Friday 3 May 2024 | Actualizado a 14:42 PM

No basta con ser Villagómez

Carlos Villagómez, delante del cuadro de su sobrino Blas Villagómez

/ 6 de noviembre de 2022 / 00:01

Carlos Villagómez Paredes no es un arquitecto convencional. Está más cerca de los artistas (libres) que de sus colegas (cerrados). La defensa de La Paz es su última batalla (perdida)

No basta con ser (solo) arquitecto. Carlos Villagómez Paredes parafrasea a Vladimir Mayakovski.

Antes de charlar con lápiz y papel, recorremos su casa de Sopocachi, la casa de sus padres. Es la galería de arte de un coleccionista.

No basta con ser

Un cuadro de Juan Conitzer Bedregal dispara una conversación sobre locuras y pesadillas. En una esquina hay un Lorgio Vaca de 1953, antes de que se uniera al grupo Anteo en Sucre.

Es la calle Catacora, de noche.

En otra esquina, ilumina la sala un Rimsa (de su serie Tahití), el lituano enamorado de Gaugin, el que pintara un retrato de la madre de Juan, doña Yolanda Bedregal.

Pareciera que hay un diálogo invisible en las paredes de esta casa.

Subimos las escaleras y Villagómez posa ante un acrílico gigante sobre tela sintética de su sobrino Blas (Pablo) Villagómez.

Son los cerros ocres y los edificios blancos de La Paz, atrapados por una mano envejecida.

Cuando pasamos a otra salita, un gallo de pelea del cochabambino Gíldaro Antezana (maldita flota, Gíldaro) oscurece la tarde.

Es una pintura negra, es Goya revisitando las galleras de Ayopaya. Un gallo que asusta.

LEA LA COLUMNA DE VILLAGÓMEZ

Cerco urbano

Ajayu

En el pequeño paseo surge el portento de Antonio Mariaca, el que pintara el “ajayu” de esta ciudad única, La Paz.

En aquella esquina, un regalo: un dibujo/plano del arquitecto Juan Carlos Calderón sobre el Palacio de Telecomunicaciones (1987).

La dedicatoria agradece a Villagómez por su generosidad, por la defensa pública de éste hacia Calderón, su amigo, su colega.

Una serigrafía de Gastón Ugalde sobre la Marcha por la vida, un Guiomar Mesa y obra del chileno Carlos Catasse y del peruano Carlos Revilla nos llevan de la mano hacia un retrato del propio Villagómez: es un Mario Conde.

El rostro del arquitecto, develado tras una calavera, mira al cielo, vislumbrando otra máscara.

La careta apenas pregunta: ¿qué somos y qué parecemos ser?, ¿qué creemos ver y qué se nos oculta?

En la mesita del “living” hay una fotografía de Manuel Rigoberto Paredes Iturri, nacido en Puerto Carabuco, padre de Antonio Paredes Candia, tío de Villagómez.

Con 14 años, el tío junto al dibujante Clovis Díaz dan las primeras clases de dibujo al chango que acude al colegio La Salle.

El blog del arquitecto se llamará Villagómez, el Siñani.

Cuando descendemos hacia el escritorio llegamos a la “joya de la corona” (junto a ella, su último galardón.

LA GRÁFICA

Trabajos de Villagómez: Casa V, UPB Santa Cruz

Trabajos de Villagómez: Propuesta Museo Musa en Guadalajara, México, 2021

Un retrato de Carlos Villagómez, obra del artista Mario Conde, que el arquitecto exhibe en su casa

Villagómez, con un cuadro de Juan Conitzer Bedregal

Una vista exterior de la Casa Crespo (2000)

Tesoro

El premio a la trayectoria de la Bienal Internacional de Arquitectura de Santa Cruz 2022). El tesoro es un Le Corbusier, 1958.

Es un cubismo sintético, lleno de color, el mismo color que hace unos minutos pariese desde el fondo el lituano Rimsa.

Cuando subimos hacia la sala de video (tiene más de 2.500 películas en DVD), toca una piedra de la época wankarani.

“Me protege bastante, me energiza también, si tienes buenas vibras y la tocas, te pasarán cosas buenas”.

La toco, la siento, ¿me pasarán?

Esta piedra ha sido tapa de una revista literaria/artística efímera, Piedra Libre que Villagómez hiciera en 1994 junto a Ximena Arnal, Rubén Vargas Portugal y Sergio Vega.

