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6 años en una carpa

La vigilia de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad recuerda un pasado doloroso que aún no se desvanece.

/ 10 de octubre de 2018 / 04:01

Seis años, un mes y quince días. En el popular paseo de El Prado de La Paz, a la altura del Ministerio de Justicia, hay un reloj que marca el tiempo con una velocidad particular y que, a diferencia de otros de la sede de gobierno, lleva la esperanza de detenerse en algún momento, al finalizar aquello que esperan quienes han hecho suyo el mecanismo de este cronómetro.

Hay otros relojes en la ciudad, como el del puente de la Pérez Velasco, que por prolongados meses estuvo detenido y que tal vez por eso ahora ya casi nadie mira para saber la hora (se han hecho más confiables los celulares). Si bien para el reloj de la Pérez Velasco su detenimiento ha significado su derrota, que el reloj que está en frente del Ministerio de Justicia se detenga —por manos de sus impulsores, claro— significará una victoria.

Una victoria como la que se quiso mostrar cuando se ajustó el reloj del edificio de la Asamblea Legislativa Plurinacional, que avanza hacia la izquierda —“al revés”, dirían algunos—. Aunque en palabras del excanciller David Choquehuanca, “el reloj del sur revaloriza la cultura propia”, un símbolo del actual orden gubernamental.

Quizás hay algo en común que estos dos aparatos tienen con el que se ha instalado en el céntrico paseo paceño: las personas que atraviesan estos lugares parecen no tener el tiempo suficiente para detenerse a observar y escudriñar su naturaleza, quienes sí lo hacen suelen ser turistas armados de cámaras fotográficas y sonrisas despreocupadas. Y si bien el reloj de la Pérez Velasco puede haber dejado de ser un artefacto útil, tanto el de El Prado como el de la plaza Murillo pretenden transformarse en algo más que símbolos.

Cuando se camina por El Prado es inevitable no advertir —poco antes de arribar al Ministerio de Justicia desde la Pérez Velasco— el rostro dibujado en blanco y negro del asesinado y desaparecido líder del Partido Socialista (PS-1) Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuya mirada parece fijarse en quien se acerca, mientras las palabras “verdad – justicia – reparación – no más impunidad”, pintadas en colores rodeando su faz, parecen gritar algo que va más allá de su significación.

En este lugar, donde los ocasionales transeúntes se ven casi obligados a descender a la calzada para circular, se ha instalado una carpa que ocupa un espacio de entre seis y siete metros de longitud y más o menos dos de ancho. Delgados y amplios pedazos de cartón prensado y venesta unidos entre sí forman las paredes delanteras y transversales de la “estancia”. Las paredes traseras, que limitan con las jardineras, son calaminas sostenidas en pie gracias a aparentemente ligeras vigas de madera clavadas de manera horizontal sobre un pequeño cimiento de ladrillos pegados con cemento. El techo también está armado con calaminas de zinc, de él penden tres focos encargados de iluminar cuando la luz natural se desvanece.

La carpa está dividida en tres partes: la central es la más grande, en dirección a la iglesia María Auxiliadora está el dormitorio, y donde se halla pintado el retrato de Quiroga Santa Cruz es una minúscula cocina con una pequeña mesa cuadrada que sirve de comedor. El dormitorio está cubierto por fuera con plásticos de color blanco, para proteger el lugar de las intempestivas y a veces furiosas lluvias paceñas; un colchón y unas cuantas frazadas acompañan al tambaleante foco que le corresponde. En la cocina hay una pita donde se cuelga ropa y en la parte más alta yace extendida una bandera boliviana envejecida con pedazos faltantes en el rojo y el amarillo, mientras que en el verde se nota más la presencia de un polvo que no se pudo quitar.

Quien quiere visitar este lugar ingresa por la parte central, la más grande e importante de la carpa, a través de una breve puerta que es todo el acceso al mundo exterior y allí hay una mesa grande, otra pequeña y varias sillas. En las paredes cuelgan recortes de periódicos, fotografías de víctimas y victimarios frente a frente, las demandas que los tienen en esta permanente espera y una cruz que lleva dentro de sí los nombres de quienes han fallecido a lo largo de esta vigilia. Este lugar es la entraña del reloj que marca, ahora: seis años, un mes y dieciséis días.

La tortura

Una mano anciana a la que le falta un dedo cuelga el letrero junto a una bandera boliviana —otra menos maltratada por el tiempo y con un escudo de la patria en medio— allí donde está la puerta de ingreso; el letrero es la pantalla que marca el tiempo transcurrido. Seis años, un mes y diecisiete días. El avance de las manecillas del reloj no se detiene.

“Escapar, desaparecer, eso ha sido toda mi vida”, dice Julio Llanos Rojas, antes, por 1964, dirigente minero en Colquiri y ahora, en esta carpa que es, podría decirse, la oficina central de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad, presidente de una asociación de personas de la tercera edad que, como él, esperan justicia. “He vivido momentos muy dramáticos”, acota, con un suspiro mitad cansancio mitad tristeza, “momentos que no me gusta relatar, pero que a usted se los voy a contar”.

Llanos cierra los ojos como si los párpados se le hubieran hecho muy pesados, se toma la nuca la cabeza calva (que todavía tiene algunos cabellos canos rodeando las orejas) con ambas manos y está listo para hundirse, una vez más, en la memoria que le hace agachar la mirada para contar su verdad. Abre los ojos de nuevo y algo ha sucedido más allá del enrojecimiento de la esclerótica, parecen haberse empequeñecido, las pupilas levemente dilatadas emergen de la oscuridad a la repentina luz. Muestra su mano izquierda a la que le falta la mitad del dedo medio y dice: “De esto también voy a hablar”.

