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The post

Steven Spielberg despliega su pericia narrativa en la película protagonizada por Streep y Hanks.

/ 14 de marzo de 2018 / 13:00

Al cabo de un prolongado periplo por los más variados géneros, Steven Spielberg daría la impresión de haber resuelto recalar en el histórico, según puede concluirse por simple, eventualmente antojadiza, inferencia al constatar que cuatro de sus cinco últimos largos —con la sola excepción de Mi amigo el gigante (2016)— estuvieron ambientados o se basaron directamente en eventos y personajes tomados de la historia: Caballo de guerra (2011); Lincoln (2012); El puente de los espías (2015) y ahora The Post, estrenada en buena parte de los países de habla hispana con el título Los archivos del Pentágono.

Que Spielberg puede ser tomado por un autor cabal es materia irresuelta, eventualmente irresoluble, de controversia en curso. En cambio los números certifican, sin dejar lugar a dudas, que se trata en términos de recaudación del más exitoso realizador en la historia de Hollywood. Más relevante, y aun cuando sobre este punto tampoco exista consenso absoluto, muchos críticos y comentaristas coinciden, me incluyo, en considerarlo un indiscutible exponente de la mejor orfebrería narrativa —tributaria de la época del cine clásico norteamericano—, capaz de encontrarle la vuelta a cualquier asunto en principio aparentemente desprovisto de materia prima como para conectar con el interés del espectador y mantenerlo vivo a lo largo del relato.

Ahí está, sin ir más lejos, justamente la película que nos ocupa, cuya trama carece de los ingredientes de acción, cuando menos en el sentido excluyente atribuido por el grueso de productores y realizadores al término como equivalente de movimiento, despliegue físico a raudales, violencia explícita y abundancia de averías de toda índole inferidas a los objetos al igual que a los sujetos inmersos en peripecias desvestidas por lo general de cualquier atributo adicional a la agitación en sí.

Lo dicho, el escándalo a propósito de los papeles secretos del Pentágono expuestos al dominio público a finales de los 60 era esencialmente un contencioso legal, objeto de discusiones de gabinete y entredichos judiciales.

En el prólogo The Post se remonta a los años más candentes de la intervención norteamericana en Vietnam. Alistándose para el combate, un grupo de marines hacen notar su desconfianza hacia uno de los oficiales. “Ese tipo viene a observarnos”, constatan aludiendo a un extraño personaje que no se despega de su máquina de escribir portátil. El personaje en cuestión es Daniel Ellsberg, hombre de confianza del secretario de Defensa Robert McNamara en los gobiernos de Kennedy y Johnson.

En 1971, Ellsberg resolvió filtrar al New York Times algunas de las 7.000 páginas de documentos de un estudio ultrasecreto elaborado por el Departamento de Defensa, encarpetados bajo el insípido nombre Relaciones Estados Unidos-Vietnam, 1945-1967. Se encontraba agobiado en conocimiento de las sistemáticas falsedades de la información oficial, propalada por cinco sucesivas administraciones gubernamentales —indistintamente republicanas y demócratas ya entonces atenidas al uso discrecional de la posverdad y de las fakenews—, las cuales escamoteaban con premeditación y alevosía las evidencias contenidas en el estudio dando por sentado con toda franqueza que se trataba de una aventura sin la menor probabilidad de éxito, lo cual no impidió a los gobiernos del país del norte mandar al matadero, por puro cálculo geopolítico, a 58.000 jóvenes caídos en combate, eso sin contar las iguales o más víctimas del bando contrario.

La filtración provocó de inmediato una destemplada respuesta acorde al tosco talante del entonces presidente Nixon, quien obtuvo una inicial determinación judicial prohibiendo al periódico neoyorkino reincidir en cualquier publicación de parecida índole. A los administradores del Washington Post, todavía entonces un diario local de modesto tiraje, les pareció llegada la oportunidad de cobrar relevancia nacional, abriendo sus páginas a nuevas revelaciones y multiplicando así sus ventas.

No era empero una decisión desprovista de enormes riesgos. Entrañaba de arranque un previsible enfrentamiento frontal con la administración Nixon. Sobre los entretelones de la discusión interna entre el editor Ben Bradlee y la propietaria-directora Katharine Graham, alrededor de los cuales revolotea una bandada de abogados y representantes del consejo editorial, focaliza su mirada el relato de Spielberg.

Bradlee es un personaje enérgico, persuadido de la urgencia de sacar cara por la ética periodística y por las libertades anotadas en la primera enmienda de la Constitución norteamericana. Graham, quien se ha visto forzada a tomar en sus manos el timón de la empresa familiar luego del suicidio de su marido, forcejea en soledad con sus propias vacilaciones, con su inexperiencia y, sobre todo, con la intimidatoria dosis de alertas y recomendaciones de prudencia de esa alborotada tropa de allegados asustadizos, conservadores, convencidos de la necesidad de llevarse bien con el poder y desconfiados del tino de la directora solo por el hecho de ser mujer.

Acerca de los riesgos justamente de cualquier relación demasiado próxima entre los periodistas y los funcionarios gubernamentales advierte sin subrayados accesorios una de las subtramas del relato. La idea está resumida en la noción conclusiva de la sentencia de la Corte Suprema que finalmente puso freno a los intentos de censura gubernamental advirtiendo “La prensa está para servir a los gobernados, no a los gobernantes”. Frase mencionada al pasar y que al igual como varios otros señalamientos de la película cobra especial relevancia en la era Trump. ¿Casualidad?, dudo mucho.

La filmografía de Spielberg ha sido objeto de persistentes reparos a propósito de su presunta implícita adscripción misógina, dado el supuesto rol siempre secundario reservado a sus personajes femeninos, subordinados a los heroicos varones protagonistas, lo cual no es enteramente cierto, ni mucho menos, si se aprecian las cosas con mayor detenimiento en varios de los títulos de esa dilatada obra. Aquí en cualquier caso el agobiante cerco de presiones masculinas en torno a Graham y la entereza con la cual ésta se sobrepone a sus propias dudas y a semejantes apremios del entorno da la impresión de ser un guiño apuntado hacia aquellas objeciones.

A propósito de guiños, en el epílogo, con atinada mesura, se alude al episodio acaecido tres años más tarde cuando otra investigación de los reporteros del Washington Post sacó a luz los trapos sucios de Watergate, escándalo que obligó al irascible y atrabiliario Nixon a liar los petates, como si la historia hubiese decidido descargar un mensaje aleccionador, patentemente desoído o incomprendido, es cierto, por los sucesores del expulsado.

