Hugo Roncal, un cineasta de (la) tierra
El cineasta Hugo Roncal
La recuperación de la película ‘Cómo duele ser pueblo’ es la excusa perfecta para rescatar del olvido a un cineasta injustamente minusvalorado
Vuelvo a la casa de Hugo Roncal Antezana en Cota Cota casi 20 años después. La primera y última vez que estuve con el cineasta cochabambino era enero, última semana de aquel año que iba a comenzar mal (“febrero negro” de 2003) y terminar peor (“octubre negro”). La excusa para entrevistar a un icono del cine boliviano fue el reestreno de Mina Alaska de Jorge Ruiz y el pase en la Cinemateca Boliviana de otra de sus películas, Crimen sin olvido de Jorge Mistral. La tapa del suplemento Fondo Negro del extinto periódico La Prensa decía así: “Hugo Roncal, loco por el cine”. En la foto, a toda plana, se ve a don Hugo con camisa, chompa y su vieja manivela.
“¿Quién es Hugo Roncal?”, pregunto hace 19 años.
“Me considero un loco, loco por mis aficiones artísticas, dramatúrgicas, de poeta. He escrito obras de teatro, guiones de cine, he sido actor de teatro y cine; he dirigido documentales y mediometrajes”.
En aquella entrevista hablamos de sus inicios en el teatro y en el cine; de Mina Alaska; del pequeño periódico que llegaron a editar (llamado Hoy Moré) en medio de aquella película rodada en Guayaramerín; de como ‘Goni’ le “vendió” por 50 bolivianos a una casera beniana; de su amistad desde niño con Jorge Sanjinés; de su predilección por el documental; y de su otra pasión, el aeromodelismo. No hablamos (o no lo recuerdo ni está publicado) de un filme que parecía condenado al olvido, Cómo duele ser pueblo, rodado en 1983; restaurado/recuperado ahora casi 40 años después; y estrenado hace dos semanas en salas de medio país.
De lo que sí charlamos (y nos reímos mucho) fue de aquel epíteto que alguien lanzó en cierta ocasión: “cineasta burgués”. Roncal se defendía así: “Si por ganar dinero e invertirlo en hacer cine, me dicen burgués, entonces soy burgués; eduqué a mis cuatro hijas y me hice con dos cámaras 35 milímetros, una de 16 mm, dos Bolex, una copiadora y un laboratorio. Solo Sanjinés y Eguino deben superarme. No es que me hayan marginado, no creo en la maldad. El problema es que no me he preocupado por la autopromoción, mi obra se defenderá por sí misma”.
Aquellas palabras hoy son proféticas. Cómo duele ser pueblo es el eslabón perdido del cine boliviano, es ficción y documental. Es el nexo olvidado entre el cine documental del pionero Jorge Ruiz y el cine político de Sanjinés; entre el “cine posible” de Antonio Eguino y el comercial/comedia de Paolo Agazzi.
La película restaurada en Bolonia (Italia) gracias al Programa de Intervenciones Urbanas (PIU) y a las gestiones de Stefano Lorusso (el mismo que también recuperó Wara Wara de Velasco Maidana, 1930) pone la mirada en la (maldita) mina: no para narrar la explotación, sino para contar un drama pesimista, sin resquicio alguno para la esperanza/redención.
Un joven orureño, empleado del ferrocarril, es rechazado por una mujer (que solo quiere/sueña con un matrimonio con un “yugoslavo ricachón”) y parte a un centro minero (bautizado como “La desdeñosa”) en San Antonio de Mujlli/Cochabamba para hacer plata. Es una película protagonizada por un sobrio Alfredo Rivera y Hugo Pozo sobre la paternidad, sobre la frustración de un padre y la esperanza de un hijo.
El nacimiento de un hijo con una mujer quechua llamada Venancia (tras una aparente violación), su muerte accidental por una explosión y el viaje del hijo hacia La Paz con triste final navideño retrata una Bolivia, la de los años 80, incapaz de ver la luz tras dos décadas de dictadura, sumida en una pobreza injusta y franciscana. La tercera y penúltima parte (a transcurrir en Santa Cruz) nunca se rodó por falta de presupuesto.