Cuenta que después del golpe de René Barrientos, en noviembre de 1964, se vio obligado a escapar de la mina de Colquiri por miedo a represalias. Estuvo escondido en Cochabamba hasta agosto de 1965. Llegó a pie a la ciudad de Oruro para luego salir exiliado del país e ir a China, donde se preparó militarmente para organizar una resistencia contra las dictaduras. Atrás dejó a su familia. Retornó a Bolivia en 1966 y vivió en la clandestinidad hasta 1969, cuando fue detenido.

Al llegar a este punto de la narración, la voz de Llanos, como antes lo hiciera su mirada, se quiebra. Ha repetido innumerables ocasiones su historia, pero es como si cada vez que lo hiciera fuera la primera que la recuerda. Nuevamente las manos van a la cabeza, se posan en la calva como si quisieran evitar un posible estallido.

“Había un Benavides, uno que dirigía”, dice; el quiebre en la voz ha sido domado, las manos reposan otra vez sobre sus muslos, pero un par de lágrimas escapan de sus ojos. “Este Benavides le pidió 500 dólares a mi esposa. No des ese dinero, le dije a ella, a través de un contacto que teníamos. Pero ella consiguió algo y dio ese poco”. Un atisbo de bronca vieja consigue borrar más lágrimas que se aproximan. Llanos cuenta que lo sacaron en una vagoneta y que dieron varias vueltas por la plaza Murillo. Cuando el coche se detuvo, vio a sus tres hijos varones y a su compañera de vida. “Esos son tus hijos, ¿no ve?, me dijo ese Benavides”, prosigue su relato, “¡carajo, nunca más los vas a ver!, gritó”.

Después le pusieron una bolsa en la cabeza y lo llevaron a la zona Sur para interrogarlo. Llanos vuelve a mostrar su mano izquierda. Relata que había “un señor Lanza”, un paramilitar que estaba borracho y armado con una bayoneta. En medio del vaho alcohólico, Lanza se puso a jugar con el filo de su arma. Le ordenó a Llanos que extendiera los dedos y se tapó los ojos mientras probaba suerte con la mano del prisionero y su bayoneta sobre una mesa. En uno de esos movimientos, el filo de la cuchilla encontró el dedo medio, que quedó colgando de la mano sangrante del cautivo.

No cuesta imaginar el grito de dolor del herido en medio de una oscura habitación llena de suciedad, el grito retumbando en las paredes húmedas de la prisión, los rostros impávidos de los demás soldados. Cuando lo retornaron a su celda, Llanos intentó curarse o, por lo menos, evitar una infección con lo único que tenía disponible, orines suyos y de sus camaradas arrestados. Un día después, otro paramilitar, al ver que el dedo le colgaba, lo llevó al médico. No quedaba otro remedio que la amputación y, aparte de eso, ingentes cantidades de yodo sobre la herida era toda la solución posible.

“Pero hay más cosas”, insiste Llanos, “para contarlo todo haría falta más tiempo”. “Las torturas”, repite, y lleva, una vez más, ambas manos a la calva, pero en esta oportunidad chocan con sus sienes como si se tratara de platillos, de esos que usan los músicos en el Carnaval de Oruro o en Gran Poder, atrapando una cabeza y resonando a pesar de ella, “tantas torturas”.

Quiere decir algo más, recapitula las veces que estuvo detenido: “Seis”, dice usando la mano la mano izquierda, el dedo ausente también es un número. “La última vez estuve cuatro meses en San Pedro”.

Cuenta de cuando sus dos hijos estudiaban en la escuela Max Paredes —no quiere hablar del tercero que murió en circunstancias “que no sé si ahora me animaré a contarle”—. Los niños lloraban y la directora del establecimiento les preguntó qué les hacían, ellos respondieron que su padre estaba preso por ser comunista. Relata que llamaron a su esposa y le dijeron: “Señora, aquí no entran comunistas”, y expulsaron a los niños del centro educativo.

Vivían en inmediaciones del mercado Hinojosa y los niños no dejaban de llorar. Con el casero que les alquilaba la habitación sucedió algo similar y éste también le advirtió: “Señora, se van ahorita porque vienen los agentes y violan a mis hijas”.

“Después, nuestra casa estaba en medio de un canchón”. Llanos fuerza una risa y vuelve a pronunciar la palabra “casa”, rectifica: “Vivíamos en un cuartucho, eso no era una casa, no. Un día nos avisaron que venían los tiras. Yo alisté mi pistola”. Hace una pausa y explica, en un tono de voz distinto: “Así era en la dictadura, era mi vida o la del otro”, y continúa, recobrando el tono anterior: “Alisté mi arma y se la di a mi hijo. Ellos patearon la puerta y, cuando mi hijo los vio se orinó. Hasta sus 22 años seguía orinándose en los pantalones cada noche”. Las manos extendidas vuelven a golpear en las sienes la cabeza que recuerda, como castigándose por el esfuerzo. “Ya no quiero hablar”, dice. “Ese trauma con mis hijos, ¿acaso se puede pagar?”

