‘No me toques, no me mires, porque soy Intocable’
Las manifestaciones culturales interactúan, se alimentan entre ellas, imposible hablar de pureza y originalidad en un mundo que, como decía Julio Cortázar, avanza hacia el mestizaje. Resulta anacrónico y arcaico proclamar la pertenencia absoluta de una expresión a un tiempo y una geografía.
A los bolivianos nos duele en exceso cuando nos tocan el folklore y ramas afines. Y reaccionamos ácidamente ante la afrenta y atrevimiento de su empleo o ejecución sin permiso y venia de sus inventores. ¿Por qué? Según el sicólogo Fernando Centeno, es una reacción instintiva de quien ha perdido casi siempre y por tanto tiene la autoestima quebrada. Por ello, la repulsión ante el riesgo de que otros se apropien de lo que consideramos nuestro, es casi lógica y natural.
Pero ¿qué con eso de mirar la paja en ojo de otro, antes de? (el refrán es conocido y no lo inventamos los bolivianos). La sociedad boliviana ha bebido, adoptado y abrazado las diversas corrientes de expresiones culturales y contraculturales foráneas, sin que nadie en el extranjero se haya suicidado por ello. O por lo menos no nos hemos enterado.
Repasando nuestra historia reciente (siglo XX), cuando el mundo empieza a hacerse más chico en los albores de la globalización —aunque los procesos de transculturación llevan milenios—, la ciudadanía acogió y algunos de sus artistas calcaron, en la medianera del 1900, las expresiones artístico-culturales de países vecinos, y de otros no tanto.
CRÍTICA. Duele, pero el ejercicio purifica. Entre los casos más llamativos se encuentra uno de los himnos paceños que obedece en realidad a un plagio mayúsculo. Sí, el Oh! Linda La Paz, titulada originalmente Vieni sul mar, es una canción melódica italiana popularizada por Enrico Caruso, que la grabó en 1919, y que fue traída por una orquesta que llegó en 1948 para la celebración del cuarto centenario de fundación de la ciudad, y al parecer gustó tanto que dio pie a esa reconocida adaptación lírica que paceños y no paceños corean cada 16 de julio y 20 de octubre: “…quien te conoce no olvida jamás…”.
El tango, de procedencia rioplatense, argentino y uruguayo, cuyo máximo exponente fue un francés llamado Charles Gardés (sí, el gran Carlitos de Caminito y otras vainas), tuvo su circuito propio en las urbes a escala nacional. Lo dicen los abuelos y hay registros de ello; es más, el otro himno paceño de aquellos años, de autoría de Néstor Portocarrero, titulado Illimani, fue compuesto al compás de ese baile que empezaba a cruzar el Atlántico hacia Europa, como una muestra de la expresión sudamericana provocada por las migraciones europeas de fines de siglo XIX. Nunca (hubo) un reclamo de los “farsantes” que descendieron del barco (como se suele estigmatizar a los argentinos en Bolivia). No les hace falta. Si en nuestro país intentáramos apropiarnos del “pensamiento triste que se baila”, como lo definía el tanguero Santos Discépolo, nadie nos creería. Hay otras formas relacionadas con las industrias culturales que posicionan una marca-país. Los argentinos recurrieron a todos los medios, principalmente a su industria cinematográfica, antes que “agarrarse a las piñas” con sus primo-hermanos del “otro lado del charco” (uruguayos).
La cumbia, de origen colombiano, también aterrizó en el país en los 60 y la agrupación “cafetera” Sonora Dinamita fue el gran espejo en el que los imitadores nacionales empezaron a mirarse. “Todos copiábamos los temas de ese grupo, era lo máximo”, confesó alguna vez el cantante de los benianos Trío Oriental, Wálter Áñez. Lo que hizo la cumbia fue prácticamente arrollador, al punto que el género importado se dio a la tarea de cambiar las destrezas rítmicas de generaciones de jóvenes y adultos, y la lista de grupos que cayó en la tentación de registrar canciones ajenas como si fueran de autoría propia (o sin recalcar a los verdaderos autores, lo cual es casi lo mismo) es extensa y casi infinita. Fenómeno que aún hoy se practica y amplifica desde los medios de comunicación y redes sociales sin enrojecimiento de nadie.
MUNDIAL. El rock, el género maldito nacido del blues parido por los esclavos afroamericanos de Estados Unidos y mundializado por sus excolonizadores ingleses, recaló en Bolivia, que también se fumó el contagioso y desaforado género, al igual que argentinos, chilenos, uruguayos, paraguayos, brasileños, colombianos, ecuatorianos, peruanos, solo para nombrar a los vecinos. Y sus cultores locales tampoco tuvieron miramientos a la hora de apoderarse sigilosamente de composiciones forasteras a las que les cambiaban la letra y punto. La lista es también amplia y aún hoy los grupos caen en esa ¿imperdonable? actitud.
Saliendo del escaparate cultural, se suceden otras emulaciones en ámbitos muy diferentes de los cuales se apropia el ser boliviano que ya de por sí es plurimultimegacultural (36 naciones, 36 idiomas locales, 28 lenguas extranjeras, según el Censo Nacional de Población y Vivienda 2012).
La televisión es la más esponjosa a la hora de absorber influencia sin acreditar decencia. Acentos forzados con jerga importada (el argentino es el preferido en Oriente y Occidente por igual), formatos copiados hasta el cansancio (Casi al mediodía – Almorzando con Mirtha, Cazador urbano – Proteste ya, No Somos Ángeles – Intrusos, Lapsus – Televisión Registrada, etcétera), nos exhiben a una supuesta élite creativa parodiando las producciones concebidas muy sesudamente, quizá no, de la manera más audaz. Son los que demandan aplauso por su originalidad. Son los mismos que en muchos casos denuncian el plagio del que somos pobres víctimas. Pero ¿son culpables de caer en la tentación?
En su libro La Tercera Ola, Alvin Toffler decía que las culturas más grandes se iban a comer a las más pequeñas. Salvando lo literal, esto significa que, en el proceso de transculturación, algunas se impondrán sobre otras o ejercerán una gran influencia. Y es que la cultura no es un hecho estático que heredamos y al que podemos atribuir valores y normas fijos, tampoco es una ley universal con variables estáticas. La cultura consiste en significados, normas y valores que las personas producen activamente, partiendo de sus experiencias y relaciones sociales (esto último no lo pensé yo, lo bajé de una página llamada Futuros. Me ayuda a discernir sin caer en el plagio de ideas).
Las manifestaciones culturales interactúan, se alimentan entre ellas, imposible hablar de pureza y originalidad en un mundo que, como decía Julio Cortázar, avanza hacia el mestizaje. Resulta anacrónico y arcaico proclamar la pertenencia absoluta de una expresión a un tiempo y una geografía. El “no me mires no me toques”, bandera de algunos activistas a muerte del folklore, solo aísla y limita el radio de acción (¿qué hubiese sido del rock si no trascendía fronteras y las diversas regiones del mundo se apoderaban del estilo?).
Hace algunas semanas, Frank Arbelo lo retrató muy bien. Para los que no lo vieron, este gran dibujante ilustró una careta de Diablo cubierta por una gran fuente de vidrio con el cartel NO TOCAR. ¿Es lo que en verdad se quiere?