Los Fabelman
Imagen: Fotos. Internet
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La cinta, de corte autobiográfico, está escrita y dirigida por el estadounidense Steven Spielberg. Tiene siete nominaciones para los premios Óscar
¿Hasta qué punto puede resultar interesante la autobiografía filmada de un director cuya trayectoria es por demás conocida gracias a su infalible olfato para apuntar con certera puntería a los gustos de la platea, basando sus millonarias campañas de cebado de las expectativas en la recurrente mención a sus mayores dianas taquilleras: Encuentros cercanos del tercer tipo (1977); E.T. (1982); Parque Jurásico (1993); La guerra de los mundos (2005), et alt? La duda se ahonda al saber que en ese escarbar en el pasado se demora el autobiografiado en cuestión de 151 minutos, tiempo suficiente para una historia más o menos detallista del entero siglo XX.
Tampoco ayuda a engrosar las ilusiones, el recuerdo de varios recientes traspiés en el género, siempre amenazado por las tentaciones de autoindulgencia y sobrevaloración personal, pecados muy humanos, por cierto, según quedó en evidencia, recientemente, para citar un ejemplo extremo la por entero desorejada Bardo del director mexicano Alejandro González Iñárritu. No quiero significar que se trate de una tentación introspectiva reciente. Ahí están para desmentirlo las imperecederas 8½ (1963) y Amarcord de Federico Fellini, Los 400 golpes (1959) de Francois Truffaut, Recuerdos (1980) y Días de Radio (1987) de Woody Allen, Fanny y Alexander (1982) de Ingmar Bergman o Lady Bird (2017) de Greta Gerwig, entre varias otras incursiones en las remembranzas de cineastas que no cayeron empero en el malentendido de presumir que el solo hecho de estar construidas sobre sucesos ciertos vividos las valorizaba más allá del modo utilizado para transportar aquellos a la pantalla.
Pues bien. Una vez apreciado el producto final de tal incursión, en la memoria queda flotando la sensación de que Steven Spielberg se tomó en efecto demasiados minutos, sin que ello signifique la carencia total de atractivo en el trigésimo séptimo largometraje de su filmografía como director. Anoto esto porque en los últimos años produjo, asimismo, realizaciones de otros colegas y en algunos casos escribió los guiones de emprendimientos ajenos, luciendo, en términos numéricos, un impulso creativo sorprendente, por cierto. Además, las suspicacias anotadas pudieron haber recibido algunos paños fríos, vistos los más recientes trabajos de Spielberg en los cuáles exhibió un giro formal/temático hacia cuestiones menos fantasiosas y, por ende, más arriesgadas o controversiales. Tales los casos de El puente de los espías (2015); Ready Player One (2018) e incluso la rehechura de West Side Story (2021).
En las primeras escenas de Los Fabelman conocemos a Sammy Fabelman —el otro yo del director—, niño de seis años bastante atemorizado aguardando en la fila, junto a sus padres, ingresar a la enorme sala donde se exhibe El espectáculo más grande del mundo (1952), uno de los típicos armatostes de Cecil B. de Mille. Ya dentro del lugar, la cámara recorre lentamente la abigarrada multitud, antes de llegar a un primer plano del chico. Tal desplazamiento trae a la memoria el lugar que los cines ocupaban en los imaginarios colectivos en el modo de verdaderos templos laicos urbanos. Es uno de los primeros guiños nostálgicos recurridos por el guion para dar cuenta del asombro inescapable que Sammy conservará de allí en más, trazando el camino por el cual se aventurará en el futuro. Ello, no obstante, que durante la proyección el progenitor se afana intentando explicarle que todo eso no es en absoluto magia, se trata de un puro truco audiovisual consistente en valerse de la denominada persistencia retiniana para hacer correr por el proyector una sucesión de imágenes fijas, provocando la ilusión del movimiento.
Hay una escena en particular que deslumbra al muchacho. El choque espectacular de dos ferrocarriles a causa del cual resultan desperdigados los pasajeros, los vagones en los que viajaban, al igual que un montón de bestias salvajes almacenadas en los furgones. El impacto es aplastante. No bien regresar a casa el flamante cinéfilo le pide a papá prestarle una cámara de 8 mm para filmar su propia versión de aquella escena con el tren eléctrico de juguete recién recibido cómo regalo.
De paso, entramos, pausadamente, en contacto con quienes cohabitan en el lugar: Burt, el padre, creativo ingeniero electrónico obsesionado en investigar el potencial, entonces incipiente, de las computadoras. Mitzi, la madre, frustrada pianista que arrumbó su vocación para dedicarse a la familia. Las tres hermanas, la Tía Hadassa, sobredotada de un humor hiriente; la abuela Tina, pronta a marcharse a otra vida, y Bennie, amigo de Burt, siempre de visita en la casa al punto de ser nombrado “tío” por el cuarteto infantil.
La insaciable pasión de Burt por la técnica lo impulsa a trasladarse de manera constante de una ciudad a otra, con la familia a cuestas, hasta acabar cansando a Mitzi, harta de verse relegada por su pareja. El desmoronamiento del matrimonio asoma en el horizonte y, por último, acaecerá cuando aquel resuelve mudarse por enésima vez, en la ocasión a la oficina de IBM en Los Ángeles.