La larga espera

Mientras Llanos contaba esta experiencia, desde el exterior llegaba el sonido de las risas y el escándalo de los colegiales que acababan de salir de clases, estrépito que se acoplaba con naturalidad al permanente ruido de los automóviles, la gran mayoría vehículos del transporte público que no cesan de atravesar esta arteria de la ciudad en todo el día.

Es inevitable recordar una nota del noticiero de Bolivisión: “Carpas provocan molestia en El Prado”, donde el reportero entrevista a varios jóvenes. “Incomoda porque queremos pasear”, afirma una universitaria, “queremos caminar bien, pero le da un mal aspecto”. Otra joven dice: “Estorba a las personas extranjeras, a las personas que vienen a visitar La Paz, que es una ciudad maravilla, da mala imagen”.

indiferencia y la frivolidad de los tiempos modernos es avasalladora. Surge la pregunta: “Y las personas que caminan por aquí, los estudiantes, por ejemplo, ¿alguna vez les preguntan qué es lo que ocurre en la carpa o por qué están aquí?”.

Contesta Llanos: “Claro que sí, y nosotros recibimos a todos, también visitamos colegios, decir que hemos ido a 100 es poco. También hemos ido a la Universidad Policial y hasta al Colegio Militar a contar cómo nos hacían dormir sobre la bosta de los caballos, pensábamos que no íbamos a salir vivos de ahí. A ver andá a decirle eso a un militar en su casa, pero hemos salido, son otras generaciones”.

Acota Victoria López: “Hasta vino a visitarnos el famoso El Killer, pero yo le voy a contar eso más adelante”.

Llanos dice que cuando empezó esta vigilia frente al Ministerio de Justicia, allá por marzo de 2012, la población era mucho más solidaria con ellos, inclusive la Iglesia, pero que, poco a poco, con el transcurrir del tiempo, han ido olvidándolos, y muestra una caja donde tintinean varias monedas, “pero todavía hay quienes vienen y nos colaboran con su aporte”.

El tiempo nunca se detiene para un sencillo artefacto que pretende medirlo con exactitud, el gris reloj marca: Seis años, un mes y dieciocho días.
Victoria López, bajo la pronta penumbra de un nuevo anochecer, enumera: “Lo que le pedimos al Estado es ineludible y es constitucional: restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición. Muchos creen que estamos aquí por unas cuantas monedas, pero nuestro pedido va más allá, lo que pedimos es que se investiguen los crímenes y se castigue a los culpables”.

La voz de Victoria es firme, sus palabras medidas y bastante ordenadas, como si estuviera leyendo un texto que nunca se aparta de su mirada, los ojos observan al interlocutor casi sin parpadear. Ella también tiene una historia de sufrimiento que contar, el peso de la memoria la obliga a hablar luego de haber enumerado las demandas de los ancianos que van hacia los siete años de espera en estas carpas.

Cuenta que era estudiante universitaria y dirigente de la Federación Universitaria Local (FUL) de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), además de miembro del Partido Comunista Marxista Leninista, cuando sucedió el golpe de Hugo Banzer el 21 de agosto de 1971, acción que —afirma— “arremetió contra la juventud. Debemos recordar que se bombardeó y se cerró por dos años la UMSA, no podemos olvidar que los universitarios fuimos quienes más resistimos (a la dictadura) junto a los trabajadores mineros”.

De pronto la voz firme y clara que contaba su historia se oscurece un poco: “La primera vez que me detuvieron fue con mi madre y con mi hermana menor, que tenía seis o siete años. Vivíamos en Sopocachi Alto en unos dos cuartos y los paramilitares allanaron la casa, destrozaron las cosas y se llevaron algunas de valor. A mí me llevaron a una oficina del Ministerio de Gobierno y me dijeron que esperara en un sillón. Escuchaba gritos de dolor provenientes de un cuarto vecino. Luego salió un joven sostenido por dos soldados, tenía el rostro ensangrentado, casi irreconocible, pero yo lo reconocí, era el compañero universitario Juan Carlos Rossell”.

Hace una pausa en su narración para recordar los lugares que se utilizaban como sitios de interrogatorio y de tortura, recobra el sobrio tono de voz y enumera: “Donde ahora es la Prefectura, también la casa de la calle Comercio esquina Ayacucho, las celdas subterráneas del Ministerio de Gobierno, también donde ahora se reúne la Asamblea Legislativa y todos los cuarteles. Así era, compañero periodista, el toque de queda desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana. Los paramilitares andaban en sus vehículos apresando a la gente, si alguien se animaba a protestar era apresado y torturado”.

Baja la mirada para volver a sus recuerdos, la voz firme vuelve a ensombrecerse. “Mi madre buscó ayuda en muchas partes para liberarme. Fue a visitar a Emma Obleas, la esposa de Juan José Torres, que también había tomado el poder por un golpe pero que era diferente, era de izquierda, incluso había restituido la mitad del salario que Barrientos había despojado a los mineros por su apoyo económico a la guerrilla del Che. Ella le dijo a mi madre que no podía hacer nada. No había iglesia, no había Derechos Humanos, no había nadie a quien recurrir. Nadie”.

Victoria detiene su relato. Se oyen voces de gente que camina por El Prado y los eternos bocinazos de los automóviles. Entonces prosigue, esta vez con un cambio más profundo en la entonación, aletargada pero no dubitativa. “Me torturaban tres o cuatro paramilitares en cada interrogatorio. Era una humillación terrible, manoseo a mis partes íntimas, golpes”, pausa su historia, “ellos querían nombres, pero yo no iba a delatar. Mi mayor preocupación era mi madre y mi hermana, decían que les estaban haciendo lo mismo que a mí. Así era también la tortura psicológica”.