Con esos insumos el realizador construye un lubricado relato despojado de efectismo y golpes bajos, atenido por el contrario a una contención de tono que no le impide alcanzar momentos de verdadera intensidad, ni tampoco mantener el ritmo preciso contando con el sólido aporte de algunos de sus colaboradores: Kaminsky en la fotografía, Williams en la banda musical, pero sobre todo con la más que maciza composición de Meryl Streep y Tom Hanks, rodeados de un elenco parejo en el cual nadie tienta robarse el foco. Por lo demás Spielberg sitúa la cámara, encuadra y deja a los actores en lo suyo. Solo cambia de ángulo, o corta a otro plano, cuando la progresión o la necesidad de acento dramático lo piden. Clara herencia del modo clásico de narrar según anotábamos arriba.

Que los personajes aparezcan un tanto, o bastante, demasiado idealizados en relación con sus verdaderas trayectorias personales, o que el embustero McNamara sea tratado con una delicadeza a ratos sospechosa de intención absolutoria, son tal vez los puntos más opinables de un trabajo que por lo demás constituye una verdadera lección de pericia narrativa en tiempos de inocultable escasez de tal cualidad.

Ficha técnica

Título Original: The Post

Dirección: Steven Spielberg

Guion: Liz Hannah, Josh Singer

Fotografía: Janusz Kaminski

Montaje: Sarah Broshar, Michael Kahn

Diseño: Rick Carter

Arte: Kim Jennings, Deborah Jensen

Música: John Williams

Efectos: Doug Coleman, Evan Pileri, Cody Brunty, Anwei Chen

Producción: Liz Hannah, Tom Karnowski, Steven Spielberg, Tim White

Intérpretes: Meryl Streep, Tom Hanks, Sarah Paulson, Bob Odenkirk, Tracy Letts, Bradley Whitford, Bruce Greenwood, Matthew Rhys, Alison Brie, Carrie Coon, Jesse Plemons, David Cross, Zach Woods, Pat Healy, John Rue, Rick Holmes – EEUU/2017

*Crítico

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Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

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No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Garra de hierro

La cinta de Sean Durkin visita el mundo de la lucha libre a través de la historia de la familia Von Erlich

Por Pedro Susz K.

/ 21 de abril de 2024 / 06:23

Si bien ese seudodeporte denominado lucha libre, por aquí conocido como cachascán, que no es otra cosa sino la escenificación de la violencia para saciar el apetito de brutalidad que habita en la oscuridad de los más recónditos escondrijos de la curiosidad humana, tiene su origen y escenario principal en los Estados Unidos, al igual que otras tantas modas, se ha extendido al mundo entero. Sigue por cierto siendo un enigma muy difícil de dilucidar el por qué ese mero simulacro de cualquier combate verdadero continúa cautivando a millones de seguidores en distintos puntos del planeta, el grueso de los cuales saben que todo lo que acontece sobre el ring es postizo.

Valga el apunte: por estos lares desde luego no hemos podido quedar ajenos a la referida boga según queda evidenciado con el más o menos reciente apogeo de las exhibiciones de las cholitas luchadoras que han tomado la posta de sus pares masculinos otrora a cargo de poner en escena tales imitaciones de la lucha real.

Garra de hierro es el tercer largo dirigido por el realizador de origen canadiense Sean Durkin (1981), cuya infancia transcurrió en Londres y terminó aposentándose en Manhattan, donde ha desarrollado una nutrida trayectoria en el campo del cortometraje y varios trabajos para televisión, hasta acabar siendo un director muy valorado entre la crítica, sobre todo de su país de adopción, pero no solo, por su opera prima Martha Marcy May Marlene (2011) thriller psicológico que escarba en las aprensiones de una protagonista aquejada de profunda paranoia luego de fugar de una opresiva secta.

El nido (2020) su segundo largo asimismo, como el anterior, guionizado por el propio Durkin, puso en pantalla una cuestión no menos escabrosa: otro drama sicológico, esta vez a propósito de la crisis de cierta pareja mudada de Nueva York a Londres donde la convivencia en el día a día se va transformando en una suerte de infierno sin escape. Y ambas obras previas obtuvieron múltiples premios y reconocimientos.

Regresemos empero a la incubadora del norte, donde si hubo alguna celebridad de la lucha libre profesional especialmente mimada por los medios de comunicación fue nada menos que una familia entera apellidada Von Erlich, casi todos de cuyos integrantes probaron fortuna, con diverso éxito, sobre el cuadrilátero entre los años 80 y 90 del siglo anterior. Empero su fama no se debió únicamente a los forcejeos contra los presuntos antagonistas, asimismo a las múltiples tragedias que debieron soportar en aquella misma época, dramas convertidos por la prensa sensacionalista en el aderezo que faltaba para convertir su historia en insumo preferente de la masa de fisgones atentos a cada nuevo detalle, cuanto más ominoso digerido con mayor fruición por los fans.

Garra de hierro arranca en un blanco y negro muy granulado, cual si se tratase de un fragmento documental de lo acaecido en los años 60. En la escena Fritz Von Erich, el patriarca del clan en cuestión, acaba de bajar del escenario cuadrangular donde escenificó algún capítulo del show dizque deportivo luego de haber liquidado a un antagonista valiéndose de una de las típicas “llaves”. Emprende enseguida el retorno a casa mientras en el asiento trasero del auto varios niños escuchan absortos el sermón de su papá prometiendo que logrará hacerse pronto del título de campeón mundial y así tendrán fin las dificultades existenciales que en ese momento los agobian.

Enseguida la narración da un salto temporal hacia adelante. Fritz no ha conseguido hacer realidad su promesa. En cambio ha contagiado, aplicando un rigor dictatorial, a sus hijos, Kevin, David, Mike y Kerry, de la pasión por alcanzar la meta que se le escapó, aun cuando algunos de ellos hubiesen preferido dedicarse a la música o al fútbol americano. Entretanto Doris, la madre, sigue temiendo azorada, pero en silencio, que ese negocio en el que Fritz embarcó a tiempo completo a todos sus vástagos, incluso uno que la película deja de lado, no conduzca a nada.

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Por añadidura la tragedia ya asomó sus narices con la muerte, en inexplicable accidente, de Jack, el primogénito, cuando apenas tenía seis años. Y las consiguientes sospechas de que alguna maldición ronda sobre la familia ya no sólo embarga a Doris, ha sido asimismo inoculada en los muchachos que tampoco se atreven, a pesar de su contenida angustia, a desmarcarse de las tajantes órdenes del mandamás del clan. Y Fritz, el único sobreviviente de los cinco hermanos al cabo de unos pocos años, es quien más convencido se encuentra de alguna torcida confabulación causante de esa suma de siniestros ocurridos en apenas menos de una década. 

