La noche de la huacataya
El ‘Papirri’ ha compuesto, sin querer queriendo, la canción interminable.

Llego tarde a la presentación del libro 40 años de canciones de Manuel Monroy Chazarreta, El Papirri (1979-2019). Es viernes por la noche, hace un frío infernal y la sala del renovado Espacio Patiño está repleta. En la testera, Omar Rocha Velasco dice que Manuel es una doble vía: su obra ha bebido de La Paz y sus personajes, pero a la vez, el Papirri ha (re)construido su propia ciudad, permitiendo que todos habitemos ese imaginario inventado, ese espacio soñado. Omar deja la palabra con una metafísica popular: “este texto está lleno de vacíos”.
Es el penúltimo oxímoron que se une a la larga lista de “metafísicas” de Manuel que, sin querer queriendo, ha compuesto la canción interminable. Llegarán los nietos de nuestros nietos y a bordo de alguna línea blanca paceña de teleférico sideral, tras la última chupa intergaláctica, alguien soltará otra metafísica popular y la canción —la más multiplicada y democratizada del mundo— no terminará nunca jamás.
“Me he dado cuenta de mí”, arranca el protagonista de la noche para recordar los primeros libros de canciones (“songbook”, dicen los que saben) que vio en una librería de Belo Horizonte allá por los años ochenta. Eran de Caetano, de Chico Buarque, de Tom Jobim y costaban su platita en dólares. Manuel miraba, tocaba y no compraba (no había quibo, Cirilo). El Papirri es de esos que ha invertido todo su capital en deudas, por eso ni siquiera tiene vinilos de sus primeros discos: “Si alguien tiene el Hasta ahurita, que me regale pues”. Luego comparten la mesa algunos de los autores de pequeños textos que acompañan las 40 canciones. La colega Marcela Araúz lee Del amor su bailecito, un himno a la emboscada, arrepentimiento y final. El director de la Orquesta Sinfónica Nacional, Weimar Arancibia, alaba la calidad musical de Manuel y sus séptimas disminuidas. La stronguista Katherine Gallardo, zurda y antropóloga, recuerda puras alegrías (el tri, el 24 de diciembre de 2016, el Chupita…). Y un amigo, Nicolás Suárez Eyzaguirre, rememora con nostalgia al niño Manuelito saltando de cama en cama en la lejana infancia compartida con sus padres. Antes de bajarse, el Nico nos deja otra metafísica: “En la ficción, el Manuel es bien real”.
Cuando me toca subir —fuera de programa— desde el fondo de la sala, acelero y me da paja leer mi texto: El Papirri es una cosmovisión. Me doy cuenta que todos han escrito sobre una canción menos yo. Manuel nunca me avisó de las reglas. En reciprocidad y venganza, me callo en siete idiomas y exijo que toque mi tema favorito: La huacataya. Dicho y hecho.
La parte musical de la noche comienza con el autocantor alteño Mauricio Segales en el charango, y con Tere Morales en la voz prodigiosa. Las dos últimas son inevitables. “Voy a tocar La Huacataya para poder salir vivo”, dice el Papirri, y entonces la sala del Patiño se convierte en la curva sur del estadium y sus coros de sopa y ensalada. Cuando sube el niño Johan para dar las réplicas en el Qué tal, metal, Manuel hace una apuesta: “si no fallas ninguna, te regalo mi libro”. Johan es una artista de verdad y gana of course, my horse. En los postres, un amigo del barrio, del viejo callejón detrás del cine, don Antonio Taboada, inventa con su equipo del Jallalla Cocktail Bar un nuevo trago. Lleva agua de Jamaica, vodka, cítricos, unas yerbitas, gotas de lúpulo y humo de romero quemado para disimular. De la noche, su huacataya.
