Doña Rosita Ríos, orgullo y pollera
Doña Rosita Ríos, el orgullo de las polleras sobre el escenario
Doña Rosita Ríos hubiese cumplido 87 años. Murió hace cuatro, pero un museo en la calle Jaen recuerda su vida y su legado
Doña Rosita Ríos acudía todas las noches a misa de siete al Colegio San Calixto. Lo hizo durante 30 años. Las hojas parroquiales, repartidas por el jesuita Eduardo Pérez Iribarne, eran su colección favorita. En el museo que lleva su nombre, donde funcionara su legendaria tiendita, hay también más de 100 vinilos (desde rock de Kansas y Cat Stevens a Los Caminantes de Pepe Murillo), fotografías con famosos, 30 retratos de diferentes autores (desde Mamani Mamani y Alvin Huayllas a Medina Mendieta), fotografías, videos, medio centenar de reconocimientos y un viejo baúl con el vestuario usado en obras de teatro popular y películas. La perrita Negra que le hacía compañía ya no está; ahora campa por sus anchas en la casa de su nieta Paola. Los que siguen ahí son dos viejos letreros, al más puro estilo vintage. En uno de ellos se puede leer: “Tienda Rosita, pan, azúcar, arroz, harina, fideos, cigarrillos”.
Mama Rosita, como también era conocida, fumaba por las noches dos puchitos, LM o Big Ben. Estuvo 48 años sobre las tablas y su debut se produjo de pura casualidad un septiembre de 1971. La casualidad se llamaba Raúl Salmón de la Barra, dramaturgo y Alcalde paceño. Rosa Ríos trabajaba como oficial de Policía en Identificaciones cuando los carnets se daban en la calle Colombia. Una mañana se apareció en su oficina don Raúl. Tenía prisa y quería rapidito su cédula de identidad. Doña Rosa, con su habitual carácter extrovertido y alegre, se puso a la tarea y en una hora alistó el mandado.
—Gracias, doña Rosita, te debo una —dijo por compromiso Salmón de la Barra.
—Invíteme al teatro, don Raúl.
—Te dejo un par de entradas para la función de esta noche, recoge en Boletería del Teatro Municipal.
—No, no. Yo lo que quiero es actuar.
LA GRÁFICA
Y así, doña Rosita se presentó en los ensayos de la obra Conde Huyo – La calle del pecado pasadas las seis de la tarde, después del parte policial. Tenía que hacer de sangüichera con una simple línea que decía así: “Yo miro, oigo y callo”. Ni corta ni perezosa, llegaba al teatro con sus cebollas, tomates, locotos y chanchito. Fue una adelantada del método del Actor Studio: se metía en el personaje hasta las últimas consecuencias. “No puedo fingir”, decía. Y así, servía ricos sangüichitos al mismísimo director teatral Hugo Pozo. Todo para vivir/sentir el papel.
Por aquel entonces, la actriz del momento era Agar Delós, quien no estaba muy feliz. Doña Agar se quejó a don Raúl: “¿Cómo vas a traer a gente que no sabe actuar?”. La disputa actoral y los celos entre Ríos y Delós iban a durar medio siglo, pero arrancaron aquella noche de septiembre del 71. Doña Rosita, tras los ensayos, quería abandonar, pero don Raúl la convenció para entrar en escena. Cuando lo hizo, alzada por unos “azules” que la desalojaban de su lugar de venta callejera, su zapato voló y apareció en la platea. El público festejó la gracia y aplaudió a rabiar. “Eso queda”, dijo don Raúl. Desde aquella noche de teatro, el zapato tenía que volar todos los días.