La expresión de Victoria es similar a la de los demás ancianos que esperan resguardados por la fría sombra y el precario abrigo que les procura la carpa, una expresión de cansancio, de aburrimiento, pero también de fuerza a pesar de la edad avanzada, todos mayores de 80 años, a excepción de Victoria, que va por los 70.

“Era dirigente sindical cuando sucedió la dictadura de Luis García Meza”, prosigue su relato, como si no hubiera habido una pausa histórica entre un gobierno de facto y el otro, “siendo joven soporté las torturas de Banzer, pero con García Meza me torturaron de tal forma que ya no quería vivir. Estaba embarazada, eso les decía, ‘estoy esperando familia’, pero no les importaba. Me golpeaban y me violaban los tres o cuatro que me interrogaban”.

Victoria no puede contener un profundo suspiro, es imposible frenar las lágrimas, pero el relato conserva su sobriedad. “Ya había perdido al hijo que esperaba, ya nunca más pude ser madre, no tengo hijos, eso se lo debo a García Meza y a Arce Gómez que, recuerdo, personalmente se hacía cargo de las torturas hacia mi persona en el Ministerio de Gobierno. Ya no tenía ganas de vivir. Me dejaron inconsciente botada en la calle, alguien me llevó hasta el Hospital General y me registraron como NN. Lo peor fue que después tuve que firmar una declaración que decía que me trataron muy bien mientras estaba detenida, que me habían proporcionado medicamentos, lo contrario a lo que habían hecho, por mucho tiempo tuve que ir a firmar un libro de asistencia en el Ministerio de Gobierno”.

Luis Arce Gómez era el ministro del Interior durante el gobierno militar de García Meza (1980-1981), es recordado por palabras que quedaron grabadas con fuego en la atribulada historia nacional: “Todos aquellos elementos que contravengan el decreto ley tienen que andar con su testamento bajo el brazo, porque vamos a ser taxativos, no va a haber perdón”.

A su mando tenía grupos que habían sido instruidos por Klaus Barbie, el nazi criminal de guerra más conocido como El Carnicero de Lyon. La voz amenazante de Arce Gómez, registrada en videos de la época, todavía provoca escalofríos: “Las fuerzas de la ultraizquierda no se dan cuenta del poder que tiene este gobierno”.

Más de 10 años después, el 21 de abril de 1993, la Corte Suprema de Justicia de Bolivia condenó a 30 años de cárcel sin derecho a indulto al exministro por alzamiento armado, genocidio y delitos contra la libertad de prensa. Cárcel que cumple en el presidio de Chonchocoro, adonde también fue destinado el ya fallecido Luis García Meza tras un juicio de responsabilidades por los mismos delitos.

El día del golpe militar, el 17 de julio de 1980, en el denominado Operativo Avispón, se tomó la Central Obrera Boliviana (COB) y se hirió con una ráfaga de ametralladora a Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, todavía con vida, fue llevado al Estado Mayor, el Gran Cuartel de Miraflores, para ser presuntamente incinerado.

Tanto García Meza como Arce Gómez coincidían en que ese asesinato se ejecutó por pedido del caído Hugo Banzer (1971-1978, de facto), contra quien Quiroga Santa Cruz pretendía iniciar un juicio de responsabilidades. También coincidieron en señalar que sus restos están enterrados en la cruceña hacienda San Javier, propiedad de Banzer, quien, en 1997, fue elegido presidente boliviano por vía democrática.

Arce Gómez incluso confesó ante medios de prensa que fue él en persona quien envió, en una caja, los restos del líder socialista en una avioneta con destino a Santa Cruz la misma noche del golpe.

García Meza indicó que quien disparó en contra de Quiroga Santa Cruz fue Froilán Medina, El Killer, quien fue atrapado en una casa en inmediaciones de la calle 35 de la residencial zona de Cota Cota de la ciudad de La Paz el 31 de enero de 2016.

La visita inesperada

El Killer era un suboficial del Ejército que había fungido como seguridad personal de Yolanda Prada, la esposa de Hugo Banzer. Fue enviado a Chonchocoro después de ser apresado. Sin embargo, hasta antes de su detención, se paseaba con total desenvoltura por las calles, llegando, incluso, a visitar a las víctimas de la dictadura en la carpa instalada frente al Ministerio de Justicia donde esperan por justicia, ahora, por: Seis años, un mes y dieciocho días.

“Se acercó aquí tres veces como se acercan otros ciudadanos”, cuenta Victoria López, hoy, una mañana de viernes. “Yo misma lo atendí y no lo reconocí, el tiempo también pasa para ellos”. Ella está de pie, observando una fotografía de Marcelo Quiroga Santa Cruz mientras mueve el azúcar de su taza de café. “El Killer nos preguntó si estábamos investigando a quienes habían cometido los crímenes de guerra y nosotros le respondimos, como a todos, no. Solo cuando lo apresaron supimos que él había estado aquí, sentado”.

“¿Vale la pena recordar la historia de nuestro sufrimiento?”, pregunta Victoria López y se responde: “Claro que sí, es nuestro testimonio”. “Somos la historia todavía viva de Bolivia”, dice Julio Llanos, “esa historia que varios afamados historiadores no se atreven a escribir”.
“Todo lo que tenemos es lo que nos ha pasado”, dice Julio César Sevilla.