Que al patriarca sólo le importa sobre todo el triunfo a como dé lugar de los encargados de alcanzar la cima que a él no le fue dable obtener queda expuesto en una escena donde se muestra que a pesar de tratarse el espectáculo de puro fingimiento escénico mediante un cuidadoso entrenamiento previo de los protagonistas, la lucha libre no se encuentra absolutamente exenta de cualquier riesgo. Habiendo develado ya a los contendores como personajes investidos de una maldad sin límites, los cuales en la realidad, vale decir fuera del escenario y de la vista del público, son amigos muy chacoteros, en uno de los presuntos combates casi a muerte Kevin es lanzado fuera del ring y cae de espaldas, quedado en verdad seriamente lastimado, lo cual no lo salva de una severa amonestación de Fritz por el tiempo que demoró en ponerse de pie. A papá le vale madre si el golpe fue dañino y una vez más le endilga su monocorde mantra: sólo si se muestran como los más duros, más rápidos y fuertes, nada ni nadie los podrá damnificar.

El guion de Durkin no se contenta con detallar la saga biográfica de los Von Erich. Pretende en el fondo convertir esa historia real en una alegoría de múltiples connotaciones acerca de los patrones éticos en una sociedad, la estadounidense, donde lo virtual, los espejismos del éxito y la fama son los puntales de un modelo que antepone el individualismo radical e implacable a cualquier consideración social. Adicionalmente se evidencia otra faceta metafórica en el acento puesto sobre la función que el espectáculo cumple en una sociedad cuya supuesta modernidad libre de prejuicios es desmentida a cada instante por el éxito de divertimentos, como la lucha libre precisamente, impregnados de una masculinidad herméticamente invariable en las reglas de comportamiento que aposenta en los imaginarios colectivos.

En ese sentido el retrato de Fritz que Durkin entrega acentúa el perverso efecto ambivalente de la tóxica tiranía de su manejo de las cosas. Si por una parte ansía sinceramente ver triunfar a sus hijos, el recorte radical del libre albedrío de estos acaba empujándolos hacia la tragedia, signada por los dolorosos episodios dramáticos que les caen regularmente encima, en buena medida debido a que si la solidaridad entre hermanos es la fachada de la convivencia familiar, entretanto en la trastienda, impera la competencia entre ellos, acicateada por el insaciable ansia de gloria del padre, y termina imprimiendo el rumbo a seguir en el día a día.

Así, lo que pareciera ser una mera ilustración fílmica de la lucha libre, es en el fondo un desmenuzamiento de las vicisitudes escondidas detrás de las apariencias de ese supuesto prototipo familiar que al mismo tiempo protege y destruye a sus componentes. Apenas sucedida la primera desgracia Fritz declara: «No podemos permitir que esta tragedia nos defina». Y luego, después de ocurridas las varias otras, les reitera, inmutable, a sus hijos: «Nuestra grandeza se medirá por nuestro triunfo en la adversidad». La altisonancia de tales sentencias sugiere que en realidad se trataba del autoengaño de alguien que no terminaba de comulgar en el fondo con semejantes dichos.

Son inocultables las referencias de Durkin a Toro salvaje (Martin Scorsese/1980) y El francotirador (Michael Cimino/1978). En el primer caso, no sólo por la recurrencia al blanco y negro en el prólogo descrito, sobre todo porque allí ya se ahondaba en las averías de la violencia espectacularizada, y en el segundo, por el lugar central que en la película tenía el resquebrajamiento de la amistad masculina a causa del progresivo menoscabo de la inocencia por la competencia como valor social predominante que trizaba toda otra fórmula de subsistencia en común.

Está claro que Durkin eligió reconstruir la historia familiar de los Von Erich con una sobriedad dramática, no exenta de algunos toques alejados de la fidelidad puntual a la realidad, con un estilo narrativo muy distante de la exaltación heroica a la cual se prestaba el tema. Se le va sin embargo la mano en la moderación, como si hubiese temido incurrir en una falta de respeto a la memoria de sus personajes y de los penosos traspiés que debieron confrontar.

De tal suerte su descenso a los entresijos oscuros de la condición humana aparece lastrada por una falta de hondura sicológica en la achatada descripción de padres e hijos, no obstante la probada solvencia histriónica del elenco que reclutó, pero al cual forzó a una contención que no ayuda en absoluto al espectador a traspasar la superficie del drama sintonizando con las tristes eventualidades que los personajes reales se vieron obligados a transitar. El trato entre los hermanos cae en el esquematismo y los propios caracteres individuales terminan siendo sosos. Salvo quizás el de Doris, la madre que sobrelleva en angustiado silencio la creciente aproximación al abismo, personificada de modo convincente por una Maura Tierney, a la cual le alcanzan pocos minutos, y mayormente miradas antes que diálogos, para componer una conmovedora criatura. En cambio Holt McCallany, en el rol del autoritario Fritz, parece desaprovechado por los desniveles del guion acerca de su papel. 

Así, a pesar del magnífico trabajo del director de fotografía húngaro Mátyás Erdély, gracias al cual la película va insinuando que lo mostrado podría derivar en cualquier momento hacia una explosión emocional, es justamente emotividad lo que falta, al punto de acabar dejando la sensación de una hechura un tanto hueca e insustancial. No aportan tampoco al espesor dramático el moroso arranque sobrado en minutos y falto de vigor, las incoherencias narrativas con las que forcejea de rato en rato la puesta en imagen, ni la forzada apelación, sobre el final, a una secuencia fantasmagórica totalmente incongruente con el circunspecto tono que impregna hasta esa instancia el relato. 

Ficha Técnica 

Título Original: The Iron Claw – Dirección: Sean Durkin – Guion: Sean Durkin – Fotografía: Mátyás Erdély – Montaje: Matthew Hannam – Diseño: James Price – Arte: Sammi Wallschlaeger – Música: Richard Reed Parry – Efectos: Santanna Dean, Jack Hale, Zack Beshears, Adam Broad – Producción: Len Blavatnik, Danny Cohen, Sean Durkin, Maxwell Friedman, Juliette Howell, Harrison Huffman, Angus Lamont – Intérpretes: Holt McCallany, Maura Tierney, Grady Wilson, Valentine Newcomer, Zac Efron, Harris Dickinson, Scott Innes, Chavo Guerrero Jr., Garrett Hammond, Stanley Simons, Michael Harney, Jullian Dulce Vida, Cazzey Louis Cereghino, Ryan Nemeth, Lily James, Kevin Anton, Jeremy Allen White, Michael Papajohn, Brady Pierce –EEUU, INGLATERRA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Lazos de vida

Anthony Hopkins protagoniza esta película biográfica del director británico James Hawes

Por Pedro Susz K.