El paseo por la casa de las mil escaleras ha terminado. No basta con ser una escalera.

El padre de Carlos es el periodista potosino Wálter Villagómez Muñoz. Tiene que salir al exilio de Lima tras el 52.

Su madre es Mercedes Paredes Candia.

Los hermanos: Gonzalo, Patricia y Cecilia. Todavía se acuerda de la luz tenue, de los cachivaches, de los libros que tenía el tío Antonio en su casa de película, en la Pando, cerca de la estación.

Era una persona libre, como los amigos artistas que tiene hoy Carlos.

Cine y arte

Del padre hereda su amor fanático por el cine y el arte, su pasión por el neorrealismo italiano y los guiones de Cesare Zavattini.

Vivirán todos en la casa, con vistas a la Avenida del Poeta, donde Carlos vive ahora. Es una casa cargada de significados.

De wawas corriendo por las terrazas. Cosas y presencias. Duendes.

Esta casa ve morir a padre, madre y hermano. Se han ido pero se han quedado entre estas paredes. No son recuerdo, son ellos “en gerundio”, como dijera Vallejo.

Roberto “Negro” Ayllón es su profesor de dibujo en último curso de secundaria de La Salle.

“El Negro” es el mismo que deslumbra en las canchas de baloncesto defendiendo la camiseta del mítico y añorado Ingavi, el equipo del pueblo”.

“La tarea sorprende a los alumnos: “Dibujen una casa, su planta y su perspectiva”.

Dos sacan la mejor nota. Son Villagómez y Aparicio (Rolando). No sabían qué estudiar, pero ahora sí lo saben.

Lisímaco

Cuando llega a la Facultad de Arquitectura de la UMSA, en plena revolución, conoce a “Maco”. Es Lisímaco Gutiérrez.

No es una calle de Sopocachi, éste es otro. Es un hombre lúcido, plenamente de izquierda, un lindo revolucionario con deje cubano.

Villagómez no sabe que también es un guerrillero del ELN. En ese momento es, simplemente, su profesor de taller durante nueve meses.

“No sé qué hubiese sido de la historia de Bolivia si a Maco no lo matan con un balazo en la cara, he conocido a pocos con su ética”.

Javier Lisímaco Gutiérrez marca a Carlos Villagómez.

Actualmente su nombre abre el edificio de la Facultad de Arquitectura de la UMSA donde alguna vez fuera maestro de futuros maestros.

La generación del “Maco” deja los lápices, los dibujos y los planos para leer a Marta Harnecker.

Para hacer proyectos en las comunidades sin sectarismo visionario, para sacar la arquitectura burguesa/esteticista de los círculos elitistas, para echar a andar.

No bastaba con ser solo (el mejor) profesor.

Universidad

En la “U”, en pleno banzerato, una chica alza la voz y grita en el Paraninfo. Los dirigentes estudiantiles vendidos, los “fachos de mierda”, la desafían a bajar.

Es la primera vez que Villagómez ve a esa mujer valiente llamada María Isabel Álvarez Plata. Se conocen, se enamoran y se casan.

Tendrán dos hijas y un hijo: Marisabel, Mercedes y Jorge Carlos. El oficio de arquitecto, ya con el título bajo el brazo, no está para él.

“Me rebelé contra la arquitectura”. El diseño gráfico, incipiente en La Paz, toca a sus puertas junto a la fotografía.

En el barrio vueltea otro chango llamado Gastón Ugalde que pone un disco blanco de una banda llamada The Beatles a todo volumen.

De la fotografía le gusta que el tiempo se detiene dentro del laboratorio, le gusta la alquimia. Tiene una Hasselblad 500 en las manos, la única cámara que fue a la luna y volvió.

Junto a su cuate Rolando Aparicio, leen revistas de diseño como MD y la alemana Novum Gebrauchsgraphik. Nadie habla en La Paz todavía de logos, apenas son “emblemas”.

Son dos diseñadores pioneros. Gana el concurso para el logotipo del CBA (Centro Boliviano Americano).

Conoce a otros que están con esas dos mismas pasiones.

Ugalde, Roberto Valcárcel, Omar Trujillo, Alfonso Barrero, Felipe Sanjinés, Efraín Ortuño, Sol Mateo y un pibe argentino, Matías Marchiori.

Que luego parte a hacer teatro a Santa Cruz para seguir desarrollando su fabulosa capacidad creativa.

