negros. Incluso inventas nombres de bandas como Sacrilegus (por cierto, es el nombre de un vocalista de banda colombiana del género). Y añades: “El black metal es un teatro, es una película de terror, te asusta pero sabes que es mentira”. ¿Puede ser el “metal” —otrora atacado por su falta de conciencia social— una vía de expresión de hartazgo social?

— Creo que la segunda ola del “black metal”, lo que conocemos hoy como “black metal” noruego, fue el último momento vanguardista del rock. Lo que a principios de los 90 hicieron bandas como Mayhem, Burzum y Darkthrone es increíble. Musicalmente hablando es tremendo. Además que esta revolución musical vino acompañada por una serie de acontecimientos violentos que contribuyeron al mito: la quema de las iglesias, los asesinatos, etc. Era la radicalidad extrema, y eso en el “metal” es parte del juicio de valor.

Mientras más extremo el disco, mejor valorado está. Lo interesante es que hoy puedes escuchar esos discos alejados del rumor de los acontecimientos que contribuyeron a la leyenda negra, y son auténticas obras de arte. Sociológicamente hablando, a mí me interesa esa condición de paria que tenían los metaleros de entonces, algo que ha cambiado en estos días. La música extrema estaba condenada a un lugar de marginalidad, de no pertenencia. Y creo que buena parte de su poder artístico lo sacaba de ahí. Recuerdo cómo era la escena en Santa Cruz, esa condición de parias, en una sociedad con valores tradicionales, se acentuaba mucho más, ya que entonces no había pluralismo: o eras un comparsero con sueños de emprendedor o eras un “metalero” que odiabas todo aquello que representaba la “gente bien” de esta ciudad. Ser “metalero” era una forma de disenso. La novela en parte es un homenaje a esos años, pero no desde la nostalgia.

PUBLICACIONES. Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer (2011), Hoteles (2011), La desaparición del paisaje (2015), Una casa en llamas (2015), En el cuerpo una voz (2017) y Miles de ojos (2021)

— La novela también rezuma religiosidad, siendo tú un escritor ateo. ¿Cómo se cuela lo religioso?

— Desde la Ilustración, cuando hubo un paso de lo religioso a lo secular en la sociedad moderna, muchos nuevos principios fundacionales que se erigieron como ideales se los vivió de forma teológica. El papel que jugaba Dios en una sociedad monárquica fue reemplazado por el de la Razón o el de la Igualdad en una democrática. Pero la forma en que nos vinculamos a estos principios responde a una categoría religiosa: en vez de ruptura, hubo una continuidad. En la novela sucede un tránsito inverso. Elementos que tenían una función secular y funcional: los motores y los autos deportivos se los pensó como fetiches religiosos. Al punto que la velocidad, algo que es físico, se la adora como una deidad. Se ha escrito bastante sobre el impacto que ha tenido la velocidad en la modernidad, especialmente a la hora de la construcción de la realidad. Fíjate, por ejemplo, en la obra de un filósofo como Paul Virilio (la novela tiene un epígrafe suyo), que inventó el término de picnolepsia para describir semejante fenómeno. A mí me interesaba explorar algo de esto en la ficción. Cómo la velocidad produce ciertas desintegraciones, cómo diluye la condición monolítica del sujeto gracias a la experiencia del éxtasis. En esos momentos, el cuerpo es el auto. No hay un límite establecido entre carne y metal. Por eso hace un momento te hablaba de lo poroso del cuerpo.

— He visto en el cine la película Titane (de la francesa Julia Ducournau, “Palma de Oro” en Cannes), otra distopía con autos, sexo y extrañas relaciones paterno/filiales. Es curioso que Miles de ojos se parezca tanto. Esas relaciones conflictivas con el padre —la familia— ya estaban en La desaparición del paisaje (2015), tu segunda novela.

