Friday 3 May 2024 | Actualizado a 03:25 AM

No pintes mandarinas

/ 17 de diciembre de 2023 / 06:33

Esta es la crónica de un infiltrado en una subasta de arte, la que suele hacer la galería Altamira desde hace diez años

Uno espera ver gente adinerada y perifollada en una subasta de arte en un hotel de cinco estrellas en el barrio más jailón de la ciudad. Y uno se sorprende al ver a changos veinteañeros, cuarentones con sudadera deportiva y algún que otro señor mayor con saco y corbata. El estereotipo de caballeros acaudalados pujando por su cuadro/autor favorito es eso, un estereotipo. Aquí arranca la crónica de tres horas de trago y martillo de un infiltrado en una subasta de arte.

¿Comienza puntual una subasta de arte? “Nica”. En Bolivia, no. ¿Se sirve el alcohol al final para brindar por las compras y las ventas? Recontra “nica”. Es al revés. El primer acto del evento es el cóctel. “Lo serviremos a la siete, arrancamos a las 19.30 por el tema de la subasta virtual”. El que habla es el martillero Ariel Mustafá, dueño y señor de la galería Altamira.

A las siete de la noche, cuando no ha llegado ni la mitad del centenar y medio que llenará el salón de honor del hotel Casa Grande (de Calacoto), comienzan a desfilar las bandejas de trago. Hay whisky, por supuesto. Vino tinto y blanco. Y jugos de varios colores. También hay agua, para los peces. “Damos muchísimo trago, el alcohol es un gran activador”, confiesa Mustafá. (Nota mental uno: activador es un lindo eufemismo).

En la sala del hotel hay cuadros por todo lado. Son más de cien de una treintena de artistas. Están ordenados en un caos que solo entiende Mustafá. Hay obras en el piso y esculturas en la entrada. Todas tienen un número. En el hall, hay tres chicas que reparten las paletas y levantan una lista de asistentes, comprobando un registro. Paso de largo disimuladamente, enfilo la sala como en un buen contragolpe de fútbol.

Hay señores que dan su número de celular de Estados Unidos, hay diplomáticos que quieren comprar cuadros exóticos. Casi todos se conocen y se saludan como en una noche navideña. Hay otros que llegan y dicen a las tres chicas (una de ellas está “vapeando”) que esta vez no van a participar. Las chicas visten camisas blancas. Son también las que luego perseguirán a los ganadores para que firmen. Mustafá les rendirá homenaje al citarlas una a una en medio de la subasta: Agustina, Florencia, Luciana, Ana Carola…

En el catálogo veo que algunos cuadros arrancan con un dólar como base. Menos el último que por cábala arranca de cero. Chequeo mi (no) billetera y veo que solo tengo un billete de cien bolivianos. Soy un aspirante a coleccionista pobre. Soy un topo, como el ex embajador gringo Manuel Rocha.

Rita del Solar charla con Marito Conde. Hablan del ángel que estaba en la puerta de El Arcángel, el restaurante que tenía Rita en Obrajes. Lo ha restaurado un amigo de Marito a pedido de ella. El “ceramero” se llama Rodolfo Rocha. Y el trabajo ha quedado perfecto. O eso dice doña Rita. (Nota mental dos: Del Solar, la compañera de vida de Alfredo La Placa, sí cumple el estereotipo de señora que acude a una subasta de arte).

Me dice Mustafá que la pandemia ha rebajado la edad promedio de los asistentes a las subastas. Que se aburrieron de sus casas y decidieron comprar arte porque no sabían en qué gastar la plata que ganaron en la pandemia. Que un cuadro llevó a otro y así. (Nota mental tres: en la pandemia, el rico se hizo más rico y el pobre, más pobre. Cuéntame algo nuevo).

(“La colección es el exhibicionismo de la propiedad privada”, Walter Benjamin)

A la subasta, en pleno cóctel, llegan los artistas. Veo a Vidal Cussi, Hernán Callisaya, Rita Mamani, Corina Aguilar, Carolina Lovo y Juan Mayta, entre otros. Y la hija de don Enrique Arnal, Ximena. Incluso hay docentes de la Academia de Bellas Artes, como don Luis Vedia. Sobre el pucho, entra Fernando Antezana; llega directamente de Cochabamba. Saluda en quechua a Marito que responde en japonés como si fuera Naruhito. Todavía no sabe Antezana que va a ser el rey de la noche.

