Sobre el Teatro de Los Andes o del dilema del hijo ante el Padre
La muerte de las artes, con énfasis en el teatro y sus formas de hacerse en Bolivia, se cierne como reflexión en tiempos de pandemia
1. Lo dijimos en el anterior escrito, ciertas formas del arte se confirman hoy muertas: podría hacer un listado de éstas, pero sería infinito; resumamos: si puede ser nombrada, está muerta. Pero dijimos también que existen dos matices, íntimamente ligados, en primer lugar, que la muerte, cese de toda vida, contradictoriamente tiene todavía una potencialidad: la de recordarnos aquello que ha muerto, sus causas, su historia, no solo en un sentido enciclopédico. En segundo lugar, que a la muerte hay que llorarla, o algo así se dice en el Hamlet de los Andes, escrita por Diego Aramburo, y que yo pude ver en el festejo de los 25 años del Teatro de los Andes, sobre los que de forma tangencial escribiré aquí con el mayor cariño.
2. Un hombre al centro del escenario, algo dice, su voz truena, es intensa, es fuerte, conmueve; algo pasa, todo sale volando, un terremoto ha arrasado con su alrededor, pero no solamente, también con él, ahora su voz tiembla, su pantalón salió volando… En un sol amarillo pone en escena una poética evidente, señalada de todos modos por Julia Peredo en su tesis de licenciatura, pero que ella no se atreve a nombrar: “La obra está centrada en la injusticia que ejercen los poderosos frente a los desvalidos”, señala, además aclara que la suma de voces recopiladas (una pluralidad) son sintetizadas en una sola voz.
No dice que esa moral quiere convencer al espectador de una posición, busca, a la manera de las obras de Raúl Salmón estudiadas por Karmen Saavedra, su pasividad. “Sí, qué terribles son los políticos”, dirá el espectador luego de ver la corrupción en la obra, le tirará papeles, jamás pensará en ser político (en el sentido amplio de la palabra). Peredo habla de Brecht y de cómo Los Andes generarían una distancia crítica; sin embargo, los mismos elementos que ella ennumera (división dicotómica entre agredidos y agresores, la caricaturización de los segundos que logra identificación con los primeros, el humor en tanto sátira…) va en sentido contrario. Brecht también tenía una moral, diría ella, y tiene razón: ambos están muertos, matizando que la moral de Brecht, diría Benjamín, no era impositiva.
3. En dicho festejo vi mis primeras obras del famoso elenco nacional. Sí, no vi La Ilíada, La Odisea, Frágil, Otra vez Marcelo y otras obras que, dicen los sabios, marcan su mejor época, aquella liderada por César Brie. Pero confío en que esa moral, esa forma de hacer no haya variado sustancialmente (lo que no implica que los resultados sean técnicamente iguales) y es por eso que son lo que son: el ideal del teatro boliviano para muchos hacedores (casi todos los elencos hoy utilizan ejercicios provenientes de la Antropología teatral de Eugenio Barba, que obviamente llega al país con Brie) y críticos. Por lo tanto, son (un nuevo) Padre con las luces y sombras que tiene este término.
4. Así se vuelve interesante que hayan montado Hamlet, un hijo colocado en un dilema ético: el de constituirse como sujeto o el de replicar una subjetividad anterior (la de su padre que, también, se llama Hamlet; juego de dobles con el que Shakespeare estaba muy familiarizado). Los Andes resuelve fácilmente ese dilema, al final de la obra, los personajes se estancan en una puerta, afirman que están cansados de la venganza, faltaba un beso y abrazos, se retiran tras tanta confusión. Así, aunque no lo noten, siguen el camino del Padre, marcando una ley (matar o amar, da igual), ley que dicta y no deja al hijo progresar, pensar, ser un “sujeto que dirige su deseo”, diría Barthes. Así se aclara la poética marcada en la otra obra mencionada: primero hay que conmover, convencer, luego predicar; movimiento de la retórica clásica. Maticemos: un corpus clásico puede convertirse en un espacio “donde se pueda desear”.
5. Demos un salto mortal. El 2018, cuando gané el premio de crítica que quizás me impulsó a seguir escribiendo aquí, tenía entradas gratis a todo lo que se presente en el Teatro Municipal y, por supuesto, iba a todo. Llegó Luis Lugo, pianista cubano de —según dicen— alta fama internacional. El espectáculo no llegó a la cantidad de gente requerida y fue cancelado, sin embargo, el pianista decidió (ya que seguramente iba a pagar una multa, según normativa de teatros municipales) usar esa noche para grabar algunas de sus canciones. Yo tenía privilegios y, sin que me vea o me note, me senté en un palco a escucharlo.
El teatro vacío o, quizás, lleno de fantasmas. Él, solo con su piano, en el escenario, sin ropa formal, desarreglado. Tocó y aunque no recuerdo qué tocó, jamás olvidaré su intensidad: era un mar que se movía, sin demasiado esfuerzo, pero con el dolor de cada una de sus olas; era un llanto contenido en cada tecla, en el rechinar del viejo piano y a la vez era una fiesta… Los Andes logran (en el mejor de los casos) eso, la muerte tiene su potencialidad: la de recordarnos su peligro, la de hacernos creerla viva. Y si no la lloramos estaremos condenados a repetir el camino del Padre, cuando la lloramos borramos su peso, somos hijos ante el dilema, ante el caos. Y del caos es de donde empiezan las creaciones…
Camilo Gil Ostria – crítico