Cuando Bolivia sacó a bailar a la gloria
No ha vuelto a surgir un Etcheverry, un ‘Platiní’ Sánchez, un Melgar o un Cristaldo...
Superando escaleras y pasillos, íbamos tres periodistas amigos buscando nuestros lugares en el enorme Soldier Field Stadium de Chicago. Teníamos pupitres numerados en la tribuna de prensa (al rayo del sol), pero, imprevistamente, encontramos una tarima con una alta placa de madera detrás que daba sombra. Faltaban tres horas para el comienzo del partido. Dijimos: “Sentémonos aquí y roguemos que no nos muevan”. A las tres de la tarde de ese infernal 17 de junio de 1994, hora del puntapié inicial, hacía 42 grados (en el campo eran 45, según informaron). Nadie nos corrió y nosotros ni pestañeábamos para no mojarnos en transpiración; igual nos bañamos íntegros en sudor. A orillas del lago Michigan, la sofocante humedad tornaba irrespirable la tarde. Nunca vivimos algo igual. Fue el día del cotejo inaugural en Estados Unidos ’94, cuando el Mundial desembarcó en el único país que le dio obstinadamente la espalda al fútbol.
Nunca un partido mundialista se jugó con semejante temperatura, seguro. Los gigantescos estadios norteamericanos eran casi todos de una sola bandeja y no tenían visera que protegiera del sol. En la tribuna de enfrente, los presidentes de Estados Unidos, Bill Clinton, y de Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada, hasta se quitaron el saco y se arremangaron para soportar el bochorno. Abajo, Alemania y Bolivia hicieron un partido soso, algo comprensible por la infernal temperatura. Fue la mejor Bolivia que hayamos visto. Muy seria, competitiva, la del vasco Azkargorta. La de Trucco, Rimba, Gustavo Quinteros, Sandy, Cristaldo, Borja, (Soria en ese caso), Melgar, Etcheverry, Ramallo… Era todo parejo hasta que una pequeña desconcentración defensiva le dio a Klinsmann la ocasión que un alemán difícilmente desaprovecha y ganó el campeón mundial 1 a 0.
Pero Bolivia tuvo el premio de inaugurar el torneo ante Alemania. Los ojos del mundo la vieron.
Ese fue el postre. Antes hubo una historia cenicienta. Etcheverry era un diablo en serio, con una gambeta electrizante y un zurdazo rasante…Platiní Sánchez el cerebro y el lanzador, a favor de una pegada excepcional, el señor del tiro libre… Melgar el estratega que manejaba los ritmos, él decidía cuándo acelerar y cuándo aquietar, siempre con la bola bajo la suela… Baldivieso la calidad, la osadía. Un lujo de mediocampo. Adelante, el oportunismo, la ambición y rapidez de William Ramallo. A los lados, la eficiente regularidad con entrega de Carlos Borja (un motorcito) por derecha y Cristaldo por izquierda. A Cristaldo se lo puede describir con el nombre de un valsecito: Alma, corazón y vida. Eso era. Atrás, la sobria garantía de Trucco, su templanza; la seria firmeza de Quinteros; esa roca humana que era Sandy; chocar de frente contra Sandy era darse con el Transiberiano en plena carrera. Y Rimba, siempre presto, veloz, acertado en la marca, bueno en la proyección. Eso era Bolivia en 1993, un equipo repleto de buenos jugadores entregados a un objetivo común. Y un equipo de memoria, de los que se recitan de corrido, porque la mente no falla con los buenos.
Y si faltaba alguno, estaban Chocolatín Castillo con su pelota al pie, otra escoba que limpiaba el camino. O la juventud plena de ímpetu y categoría de Juan Manuel Peña. O el vértigo atrevido de Álvaro Peña. ¿Sí influyó la altura en aquella histórica clasificación mundialista de 1993…? Sí, la altura futbolística de todos. Nada es imposible, pero será difícil que Bolivia vuelva a juntar once titulares tan calificados y tres o cuatro alternantes que cuando entraban aportaban soluciones al equipo.
Se unieron en aquella feliz aventura un puñado de razones: un presidente excepcional (Guido Loayza), un técnico notable (Xabier Azkargorta), una mística creada por ambos y un equipo al que le sobraba fútbol por los cuatro costados, se le caía del saco: sobre todo a ese mosaico del medio integrado por Baldivieso, Melgar, Platiní Sánchez y Etcheverry. Porque el medio es la cocina del fútbol, la que lo elabora. El manejo de balón daba superávit en aquella selección y compensaba cualquier otro déficit.
A 25 años, se nos ocurre que aquel suceso excede largamente lo deportivo y debe ser espejo para cualquier actividad de la vida nacional. Hubo un plan, trazado desde la modestia, pero con grandeza y con casi afiebrada dedicación, todos los protagonistas fueron soldados de la causa, hormiguitas que traían un palito, una hojita y la sumaban a la montaña de la fe. Se pensó en cada detalle, se nacionalizó a Trucco y Quinteros porque podían mejorar el equipo, como finalmente sucedió. Funcionó el trípode fundamental del fútbol: dirigentes-cuerpo técnico y jugadores. Todos jugaron en equipo, con grandeza y determinación, con amor por la camiseta y con la convicción de que se podía alcanzar el objetivo. Aquel 1994 Bolivia fue al Mundial con todas las de la ley.