— Es curiosa la similitud que tiene Miles de ojos con Titane, es como si esas cosas estuvieran en el aire de la época. Ambas cuestionan la identidad como un principio sólido y procuran la vinculación con la máquina. Qué cosas es el auto sino una prótesis, algo que potencia a nuestros propios cuerpos. Esto, obviamente, ya estaba prefigurado en el “cyberpunk”. Siempre va a existir la familia como una institución social en la literatura, incluso en la más arriesgada. A mí me parece que la familia, en mi novela, es el punto de partida, no el de llegada. Ya que apuesta a la disolución de toda esa categoría.

— Hay una escena en la que el padre y la madre hablan sobre la paliza recibida por su hijo y brota el racismo. Cito: “Alfonso, dijo mi madre, y lo miró con bronca, como si el racismo fuera una anomalía que la escandalizara y no la más pura y natural reacción del hombre con el que llevaba casada veinte años y cuyo sueño era pertenecer a una logia, ser protegido por esa camarilla de sinvergüenzas que ocupaban cargos públicos y que fundaban empresas privadas y que se cuidaban las espaldas unos a otros sin importar la naturaleza del agravio. Toda esta ciudad había prosperado bajo el amparo de esos hijos de puta que comenzaron en comparsas, pasaron a fraternidades y terminaron fundando esas agrupaciones que llevaban nombres ridículos y que manejaban Santa Cruz a su antojo”. Podrás leer muchos tratados sobre las élites cruceñas, pero esas líneas en tu novela resumen un estado de las cosas. ¿Te consideras un bicho raro entre tanto cabildo y paro político?

— A mí me gusta mucho Santa Cruz, no me imagino viviendo en otra parte. Dicho esto, preocupa mucho el fascismo que circula de forma normalizada. Algo de lo que hablamos con algunos amigos y amigas. En los días del paro escaló a niveles delirantes. Es un problema estructural que puede ser abordado desde distintos lugares. La educación es un factor, y ahí creo que se evidencia uno de los fracasos del gobierno de Evo Morales. Instituyó una ley contra la discriminación, pero nunca se educó a la población sobre qué cosa es el racismo o cómo opera en sus aspectos micro. Pero la educación no solo debe suceder en un plano discursivo, sino que también debería implicar el plano afectivo, de lo contrario no sucede ningún cambio importante. Esa es la crisis que se está viviendo en Estados Unidos, por ejemplo, con el tema de la corrección política. Opera como una normativa discursiva, pero a nivel emocional sigue habiendo la misma intransigencia de la época del estado segregado. En Bolivia, la situación es muy compleja, y creo que la crisis se incrementa porque la categoría de clase social ha desaparecido. Lo que opera ahora es la categoría de región, y en algunos casos, la de raza. Esa creo que es parte de la crisis mundial en la que está sumida la izquierda, y eso explica por qué se usa el discurso de lo regional para producir hegemonía en Santa Cruz. Si la categoría de clase seguiría aglutinando a la gente en colectivos políticos, la situación contemporánea sería otra. Eso es lo que abrió la puerta al populismo de derecha, es decir a cómo el fascismo está operando dentro de un marco democrático. En 1959, Theodor Adorno escribió: “Que el Nacional-Socialismo haya sobrevivido en la democracia es potencialmente más peligroso que las tendencias fascistas hayan sobrevivido en contra de la democracia”. Esto es precisamente lo que está pasando ahora, es por eso que un historiador como Enzo Traverso define a este fenómeno como post-fascismo, ya que se evidencia una ruptura con el fascismo tradicional. Siguen las mismas posturas autoritarias y la construcción de una identidad por la exclusión del otro, pero dentro de un discurso que se legitima por lo democrático. Ahí vemos cuán gastado está el significante “democracia”.

— Otra película que se atraviesa en la novela es Crash,de Cronenberg, con esa fascinación por los carros, la velocidad y las cicatrices como trofeos sexuales. ¿Qué cineasta te antojarías para llevar Miles de ojo sal cine?