/ 14 de abril de 2024 / 06:49

El cine británico no atraviesa su mejor momento y Lazos de vida, caprichosa traducción del título original One Life, o sea, “una vida”, no hace otra cosa que ratificar lo dicho, pese a los loables propósitos que llevaron al director James Hawes a develar en esta su opera prima, luego de varias décadas trabajando en serieS y películas para televisión, la historia real de Nicholas Winton (1909/2015) que, por decisión del propio Winton, tampoco había sido divulgada en su propio país hasta que Bárbara, hija de Nicholas, puso en circulación en 2014 la biografía de su papá, texto que a su vez inspiró un par de entregas de “¡Esto es vida!” (Thats Life!), amarillista y mediocre programa de entrevistas televisivas de la BBC, sobre el cual volveré más adelante puesto que cerrando el círculo la película recrea ese par de entregas.

En realidad la película de Hawes está dividida en dos líneas argumentales de un modo tan mecánico que bien puede apreciársela como dos películas biográficas cuyos pedazos se entremezclan de una manera igualmente poco imaginativa, cual si se tratase de algún telefilm o documental de relleno, destinado a la pantalla chica, impregnado eso sí de buenas intenciones y de la entumecida severidad que las reglas mandan cumplir cuando se trata de un asunto tan importante como la segunda guerra mundial. Allí está asimismo la ostentosa recreación de época, no vaya a ser que alguien se distraiga por cualquier detalle fallido, que se despiste por algunos desacertados saltos narrativos o se aburra por la poca garra narrativa de la puesta en imagen, que no pareciera importarle al director.

El relato arranca en 1987 cuando un ya anciano Winton es prácticamente forzado por su esposa a poner algo de orden en la mansión donde viven. En una de las habitaciones, el protagonista conserva miles de hojas de papel y otros recuerdos pasados. Entre ellos cierto maletín en cuyo interior se encuentran fotografías de niños y niñas, así como los documentos de las gestiones que, frente a una hermética burocracia, debió llevar a cabo más de medio siglo atrás, además de un cuaderno conteniendo la minuciosa anotación, por el propio Winton, de lo sucedido en aquella instancia. El descubrimiento lo lleva a recordar aquel episodio de su vida sintiendo nostalgia y al mismo tiempo culpa por haberse limitado, o retrasado, en acciones apuntadas a morigerar los horrores de la conflagración bélica acaecida justamente en los tiempos de los cuales proviene esa suerte de tesoro personal.

Ocurre que la otra línea narrativa recrea la campaña que un joven corredor de bolsa, que se decía socialista, Winton precisamente, emprendió en 1938, en vísperas de la segunda guerra mundial, cuando aprovechando sus vacaciones y debido a los horrores que le refirió un amigo decidió visitar Praga en inminente peligro de ser invadida por las tropas alemanas, las cuales ya habían entrado en Polonia y, se sospechaba, planificaban la ocupación de la entonces capital de la antigua Checoslovaquia.

El cuadro con el que se topó Winton era verdaderamente aterrador. Miles de refugiados hacinados en un gueto de la ciudad sobrevivían apenas en las peores condiciones imaginables. Sobre todo los niños que, aparte de estar expuestos a temperaturas heladas y a la brutalidad de quienes, por un desbocado instinto de supervivencia trataban de salvarse sin importarles el sufrimiento de sus prójimos, carecían de todo alimento para saciar el hambre. En suma, les esperaba una muerte segura debido a la implacable política de limpieza étnica llevada a cabo por las huestes hitlerianas. Entonces Winton, luego de regresar a Londres y contando con el decidido apoyo de Babete, su madre, resolvió poner en marcha el proyecto humanitario: Comité Británico para los Refugiados de Checoslovaquia.

Sobre todo Winton se sintió responsable de intentar salvar a la mayor cantidad posible de niños, empeño que concretó organizando el transporte de aquellos a bordo de trenes. Ocho viajes permitieron trasladar 669 pequeños, casi todos huérfanos, hacia Gran Bretaña, el noveno resultó fallido cuando se declaró oficialmente la guerra. Y aquella frustración quedó anclada en la memoria del protagonista, empujándolo a pensar que pudo no haber hecho lo suficiente para impedirla. 

Lo escabroso de la tarea de rescate no se limitaba por cierto al esfuerzo para conseguir el medio de transporte. Las autoridades migratorias británicas, nada interesadas en guarecer a esos exiliados, impusieron una absurda serie de reglas: para dejar entrar a los recién llegados el referido Comité debía gestionar la visa oficial para cada uno de ellos, amén de convencer a una familia de acogida obligada a certificar por escrito su consentimiento, y, por último, pagar 50 libras esterlinas, equivalentes a unos 10.000 dólares actuales, por cada refugiado, lo cual obligó a Winton y sus amigos a emprender trabajosas gestiones para recaudar los fondos. Y según se sabe, incluso salvados tales requisitos tampoco escasearon los actos discriminatorios contra aquellos nenes, a muchos de los cuales Churchill encarceló y finalmente obligó a incorporarse a las tropas británicas.

Anecdóticamente, a manera de una suerte de tardía mea culpa protocolar por aquellas inadmisibles torpezas, en 2002 Isabel II confirió a Winton el título de Caballero. Menos mal la película de Hawes no incluyó tal vergonzoso gesto de encubrimiento por el  venido a menos imperio de otrora entre las escenas de Lazos de vida. Dicha omisión se torna empero asimismo sospechosa, teniendo presente las actuales insensibles políticas británicas de cara a los angustiosos intentos migratorios de miles de fugados de sus respectivos países, africanos sobre todo, escapando de matanzas y de inaguantables condiciones de vida.

Volviendo empero al relato. Agotada la trivial recreación de los afanes del joven Winton, que pone el acento sobre todo en los referidos forcejeos burocráticos y en las incansables gestiones de Babete, sin conseguir profundizar adecuadamente en el sufrimiento de las víctimas a las cuales se intentaba mantener vivas, puesto que a Hawes se le antoja suficiente una convencional, distante, puesta en imagen, apelando a una fotografía de igual manera insípida y a una banda sonora atenida a las recetas más sobadas para acentuar la emotividad de ciertas escenas y estrujar los lagrimales del respetable, sin conseguir empero ahondar de verdad en la tragedia que se muestra, el relato da un nuevo salto temporal de los múltiples frecuentados para transitar del pasado al presente y viceversa, reenfocándose en las reacciones de Winton al  toparse en su memoria con lo acaecido medio siglo atrás.