“Yo ya no tengo esperanzas”, afirma otro de los sobrevivientes, un anciano que no ha querido contar su historia y que tampoco ha querido revelar su nombre, “pero estoy aquí”. “Claro que tenemos esperanzas”, responde Julio Llanos, “por eso estamos aquí. Y también estamos aquí para que nunca más se repita”.

“Las cosas tienen que cambiar”, opina Victoria López, “no puede ser esto”, y señala la fotocopia de una fotografía pegada en la pared donde se la ve a ella con una herida en la cabeza. “Esto me ha pasado hace poco”, cuenta, “cuando atacaron la carpa por primera vez, se ensañaron contra mi persona”.

“Creemos que han sido personas que están en este Gobierno”, dice Julio Llanos, “la Policía ha venido pero no han hecho ninguna investigación”. “Después han quemado la carpa”, añade Victoria López.

“Han rociado gasolina”, insiste Julio Llanos y señala hacia una mesa donde hay una máquina de escribir con las teclas chamuscadas, un teclado de computadora derretido y una impresora destrozada, luego hacia la fotocopia de un recorte de periódico, “así nos han atacado”.

“El 21 de febrero, cuando bloqueamos aquí afuera por el respeto al No del pueblo contra el gobierno de Evo Morales”, declara Julio César Sevilla, “han venido los policías y nos han reprimido”.

“Yo no entiendo por qué la Policía y el Ejército no pierden nunca esa mentalidad de golpear, de masacrar”, acota Victoria López. “Somos personas de la tercera edad, deberíamos estar protegidas por derecho”, agrega Julio Llanos.

Las cenizas

Por su parte, el Gobierno negó enfáticamente cualquier acusación en contra suya por la primera agresión y, luego de que el ministro Carlos Romero pidiera una investigación por el incendio, Bomberos indicó que el fuego había sido ocasionado por un cortocircuito en la conexión artesanal de la electricidad de la carpa.

Victoria López se sienta, bebe su café e indica: “Se ha pagado a 1.714 de 6.800 víctimas, estamos aquí por los que faltan”. Julio Llanos aclara: “A los demás nos han pedido requisitos imposibles de conseguir, testigos de tortura, certificados forenses de las violaciones que han sufrido las compañeras, pasaportes y documentos que nos han arrebatado”. “Están esperando que nos muramos aquí, en esta carpa”, exclama Julio César Sevilla.

El anciano que no ha querido decir su nombre se levanta y vuelve a darme un pequeño golpe en el hombro para conminarme a acompañarlo a la cruz que, en su interior, guarda los nombres de quienes han fallecido en la espera, lee, con mucha paciencia: “Felipe Mita Ticona. Antonio Zapata Gallardo. Abel Sánchez Aldunate. Antonio Guevara Valdez. Víctor Hugo Sandoval. René Albino Oros. Dionicio Fernández Callacagua. Ramiro Otero Lugones. Segundino Alberto Espinoza. Prudencio Carrasco Flores. Alfonso Nuñes Nogales. Jaime Alanoca Mollinedo. Alfredo Navarro Ortega. Zenón Barrientos Mamani. Juan Alvares Tintaya. Diva Arratia del Río. Aleida Callisaya Quispe. Máximo Lara Farrachol. César Villca Fernández. Bonifacio Surco Aliaga. Zenón Acarapi Cahuana. José Hurtado González. Miguel Casas Yujra. Jorge Frías Sigg. Roberto Flores Vega”, suspira, “veinticinco historias como las nuestras, no merecen quedar en el olvido”.
Seis años, un mes, veinte días.

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EL REGRESO Los trazos de José Ballivián

El artista paceño presenta una selección de dibujos en Kiosko Galería de Santa Cruz

Los trazos de José Ballivián

/ 19 de mayo de 2024 / 06:58

—¿Qué hará Quilco en la vida?” —él respondió resuelto: — ¡Nada!

Y tornó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió de pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar. Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.

Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aymara:

—Tatay me he regresado…

Fragmento final del cuento ‘Quilco en la raya del horizonte’ de Adolfo Cáceres Romero

La reflexión sobre lo mestizo implica una definición de raza, una combinación que se ha producido en Bolivia antes de la llegada española y que tuvo un impacto político por los privilegios que gozaban los españoles y sus hijos durante la así llamada colonización.

Las reivindicaciones raciales, de alguna forma fracasadas durante la revolución de 1952 en Bolivia y los grandes esfuerzos políticos de este siglo por darle presencia a algunos grupos hasta entonces marginados, generaron propuestas estéticas que no solamente repiensan la idea de igualdad ante la ley, sino que también reivindican sus expresiones estéticas y, en algunos casos, como los de Adriana Bravo, Iván Cáceres y José Ballivián, entre otros, estiran esta reflexión hasta lugares que si bien transgreden los márgenes de lo políticamente correcto, son una inevitable muestra de la expresión cultural de una Bolivia actual, responsable por una condición social en la que los flujos comunicativos ponen en permanente diálogo lo local, popular y andino con los dejos producto de la imparable invasión global. 

También puede leer: Festín de sinfonías sacras del barroco indígena chiquitano

Esta muestra titulada El Regreso, inspirada en el cuento Quilco en la Raya del Horizonte de Adolfo Cáceres Romero, sugiere un retorno a una práctica tradicional y a una representación normativa como lo es el dibujo de José Ballivián, pero que se distingue y se diferencia por las temáticas que presenta y en las que se pone en tensión combinaciones culturales poco ortodoxas y en muchos casos políticamente incorrectas.