Pablo Giovany llegará tarde, justo cuando subasten uno de sus cuadros. Los artistas han puesto una platita para pagar el alquiler y la organización; van 80-20 con la galería. “Lo bueno es que todos vendemos”, me dice Conde, presentado más tarde por Ariel Mustafá como el “mejor pintor boliviano vivo”.

El martillero anuncia que hay algunas piezas extras: dos serigrafías repatriadas desde Buenos Aires de Graciela Rodo Boulanger y dos esculturas de Juan Suntura. “Voy a hacer de payasito esta noche, este será un diálogo donde solo hable yo”, avisa con una sonrisa Ariel Mustafá, rogando por un vaso de agua. Será el único que pida/beba agua. Mentira: su socia en la galería (y pareja) Daniela Espinoza también beberá (agua). Los negocios y la diversión no comen en la misma mesa. “Si no veo la paleta de alguien, me gritan, ¿tienen todos su copa, su vaso?”. Lo de regar de alcohol la cancha de la subasta no había sido joda. El vino corre/sale… como agua.

Obras de artistas como Rosmery Mamani, Gustavo del Río y Ejti Stih fueron parte del evento.
Obras de artistas como Rosmery Mamani, Gustavo del Río y Ejti Stih fueron parte del evento.

Un cuadro de Rina Mamani (Sobre la tierra) con base de un dólar sirve para arrancar las tres horas de regateo. Son casi las ocho de la noche, esto terminará a las once. “Tenemos 50, allá tenemos 60, a ver si tenemos más, tenemos 80 en la sala virtual, a ver si llegamos a cien, aplaudan el primer cien de la noche, la sala virtual se va a llevar la primera obra, qué vergüenza para la sala presencial, tengo 120, allá tenemos 130, no se dejen, bien, 150 a la una, 150 a las dos, 160 en la sala virtual, 160 a la una, 160 a las dos, 160 a las tres, nos aplaudimos”. Cae el primer martillazo. Mustafá sonríe.

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La octava pieza es un gallo. El gallo Ciro. Es de Darío Antezana. “Sí, es el hijo del Gíldaro, el que pintaba gallos”, advierte Mustafá al respetable. También sale con un dólar de base. Llegará a los 420 dólares. A estas alturas, ya me he dado cuenta de que mis cien bolivianitos no alcanzarán para nada, acaso para beber unos buenos caldos y comer un par de salteñas. No me vas a creer pero a las 22.20 van a salir salteñas. ¿Quién dijo que solo se las podía/debía comer a mediodía? Con seis copas de vino encima, las salteñas me saben a gloria divina. “Nadie está atendiendo a las primeras filas, Daniela”. La sonrisa de Mustafá solo se transforma en seriedad cuando ve que los camareros no circulan con las bandejas.

(“Toda pasión roza lo caótico pero la pasión del coleccionista roza el caos de los recuerdos”, Walter Benjamin).

Una acuarela de Javier Fernández (Montes Ingavi) sirve para que el martillero cuente que la oficina de su padre estaba en la esquina más linda de la ciudad. Mustafá es un contador de historias, un “storyteller”. Cuando llega la puja por el primer cuadro de Rosmery Mamani Ventura (Figura I, que arranca con un dólar y termina en 410) nos enteramos que la artista está viviendo en París pintando para una galería. Y que María José Rodríguez se ha ido al Ecuador.

El primer “Raúl Lara” de la noche se llama Delirio dibujístico. Es una de las últimas obras que hizo el gran artista orureño, conocido por sus óleos del mundo popular. El martillero agradece a la compañera/viuda de Lara, doña Lidia Caiguara. Si te preguntas cuánto vale uno de sus dibujos, la respuesta es 600 dólares.

El primer cuadro que “no sale” (es decir que no se vende) es Picnic en la ciudad I de Christian Araníbar. Nadie puja. La base son 300. Es un óleo sobre lienzo. Es un bodegón con peras y mandarinas, algunas peladas. Tengo la impresión de que mandarina, el cítrico más popular de Bolivia, no rima bien con subasta. (Nota mental cuatro: si usted quiere vender, caro artista, pinte gatos, pinte gallos, pinte hasta toros y vacas, incluso caballos, pero jamás pinte mandarinas. No salen).