Sin saber exactamente cómo proceder con el contenido del maletín, le presenta, por si acaso,  la documentación al director del periódico de la ciudad, sin que este muestre el menor atisbo de interés. Más adelante se la hace conocer a Betsy Maxwell, la esposa gala de Robert Maxwell, potentado financiero, propietario de varios medios y responsable de un sonado fraude. Quizás debido a sus raíces checas Maxwell sí cree que se trata de material valioso, sobre todo debido a la ignorancia generalizada entre la población inglesa, incluyendo a los entonces ya maduros sobrevivientes del Holocausto gracias a Winton, el protagonismo de este en aquel episodio.

Semejante desconocimiento se debió, quedó anotado, a la propia reticencia de Winton a divulgar dicho rol, reserva finalmente superada, puede inferirse, debido al hecho de que en el momento cuando desentierra, por así decirlo, aquel tesoro, eventos muy parecidos al que vivió en Praga vuelven a acaecer en varias latitudes del mundo. Pero él, que podía haber aportado a superar, así fuese en alguna medida la precariedad dramática de Lazos de vida queda tímidamente sugerido por Hawes, desperdiciando así otro de los varios insumos que se le escapan, ocupado como está en machacar sobre las, ya colacionadas, reiterativas vueltas a los encontronazos de Winton y su madre con los burócratas.

Y si la película no acaba hundida en el fracaso total es gracias, principalmente,  a que Anthony Hopkins se apropia desde su creíble corporización del protagonista muy entrado en años de la responsabilidad de mejorar la contextura narrativa. Sobre todo en las escenas inspiradas, como se dijo, en el programa de entrevistas televisivas difundido por la BBC. En el primero se ve a Hopkins/Winton confundido entre el público, donde asimismo están algunos de aquellos 669 niños, para entonces ya mayores, que pudieron continuar con vida gracias a la más que encomiable iniciativa de aquel. En la segunda de las transmisiones todos los asistentes, recién enterados de la hazaña de Winton, puesto que ciertamente lo fue, pertenecen a dicho grupo, como a su vez recién se enterará aquel, sin que el sentido reencuentro disipe su creencia de que pudo haber hecho más.

Por cierto mucho más pudieron haber hecho Hawes y los guionistas Coxon y  Drake con una historia potencialmente llena de emotividad y otros filones pasados por alto en el tratamiento, más parecido al de un telefilm rutinario que al de un trabajo destinado a la pantalla grande. Son inocultables las influencias sobre Lazos de vida de La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg aunque son igualmente indisimulables las diferencias con esta última, uno de los emprendimientos más valorables en la filmografía de Spielberg. Ello vuelve a dejar al descubierto que el tema abordado en una película no sirve por sí solo para hacer de esa realización un producto elogiable, importa, en igual medida, el cómo se lo traslada del papel, o la idea,  al relato audiovisual. Y desde luego, las buenas intenciones son lo último que pesa a la hora de ponderar un film.

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Ya se aludió a la chatura del estilo fotográfico y de la banda sonora. En cuanto al desempeño actoral también quedó puntualizado el de Hopkins, quien se desembaraza del encargo sin gran esfuerzo pero con la solvencia conocida. Y merece un apunte especial Helena Bonham Carter en el rol de Babete, o Babi como le dice su hijo, una de las mayores figuras puestas a consideración del espectador por el cine del Reino Unido de un buen tiempo a esta parte, sobre todo a partir de su papel protagónico en Alicia en el país de maravillas (Tim Burton/2010).  El resto sobreactúa debido a la impostada manera de recitar las casi siempre demasiado pedestres o extensas parrafadas del endeble guion. Otro de los síntomas, en definitiva, de la adhesión de Hawes al envarado estilo socorrido con obsesiva insistencia sobre todo en filmes enfocados sobre eventos bélicos, en otros géneros también claro, que confunde seriedad con solemnidad y almidonado.

Ficha Técnica 

Título Original: One Life – Dirección: James Hawes – Guion: Lucinda Coxon, Nick Drake – Libro: Barbara Winton – Fotografía: Zac Nicholson – Montaje: Lucia Zucchetti – Diseño: Christina Moore – Arte: Jan Kalous, Aline Leonello, Jo White – Música: Volker Bertelmann – Efectos: Chris Reynolds, Ryan Spike Dauner, Sarah Dicks, Peter Elton, David Fowler – Producción: Katherine Bridle, Emile Sherman, Iain Canning, Joel Stokes, Barbara Winton, Eva Yates, Nicky Earnshaw, Simon Gillis – Intérpretes:  Anthony Hopkins, Lena Olin, Johnny Flynn, Helena Bonham Carter, Michael Gould,  Tim Steed, Matilda Thorpe,  Daniel Brown, Alex Sharp, Jirí Simek, Romola Garai, Barbora Váchová, Juliana Moska, Jolana Jirotková, Michal Skach, Samuel Himal, Matej Karas,  Ella Novakova – INGLATERRA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Pobres Criaturas

El director griego Yorgos Lanthimos presenta una cinta con adeptos y detractores que renueva el mito de Frankenstein

Emma Stone actriz

Por Pedro Susz K.

/ 7 de abril de 2024 / 05:42

Si hay un director en actividad que divide radicalmente las aguas de la crítica, ese sin duda es el realizador griego Yorgos Lanthimos (Atenas/1973) cuya filmografía se ha caracterizado desde siempre por un tono provocador que algunos recensionistas elogian por considerarlo el paradigma de la ruptura con las fórmulas instituidas por la industria del entretenimiento, mientras, desde la vereda opuesta, se lo acusa de abusar del efectismo estético y dramático para labrarse la figura de un autor, sin que ello suponga empero que lo sea de verdad, aun si esa misma corriente le reconoce poseer un estilo inimitable.

Tales valoraciones en extremo dispares, de las cuales asimismo ha sido objeto Pobres criaturas, considerada por el bando pro Lanthimos la mejor película producida en 2023, y por la facción anti Lanthimos como una pretenciosa y falaz adscripción a las recetas de una intelectualidad atrapada en los ademanes de rebeldía vacíos de cualquier significado real, si se quiere un surrealismo desbocado, persisten desde las primeras hechuras del realizador. Estas se remiten a su opera prima Mi mejor amigo (2001), pero fue con Canino (2009) cuando saltó a la fama, amén de haber conseguido el gran premio del Jurado en el Festival de Cannes. Su reputación aumentó con Langosta (2015) nominada ese año al Oscar a mejor guión original y siguió creciendo con El sacrificio de un ciervo sagrado (2017) que se hizo acreedora al galardón de mejor guión nuevamente en Cannes. La favorita (2018) fue nominada a 10 premios Oscar y se alzó con el Globo de Oro a Mejor Película en el género comedia o musical. En todos los casos el ya referido parteaguas en los comentarios ratificó cuando menos que ningún crítico queda indiferente a los trabajos de Lanthimos.