Rosa Virginia Ríos Valdivia nació en Potosí un 17 de abril de 1935. Su padre —don Hugo— fue inspector de migración y su madre —doña Virginia—, ama de casa. De su “mami” nunca olvidó que le cantaba canciones en quechua como El llanto de mi madre, popularizado por las Hermanas Tejada. Su tío abuelo fue el mítico corredor de autos cochabambino Juan Claure. Al año de nacer, al padre lo trasladan de Potosí a La Paz y la familia se instala en la calle Comercio, entre Bueno y Loayza. Con 15 años, otro traslado, esta vez hacia Cochabamba (vivió en Cala Cala) donde, unos 10 años después, nace su primer hijo, Juan José Claure (primo de Marcelo, el actual presidente del club Bolívar). “Mi madre nos crio a mi hermano Dante Antonio y a mi hermana Claudia Rossy prácticamente sola, pues se separó de mi padre, José Desiderio Claure Soria, cuando éramos niños. Trabajó duro para darnos una buena educación en los colegios La Salle y San Calixto. Nos hizo estudiar en la universidad, mi hermano es jefe de cocina y chef en Estados Unidos”, dice Juan José en el museo “Doña Rosita Ríos” en la calle Jaén al 735.
La familia Ríos vivió en Villa Victoria, donde doña Rosita hacía de todo para ganarse el pan de los suyos: vendía mercadería (ollas, edredones, adornos navideños…), lavaba camisas para los diputados y estudiaba dactilografía. También ayudaba a compaginar y repartir el periódico de la Falange Socialista Boliviana, Antorcha, como representante de los obreros sindicalizados en una oficina “clandestina” de la calle Ballivián. En esos menesteres conoció a la “camarada” de partido Marina Azcárraga, dirigente mítica del club The Strongest. Doña Rosita era del Tigre y no se perdía un match en el Siles. En el trágico accidente aéreo de Viloco perdió a varios amigos futbolistas, como el argentino nacionalizado boliviano Julio Alberto Díaz. Cuando el gualdinegro ganaba, doña Rosita coloca en la entrada de su tiendita de abarrotes un muñequito stronguista. Sus primeros ídolos fueron Luis y Juan Iriondo y el Zorro Bastida; y los últimos, Pablo Escobar y Daniel Vaca.
Pasó clases con don Tito Landa para perfeccionar sus naturales dones de actuación y participó en más de 30 obras/comedias de teatro social: desde Chuquiago nunca pierde a Bajo el panorama del puente de Ninón Dávalos; desde La Miskisimi a La sangüichera de la esquina de Hugo Pozo; desde Me avergüenzan tus polleras a El calvario de mi madre de Juan Barrera Gutiérrez; desde Zambo Salvito a La rebelión de las cholas. Llegó incluso a fundar su propia compañía teatral (Nuevo Teatro) y a dirigir obras. Todo por culpa de aquel zapato que voló sin querer queriendo.
Fue una invitada habitual de los programas de Raúl Salmón en la radio Nueva América y Carlos Palenque le pasaba los videos grabados por el canal RTP de todas las obras donde actuaba. “Lleven su copia para doña Rosita”, decía siempre el Compadre. Su mayor enseñanza, en sus propias palabras, fue transmitir el orgullo y las polleras: “Si tienen a su madre en vida, que la valoren y la quieran. A las jovencitas, no se avergüencen de sus madres de pollera porque quizás son más dignas que las de vestido. La señora de pollera no tiene jamás vergüenza de cargar todo en su bulto grande, incluso sus penas”. Llevó siempre en alto el orgullo de ser chola. “Cuando me pongo pollera, me siento una mujer realizada”.
De Villa Victoria, donde tenía su pasanaku con las vecinas, pasó a vivir en la calle Yungas (ahí compartió cuartito con futbolistas del Tigre que llegaban del interior a entrenar en la cancha Frías). Vivió en la calle Catacora hasta llegar a la Jaén en los años 90, después de jubilarse.
Doña Rosita se paraba a hablar con medio mundo o al revés. “No dejaba que los taxistas le cobraran la carrera cuando traía mercancía de la Manco Kapac a la tiendita. Todo el mundo la reconocía, la paraban en la calle, le pedía autógrafos, tardábamos horas en llegar a casa”, recuerda con cariño su nieta Paola. “También era dura cuando había que serlo, su frase favorita era: en una mano la miel, en la otra, la hiel. Nos caían golpes a veces y nos castigaba a los nietos, pero luego llegaba la Navidad y se ponía consentidora. Se rajaba para que tuviésemos todos los mejores regalos, eso sí, compraba al por mayor, así que los cinco nietos teníamos los mismos peluches”, cuenta Paola con una sonrisa nostálgica.