José Ballivián reflexiona sobre las múltiples capas que conforman la identidad nacional.

La selección de dibujos de distintas épocas conjuga un cuerpo de obra que se enfoca en lo así definido como mestizo, pero que simplemente implica la visibilización de ciertos grupos que consiguieron combinar con éxito visiones transversales sobre lo boliviano.

*El artista José Ballivián expone una selección de dibujos del 2013 – 2024 en la exposición ‘El regreso’ en Casa Melchor Pinto (con la colaboración de Kiosko Galería) de Santa Cruz. La muestra permanecerá abierta del 26 de abril al 2 de junio.

PERFIL

José Ballivián nació en La Paz, Bolivia. El artista visual estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles. Ha expuesto en muestras individuales y colectivas, como la 57a Bienal de Venecia en Viva Arte Viva, en el Pabellón de Bolivia (Venecia, Italia); Bienal Sur (Buenos Aires, Argentina), Bienal Conart (Cochabamba, Bolivia), Bienal Siart (La Paz, Bolivia), Museo de Arte Contemporáneo MAR (Buenos Aires, Argentina), Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino + Macro (Rosario, Argentina), Museo de Bellas Artes (Salta, Argentina), Museo Emilio Caraffa (Córdoba, Argentina) y el Museo Provincial de Bellas Artes Timoteo Navarro (Tucumán, Argentina), entre muchos otros.

Texto: Douglas Rodrigo Rada

Fotos: José Ballivián

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Máncora Restaurant & Bar: Los sabores del Perú, en Sopocachi

restaurante y bar Máncora

Por Fernando Cervantes

/ 19 de mayo de 2024 / 06:47

Crónicas gastronómicas

Máncora es el nombre de una de las playas más bonitas del norte del Perú, caracterizada además por tener un agradable clima cálido los 365 días del año. Antiguo pueblo pesquero, tuvo entre sus visitantes nada menos que al laureado escritor norteamericano Ernest Hemingway, quien anduvo por esos lares allá por el año 1956.

En la ciudad de La Paz, Máncora es el nombre de un nuevo restaurante situado en el barrio de Sopocachi, en el tercer piso de una antigua casona que cuenta con una calurosa terraza en la cual se puede disfrutar de una extensa carta que incluye variedad de ceviches, aperitivos, arroz con mariscos, chaufas y también platos para compartir, como piques o milanesas de la casa. Las especialidades peruanas —como el chupe de camarones, el lomo saltado o la jalea de mariscos— también dicen presente en este menú, pero evidentemente el protagonismo lo tiene ampliamente ganado su barco marino, que trae a bordo platos como el arroz dulce con camarones, jalea de mariscos, ceviche de trucha, ceviche de mariscos, cóctel de camarones, arroz chaufa de pollo, chaufa de mariscos, chaufa de carne, ceviche de camarones, salsas y canchita con chifles. El barco para seis personas está 350 bolivianos y para cuatro personas, a 250.

Algo interesante de mencionar es el amplio horario en el cual este restaurante abre sus puertas, pues se puede visitardesde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche los días de semana y el fin de semana la cocina está abierta hasta las 4 de la mañana.

Máncora Restaurant & Bar

  • Dirección: Av. Sánchez Lima # 2201, 3er nivel. Sopocachi.
  • Reservas: 72009685       
  • Rango de precios: Bs. 24 (empanadas de choclo y queso) a Bs 350 (Barco marino para seis personas)    
  • Producto estrella: Barco Marino. 
  • Horario de atención: Lunes, martes, miércoles y domingos, de 10.00 a 22.00. Jueves, viernes y sábado de 10.00 a 4.00 del día siguiente.

Peter Pablo es el propietario

restaurante y bar Máncora

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Contáctenos:

Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,  Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Nación Menotti: Un espectáculo para pensar

El 5 de mayo falleció el entrenador argentino César Luis Menotti, Julio Peñaloza recupera un texto que hizo sobre la visión de este estratega

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 19 de mayo de 2024 / 06:45

Pep Guardiola se convirtió en la confirmación de todo cuanto César Luis Menotti pregonaba desde los años 70 sobre el juego a partir de una militancia, de una visión del mundo. Definió que el catalán era el Che Guevara del fútbol. Fue en 2014 que el más talentoso pedagogo de la palabra futbolera en castellano pronunció las últimas palabras, tajantes e irrebatibles: Jugar bien puede ser una cosa para unos y muy distinta para otros. De lo que ya no hay duda es de en qué consiste jugar lindo. La inteligencia, la claridad conceptual y el buen decir fueron características de este que nos enseñó a amar el fútbol como manera rotunda y lúdica de amar la vida. Extrañaremos tanto al Flaco, con la certidumbre de que siempre estará entre nosotros. A continuación el texto (originalmente publicado en 2014 y ahora con algunas actualizaciones) que homenajea a ese flaco, fumador empedernido que partió a los 85 años, víctima de una anemia severa:

Cómo le pega Leonardo Pisculichi de media distancia. Para disparar al arco o para enviar centros perfectos a sus compañeros mejor habilitados.  Cómo le pega  Neymar Jr. que le hizo el segundo al PSG con la clase de los que saben, desde fuera del área y con el ligero efecto que hace del remate, pelota inatajable. Cómo le pega Marcelo Martins que anotó uno de bolea en su cierre de temporada para ser nombrado el mejor extranjero del Brasilerao. Pisculichi estaba de regreso de Qatar con 30 años y el ojo clínico de Marcelo Gallardo sirvió para que un jugador en retirada se convirtiera en la manija de River Plate para conquistar la Copa Sudamericana. Pasar bien y recibir bien son fundamentos ineludibles con los que debe contar un buen futbolista, pero pegarle con precisión y puntería pueden encausar triunfos como el obtenido por los de la banda roja frente a Atlético Nacional de Colombia, o el Barcelona dando vuelta un marcador en partido de Champions, o el Cruzeiro cerrando la temporada con un año fabuloso para el más importante jugador boliviano fuera del país.

El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola
El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola

Siempre convencido de que el buen trato de la pelota es el que marca las diferencias de calidad entre unos y otros —para pasarla, para gambetear, para pegarle de lejos—, me reencontré con los orígenes que me convencieron de que el fútbol es un espectáculo para pensar. Esos orígenes están exclusivamente vinculados a mis ávidas lecturas de El Gráfico en 1978 cuando César Luis Menotti, además de ser el seleccionador argentino, fue el locuaz narrador de una aventura entremezclada por jugadores bonaerenses con otros de provincia, que terminaría con la obtención del primer título mundial para la albiceleste.

Pues bien, el número de El Gráfico del último mes de 2014 se presenta con un primer plano del Menotti actual (76 años), canoso, surcado en su rostro por el transcurso del tiempo, quien ofrece respuestas a 120 preguntas y cero cigarrillos luego de haber sido fumador empedernido, que lo confirman como al entrenador que nos enseñó que el fútbol es jugar bien, pero que para ello, aparece como casi imprescindible contar con el maravilloso instrumento de la palabra para vehicular una manera de comprender y explicar el juego, y para eventualmente rebatir tantos falsos debates acerca de la asociación que se hace entre buen fútbol y resultado.

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A Menotti le debemos infinitas reflexiones, incontables ejemplos, ácidas comparaciones y rivalidades que vale la pena sostener, en el convencimiento de que siempre será un buen ejercicio intelectual combatir a los detractores del discurso creativo, los portavoces y hacedores de la practicidad, del camino vertical y simplificado, de la espera antes que de la búsqueda, del ponerse a buen resguardo antes que arriesgar, de los cultores de la falta táctica para anular la inventiva del otro, en la medida en que se carece de prosa o poesía propias. Y es justamente en estas coordenadas que el fútbol seguirá invariablemente siendo juego antes que  botín político, —a pesar de haberse convertido en un negocio descomunal— ese que el propio Flaco calificó alguna vez: “Amo el fútbol, pero su entorno me pudre”.

Menotti fue mi maestro por entregas semanales de la legendaria revista argentina. Me enseñó a mirar el juego apreciando la sensibilidad de los artistas que terminan dominando la pelota con todos sus misterios de trayectorias o inexplicables desapariciones, y es a partir de él que pude entender mejor lo que hizo Brasil del 70, Holanda del 74 y el Barcelona de la prodigiosa década de la santísima trinidad, Messi, Xavi e Iniesta. Justamente en esta conversación con el periodista Diego Borinsky encontramos, como si se tratara del hallazgo que nos faltaba para completar el rompecabezas de nuestras convicciones, el siguiente criterio sobre lo hecho por Josep Guardiola en La Masía y el Camp Nou: “Lo de Guardiola fue un huracán devastador, arrasó con toda la trampa y la mentira, los aniquiló de tal manera que ahora hasta los italianos quieren tener la pelota y jugar. El único que cada día juega peor es Brasil.” Y como para hacer más ilustrada tan rotunda afirmación, completemos el panorama con esta otra: “Fueron asesinados por Guardiola. Felizmente asesinados, los decapitó, les cortó la cabeza, las patas, se acabó, no se puede hablar más, porque ahora Guardiola va a Alemania y mete 7 goles, o como el otro día, que su equipo hizo 35 toques y la empujaron adentro del arco. Se acabó. Esto no quiere decir que no se pueda ganar de la  otra manera, eh, pero eso que ello pregonaron de que no se puede ganar jugando lindo, eso que hay que ganar y punto, se acabó. Ahí tenés a Guardiola: juega lindo, te ganó 16 títulos, les rompió el culo a todos, inventó a un montón de jugadores. A Piqué lo trajo por dos mangos de Zaragoza, Puyol decían que era un burro que no podía jugar y la rompió. Iniesta era suplente. Se acabó. Los decapitó.”

Diego Armando Maradona

¿Qué más? Para fines de comprensión del contexto boliviano es bueno recordar algunas frases convertidas en eslogans, proferida por algunos jugadores de nuestra liga: “No importa si jugamos mal, lo importante es que ganamos” o “hay que ganar como sea”. Listo. Son esos mismos jugadores los que culpan al sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el estado del campo, los árbitros y cuantas excusan encuentren en el camino para justificar su mediocridad o las limitaciones inocultables de sus desempeños. He aquí entonces la explicación de por qué inicio este texto refiriendo las virtudes de tres futbolistas —Pisculichi, Neymar Jr, Martins— que demuestran lo que son con la pelota y no por lo que no pudieron conseguir en la vida. He aquí la explicación de por qué en Bolivia no hablamos de fútbol como nos lo propone Menotti, porque puede resultar incómodo el desmontaje de escuálidas propuestas tácticas basadas en la espera y en el contraataque tal como consiguió en gran medida The Strongest su tricampeonato: Jugando a lo Tigre, con valentía, tantas veces feo y casi siempre pensando primero en el cero en arco propio. Así de pobre es nuestro “profesionalismo”, en el que se debate sobre la filosofía de la papa frita y casi nada sobre cómo tratan la pelota nuestros equipos.