A la hora que aparecen los primeros bocadillos (por un momento imaginé que solo iban a servir bebidas), aparece en escena el primer “Ejti Stih”, la eslovena querida por las elites cruceñas. Es Castigo, acrílico sobre lienzo. Base, 800 “dolaracos”. Una mujer corre perseguida y señalada por dos hombres, vara en mano. Otra mujer, detrás de ellos, abre todos sus poros en señal de alarma, sorpresa, congojo. Se venderá en mil dólares. Mustafá bromea otra vez: “por eso salieron los bocadillos, porque iban a llegar los primeros mil dólares”.

El primer “Mario Conde” se venderá en 860 dólares. Es la primera pugna/pelea de gallos entre dos compradores. El primo del hombre es una acuarela sobre papel. Es un cuadro enigmático, como toda buena obra. Es un hombre sin cabeza. El gato al agua se lo lleva un abogado de apellido Zelaya. Es un hincha del Conde Fútbol Club. Podía montar una exposición/retrospectiva en su casa con la obra del “mayor pintor vivo de Bolivia”. ¿Por qué los autores venden su obra tan barato? Porque necesitan dinero. ¿Por qué los compradores van a las subastas? Para aplacar sus angustias.

Una de las serigrafías “repatriadas” de Rodo Boulanger se vende en 275 dólares. (Nota mental cinco: me da la sensación que no todo el mundo en la sala sabe lo que es una serigrafía). Los caballos tienen mercado, ya lo dije. Uno de Vidal Cussi (Radiante) provoca un comentario “artístico” de una mujer que está cerca de mis apuntes: “estaba hermoso ese caballo”, le dice a alguien por teléfono. Ciertos coleccionistas ya no vienen a las subastas. No se manchan las manos. ¿Quiénes son los que no van pero pujan? Otro misterio, como el arte.

El artista Mario Conde junto a Rita del Solar.
El artista Mario Conde junto a Rita del Solar.

(“Coleccionamos libros con la creencia de que los estamos preservando cuando en realidad son los libros los que preservan a su coleccionista, Walter Benjamin).

Una pieza de arte pop de Rosmery Mamani, sobre cartón, se vende en 850 dólares. ¿Vivir en París eleva tu caché? Que se lo pregunten a Zilveti. El segundo cuadro que no sale es Galaxia rouge del sucrense/paceño Juan José Serrano Caballero. Su precio base de 950 dólares intimida. Parece un “Joan Miró” encendido en rojo. Se venderán mejor sus gatos tristes. A estas alturas de la noche, que terminará siendo “colosal”, uno se da cuenta de que vende mejor el arte figurativo/realista que el abstracto. El arte abstracto necesita tiempo para mirar y en una subasta hay de todo menos tiempo.

El cuadro que ha ocupado la tapa de la revista Escape del periódico La Razón hace dos domingos sale a la palestra. Es un desnudo (cálido) del peruano (residente en Santa Cruz desde hace 20 años) Jamir Johanson. Es Color y armonía. Base: 500 dólares. Los desnudos también son vendedores, “pa-qués” decir. Mustafá agradece al periódico, “si supieran que eso ayuda, lo harían más a menudo. No aplaudimos mucho a La Razón pero a veces hacen cosas aplaudibles”. Sin comentarios. El caso es que el desnudo de Johanson se vende por 1.150 dólares.

Una “cocina” de Darío Antezana sale más barata que uno de sus gallos. Un “concierto” de Raúl Lara sobre partitura de Vivaldi es explicado por Javier Bejarano. A Hausen se le cae la billetera en la primera fila. Otro óleo de Rosmery Mamani supera los mil dólares. “Un cuadro bonito” de Conde sale por la mitad. Llevamos hora y media y algunos enfilan la puerta de salida. Marito se acerca a una de las camareras y pide seis cervezas y un pejerrey.