— Sería un desafío enorme porque también el costo de producción sería altísimo. No me animo a mencionar nombres. Se ha explorado muy poco el cine de género en Bolivia, espero que esa situación cambie, como está pasando en otras partes de Latinoamérica. Creo que esa veta lo revitalizaría, ya que parecería que acá los directores siguen fascinados por un cine contemplativo, esteticista, que cada vez me resulta más vacuo y solemne. Eso, sumado a un problema narrativo en los guiones, hace que muchas películas bolivianas sean en el mejor de los casos ejercicios de estilo.

— Hablando de cine, tengo delante de mí el afiche de Lo más bonito y mis mejores años, de Martín Boulocq, con ese viejo carro Volkswagen ‘65, refugio de los personajes. ¿Qué significa el coche?

— El auto representó la forma en que sucesivas generaciones pudieron acceder a un tipo de libertad vinculada con el desplazamiento, las líneas de fuga deleuzianas. Es por eso que se lo romantizó. Fíjate en el papel que tiene en la literatura, desde En el camino, de Kerouac, hasta Crash, de Ballard. Es la forma en que se accedió a una experiencia de intensidad que implicaba la ruptura con lo familiar, con aquello que aparecía como raíz. El auto es rizomático por antonomasia. En ese sentido, siempre se vinculó con la experiencia de lo nuevo.

FOTOS: RICARDO BAJO

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Vidal Cussi: De los nombres de una exposición

‘Caos’ es el nombre de la exposición que el pintor paceño presenta hasta el 7 de mayo en la galería Altamira de San Miguel

Desde el caos

Por Daniela Espinoza M

/ 28 de abril de 2024 / 07:03

¿Por qué Caos?, me pregunto al recibir las fotografías de Vidal Cussi con el nombre de su exposición —que se exhibirá hasta el 7 de mayo en Galería Altamira, calle José María Zalles Nº 834, bloque M-4, San Miguel— y me quedo pensando mientras miro las obras y me digo ¿dónde está el caos?, ¿en esas gotas que el rocío deja en una manzana o en esas nubes que parecen atravesar con calma los cuerpos instalados en espacios infinitos y crepusculares?

¿Habrá caos, acaso, en esos rostros que observan paisajes montañosos o en aquellos que parecen reposar entre las nubes? Tal vez sí lo encuentro en los caóticos cabellos que se entrelazan a través de los rostros, cabellos en forma de listones de lata que se entrecruzan y supongo se enlazan en la parte que el cuadro ya no nos deja ver.

Entonces pienso que lo mejor es recurrir al artista para encontrar la respuesta. La charla me tranquiliza, el caos no está en las obras que presenta, sino que estuvo en él en el momento previo a su producción y, tras una catarsis —“una explosión” como él prefiere llamar—, surgió esta muestra llena de señas de paz.

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Luego, teniendo que escribir sobre su obra, me quedo pensando en el artista, en lugar de acercarme a su exposición me gana la vida de Cussi, me quedo intrigada en los procesos de unas obras que a todas luces reflejan sosiego y calma, pero que —ahora lo sé— no se engendraron de esa manera.

“El arte es para mí una terapia, un reencuentro conmigo mismo. Las tristezas, así como las alegrías, se van plasmando en las obras. Ellas son un desahogo”, me dice. Por supuesto que ya mi mirada es otra, y me siento en el deber de compartir con ustedes esa breve charla, pues si alteró mi forma de apreciar su arte, sin duda hará algo similar por ustedes.

De pronto, ya no son importantes los nuevos colores que Cussi propone y que despuntan en algunas obras, ya no es vital pensar en él en tonos tierras. Ya conocemos algo, aunque sea un poco, del proceso creador de un artista al que admiramos ahora un poco más, ya sus cuadros nos dictan palabras en voz baja, las palabras con las que el artista empezó a trabajarlas.

La muestra ‘Caos’, del artista paceño Vidal Cussi, se exhibe en la galería Altamira (San Miguel, zona Sur).

PERFIL Vidal Cussi Tiñini nació en Santa Rosa, provincia Pacajes del departamento de La Paz en 1983. Actualmente reside en la ciudad de El Alto. Estudió en la Academia de Bellas Artes Hernando Siles donde obtuvo la especialidad en pintura. Ha sido ganador de varios premios, entre los que destacan: Gran Premio Salón Pedro Domingo Murillo (La Paz) en 2012 y 2020, Gran Premio Salón Villa San Felipe de Austria (Oruro) 2019 y Gran Premio Salón 14 de Septiembre (Cochabamba) 2019 y 2023.