ACTRIZ. Emma Stone ganó el Oscar a mejor actuación femenina por su interpretación de Bella Baxter.
Emma Stone ganó el Oscar a mejor actuación femenina por su interpretación de Bella Baxter.

Y lo propio ha venido sucediendo con Pobres criaturas, que agregó a la vitrina de Lanthimos el León de Oro del último festival de Venecia, actualmente en la cartelera local. Ambientada en la Inglaterra victoriana del siglo XIX y basada, de manera por cierto muy heterodoxa, en la novela del escritor escocés Alasdair Gray, narra la historia de Bella Baxter, muchacha embarazada que, harta del maltrato de su sádico marido, el General Blessington, resuelve suicidarse, arrojándose al río. De allí es rescatada por el alocado científico Godwin Baxter —sujeto desfigurado a consecuencia de los experimentos que le forzó a soportar su propio padre—, quien le implanta el cerebro del feto y la revive electricidad mediante.

La narración arranca con escenas en blanco y negro donde se ve a Bella conviviendo con una bizarra fauna, producto de la hibridación de dos o más especies experimentada por Baxter. Esos extraños gansos con cabeza de perro, patos con cabeza de cabra o bulldogs con cuerpo de gallina vienen a ser algo parecido a la bebé con cuerpo de adulta, o la señora con cerebro de recién nacido: o sea Bella. Y el resultado conjunto de esos experimentos no es otra cosa que un irónico apunte del director sobre los horrores en los cuales puede desembocar la experimentación entendida como una búsqueda desenfrenada del progreso a cualquier costo. Ergo: la premisa esencial de la modernidad occidental y raíz del capitalismo.

Claramente el argumento básico es una nueva vuelta de tuerca sobre la vieja advertencia acerca del abismo al cual empujan las pretensiones humanas de asumir el rol de las deidades desarrollado por Mary Shelley en su Frankenstein o el Prometeo moderno (1918), pero en la ocasión releído a través de un lente steampunk, o sea esa derivación del cyberpunk a un género retrofuturista de ciertas ucronías. Traduciendo: una forma de revisar el pasado desde el presente partiendo de la pregunta ¿y qué hubiese ocurrido si en lugar de lo que aconteció pasaba …. (vaya uno a saber qué)?

De tal suerte el relato nos pone en presencia de una mujer ya casi madura pero con la mente de una preinfante, que llama Dios a su tutor adoptivo, giro sarcástico utilizado por Lanthimos para burlarse al mismo tiempo de los padres que se consideran dueños de una verdad que deben transferir a sus criaturas y de los varones que se asumen seres superiores a los cuales el destino les impone la difícil tarea de espabilar a las mujeres por el camino de la vida, siempre y cuando las féminas no pretendan conocer por sí mismas el trayecto a seguir, ni se muestren demasiado curiosas respecto a los dilemas existenciales.   

Para ayudarlo en el proceso de educación de Bella, Baxter contrata a Max, estudiante que terminará enamorado y casándose con la muchacha cada vez menos atenida a las normas sociales así como a las reglas moralizantes de su época y ansiosa por descubrir el mundo, conociéndose de paso a sí misma y a quienes va encontrando a su paso. Ese deseo la empuja a fugar con el abogado Duncan, canallesco vividor que planea llevarse a Bella a fin de satisfacer sus deseos sexuales para luego abandonarla en cualquier lado. El periplo, a lo largo del cual Duncan se va hartando de las que juzga extravagancias eróticas de su objeto de placer, mientras esta se desinteresa en cada vez mayor medida de su compañía, los lleva por Lisboa, al interior de un barco de lujo, una breve parada en Alejandría, para terminar en Paris, donde la protagonista decide llevar al extremo su indagación sobre el sexo dedicándose a la prostitución. En el lenocinio además forma pareja con una de sus colegas, completando de tal forma su insubordinación contra todos los mandamientos de la alta sociedad.

Tal escéptica mirada sobre la historia se hace extensiva a la no menos cruda visión de Lanthimos sobre las miserias de la especie humana: la egolatría, la perversidad, la avaricia, el afán de dominación o el deseo de venganza. Comportamientos con los cuales va colisionando Bella en su trayecto a ser completamente libre para ejercer su irrefrenable curiosidad sin prestar atención a los “no se debe” o “no se hace” que el contexto interpone en su procura de ser ella misma y no así una sumisa réplica de los modelos vigentes.

La labor del elenco de Pobres criaturas es uno de los sostenes básicos del film. Especialmente el desempeño de Emma Stone, asimismo coproductora del film, como Bella resulta prodigioso por todos los riesgos que asume en su personificación de esa mujer sin pasado que preservar, ni pudor que acatar, desentendida, en suma, de cualquiera de los límites que la sociedad de su tiempo —y, en buena medida, de todos los tiempos— impone y por la forma de salvar semejantes  contingencias sin apelar a ninguna coartada. Willem Dafoe en la piel del demente científico ratifica ser uno de los actores más interesantes de la actualidad. Y Mark Ruffalo como Duncan consigue también zafar de los clichés de los galanes villanos sin dejar por ello dudas de su ruindad. El resto del elenco acompaña sin desafinar y logrando estar a la altura de los citados.

Tampoco puede dejar de mencionarse el aporte del diseño de producción en el vestuario, maquillaje, elección de escenarios y si bien la música de Jerskin Fendrix no se ajusta tampoco, como nada en esta película, a los socorridos patrones vigentes, pone lo suyo para que el manejo visual del fotógrafo Robbie Ryan donde asimismo abundan los zooms, los cambios de formato, los paneos en diferentes velocidades, los primerísimos primeros planos y varios otros recursos en parte inspirados en el Drácula (1992) de Francis Ford Coppola. Tales herramientas narrativas, lejos de ser ingredientes caprichosamente empleados para aderezar el tratamiento discursivo son recurridas siempre en función del momento o de los altibajos anímicos de la protagonista. Se detectan asimismo algunas instancias inspiradas en El hombre elefante (1980) de David Lynch.

Visualmente el despliegue resulta abrumador. Una constante en la filmografía del realizador es su recurso al objetivo gran angular, u ojo de pescado, utilizado para ampliar el campo de visión distorsionando las perspectivas y los volúmenes, vale decir, sumando un efecto puramente icónico a la impresión que recibe el espectador y ahondando la inmersión de este. Aquí reincide en dicho uso, tal vez con una frecuencia excesiva que va menguando su eficacia, del mismo modo como lo hace la extensión del metraje, la película dura 2 horas y 31 minutos, lindando con el engolamiento siempre dañino para la robustez dramática de cualquier trabajo. No es que le sobren demasiados minutos, pero algunos menos pudieron haber ayudado a la perfección del producto, un tanto agrietada asimismo por el extravagante final que pareciera dar la impresión de que a Lanthimos las cosas se le salieron un tanto de control en esta mezcla entre humor ácido, irreverente, a momentos negro, fantasía sin límites, barroquismo visual y alegato contra las estupideces heredadas de una cultura lastrada por muchas de sus descaminados mantras.