Los Fabelman
La separación de sus padres, según la película y posteriores declaraciones de Spielberg, no se debió tan solo al incesante peregrinaje. Frente a la pequeña pantalla de su moviola amateur, dedicado a montar las imágenes registradas en un divertido día de campo familiar, Sammy, para entonces ya un adolescente de 16 años totalmente obnubilado por el cine, va siendo presa de una presunción: Mitzi y el “tío” Beenie no eran tan solo amigos. Observando los gestos, las actitudes de ambos comienza a vislumbrar que la vida es una sucesión de incertidumbres, tropiezos y sucesos fuera de programa. Esa secuencia, no importa si tomada de la vida real o inventada para enriquecer el guion elaborado en consumo por el director y su frecuente colaborador Tony Kushner, posee a mi juicio un doble alcance revelador. El que acabo de señalar y otro solo sugerido (por suerte) en el relato: aquel traumático momento —ya rozado en E.T., donde el pequeño Elliott de igual manera sufría el golpe de ver quebrarse la relación de sus progenitores—, interiorizó en Spielberg la idea de que el cine podía ser indistintamente una ventana abierta a las complejas interrogaciones del diario vivir o un corredor para escapar imaginariamente, así solo fuese por un momento, de la enrevesada realidad. Por eso, quizás en los tramos iniciales de su filmografía optó por privilegiar la segunda de las opciones mencionadas, pero ante la proximidad del ocaso fue escorando hacia la primera.
El momentáneo abandono por Sammy, para entonces Sam a secas, de sus tanteos con la cámara a fin de afrontar sus obligaciones escolares del ciclo superior en un entorno en el cual debe compulsar los primeros ataques antisemitas y otros acosos, a tiempo de experimentar los incipientes cosquilleos amorosos gatillados por Mónica, descocada adolescente, fan del Espíritu Santo, que en su dormitorio tiene instalado una suerte de altar donde Jesucristo comparte con las imágenes de galanes, así como estrellas de cine y de la música, habrán sido con seguridad vivencias que abonaron a favor de esa preferencia inicial hacia el cine de evasión. Sin dejar de mencionar que tal fue el sesgo prevaleciente en Hollywood durante la segunda mitad del siglo pasado.
La relación entre Mitzi y su hijo es el principal hilo conductor de la trama, pues a diferencia de Burt, quien considera el asunto del cine un entretenimiento pasajero que habrá de disiparse con la madurez, aquella vuelca su pasión por la música y su abortada ilusión de llegar a ser famosa concertista en el apoyo a Sammy, al cual solía llamar Cecil B. de Spielberg, develando hacia dónde apuntaban sus expectativas. Lejos de resignarse a exponer una nostálgica visión idealizada de la mujer, la película nos muestra un personaje sicológicamente laberíntico, pero que en definitiva no pasa de ser un boceto armado con escenas tan poco sustanciales como la compra de un pequeño simio al que bautiza como Bennie o el capricho de no hacer uso sino de platos y cubiertos desechables, dejando constancia de las dudas del director a la hora de optar por el acento más pertinente en ese forcejo insistente entre la mencionada atracción por el autoelogio y la certeza del imperativo de apartarla del camino para no caer en el mamarracho condescendiente.
Dos escenas visualmente atrayentes, pero distantes de la realidad, bajan el telón sobre Los Fabelman. En la primera, al proyectar Sam para todos los alumnos y educadores de la secundaria, donde no la pasa nada bien, imágenes filmadas durante algunas horas en la playa, provoca en alguno de sus compañeros reacciones de todo calibre, que no acaba de comprender. Es una vez más el regreso a la fascinación de la “magia” del cine, de la cual nunca pudo desprenderse desde aquella visita inicial a una sala de exhibición y a pesar de las explicaciones de su padre. Una suerte de confesión frente a la platea y a sí mismo.
El epílogo inventa el encuentro casual en las oficinas de CBS entre Sam, poco después de haber accedido a la industria consiguiendo trabajo como “asistente de un asistente”, y John Ford (personificado en un cameo por David Lynch). Ford era el director más admirado por Sam Fabelman/Steven Spielberg y que —a pesar de su fama de individuo de pocas pulgas, de inclinaciones fascistoides e invariable mal humor— se toma unos minutos, en la escena, para ahondar el embeleso del personaje con las imágenes en movimiento, explicándole las maravillas del encuadre y la puesta en escena.
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En buena medida tal cierre confirma una de las principales flaquezas del guion y del tratamiento de este testimonio que, a pesar de los notorios esfuerzos del realizador, no consigue tomar distancia de una visión impregnada de un marcado sesgo de inevitabilidad que acaba dejando la impresión de que el destino había decidido, ocurriera lo que fuese, convertir a Spielberg en un magistral creador cinematográfico predestinado a la fama y el éxito.
Dicha impresión se ve reforzada por detalles, no menores por cierto. Ejemplo: según el relato, el avatar ficcionalizado del director pudo hacerse un lugar en Hollywood gracias a su perseverancia y un tanto afortunado azar. En verdad obtuvo su primer trabajo merced a los contactos de su padre, quien, asimismo, financió su ópera prima. Al señalar dichas debilidades no pretendo restarle todo valor a Los Fabelman. Es notable la interpretación de Gabriel LaBelle como el Sam adolescente, al igual que la de varios otros actores elegidos para sus papeles, no tanto debido a la atracción de sus nombres, más bien respondiendo a su parecido físico y comportamental con el entorno de la familia real de Spielberg tal como este lo recuerda. Y nadie pondrá en duda la habilidad de este para atrapar la atención de los espectadores, aun cuando en la ocasión, ya quedó dicho, se extiende más de lo aconsejable, arriesgando desconectar por momentos esa inmersión emocional en lo que transcurre en la pantalla. O, dicho de otra manera, sin ser uno de los mejores trabajos de Spielberg, tampoco es uno de sus tropezones más graves, gracias a lo anotado y, especialmente, a una atinada dosificación de drama y humor y al esfuerzo, no del todo fructífero, para no entregarse de lleno a la automitificación y tampoco reducir el asunto a una inacabable sesión de terapia sicoanalítica.
Texto: Pedro susz K.
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