Después nos vamos solitos y bien acompañados —pa’qués decir— al Choquelulu Coffee Shop, el único boliche que vende shop en jarra. Por ahí andan el Teodoro Quispe, el Llokallita moco tendido, el K’encha Terán, la Martita Luna, Eugenia y Maribel, la Hilariashón, Hugito Ormachea, la Margarita de la Garita y el Jhony Ormachea Villamor que hace rato dejó de ser aquella wawa del ch’enko total. En lo único que nos ponemos de acuerdo —ahora que tenemos— es en exigir que la Cabeza de Zepita vuelva a su lugar, carajo, para sentarnos otra vez en su oreja y ver nuestras sonrisas en cámara lenta.
Post-scriptum: el libro se puede comprar en la librería El Baúl del Libro (frente a la UMSA, galería Viveros) y en las sucursales del periódico La Razón.
* Periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.
Carlos Piñeiro, el cineasta de los presagios
‘Sirena’ es el primer largometraje del director paceño, es la primera película boliviana de 2021. Se estrenará en salas el jueves y se puede ver de forma virtual desde hace cuatro días
Fragmento del largometraje "Sirena"
Imagen: R. Bajo/D. Loayza
Primera secuencia: interior, domicilio familiar, Los Pinos, noche: Carlos Piñeiro ordena viejos cajones aprovechando la cuarenta rígida del año pasado. Entre los papeles viejos, encuentra una carta. Es de su padre Mario Adolfo. Está fechada en 1994 y comienza con un “Querida Ardilla”. Es su chapa de “wawa”. La misiva es un presagio. El padre está totalmente seguro de que el hijo de ocho años se va a dedicar de mayor a las artes audiovisuales.
Segunda secuencia: interior, colegio San Ignacio, día. En el penúltimo año de estudios de secundaria, el profesor consigue una copia pirata de La nación clandestina de Jorge Sanjinés. Proyecta la película para toda la clase. Carlos Piñeiro no había visto hasta entonces un filme boliviano. Cuando el Tata Danzanti retorna a su comunidad para entregarse, Carlos ya sabe que se muere por hacer cine. Ahí comienza todo.
Tercera secuencia: exteriores, lago Titicaca, día. El padre de Carlos, ingeniero civil de profesión, busca a un amigo desaparecido en las aguas del lago sagrado e intenta rescatar junto a un socio el cadáver en manos de una comunidad aymara que se niega a devolverlo porque teme que eso repercuta en la cosecha. Estamos en 1984 y el progenitor no sabe que su hijo va a rodar esa historia ficcionalizada 35 años después como parte de su primer largometraje. O quizás tenga un presentimiento.
Carlos Piñeiro es el tercer hijo del matrimonio de Mario Adolfo Piñeiro y Roxana Pinelo, que estudió ya de mayor Comunicación Social tras parir a sus cuatro “wawas” por cesárea. El mayor es Juan Pablo, novelista y guionista de cine. El segundo es Mario Andrés, arquitecto y director de arte. El tercero es Carlos y la cuarta es María Beatriz, fundadora del Colectivo Marketero, especializado en marketing digital y publicidad. Los cuatro están presentes en Sirena, el primer “largo” de Carlos después de los cortometrajes Martes de challa (2008), Max Jatum(2010), Plato paceño(2013) y Amazonas(2015).

En la “premier” de la película en Copacabana el viernes ocho de enero, una niña se paró en el CITE de la localidad, a dos cuadras de la plaza principal, y preguntó en medio de la banda de tarqueada: “¿Por qué se llama Sirena? El director Carlos Piñeiro se quedó feliz con la pregunta. El objetivo de la “peli” de suspenso estaba logrado. La interrogante que lanzó uno de los protagonistas naturales del filme, Benjamín Pari, que hace del policía Saturnino Poma e interlocutor entre los buscadores y los comunarios de Santiago de Okola, es más complicada: “¿Va a haber una copia de colores de la película?” Piñeiro ha explicado varias veces que la obra está en blanco y negro por varias razones. “Sirena tiene dos miradas, dos contrastes, dos mundos que chocan. No podíamos pintar el lago de manera paisajística, a colores. El blanco y negro te mete en el bote de búsqueda, te introduce en el lago, nos ayuda a retratarlo de manera sombría, lejos de la imagen turística y luminosa que todos tenemos”, cuenta Carlos.