La película que el maestro Roncal no pudo ver nunca terminada es una triste canción sin futuro, es un fundido en negro. Ahora, 40 años después de su rodaje, Cómo duele ser pueblo se defiende por sí misma, como vaticinó su director. “El sentimiento que tuvimos todo el equipo de la restauración fue muy profundo; en una frase podemos decir que Hugo nos ha guiado desde lejos”, cuenta Lorusso.
La hija primogénita de Roncal, Virginia, de profesión médica, recuerda las largas horas a pie de la moviola. “Tengo que terminar, tengo que compaginar. Esa tenacidad de mi padre ha posibilitado que su familia hoy pueda decir con orgullo: ‘misión cumplida, Huguito’”. El objetivo se logró finalmente cuando apareció el misterioso noveno rollo: “Stefano y Fernando Vargas, junto a Bernarda Villagómez y Javier Parrado, trabajaron la digitalización, el montaje, la estructura, el sonido, la música. Se dieron cuenta de que solo había ocho rollos, que faltaba el noveno, según el propio guion con el que contaban. Volvimos a revisar en el cuarto frío de la casa y apareció años después en 2019”.
Cómo duele ser pueblo no es la única película de Roncal que espera por su resurrección. En la casa paterna todavía hay más de 50 rollos de 16 milímetros. Entre ellos, un mediometraje (también desconocido) llamado Muchos como Huanca, rodado en julio de 1966. Son cinco rollos y 217 secuencias con un guion meticulosamente fotografiado en blanco y negro.
Hugo Roncal Antezana nació un 23 de julio de 1923 en Cochabamba (y murió un 12 de agosto de 2005 en La Paz). Fue sobrino del gran compositor/pianista sucrense Simeón Roncal, el “padre” de la cueca boliviana. Los genes artísticos fueron inculcados también por su padre, don Pedro Roncal, profesor de Bellas Artes. Con cinco años escribió su primera obra de teatro para la compañía de Ernesto Vilches.
Con 25 años se casó con la profesora paceña Juana Marina Revollo. De aquel amor nacieron cuatro hijas: Virginia, Vivian, Wilma y Patricia. Roncal ingresó en la Escuela Nacional de Bellas Artes, dirigida por el maestro Cecilio Guzmán de Rojas. Lo hizo como alumno libre durante dos años (1941-43). Los tres años siguientes los dedicará a estudiar teatro en la Escuela Nacional de Arte Escénico, dependiente del Ministerio de Educación y Cultura. También tomó cursos como operador de cámara para realizar levantamientos aéreos de prospección geológica. Roncal fue, es y será un cineasta de (la) tierra.
Tras los estudios de tres años, trabajó en compañías teatrales como la de Raúl Salmón (con ella recorrió el país de punta a punta en los años 40), la de Carlos Cervantes Monroy, la de Lucho Espinoza, la de Otto Sirgo, José Cibrián, Ana María Campoy, la del español Gonzalo Gobelay y la Compañía Nacional de Teatro de José Fellman Velarde.
LA GRÁFICA
Los años 50 fueron para el cine: fundó junto a Jorge Ruiz y Gonzalo Sánchez de Lozada la empresa Telecine. La primera aventura será para el recuerdo, una película de aventura, pura y dura, llamada Mina Alaska (1952-1968), con música del maestro Alberto Villalpando. “Todos los de Telecine y La Lechería nos embarcamos en aquella película producida por Bolivian Films de Kenneth Wasson. Nos fuimos a la selva el ‘Goni’, el pintor Fernando Montes que dibujaba todo el rato, José Arellano, Raúl Salmón, el director Jorge Ruiz, un guía y yo mismo que hacía de asistente de dirección, coguionista, iluminador, actor, camarógrafo, barchilón y proyeccionista de filmes para los hombres y mujeres del Iténez y el Mamoré”. Todavía puedo escuchar a don Hugo contar mil y una anécdotas de caza con su Winster 44 en la espesura de la selva para que el elenco pudiera comer.
Roncal tenía una gran fuerza de espíritu, era testarudo, habilidoso con las manos, exigente consigo mismo, generoso, aventurero y perfeccionista. “También era soñador y mi madre era su cable a tierra. Contaba mi padre que él hacía las cosas ‘contra viento y Marina’”, cuenta entre risas su hija Virginia. Hugo llegó a montar a principios de los años 90 un restaurante en su casa de Cota Cota. Se llamaba Los notables.