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Para peor dicho desenlace les sonó a muchos como un guiño de simpatía y complicidad al orden establecido, gesto de lleno contradictorio con el acento cuestionador, burlesco, que Lanthimos aparentaría así, falsamente, entregar en su historia. Hasta cierto punto no pareciera faltarles de todo razón a los cuestionadores, aun cuando tampoco deja de ser probable que algunas de las interpretaciones descalificadoras fueran efecto del mareo sufrido por aquellos a causa del vertiginoso manejo de las imágenes, pero… ahí lo dejo.

Personalmente el de Yorgos Lanthimos no es el estilo fílmico que más me atrae, sin desconocer tampoco la inconfundible impronta con la cual ha sido consecuente a lo largo de su obra, a diferencia de tantos meros artesanos que consideran el cine como una fuente de ingresos en lugar de una fuente de inspiración y por tanto no tienen reparo alguno en cambiar de estilo, de género o, incluso, de cosmovisión. Sin embargo mi anotada distancia con el modo de puesta en imagen de Lanthimos, y a pesar de las demasías citadas, Pobres criaturas se me antojó un trabajo por demás atendible, pues sin ser una película sencilla tampoco se vuelve hermética, completando unos cuantos meses en los cuales nos ha sido posible apreciar varios filmes fuera de lo común, antes, me temo, de volver a la rutina de las mediocridades caras y vacías.

Ficha técnica

Título Original: Poor Things – Dirección: Yorgos Lanthimos – Guion: Tony McNamara – Novela: Alasdair Gray – Fotografía: Robbie Ryan – Montaje: Yorgos Mavropsaridis – Diseño: Shona Heath, James Price – Arte: Renátó Cseh, Judit Csák, James Lewis, Jonathan Houlding, Bence Kalmár Géza Kerti, – Música: Jerskin Fendrix – Efectos: Balázs Hoffmann, Gábor Kiszelly, Dániel Szabó, Andrew Woolley – Producción: Daniel Battsek, Ed Guiney, Ildiko Kemeny, Yorgos Lanthimos, Emma Stone, Andrew Lowe – Intérpretes: Emma Stone, Willem Dafoe, Hanna Schygulla, Mark Ruffalo, Ramy Youssef, Jack Barton, Kathryn Hunter, Charlie Hiscock, Vicki Pepperdine, Christopher Abbott, Attila Dobai – EEUU, INGLATERRA, IRLANDA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Días perfectos

La laureada película del director alemán Wim Wenders tiene como escenario la ciudad de Tokio, Japón

Por Pedro Susz K.

/ 31 de marzo de 2024 / 06:05

Sigilosamente, tal cual ocurre con todas las películas provenientes de otros orígenes distintos a la gran industria del entretenimiento del norte, subió a las pantallas locales el más reciente trabajo de Wim Wenders, titulado Días perfectos. Si bien en los últimos años Wenders, quien asimismo cuenta en su carrera con varios cortometrajes, documentales y programas de Tv, amén de haber sido productor y protagonista de otras tantas producciones, anduvo un tanto extraviado, dedicándose mayormente al rodaje de documentales institucionales para el fotógrafo Sebastiao Salgado o el propio Papa Francisco, entre las décadas de los 60 y 80 del siglo pasado fue una de las figuras centrales de la corriente del “nuevo cine”, no sólo en Alemania, su país natal, junto a Rainier Fassbinder y Werner Herzog, sino en los Estados Unidos y otros lugares que visitaba de manera recurrente, ya que fue un viajero pertinaz, al punto de convertirse en uno de los directores más elogiados por la crítica, que lo consideró un autor de primera línea, tanto por su estilo de una poderosa fuerza visual como por su visión del mundo, que nunca hizo concesiones a los grandes estudios ni a las fórmulas de estos para abordar la realidad desde la narrativa fílmica.

De aquella época, en la cual filmó un largometraje cada año, luego del primero hecho en 1971, mantienen plena vigencia obras maestras como El miedo del portero ante el penalti su segundo largo de 1972, Alicia en las ciudades (1974) y Falso movimiento (1975) título que en definitiva fue donde quedó expuesto su gusto por las llamadas road movies o películas del camino, género en el que como se dijo acentuó su impronta autoral, distanciándose de los lugares comunes abusados en Hollywood. Fue de igual manera, un punto de inflexión en su trayectoria debido al acento político que fue imprimiendo en sus trabajos.

Más adelante Wenders volvió a cosechar enormes elogios con: El amigo americano (1977); París, Texas (1984), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes; Las alas del deseo (1987); Tan lejos, tan cerca (1993), Gran Premio del Jurado otra vez en Cannes. El 2008 Wenders hizo el último de sus títulos merecedores de especial atención: El cielo sobre Berlín. Directores norteamericanos como Francis Ford Coppola admitieron haber encontrado en las películas de Wenders enseñanzas que aplicaron a sus propios trabajos.

Entre los países frecuentados por Wenders se destaca Japón. Allí en 1985 filmó Tokio-Ga, basado en la vida de Yasujiro Ozu, el colega cuya obra le fascinó y cuyas influencias se advierten con nitidez a lo largo de su filmografía, según por lo demás, declaró abiertamente en varias oportunidades.

Días Perfectos, que figuró entre las cinco películas nominadas al Oscar 2024 a mejor película extranjera, y la cual, repito, puede verse en las salas locales, marca, una vez más el regreso de Wenders al Japón. Fue filmada íntegramente en Tokio, y a los tributos a Yasujiro Ozu, cuyas hechuras, considera, se mantienen totalmente vigentes e inspiradoras no obstante que el estreno de Tarde de Otoño, el último largometraje de su maestro nipón, se remonta a seis décadas atrás.

A propósito de esa conexión, Wenders escribió: “La gente está ahora tan acostumbrada a la enorme distancia entre el cine y la vida que cuando algo real o verdadero ocurre en la pantalla se hace necesario sentarse y contener el aliento, aunque sea el gesto de un niño en el fondo del cuadro, o un pájaro volando a través de la pantalla, o una nube echando su sombra momentáneamente sobre la imagen. En el cine de hoy es raro que esos momentos ocurran, que la gente y las cosas se muestren tal y como son. Eso es lo notable de las películas de Ozu, sus últimas películas en particular contienen esos momentos de verdad”.