Inventa dos logos que todavía se recuerdan hoy: el de Wara y el de Loukass. Ob-La-Di, ob-la-da suena, otra vez, a todo trapo.

México

María Isabel logra una beca para aprender restauración en la colonia Churubusco en Ciudad de México.

Villagómez está en la obligación de conseguir un trabajo, la beca apenas alcanza para su compañera.

Compra el periódico todos los días y lee un anuncio: “Se necesita dibujante”. Es el famoso estudio del arquitecto judío Salomón Gorshtein, en Polanco.

Va a tener que rendir una prueba junto a una treintena de aspirantes durante dos horas.

El boliviano gana la partida. Héctor Quiroz Rothe, la mano derecha de Gorshtein, es taxativo: “Tú te quedas, los demás pueden irse”.

De los planos y fotografías de aquella época (y de sus viajes), algo se puede ver en su Instagram, villagómez.paredes.

Tiene 28 años y recibe el encargo en la “chamba” de diseñar el nuevo edificio del Colegio Israelita de México.

“Desaforado como soy, arranco acumulando papeles, hago dibujos alucinantes, soy consciente de que es mi momento para romperla, para revolucionar la historia de la arquitectura mundial”.

Un arquitecto japonés trabaja a su lado. El “japo” apenas habla inglés, menos castellano.

La firma Gorshtein también le ha encargado un edificio. El paceño hace y deshace, escupe garabatos, un montón de garabatos. El nipón, ni se inmuta.

Solo piensa o parece que piensa, vaya  uno a saber. Tras varios días (o quizás fueron semanas), el japonés pide lápiz, papel y goma y en dos días dibuja la planta, en un solo papel.

La maqueta final la levanta en dos semanas. Villagómez pide explicaciones, exige. La respuesta es una sola: filosofía.

“Me confesó su secreto, su manera de trabajar. La primera semana no trazas una sola línea, piensas, piensas, piensas. Filosofía, filosofía, filosofía. Luego procedes, luego maquetas”.

El boliviano melenudo y el japonés se han entendido a través de señas.

Sopapo

Cuando Villagómez presenta su propuesta ante el consejo mexicano/judío del Colegio Israelita, recibe el primer sopapo de su entonces corta carrera.

“Enrolle todo y váyase, no es lo que queremos”.

La tierra se abre y traga al joven arquitecto. Se va a quedar sin laburo, sin el pan para alimentar a su primera hija. La cagó.

“No me he rendido fácilmente en la vida, no me arrodillo, en eso parezco alteño, nunca de rodillas. No me voy a dejar, pensé y rogué una segunda oportunidad”.

En una semana presenta una alternativa que hace feliz a los judíos.

La firma del boliviano no aparece por ningún lado.

Pero al día de hoy Salomon Gorshtein se enorgullece ante los suyos de haber ideado el Colegio Israelita de México y sus bloques de hormigón armado.

La pareja puede quedarse en México pero la patria llama. Pasará lo mismo cuando se vayan a estudiar, ambos, a Bruselas, años después con la dictadura (otra) de Luis García Meza.

“Generacionalmente todos pensábamos así, había que volver. Había que regresar para recomponer lo que los gorilas habían destruido”.

“Creíamos que se podía, así de ingenuos éramos”.

Estilo

En Bélgica, allá por el 83, adquiere la impronta de su “no estilo”. Son los años del posmodernismo.

Reina el arquitecto suizo Mario Botta, el gurú de la geometría, un maestro del siglo XX, un icono modernista, el sucesor de Le Corbusier.

“No me considero un arquitecto de estilo, apuesto por la geometría clara, es más, Geometrías fantasmas se llamará mi próximo libro”.

Las organizaciones geométricas simples son lo suyo, lo más lejos de los artefactos sofisticados. ¿Su mayor orgullo? Que en una casa diseñada por él se pueda vivir durante décadas.

No es la apariencia, es su esencia (geométrica). No es el gozo de la retina.

“La arquitectura debe tener un significado ético más que estético”. No es una frase de Villagómez (aunque podría ser).

Es de Mario Botta. En aquellos años flamencos se enamora de la voz del trovador Jacques Bretel, “el más grande”.

Cuando puede admirar una exposición de Henry Cartier-Bresson, el padre del fotorreportaje, se da cuenta en un instante de que nunca llegará a tanto.