La familia Piñeiro posee una espiritualidad a flor de piel. En la infancia de sus hijos e hija, el padre acostumbraba a llevar a toda la prole a los cerros de la ciudad, eran los famosos domingos sagrados de montaña. La conexión con lo mágico y lo místico, con los espíritus y los antepasados, era palpado desde lo más alto de la “waca”. La conexión con los muertos también ha estado presente siempre. Cuando la madre de Carlos se iba a casar por primera vez, el novio fue atropellado el día de la boda en la avenida Roma. Cuando el hermano de Carlos, “Piñas”, tenía diez años, fue llevado a Estados Unidos para ser operado de una extraña enfermedad del corazón, estando prácticamente muerto por varios momentos durante la cirugía.
Carlos Piñeiro estudió durante dos años Diseño Gráfico y luego cuando se abrió la licenciatura del Programa en Dirección de Cine de la Universidad Católica Boliviana ahorró una platita y sin decir nada a nadie se apuntó. “Temía la reacción de mi madre, pero mi hermano mayor ya nos había abierto el sendero pues él también arrancó estudiando Ingeniería de Sistemas para contentar a la familia y luego se pasó a la carrera de Literatura de la UMSA”, cuenta Carlos.
El diseño ayudó al cineasta a encontrar una identidad, un estilo propio. Lo demás lo posee de forma innata: tiene ganas de contar cosas. Con apenas 22 años se casó con la actriz Mariana Vargas y tuvo dos hijos (Manuel y Pedro). “Ahí comencé a trabajar y durante 15 años estuve como asistente de dirección y de dirección de arte, haciendo un poco de todo, vestuario, maquillaje, etcétera con cineastas como Germán “Monki” Monje en Hospital Obrero —mi primera película—, Jorge Sanjinés en Insurgentes, Juan Carlos Valdivia, Marcos Loayza, Rodrigo Bellott, Mela Márquez, Paolo Agazzi, Diego Mondaca, Serapio Tola o Kiro Russo. Y también teatro como escenógrafo y diseñador para teatro con Percy Jiménez, Diego Aramburo, entre otros”.

En 2008 su compadre Pablo Paniagua, director de fotografía, volvió de estudiar cine en Buenos Aires con una cámara de ocho milímetros y seis rollos vírgenes para rodar, cada uno de tres minutos, un total de 18 minutos. Con guion de su hermano, nacía así Martes de challa, la vida, muerte y entierro en el edificio Dallas de un pepino carnavalero y borracho. “Nos costó 500 dólares, 100 nos dio la Paceña, otros 100 la librería Armonía, otros 100 un amigo, Pablo Keke. Rodamos durante tres días, sin derecho a equivocarnos. Ahí nos dimos cuenta rápidamente de que las limitaciones son fundamentales en el proceso creativo, si tienes todo a veces no sale igual”, dice Carlos con ese orgullo que tienen los que parten desde abajo.
Con el primer cortometraje llegó el primer galardón, el “Amalia de Gallardo”; total, cuatro mil dólares. Carlos y Pablo, amigos desde el San Ignacio, reinvirtieron todo el monto en hacer su segunda película, esta vez en 16 mm con la cámara Super 16 de Cine Box y cintas Kodak y Fuji para diferenciar los 30 años existentes en la historia del “corto”. Las quince latas de rollo se convirtieron en Max Jutam (2010). “Rodamos por primera vez en la comunidad aymara de Santiago de Okola, gracias a Miguel Hilari, pudimos pedir los permisos necesarios de la comunidad, fuimos varias veces a sus asambleas y después, cuando estrenamos, mostramos la película ahí y ahora nos ha ayudado también para tener una buena recepción de los comunarios”, dice.
El segundo cortometraje también llegó con premios bajo el brazo, el primero desde México (Festival en Foco de Oaxaca) y luego un “Abaroa” y otro “Amalia” de yapa. Repitiendo el mismo modus operandi de reinversión, en 2012 llega Plato paceño, el “corto” que lo va a cambiar todo: viajes a festivales del extranjero y roce con directores admirados.