Texto: Daniela Espinoza M.

Obras: Vidal Cussi

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Semilla, picantería boliviana: Sabores tradicionales para disfrutar en Achumani

Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido

Por Fernando Cervantes

/ 28 de abril de 2024 / 06:55

Crónicas gastronómicas

Fue el ají de fideo materno lo que motivó a Ernesto Bernal a elegir la profesión de cocinero, sobre todo después de haberlo preparado muchos años para sus hermanos cuando su mamá viajaba por motivos de trabajo.

Luego de un buen tiempo estudiando gastronomía y habiendo trabajado en diversos establecimientos es que se animó junto a su esposa Karen Mujica (administradora de empresas con estudios en diseño gráfico, decoración y comunicación visual) a dar a luz a un viejo anhelo: tener su propio restaurante inspirado en las tradicionales picanterías de Sucre y Potosí, que tenga los sabores bolivianos muy presentes y que se sumerja en el recuerdo de los fogones familiares que eran manejados magistralmente por madres y abuelas. 

Encontrar la casa ideal no fue nada fácil hasta que el destino quiso que en enero de este año esta joven pareja pudiese alquilar un bonito y espacioso inmueble con jardín, ubicado en el barrio de Achumani, muy cerca de la avenida Francia. El lugar fue decorado y rediseñado con muy buen gusto. Así nació Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido, queso humacha, picante de lengua, anticuchos, relleno de papa, mondongo, sajta de pollo, keperí o sopa de maní, los que pueden ser acompañados con  jugo de tumbo, limonada o mocochinchi, ya sea en vaso o en jarra.

Un detalle no menor: el lugar no cuenta con parqueo propio pero la calle donde están ubicados es sumamente tranquila, por lo que estacionar el automóvil en las cercanías del restaurante no debería representar problema alguno.

Semilla: un lugar ideal, para visitar en familia.

Semilla, picantería boliviana

  • Dirección: Calle 21 de Achumani Nº 5  (a una cuadra de la av. Francia) 
  • Teléfono: 67020523 
  • Rango promedio de precios: Bs  20-65    
  • Plato estrella: Picante surtido       
  • Atención: sábados y domingos de 12.00 a 16.00     

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Contáctenos: Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

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No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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José Ballivián: vestirse en tiempos actuales

El artista paceño llevó la muestra ‘Alta Gama / Espíritu Colonial’ a la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra

Por Juan Fabri

/ 28 de abril de 2024 / 06:42

José Ballivián (2024) presentó Alta Gama / Espíritu Colonial en la Galería Nube en Santa Cruz de la Sierra. En esta exposición nos invita a reflexionar sobre la vestimenta en los Andes actuales y los significados que detonan las materialidades vinculadas a la ropa.

La muestra es una serie de obras sobre lo chojcho que viene explorando por lo menos desde hace 10 años. Él dirá: “Lo chojcho es un término usado comúnmente en la zona occidental boliviana para denominar a una persona sin buen gusto para la vestimenta, además de tener la particularidad de ser muy básico en su lenguaje y cultura general”.

Desde mi perspectiva, considero que lo chojcho confronta las miradas exógenas y exóticas sobre el arte del país, donde se busca en Bolivia una especie de “pureza indígena”. Frente a estos discursos, lo chojcho encarna la tensión y la disputa cultural diaria sobre los cuerpos en un territorio atravesado por su historia colonial y la actual globalización. En la exposición, Ballivián relaciona lo chojcho con la vestimenta, pero esta se encuentra ligada inevitablemente con los cuerpos de quienes usan o podrían usar estas prendas.

Dentro del contexto boliviano, uno de los elementos claves de la identificación cultural, pero también de duda sobre si unx es o no indígena, es la vestimenta. El chojcho también va a encontrar en la ropa una expresión sobre su impureza, una disputa de sus ideas y una forma de habitar la ciudad llevando estas vestimentas.