El cuadro más caro de la noche (950 de base) no logra la base. Es Luna ardiente de Zilveti. Un abstracto, obviamente. “Se venderá por dos mil en la galería”, dice Mustafá para autoconsolarse. Me entero de que Magenta Murillo (antes conocida como Mónica Murillo) está incursionando en la escultura en bronce. Los vinos me hacen delirar: ¿y si me cambio de nombre a Verde Menta? “Si no los veo, silben”, dice gritando Mustafá. Salen las mencionadas salteñas. Todo me parece ya una película de los Hermanos Marx. Salen dos huevos duros. Aparece de espaldas un “Eusebio Choque” que no está en el catálogo. La escena se va a fundido en negro con un comentario clasista del martillero ante un murmullo constante: “como a vocero de minibús, me tratan”.

piezas de Carolina Lovo y Eusebio Choque.
piezas de Carolina Lovo y Eusebio Choque.

(“Un coleccionista es sobre todo un crítico”. Beatriz Sarlo).

El último pique/pelea de gallos llega cuando faltan cinco minutos para las tres horas de agotadora subasta. La puja es una cuestión de masculinidad. Puja el hombre. La mujer acompaña, hincha. El (última) objeto de deseo es Tarde colosal de Fernando Antezana, el cochabambino que ha saludado al inicio en quechua, todo feliz, como intuyendo su destino.

Un señor de unos cincuenta y otro más joven con sudadera Puma (y copa de vino en mano) se enzarzan, se agarran como en “tinku”. No se miran, solo se oyen. Están separados por dos filas de sillas. Juegan a quien la tiene más larga. Gana el de la sudadera Puma. Ruge como tigre. Besa a su chica, grita la hinchada. Tarde colosal, después de varios minutos eternos, vale 1.610 dólares. O eso ha dicho el martillero.

Falta una hora para la medianoche. Afuera del hotel, dos de las trabajadoras de la subasta —las de impoluta camisa blanca — fuman un pucho. Hace rato que he perdido el último teleférico. Salgo a la avenida y comienza la verdadera subasta, la de escoger minibús. “Arce, Prado, Pérez; Arce, Prado, Pérez”. El pequeño cosmos de la subasta de arte queda atrás, el mundo sigue dando vueltas, como los minibuses en La Paz. Arce, Prado, Pérez Alcalá. Arce Prado, Pérez Alcalá.

También se pujó por obras de artistas como Juan Bustillos y John Ulises Mamani.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

Vidal Cussi: De los nombres de una exposición

‘Caos’ es el nombre de la exposición que el pintor paceño presenta hasta el 7 de mayo en la galería Altamira de San Miguel

Desde el caos

Por Daniela Espinoza M

/ 28 de abril de 2024 / 07:03

¿Por qué Caos?, me pregunto al recibir las fotografías de Vidal Cussi con el nombre de su exposición —que se exhibirá hasta el 7 de mayo en Galería Altamira, calle José María Zalles Nº 834, bloque M-4, San Miguel— y me quedo pensando mientras miro las obras y me digo ¿dónde está el caos?, ¿en esas gotas que el rocío deja en una manzana o en esas nubes que parecen atravesar con calma los cuerpos instalados en espacios infinitos y crepusculares?

¿Habrá caos, acaso, en esos rostros que observan paisajes montañosos o en aquellos que parecen reposar entre las nubes? Tal vez sí lo encuentro en los caóticos cabellos que se entrelazan a través de los rostros, cabellos en forma de listones de lata que se entrecruzan y supongo se enlazan en la parte que el cuadro ya no nos deja ver.

Entonces pienso que lo mejor es recurrir al artista para encontrar la respuesta. La charla me tranquiliza, el caos no está en las obras que presenta, sino que estuvo en él en el momento previo a su producción y, tras una catarsis —“una explosión” como él prefiere llamar—, surgió esta muestra llena de señas de paz.

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Luego, teniendo que escribir sobre su obra, me quedo pensando en el artista, en lugar de acercarme a su exposición me gana la vida de Cussi, me quedo intrigada en los procesos de unas obras que a todas luces reflejan sosiego y calma, pero que —ahora lo sé— no se engendraron de esa manera.

“El arte es para mí una terapia, un reencuentro conmigo mismo. Las tristezas, así como las alegrías, se van plasmando en las obras. Ellas son un desahogo”, me dice. Por supuesto que ya mi mirada es otra, y me siento en el deber de compartir con ustedes esa breve charla, pues si alteró mi forma de apreciar su arte, sin duda hará algo similar por ustedes.