Han transcurrido 46 años desde que Argentina ganara en el Monumental de Buenos Aires su primera Copa del Mundo, y la marca rosarina de Menotti sigue indeleble, así como las de paisanos suyos, igual de valiosos por su inteligencia y claridad conceptual para comprender el juego como Marcelo Bielsa, Jorge Valdano, Lionel Messi, o Norberto Fontanarrosa. Así, con personajes de tan grande credibilidad, el fútbol, continúa siendo una extraordinaria aventura a descubrir y conquistar todos los días en el verde césped.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Internet

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‘Experiencia Ítaca’: la travesía interior multisensorial

La espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión de la protagonista

La actriz Cristina Wayar y la directora general de la obra, Roswitha Grisi-Huber.

Por Mitsuko Shimose

/ 19 de mayo de 2024 / 06:41

El hecho de haber sentido, conocido o presenciado algo tiene que ver con la vivencia, una de las acepciones de la palabra “experiencia”. Esta vivencia es transmitida a través del viaje interior en Experiencia Ítaca, propuesta teatral del grupo La valija de Penélope, que obtuvo el apoyo del Fondo Concursable Municipal de las Culturas y las Artes (Focuart 2023), estrenada ese mismo año y que regresó hace poco  a las tablas del Centro Cultural de España en La Paz y la Casa Grito. Esta obra, dirigida por Roswitha Grisi-Huber, es la puesta en escena del poemario Ítaca, de Blanca Wiethüchter (1947-2004), cuya reedición fue gestionada también el año pasado por el grupo teatral después de que la edición del año 2000 se hubiese agotado.

Experiencia Ítaca busca no solo mostrar la vivencia de Penélope (Cristina Wayar) durante la angustia de su espera —una angustia de amor que, para el teórico literario y ensayista francés Roland Barthes, en su libro Fragmentos de un discurso amoroso (2014), “es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor”—, sino también hacer vivenciar al público dicha angustia —y su resolución— a través de recursos multisensoriales.

Lo primero que se ve al ingresar al teatro es, naturalmente, la escenografía. Más allá de los elementos en la escena, lo que más resalta son los diversos colores, sobre todo en los vestidos guardados en el closet de la protagonista, los mismos que viste para pintar aquella espera grisácea. Bien lo señala Barthes que existe una “escenografía de la espera”, donde se provocan “todos los efectos de un pequeño duelo”, el cual es rehuido por  ella mediante el uso de prendas en toda la paleta de colores, convirtiéndose así el (des)vestirse en un acto subversivo.

En la puesta en escena se siente, además, el aroma del humo de la vela que la actriz apaga luego de prenderla, cuya luz denota esperanza, y desesperanza cuando ella extingue la llama con su aliento. Era al encender la vela que su angustia se incrementaba, lo que no quiere decir que al apagarla el desasosiego desapareciera. “La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados”, apunta al respecto Barthes.

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El sentido del gusto se hace presente a través del vino que bebe Penélope (nombre griego que significa “la que teje”), algunas veces imaginando la celebración de cuando esa ausencia se disolviera, u otras, en actitud de cavilación, la cual la lleva del tejer y destejer al escribir y reescribir. “Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas)”, se lee en  los Fragmentos.

La sonoridad —cuyo diseño está a cargo de Canela Palacios— también se percibe claramente en la puesta en escena a través de llaves, sogas tensionadas, arena en un círculo de papel mantequilla, entre otros, cuyas resonancias simbolizan collares, el paso del tiempo y las olas del mar. Del mismo modo se escucha el canto de Penélope, que al igual que el de las sirenas, es el que realiza el conjuro que invoca su nombre en el acto de aguardar. Ya decía Barthes que “la espera es un encantamiento”. Según este teórico francés, “la ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda —y no de quien parte—. Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa)”; pero debido al conjuro, el estado de espera se subvierte.

Unida a la percepción del oído, está la del tacto, pues todo lo que toca la protagonista tiene un sonido específico acompañado de particulares texturas, como el tejido y el telar o, se manifiesta desde el re-descubrimiento de su propio cuerpo, algo que le brinda conciencia de sí misma a través de su corporeidad. Para Barthes, es necesario sacrificar ese Imaginario del otro, para acceder al “amor verdadero”, ese que logra sacarla de su espera sin (des)esperar y que la envuelve en su propio abrazo.

De ese modo, en Experiencia Ítaca, la espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión en la que la actriz se sumerge durante su viaje interior multisensorial. Esta introspección la lleva a tejer/escribir su propia historia, conduciéndola al tan anhelado encuentro, que ya no es con el otro, sino consigo misma, re-unión que se da en el mar de su isla natal de la cual se reapropia borrando la sensación de anulación que genera la espera, puerto al que llega en el buque de su propio nombre: Penélope, y que termina diluyéndose para convertirse una con el océano: Ítaca florece.

Texto y Foto: Mitsuko Shimose

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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