El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.
El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.

En Bolivia recientemente vivimos el censo de población y vivienda (2024) que se realiza cada 10 años y que brinda una idea de quiénes somos como país. Dentro de una de sus preguntas se planteó la pertenencia o autoidentificación a una nación indígena. Los activistas aymaras convocaron a la población a identificarse como aymaras (por ejemplo, el concurso de video para aymaristas convocado por Elias Ajata) si es que sus padres o sus orígenes eran aymaras, más allá de si hablaban o no la lengua. Estos planteaban que ser de una nación indígena en Bolivia trasciende el vivir en el área urbana o rural, es una identidad, una pertenencia. Sin embargo, las identidades para el censo han sido entendidas de manera esencialista, es decir, si eres aymara, no podías ser guaraní o de otra nacionalidad, sólo debías escoger una opción. Lo mismo sucedió con temas de género, donde solo había dos opciones excluyentes, hombre o mujer, omitiendo el otro universo de posibilidades; de esta manera el Estado negó las diversidades que tanto publicita.

La discusión sobre las identidades, particularmente en torno a las nacionalidades indígenas, en el Estado Plurinacional de Bolivia es un elemento que constantemente está en debate tanto en el campo político como en el estético y es sobre lo que viene discutiendo el artista paceño José Ballivián, quien frente a estos discursos esencialistas, nos propone un ser chojcho. Es decir, un lugar de enunciación que está vinculado a lxs hijxs migrantes aymaras en espacios urbanos y con fuertes influencias globales, pero que no dejan su vínculo con lo aymara. Me pregunto si alguna vez será posible censarse en Bolivia como chojcho. Claramente es una categoría no reconocida en el país, porque va más allá de los esencialismos, y que Ballivián rescata del lenguaje popular.

La vestimenta es un factor importantísimo en los Andes de Bolivia. Dentro las comunidades indígenas existen fuertes controles sociales para que las personas sigan usando ponchos, sombreros, polleras, awayos, por lo menos, respecto a las autoridades originarias. Esto está en tensión con el costo de tiempo, esfuerzo e incluso dinero que pueden costar estas prendas. Frente a la gran oferta de ropa usada proveniente del contrabando que llega desde Chile y que proviene de países del Norte, principalmente Estados Unidos de América.

En la exposición, Ballivián propone que alguien chojcho podría caminar por la ciudad usando un ladrillo como cartera. La pieza Alta Gama consiste en un ladrillo sujeto con una wiskha (soga de lana de llama) que de manera conjunta evocan una forma de cartera. La importancia del ladrillo en La Paz y El Alto, ciudades en las que al llegar se puede ver el ladrillo expandido por toda la urbe y que además es símbolo de modernidad, frente al adobe que era el material tradicional con el que se hacían las casas. El usar un ladrillo como cartera enriquece para generar una metáfora de lo que nos colgamos en nuestros cuerpos, más aún que se encuentra serigrafiado el símbolo y las letras de Adidas a uno de los costados. La pintura Ladrillo led también enfatiza la importancia del ladrillo y lo vincula a un toro.

La Feria 16 de Julio o qhatu en la ciudad de El Alto ha crecido acompañada de la gran oferta de ropa usada o de segunda mano proveniente de Estados Unidos, que se vende a precios bajos y que de alguna manera ha quebrado la industria local de ropa en el país. Es decir, para las industrias bolivianas se les hace imposible o muy difícil competir económicamente en el mercado con ropa que viene con etiquetas originales de Louis Vuitton, Balenciaga o Adidas, y que se comercializan en grandes ferias a precios bajos y con una marca avalada por la gran industria de la moda occidental. Por otra parte, la Feria 16 de Julio es quizá el centro comercial más importante de los Andes actuales que toma las calles de El Alto los días jueves y sábado. Además, es quizá uno de los ejemplos más importantes de economías populares en el país. Por otra parte, la Feria 16 de Julio no es la única: todas las ciudades y ciudades intermedias en el país cuentan con algún día a la semana o al mes con una feria donde se revende ropa americana de segunda mano. Dicen que por ello en el campo es más sencillo ver gente usando jeans y zapatillas de marcas globales que pantalones de bayeta o lanas tradicionales, como quizá sucedía hace 50 años.

la muestra del artista José Ballivián se exhibió en la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra.