De pronto, ya no son importantes los nuevos colores que Cussi propone y que despuntan en algunas obras, ya no es vital pensar en él en tonos tierras. Ya conocemos algo, aunque sea un poco, del proceso creador de un artista al que admiramos ahora un poco más, ya sus cuadros nos dictan palabras en voz baja, las palabras con las que el artista empezó a trabajarlas.

La muestra ‘Caos’, del artista paceño Vidal Cussi, se exhibe en la galería Altamira (San Miguel, zona Sur).

PERFIL Vidal Cussi Tiñini nació en Santa Rosa, provincia Pacajes del departamento de La Paz en 1983. Actualmente reside en la ciudad de El Alto. Estudió en la Academia de Bellas Artes Hernando Siles donde obtuvo la especialidad en pintura. Ha sido ganador de varios premios, entre los que destacan: Gran Premio Salón Pedro Domingo Murillo (La Paz) en 2012 y 2020, Gran Premio Salón Villa San Felipe de Austria (Oruro) 2019 y Gran Premio Salón 14 de Septiembre (Cochabamba) 2019 y 2023.

Texto: Daniela Espinoza M.

Obras: Vidal Cussi

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Semilla, picantería boliviana: Sabores tradicionales para disfrutar en Achumani

Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido

Por Fernando Cervantes

/ 28 de abril de 2024 / 06:55

Crónicas gastronómicas

Fue el ají de fideo materno lo que motivó a Ernesto Bernal a elegir la profesión de cocinero, sobre todo después de haberlo preparado muchos años para sus hermanos cuando su mamá viajaba por motivos de trabajo.

Luego de un buen tiempo estudiando gastronomía y habiendo trabajado en diversos establecimientos es que se animó junto a su esposa Karen Mujica (administradora de empresas con estudios en diseño gráfico, decoración y comunicación visual) a dar a luz a un viejo anhelo: tener su propio restaurante inspirado en las tradicionales picanterías de Sucre y Potosí, que tenga los sabores bolivianos muy presentes y que se sumerja en el recuerdo de los fogones familiares que eran manejados magistralmente por madres y abuelas. 

Encontrar la casa ideal no fue nada fácil hasta que el destino quiso que en enero de este año esta joven pareja pudiese alquilar un bonito y espacioso inmueble con jardín, ubicado en el barrio de Achumani, muy cerca de la avenida Francia. El lugar fue decorado y rediseñado con muy buen gusto. Así nació Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido, queso humacha, picante de lengua, anticuchos, relleno de papa, mondongo, sajta de pollo, keperí o sopa de maní, los que pueden ser acompañados con  jugo de tumbo, limonada o mocochinchi, ya sea en vaso o en jarra.

Un detalle no menor: el lugar no cuenta con parqueo propio pero la calle donde están ubicados es sumamente tranquila, por lo que estacionar el automóvil en las cercanías del restaurante no debería representar problema alguno.

Semilla: un lugar ideal, para visitar en familia.

Semilla, picantería boliviana

  • Dirección: Calle 21 de Achumani Nº 5  (a una cuadra de la av. Francia) 
  • Teléfono: 67020523 
  • Rango promedio de precios: Bs  20-65    
  • Plato estrella: Picante surtido       
  • Atención: sábados y domingos de 12.00 a 16.00     

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Contáctenos: Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

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No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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José Ballivián: vestirse en tiempos actuales

El artista paceño llevó la muestra ‘Alta Gama / Espíritu Colonial’ a la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra

Por Juan Fabri

/ 28 de abril de 2024 / 06:42

José Ballivián (2024) presentó Alta Gama / Espíritu Colonial en la Galería Nube en Santa Cruz de la Sierra. En esta exposición nos invita a reflexionar sobre la vestimenta en los Andes actuales y los significados que detonan las materialidades vinculadas a la ropa.

La muestra es una serie de obras sobre lo chojcho que viene explorando por lo menos desde hace 10 años. Él dirá: “Lo chojcho es un término usado comúnmente en la zona occidental boliviana para denominar a una persona sin buen gusto para la vestimenta, además de tener la particularidad de ser muy básico en su lenguaje y cultura general”.