Está claro por cierto que la cultura japonesa, y no sólo el cine de Ozu, ha dejado su huella en todos los filmes de Wenders. El título Días Perfectos remite, en plural, a la famosa canción compuesta por Lou Reed y el papel protagónico de Hirayama le fue encomendado a Koji Yakusho, actor predilecto de Kiyoshi Kurosawa, otro director nipón del cual Wenders se confiesa admirador. Puntualizo estos datos puesto que el cine de Wenders ha sido, y ahora, después del largo paréntesis mencionado al comenzar, vuelve a ser una suerte de viaje interior, sin que ello comporte en absoluto un exacerbado egocentrismo ni dé tampoco como resultado una trama herméticamente encerrada en sí misma.

Del colacionado magnetismo que la cultura japonés ejerce sobre su, por lo demás, escéptica mirada sobre la realidad presente, dio cuenta Wenders en una entrevista de prensa: afirmó que “por un lado, existe esa idea muy fuerte en la sociedad nipona ligada al servicio a la comunidad, al bien común. Por el otro, está la belleza puramente arquitectónica de esos sanitarios públicos. Me asombra la manera en la cual esos baños pueden ser parte de la cultura cotidiana, no simplemente el reflejo de una necesidad fisiológica un tanto embarazosa”.

El mencionado Hirayama, personificado de manera admirable por Yakusho,  constituye el sostén fundamental de Días Perfectos, una parábola sencilla y al mismo tiempo de una hondura admirable, dedicada a narrar los días y noches de aquel. Solitario y ya entrado en años Hirayama que se dedica a limpiar los baños públicos de la capital japonesa. Desde el inicio del relato uno se pregunta si su elección de tal, por decirlo, oficio, considerado de los menos atractivos o relevantes, es un modo de redimirse de alguna barrabasada pasada, limpiando la mugre de los demás, o si refleja la vocación de servir a los otros, entretanto disfruta de cada segundo de una vida que, a primera vista carece del menor encanto, cuando menos en esta sociedad estresada por correr sin pausa y a menudo sin rumbo en el afán de acumular bienes, en muchos casos superfluos, y conquistas asimismo faltas de toda hondura. No es un detalle menor que Hiraya use su reloj pulsera únicamente los fines de semana, puesto que uno de sus placeres es contemplar la ciudad y la gente entretanto desarrolla sin apuros su rutina diaria, expuesta asimismo por Wenders como si observase alelado a un ser humano excepcional, fuera de época y de contexto, pero que tal vez sea el único entre sus pares que sigue atesorando el secreto de cómo aprovechar cada día a la perfección. Escuchar música en viejos casettes que reproducen piezas de rock de los años 50 y 60, leer libros clásicos adquiridos de segunda mano, regar las plantas que cultiva en su modesta vivienda, son los gestos que completan sus faenas laborales.

Sintetizado así el argumento de Días Perfectos podría inferirse que la película está basada en un guion rudimentario que la puesta en imagen desarrolla de igual manera poco creativa. Sin embargo sería una presunción del todo falsa. Hubo sin duda un minucioso trabajo de guion puesto que el enfoque narrativo sobre cada mínimo detalle de la cotidianidad de Hirayama y su contexto requirió con certeza que todo estuviese previsto para que la impresión de realidad no terminase siendo un artificioso biombo destinado a ocultar la falta de profundidad del contenido. Y de la misma manera el relato se prodiga en cambios de enfoque y encuadre que van enriqueciendo la descripción de los gestos y movimientos de un personaje que no necesita echar mano de ninguna retórica verbal para cobrar sentido. De hecho, la primera vez que Hiyoshi habla es cuando ha transcurrido más de una hora del metraje, sin que ello conduzca a sospechar que es mudo. De hecho le bastan algunos ademanes manuales inteligibles en cualquier rincón del orbe para poner punto final al inacabable anecdotario de Takashi, su joven colaborador, refiriendo su oscilante romance con una evasiva chica.

Algunos otros recursos narrativos, como las breves secuencias en blanco y negro que preceden a los tempranos despertares del personaje cuando apenas amanece, y que son como muy momentáneos viajes a sus sueños, siempre ligados a lo experimentado durante el día, enriquecen el espesor visual y dramático de una película que jamás podrá ser descrita a cabalidad, porque está hecha, como acontece siempre con el cine de verdad, para ser vista y sintonizar con todos los sentidos sus alcances significativos.

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Y no es tampoco que Wenders se prive de anotar visualmente rasgos que apartan al personaje de la perfección, o deshumanización, de tantos héroes estereotipados y, por ende, impedidos de generar una auténtica empatía emocional. Brevísimas apostillas que insinúan algún episodio atroz en el pasado; las escenas del efímero reencuentro con Niko, la hija adolescente de su hermana Keiko; aquellas en las cuales tropieza con la imposibilidad de conquistar a la joven que lo cautivó; las molestas interrupciones en su labor debido a las urgencias corporales de algunos usuarios de los baños,  o los cierres de sus fines de semana tomándose unos tragos en la austera posada de una amiga divorciada y frustrada soprano, vuelven a enmarcar a Hiyoshi en la realidad, sin necesidad tampoco de apelar al suspenso, la violencia o las torsiones inverosímiles del argumento.

En buenas cuentas Días perfectos es una película que ratifica el pulso de un maestro del cine a tiempo de ser un soplo de aire fresco, o, si se prefiere, un paréntesis poético, minimalista, en el sobrecargado panorama pedestre y efectista de gran parte de la producción fílmica actual.

Ficha técnica

Título Original: Perfect Days – Dirección: Wim Wenders – Guion: Wim Wenders, Takuma Takasaki – Fotografía: Franz Lustig – Montaje: Toni Froschhammer – Diseño: Towako Kuwajima – Efectos: Mathilda Barchmann, Sven Hegen,  Kalle Max Hofmann,  Frieda Oberlin, Philipp Orgassa – Producción: Takuma Takasaki, Wim Wenders Yusuke Kobayashi, Reiko Kunieda, Yasushi Okuwa, Keiko Tominaga, Kota Yabana, Koji Yakusho, Koji Yanai – Intérpretes: Miyako Tanaka, Koji Yakusho, Long Mizuma, Tokio Emoto, Soraji Shibuya, Aoi Iwasaki, Kisuke Shimazaki, Yuriko Kawasaki, Aki Kobayashi, Bunmei Harada, Min Tanaka, Reina, Shunsuke Miura, Gan Furukawa, Atsushi Fukazawa, Taijirô Tamura, Masahiro Kômoto. Makiko Okamoto, Aoi Yamada/ALEMANIA, JAPÓN/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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