Ballivián nos propone una obra que refiere a marcas occidentales pero también a la crucifixión cristiana como parte del mismo proceso de imposición cultural. Utilizando una prenda deportiva, un buzo negro, que en la parte de adelante está escrito “Balenciaga Latam”, vinculando a la famosa marca y en la parte de atrás menciona “espíritu colonial”. La obra evoca la colonización y la imposición de las vestimentas en el contexto de la globalización. Un detalle particular es una abarca u ojota, prenda utilizada por las poblaciones indígenas campesinas originarias en Bolivia y que es posible relacionar con los pies de Cristo en la cruz.

Ballivián en la muestra reflexiona sobre el uso de estas marcas occidentales que llegan a Bolivia a manera de ropa de segunda mano o como imitaciones. Podría ser sencillo entender una asimilación cultural hacia las estéticas del norte, usando ropa americana, por los aymaras urbanos o por lxs chojchxs. Sin embargo, al lado de estos jeans, zapatillas o carteras de marcas globales que son vendidas a precios bajísimos, se encuentran también las abarcas, sombreros, ponchos o cinturones de mallkus y jilacatas (autoridades originarias aymaras). Entonces, es posible usar jean con poncho y zapatillas Adidas. También es posible no usar ninguna vestimenta indígena, no hablar aymara, ni quechua, pero preguntarse si se es o no indígena. De la misma manera, alguien que habla aymara y viste como indígena, también a veces duda si es completamente indígena o si quiere seguir siéndolo. La dinámica de las identidades también se encuentra atravesada por el autocuestionamiento de lxs sujetxs.

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Entonces, Ballivián propone que lo chojcho es una manera de existir con estos cuestionamientos existenciales y también con las prácticas. Además, como si se tratara de la antropofagia brasileña, lxs chojchxs se apropiarán de todas estas vestimentas y generará opciones y alternativas particulares. De la misma manera, la pieza Chojcho Cultura es una prenda negra casi como una pieza de un sacerdote con una capucha y el texto explícito que hace referencia a esta identidad. En la zona baja de la pieza, en un lugar casi pélvico, un textil tradicional aymara irrumpe esta especie de túnica.

La obra de José Ballivián nos ayuda a repensar fenómenos como la Feria 16 de Julio y también las discusiones sobre “lo original”, “lo trucho”, la copia, la falsificación, la apropiación, la alienación, lo puro y lo contaminado.

La pieza Ansiedad es una instalación que hace referencia a una chompa o suéter gigante de tres metros de alto. Un tejido elaborado de lana de llama, lana de oveja y lana sintética, que en sus materialidades nos propone la construcción de una pieza en contra los esencialismos. Es decir, en la mezcla, en la unión de varias lanas nos propone la tensión de lo chojcho. En la parte de adelante está escrito con tejido: “Locos por ti”, y en la parte de atrás: “Alta tristeza”.

Recorrer esta exposición de Ballivián invita a imaginar a sujetxs que recorran la ciudad con estas prendas chojchxs y que estas sean la expansión de sus cuerpos y las dinámicas de las identidades. Por otra parte, la obra de Ballivián me permite reflexionar que el arte contemporáneo en Bolivia, que por su tradición es principalmente occidental y que llega al país y se articula con las reflexiones y búsquedas locales, puede ser en sí mismo chojcho, por su carácter impuro.

* Juan Fabbri es licenciado en Antropología, maestro en Antropología Visual y Documental Antropológico y candidato a doctor en Antropología Cultural (Uppsala Universitet, Suecia) y docente investigador en la Universidad Mayor de San Andrés.

Texto: Juan Fabri

Fotos: José Ballivián

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Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calacoto, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

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“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

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