Desde mi perspectiva, considero que lo chojcho confronta las miradas exógenas y exóticas sobre el arte del país, donde se busca en Bolivia una especie de “pureza indígena”. Frente a estos discursos, lo chojcho encarna la tensión y la disputa cultural diaria sobre los cuerpos en un territorio atravesado por su historia colonial y la actual globalización. En la exposición, Ballivián relaciona lo chojcho con la vestimenta, pero esta se encuentra ligada inevitablemente con los cuerpos de quienes usan o podrían usar estas prendas.

Dentro del contexto boliviano, uno de los elementos claves de la identificación cultural, pero también de duda sobre si unx es o no indígena, es la vestimenta. El chojcho también va a encontrar en la ropa una expresión sobre su impureza, una disputa de sus ideas y una forma de habitar la ciudad llevando estas vestimentas.

El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.
El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.

En Bolivia recientemente vivimos el censo de población y vivienda (2024) que se realiza cada 10 años y que brinda una idea de quiénes somos como país. Dentro de una de sus preguntas se planteó la pertenencia o autoidentificación a una nación indígena. Los activistas aymaras convocaron a la población a identificarse como aymaras (por ejemplo, el concurso de video para aymaristas convocado por Elias Ajata) si es que sus padres o sus orígenes eran aymaras, más allá de si hablaban o no la lengua. Estos planteaban que ser de una nación indígena en Bolivia trasciende el vivir en el área urbana o rural, es una identidad, una pertenencia. Sin embargo, las identidades para el censo han sido entendidas de manera esencialista, es decir, si eres aymara, no podías ser guaraní o de otra nacionalidad, sólo debías escoger una opción. Lo mismo sucedió con temas de género, donde solo había dos opciones excluyentes, hombre o mujer, omitiendo el otro universo de posibilidades; de esta manera el Estado negó las diversidades que tanto publicita.

La discusión sobre las identidades, particularmente en torno a las nacionalidades indígenas, en el Estado Plurinacional de Bolivia es un elemento que constantemente está en debate tanto en el campo político como en el estético y es sobre lo que viene discutiendo el artista paceño José Ballivián, quien frente a estos discursos esencialistas, nos propone un ser chojcho. Es decir, un lugar de enunciación que está vinculado a lxs hijxs migrantes aymaras en espacios urbanos y con fuertes influencias globales, pero que no dejan su vínculo con lo aymara. Me pregunto si alguna vez será posible censarse en Bolivia como chojcho. Claramente es una categoría no reconocida en el país, porque va más allá de los esencialismos, y que Ballivián rescata del lenguaje popular.

La vestimenta es un factor importantísimo en los Andes de Bolivia. Dentro las comunidades indígenas existen fuertes controles sociales para que las personas sigan usando ponchos, sombreros, polleras, awayos, por lo menos, respecto a las autoridades originarias. Esto está en tensión con el costo de tiempo, esfuerzo e incluso dinero que pueden costar estas prendas. Frente a la gran oferta de ropa usada proveniente del contrabando que llega desde Chile y que proviene de países del Norte, principalmente Estados Unidos de América.

En la exposición, Ballivián propone que alguien chojcho podría caminar por la ciudad usando un ladrillo como cartera. La pieza Alta Gama consiste en un ladrillo sujeto con una wiskha (soga de lana de llama) que de manera conjunta evocan una forma de cartera. La importancia del ladrillo en La Paz y El Alto, ciudades en las que al llegar se puede ver el ladrillo expandido por toda la urbe y que además es símbolo de modernidad, frente al adobe que era el material tradicional con el que se hacían las casas. El usar un ladrillo como cartera enriquece para generar una metáfora de lo que nos colgamos en nuestros cuerpos, más aún que se encuentra serigrafiado el símbolo y las letras de Adidas a uno de los costados. La pintura Ladrillo led también enfatiza la importancia del ladrillo y lo vincula a un toro.

La Feria 16 de Julio o qhatu en la ciudad de El Alto ha crecido acompañada de la gran oferta de ropa usada o de segunda mano proveniente de Estados Unidos, que se vende a precios bajos y que de alguna manera ha quebrado la industria local de ropa en el país. Es decir, para las industrias bolivianas se les hace imposible o muy difícil competir económicamente en el mercado con ropa que viene con etiquetas originales de Louis Vuitton, Balenciaga o Adidas, y que se comercializan en grandes ferias a precios bajos y con una marca avalada por la gran industria de la moda occidental. Por otra parte, la Feria 16 de Julio es quizá el centro comercial más importante de los Andes actuales que toma las calles de El Alto los días jueves y sábado. Además, es quizá uno de los ejemplos más importantes de economías populares en el país. Por otra parte, la Feria 16 de Julio no es la única: todas las ciudades y ciudades intermedias en el país cuentan con algún día a la semana o al mes con una feria donde se revende ropa americana de segunda mano. Dicen que por ello en el campo es más sencillo ver gente usando jeans y zapatillas de marcas globales que pantalones de bayeta o lanas tradicionales, como quizá sucedía hace 50 años.

la muestra del artista José Ballivián se exhibió en la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra.