Los 60/70 fueron para la televisión y el cine documental: se asoció con Mario Mercado y fundaron ambos la productora Proinca; participó en el nacimiento del Canal 7 de Televisión Boliviana, donde ejerció el cargo de director de cine. En 1962 filmó una de sus obras más célebres: El mundo que soñamos; actualmente esta obra está siendo restaurada en Buenos Aires gracias al trabajo del cineasta Juan Álvarez-Durán.
En 1967 entró a trabajar en el Centro Audiovisual de USAID donde fungió como director de cine, radio. Así filmó y fotografió el cadáver del “Che” Guevara en La Higuera. Enseñó también cine en la UMSA; en uno de esos talleres en la Universidad Mayor de San Andrés va a nacer en 1981 la idea de hacer Cómo duele ser pueblo junto al productor Ricardo Rada con el cuento de Gastón Suárez, El tiempo y los sueños como primera parte.
Entre el teatro (su vida) y el cine (su pasión), Roncal no dejó nunca de sentirse actor. “Actuaba por instinto natural. Recuerdo que una vez volvíamos de rodar en el altiplano y en la Ceja nos detuvieron los militares con metralletas. Mi padre dijo: ‘Debe ser otro golpe de Estado’. Hugo estaba vestido con su camisa verde olivo con la que salía a rodar y se presentó como ‘Coronel Roncal’ y así pasamos todos los controles militares hasta que llegamos hasta nuestra casa en la zona norte”, cuenta Virginia.
Hizo la fotografía en Ukamau de Jorge Sanjinés en 1966. Fue asistente de producción y fotografía en Volver con Pedro Vargas y Zulma Yugar; ayudante de producción en La rata de América de Charles Aznavour; director de fotografía en Patria linda de Alfonso Estívariz; y actuó en El sátiro de Kurt Land. En 1970 pasó un taller de crítica con Luis Espinal Camps.
Es —con permiso de Jorge Ruiz— el gran cineasta del documental: rodó más de cien películas. Dos de ellas: La gran tarea y Los ayoreos ganaron premios en el Festival de Berlín y en el Festival de Cortos y Cine Documental de Bilbao (en 1979, se hizo con la Carabela de Plata). El italiano Stefano Lorusso restaura actualmente Los ayoreos para su reestreno.
“Mi padre documentaba todo con su cámara de fotos y con su filmadora; escuchaba un tiro y salía a la calle a filmar. Tenemos entre los rollos el regreso de Siles Zuazo, el entierro de Luis Espinal y la última entrevista que dio Marcelo Quiroga Santa Cruz. Hugo lo encontró en Sopocachi cuando fue a votar y le hizo una entrevista, días después lo mataron”, cuenta Patricia, la hija menor.
Roncal no dejó nunca de escribir guiones de cine y obras de teatro. Una de ellas, La candelaria, fue estrenada por la compañía de Raúl Salmón. Otras aguardan su publicación en un próximo libro que editará la familia: ahí podremos leer piezas/cuentos como Desierto de sal (también conocida como Los llameros), La niña de los canelones, Amores de estudiante (comedia satírica/burlesca) y Una mujer, dos esposos y gato encerrado.
“¿Qué es el cine para Hugo Roncal?”, pregunto hace casi 20 años.
“Es una pasión de locos, de enamorados. Es como el poeta que siente la necesidad de transmitir un sentimiento profundo sin esperar recompensa. El cineasta es igual. Ahora se hace cine para ganar premios y reconocimiento. Antes se hacía por amor y con corazón, sin esperar galardones. El trabajo siempre fructificará en el surco”.
Otra vez las palabras traídas desde lejos vienen cargadas de verdad. La semilla del maestro Hugo Roncal brota de nuevo en el surco inagotable del cine boliviano y su capacidad infinita para contar (nuestras) historias. “Ahora el cine con tanta computadora se ha olvidado de narrar historias, se ha minimizado. El problema de nuestra cinematografía es que uno tiene que hacer de todo y conseguir la plata. Y a veces la historia se olvida. Quizás lo que falta ahora son los mecenas de antes, empresarios como Mario Mercado que apostaban por el cine”.
El director favorito de Roncal (y esto no es ninguna casualidad) fue Vittorio De Sica y su trabajo con actores naturales. El neorrrealismo italiano marcó la carrera de un cineasta cuya obra urge revisitar/redescubrir. A veces uno no se muere cuando se muere. Es el caso de Hugo Roncal Antezana. Hasta siempre, maestro.