La clasificación empezó a tomar forma el 27 de septiembre de 1992, cuando Guido Loayza fue electo presidente de la Federación Boliviana de Fútbol. Porque fue él quien sembró la idea de que se podía llegar al Mundial, con todo lo difícil que era. Parecía impensable. Habiendo solo tres cupos y medio para Sudamérica y con Brasil, Argentina, Uruguay, la generación de oro colombiana de Valderrama, Asprilla, Rincón, el Tren Valencia… Chile estaba excluido por la sanción de la FIFA debido al escándalo causado por su arquero, el Cóndor Rojas. Fue la última Eliminatoria dividida en grupos. A Bolivia le tocó el de cinco equipos con Brasil, Uruguay, Ecuador y Venezuela. No daba para ilusionarse. El antecedente más fresco era la Copa América de Chile 1991 en una zona de cinco también, casi idéntica (Brasil, Uruguay, Ecuador, y Colombia); Bolivia había sido último con dos empates y dos derrotas.
Pero Guido, un optimista del gol, pensaba que tal vez… que quién sabe… que si le ganamos a… Y si ellos pierden allá… “Yo había estado en la comisión seleccionadora en la Eliminatoria anterior, nos dirigía Jorge Habegger y perdimos el pasaje al Mundial apenas por un gol de diferencia con Uruguay. Y eso que nos hicieron de todo allá en Montevideo. Así que me dije: no somos mucho menos”.
Y empezó a pergeñar. “Quería un técnico exclusivo para la selección, no que compartiera la función con otro equipo, como se estilaba. Uno estable y con dedicación exclusiva. Justo en Bolívar habíamos transferido a Etcheverry al Albacete y para concretar la operación vino un empresario español, Manolo Esteban. Después de firmar todo nos pusimos a charlar con Manolo y me dijo: “Hay un técnico ideal para ustedes, un tipo con inquietudes culturales, que lee a Vargas Llosa, a García Márquez… Él va a entender la idiosincrasia de Bolivia, le gustan los desafíos”. Era Azkargorta. Hablé con él largamente por teléfono y me pareció un fenómeno; le ofrecí el cargo y me dijo: “No firmo contratos sin ver a los ojos a la otra parte”. No teníamos un peso en la Federación y buscamos el vuelo más insólito y también más barato del mundo a través del Lloyd Aéreo Boliviano: Barcelona-Madrid-Miami-Panamá-Manaos-Santa Cruz-La Paz. Una tortura. Es que encima eran tres pasajes, él, su representante Óscar Segura, y Manolo Esteban. Finalmente llegaron una mañana y arreglamos por una insignificancia, 5.000 dólares mensuales. Pero, tal como me lo había dicho, a él le interesaba más el reto que el dinero. Por la noche fuimos a cenar y, ya embalado, me dijo: “Podemos ganar el grupo”. ¡Y cómo son las cosas…! Hasta faltando veinticinco minutos del último partido, en Ecuador, podíamos ganar el grupo”.
Los jugadores debieron pasar mucho tiempo concentrados y aceptaron un trato que, aún pasados 25 años, parece insólito: “Les dábamos veinte dólares diarios, eso era por sueldo, viático, todo… Es que no había plata. Pero nadie pensó en la plata, hubo un gran compromiso con la idea de clasificar. Después sí, cuando se logró el cupo, juntamos 16.000 dólares para cada uno de la Federación y 8.000 más que aportó el Gobierno. Los jugadores se portaron extraordinariamente”, recuerda Loayza.
Lo notable es que el empujón de confianza lo dio la siguiente Copa América, en Ecuador, en la cual Bolivia volvió a ocupar el último lugar de su grupo, aunque con una sensación muy diferente. Fue en junio, un mes antes de arrancar la Eliminatoria. Ya estaban los jugadores que animarían el Premundial. Y ya dirigió Azkargorta. Por enorme casualidad, a Bolivia le tocó el grupo con Argentina, México y Colombia, que serían al cabo el campeón, subcampeón y tercero del torneo.
Loayza lo recuerda como si fuera ayer, con pelos y señales: “Perdimos 1-0 con Argentina en un partido parejísimo, decidido apenas por una jugada oportuna de Batistuta. Estaba saliendo todo el equipo cuando de pronto Ruggeri rechaza largo de cabeza, pica Batistuta y define como definía él.
Luego empatamos con Colombia, al que le íbamos ganando y nos emparejó de penal. Y con México 0 a 0, pero lo peloteamos. Al regreso, hablamos con Azkargorta y coincidimos: estamos bien, jugamos frente a los tres primeros y ninguno nos pasó por arriba, más bien al contrario. Y son los que definieron la Copa. No levantemos la perdiz, sigamos en silencio, que piensen que somos pan comido”.
Y tal vez lo pensaron, porque arrancó la Eliminatoria y Bolivia ganó los primeros cinco partidos en serie. “Le hicimos siete a Venezuela en Puerto Ordaz y muchos dijeron, “claro, a Venezuela…”, pero todos jugaron con Venezuela y nadie le hizo siete. Uruguay ganó 1 a 0 raspando, y Ecuador perdió”, remarca Guido. Y enseguida llegó el histórico triunfo sobre Brasil, que jamás había caído en un partido eliminatorio. El tremendo envión inicial garantizó el pasaje al país del béisbol. El continente entero saludó la gesta boliviana, no solo por el campanazo que supuso sino por su merecimiento y su fútbol atildado.
Una verdad es irrefutable: había jugadores. No ha vuelto a surgir un Etcheverry, un Platiní Sánchez, un Melgar o un Cristaldo, tampoco nadie más se puso a pensar que ir a un Mundial es posible.