Ballivián nos propone una obra que refiere a marcas occidentales pero también a la crucifixión cristiana como parte del mismo proceso de imposición cultural. Utilizando una prenda deportiva, un buzo negro, que en la parte de adelante está escrito “Balenciaga Latam”, vinculando a la famosa marca y en la parte de atrás menciona “espíritu colonial”. La obra evoca la colonización y la imposición de las vestimentas en el contexto de la globalización. Un detalle particular es una abarca u ojota, prenda utilizada por las poblaciones indígenas campesinas originarias en Bolivia y que es posible relacionar con los pies de Cristo en la cruz.

Ballivián en la muestra reflexiona sobre el uso de estas marcas occidentales que llegan a Bolivia a manera de ropa de segunda mano o como imitaciones. Podría ser sencillo entender una asimilación cultural hacia las estéticas del norte, usando ropa americana, por los aymaras urbanos o por lxs chojchxs. Sin embargo, al lado de estos jeans, zapatillas o carteras de marcas globales que son vendidas a precios bajísimos, se encuentran también las abarcas, sombreros, ponchos o cinturones de mallkus y jilacatas (autoridades originarias aymaras). Entonces, es posible usar jean con poncho y zapatillas Adidas. También es posible no usar ninguna vestimenta indígena, no hablar aymara, ni quechua, pero preguntarse si se es o no indígena. De la misma manera, alguien que habla aymara y viste como indígena, también a veces duda si es completamente indígena o si quiere seguir siéndolo. La dinámica de las identidades también se encuentra atravesada por el autocuestionamiento de lxs sujetxs.

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Entonces, Ballivián propone que lo chojcho es una manera de existir con estos cuestionamientos existenciales y también con las prácticas. Además, como si se tratara de la antropofagia brasileña, lxs chojchxs se apropiarán de todas estas vestimentas y generará opciones y alternativas particulares. De la misma manera, la pieza Chojcho Cultura es una prenda negra casi como una pieza de un sacerdote con una capucha y el texto explícito que hace referencia a esta identidad. En la zona baja de la pieza, en un lugar casi pélvico, un textil tradicional aymara irrumpe esta especie de túnica.

La obra de José Ballivián nos ayuda a repensar fenómenos como la Feria 16 de Julio y también las discusiones sobre “lo original”, “lo trucho”, la copia, la falsificación, la apropiación, la alienación, lo puro y lo contaminado.

La pieza Ansiedad es una instalación que hace referencia a una chompa o suéter gigante de tres metros de alto. Un tejido elaborado de lana de llama, lana de oveja y lana sintética, que en sus materialidades nos propone la construcción de una pieza en contra los esencialismos. Es decir, en la mezcla, en la unión de varias lanas nos propone la tensión de lo chojcho. En la parte de adelante está escrito con tejido: “Locos por ti”, y en la parte de atrás: “Alta tristeza”.

Recorrer esta exposición de Ballivián invita a imaginar a sujetxs que recorran la ciudad con estas prendas chojchxs y que estas sean la expansión de sus cuerpos y las dinámicas de las identidades. Por otra parte, la obra de Ballivián me permite reflexionar que el arte contemporáneo en Bolivia, que por su tradición es principalmente occidental y que llega al país y se articula con las reflexiones y búsquedas locales, puede ser en sí mismo chojcho, por su carácter impuro.

* Juan Fabbri es licenciado en Antropología, maestro en Antropología Visual y Documental Antropológico y candidato a doctor en Antropología Cultural (Uppsala Universitet, Suecia) y docente investigador en la Universidad Mayor de San Andrés.

Texto: Juan Fabri

Fotos: José Ballivián

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Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calacoto, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

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“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

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