La trayectoria con final feliz se trunca de repente con un divorcio/crisis existencial y un viaje a Cobija, Pando, donde se había instalado su padre y su nueva empresa Andamas (acrónimo de Andes y Amazonas). Carlos —con algún dinero prestado— se coloca al frente de una lavandería de ropa. Las dudas sobre su futuro como cineasta dan vueltas y vueltas. “Un día, como una epifanía, mientras lavaba las medias de un militar, me dije a mí mismo: es hora de demostrar si sirves para el cine o no. Entonces comienzo a cranear lo que iba a ser mi cuarto corto, me lo pongo como prueba, como sacrificio. Es la historia de un colla en Brasil llamado Celestino que viaja engañado y termina trabajando en una lavandería, encerrado en su mundo, manteniendo su identidad y costumbres muy lejos de su casa y su hábitat natural y cultural”. La cuarta película reafirma la vida y pasión de Carlos, ha pasado su particular Rubicón. Las ovaciones y elogios en la competencia internacional oficial del Festival Clermont Ferrand (Francia), la muestra más grande de cortos en el mundo, así lo atestiguan.

De la lavandería de “Collija” (Cobija en argot por la gran llegada de hombres y mujeres de occidente a la “Perla del Acre”) vuelve al lago Titicaca, como cerrando un círculo, la figura geométrica de la sabiduría aymara. Con “Migu” Kori Hilari Sölle de intermediario, vuelven para rodar en el “Dragón dormido”, a 17 kilómetros de Puerto Carabuco, entre la comunidad de Quillima y Santiago de Okola. El guion de Sirena— en castellano y aymara— va a ser escrito a cuatro manos por Juan Pablo, su hermano, y Diego Loayza, ambos productores de la película. La fotografía, esta vez, recae en Marcelo Villegas y el resto son los habituales —Sergio Medina en la dirección de sonido, Kiro Russo en el diseño sonoro…— del colectivo Socavón Cine, al que pertenece Carlos.
El equipo, todo un junte equilibrado de amigos, usa drones para atrapar la majestuosidad del Titicaca pero en el montaje de Amanda Santiago apenas quedan unas imágenes fijas cenitales. El efectismo no forma parte del menú. Su primer “largo” —que ha ganado un premio al fomento en el Festival de San Sebastián/Donostia (País Vasco)— se estrena en el Festival de Cine de Valdivia y el día que Evo Morales renuncia por el golpe es el plato fuerte de una noche del Festival de Mar del Plata (donde obtiene el premio al mejor filme de un director Sub-35. La película ve truncado su periplo por festivales europeos como Toulouse por culpa de la pandemia y Carlos se queda con los pasajes en la mano. No importa, el sueño ya está cumplido: primer “largo” en el Titicaca. “Lo mejor es que no tengo deudas, Sirena ha costado 70.000 dólares, no debo nada a nadie, pasé el último día del año en la Isla de la Luna solo sin ver un alma para poder arrancar el año diciendo: gracias Lago”.
Ahora “solo” falta que el público boliviano vea este filme de suspenso con poco diálogo: el pasado jueves se estrenó virtualmente en la plataforma de streamingdel Multicine y la distribuidora BF; y este jueves 21 llega a las salas. Tal vez el cinéfilo pueda observar las huellas de Ozu, Sanjinés, Lucrecia Martel, los Coen, Kusturica, Wong Kar-wai o los uruguayos Stoll y Rebella. “No he visto todo el cine que quisiera, mis influencias son más literarias, los cuentos de Horacio Quiroga y Juan Rulfo me han marcado como códigos narrativos, Sirena es un homenaje a ambos, es una obra sobre la muerte, sobre la llegada de unos hombres a un lugar, sobre cómo unos ven la muerte de fiesta y como augurio y otros, como culpa y miedo, esa separación entre vida y muerte no existe; si vivo, muero”. Mientras tanto, Carlos prepara otro regreso, esta vez a Pando: Taturana, su próximo largometraje”, transcurre entre la ciudad de El Alto y Cobija. Piñeiro sabe que el mundo está lleno de presagios, el próximo todavía es un secreto.