“Rosita de los Andes” —como la llamó Mamani Mamani— no soportaba que las familias abandonasen a sus abuelos y abuelas en los asilos. Todos los días llevaba pan al hogar que está en la antigua calle de la Cruz Verde, cerca de su tienda. Lo mismo se la veía comiendo en los agachaditos que devorando unos ispis en el mercado Lanza o almorzando en el restaurante La Tranquera del Shopping Norte.
Cuando periodistas, turistas y sus viejos camaradas de la Policía pasaban por la calle Jaén para hablar con ella, doña Rosita, siempre bien coqueta, se arreglaba disimuladamente para la ocasión. Su debilidad siempre fueron los niños y las niñas. “Bien querendona de las wawas era”, dice su nieta. Cuando falleció el 18 de agosto de 2018, un joven llegó a la tienda sin saber de su muerte y lloró desconsoladamente. “Era mi mamá Rosita, yo nunca tuve madre y ella siempre me cuidaba y me regalaba pancito”. Puro corazón.
Hizo de todo en su vida, pero nunca pudo terminar sus memorias. Quería despedirse del teatro con una obra inspirada en sus aventuras y desventuras. “Escribía tres páginas y lo dejaba y así siempre”, cuenta su hijo Juan. La última vez que la vimos en la gran pantalla fue haciendo prácticamente de ella misma en Las malcogidas de Denisse Arancibia. Antes había trabajado en media docena de películas bolivianas como Cuestión de fe, El Corazón de Jesús y Averno de Marcos Loayza, American Visa de Juan Carlos Valdivia, Escríbeme postales a Copacabana de Thomas Kronthaler y producción de Paolo Agazzi, No le digas de Mela Márquez y el filme brasileño El gran escape. La televisión también llamó a su puerta para rodar cuatro series, entre ellas Fuego cruzado de Rodrigo Ayala Bluske y Tres de nosotras de Fernando Aguilar. Hizo recordados spots de publicidad para Entel, Pepsi, Cuadernos Líder, Frazadas Polar y Mi Teleférico.
El repositorio que lleva ahora su nombre fue la sensación en la última (presencial) Larga Noche de los Museos. Cuando todos los demás museos ya habían cerrado en 2019, la cola para entrar a ver la tienda de barrio daba la vuelta a la esquina y bajaba por el Bocaisapo, donde tantas veces compartió preste con el también recordado/añorado Cayo Salamanca. La gente lloraba en la tienda y se persignaba ante las Vírgenes de Copacabana y Guadalupe. También mandaban besos al cielo para la actriz que durante 30 años dio vida al personaje de la Tía Núñez, la tía más coqueta de la ciudad.
Doña Rosita nunca dejó de ir al cine y al teatro. Cuando podía, lo hacía en compañía de sus nietos y bisnietos. Siempre creyó que Dios le dio mucho más de lo que pidió. Decía las cosas de frente y amaba las chirimoyas. Era “novelera” y no se perdía un capítulo de sus series favoritas en la tele. Antes, lo hacía con las radionovelas. Fue policía durante 24 años —en la división de Criminalística— y se jubiló como suboficial mayor. Sus dos grupos favoritos fueron Savia Andina y Llajtaymanta. Fue “cebra” por un día varios días. Una de sus últimas obras fue La hija de la chola Benita de Juan Barrera. Fue directora del Teatro Municipal en 1998 y cuando la entrevistaban solo pedía paz, mucha paz para Bolivia y el mundo: “Y que no exista discriminación, ni contra blancos ni contra negros, ni contra gordos ni contra flacos”. Estuvo 48 años sobre las tablas y estará presente en la memoria de la ciudad de La Paz gracias a su tienda/museo por los siglos de los siglos. Amén.