Bolivia

La familia vuelve a Bolivia, son tiempos de hiperinflación. Después de ver tantas urbes por el mundo, Villagómez sabe que tiene que interpretar/soñar La Paz.

Desde los setenta ha fotografiado la ciudad, la ha pateado, ha subido y bajado sus cuestas, se ha emborrachado en sus antros. No ha sido ni es un observador de palco.

Pasa de los conceptos geométricos “posmos” a las tendencias puramente platónicas/hedonistas; es un arquitecto pagano.

Levanta edificios como la “Casa V.”, la Casa Crespo en la punta de un cerro, el Musef, el Serpag en El Alto, la Casa KG y la ST.

La UPB de Santa Cruz… Dará clases durante 33 años y seguirá acordándose de “Maco”.

En noviembre de 1997, tres de noviembre, Carlos Mesa lo invita a charlar sobre arquitectura en su programa De Cerca. Es una encerrona pero (aún) no lo sabe.

El arquitecto “famoso”, por aquel tiempo, se apellida Ormachea. Ha construido edificios feos y altos por toda la ciudad. Ormachea viene de estudiar Filosofía en Madrid pero “no ha entendido nada”.

Es amigo, desde chango, de Mesa. Villagómez ha visto ese programa varias veces en los últimos años. Todavía se enoja. Insulta (y rara vez insulta).

Recuerda con rabia cómo muchos de sus colegas le dieron la espalda.

“Felices con la astucia supuesta y el cinismo de un tipo depredador que jodió a esta ciudad, chochos con el palabrerío seductor, típico de los políticos”.

Santa Cruz

El moderador dejó la tele, Ormachea se tuvo que ir (hoy vive en Santa Cruz) y Villagómez sigue acá, dando guerra por y para La Paz, perdiendo batallas.

Luego de aquel debate, escribe un ensayo titulado La Paz ha muerto. Lo que vive ahora es Chuquiago Marka.

En 2021 publica Ser arquitect@: ensayo sobre la arquitectura en La Paz, Bolivia. Es raro que los arquitectos escriban (buenos) ensayos.

Villagómez apoya el delirio popular de la arquitectura de los “cholets”.

Antes ha intentado bautizar el fenómeno sin mucho éxito: ha hablado y escrito de “arquitectura cohetillo”, de la “arquitectura transformer”.

Es un convencido de que Freddy Mamani ha pateado el tablero, ha colocado a El Alto/Bolivia en el escenario de la arquitectura mundial.

Sin formación académica, con intuición pura, sin un discurso teórico (eso falta aún, cree). “Mientras La Paz se encoge, se arruga, El Alto florece”.

Cree que los arquitectos han perdido la lucidez creativa que sí tienen escritores como Wilmer Urrelo o Juan Pablo Piñeiro; cineastas como Kiro Russo; artistas como Cristian Laime Yujra.

Villagómez, todo el mundo le dice así, mantiene a rajatabla un espíritu crítico.

Artista

Es un polímata del siglo XXI, un profesional polifacético, un filósofo/artista alejado de las cofradías medievales.

No es un arquitecto convencional, a estas alturas el lector ya lo sabe. Todavía (y digo todavía) no ha subido al teleférico (se opuso a su construcción en una ciudad con semejantes déficits en salud y educación).

Critica los “mastodontes” de la plaza Murillo y alrededores (la Casa Grande del Pueblo y la nueva sede del Legislativo).

Es su malestar por la ciudad. No se cansa de arremeter contra las dos manías de sus colegas (el autismo y el vedetismo). “¿Por qué somos tan cojudos?”

Villagómez es un escéptico y un amante del buen vino.

En los noventa tenía un club de vino a tres bandas: el francés Jean Vacher (compañero de Ximena Arnal), su compatriota Bernard Arduca (dueño de La Comédie, célebre restaurante de Sopocachi) y el susodicho.

Vacher está ahora de visita en la ciudad. Han cenado juntos, han visto a los amigos, han vuelto a tomar vino (tarijeño).

Cualquier día de estos, se sube al teleférico. No basta con ser (solo) Villagómez.

Fotos: Ricardo bajo

Temas Relacionados

Vidal Cussi: De los nombres de una exposición

‘Caos’ es el nombre de la exposición que el pintor paceño presenta hasta el 7 de mayo en la galería Altamira de San Miguel

Desde el caos

Por Daniela Espinoza M

/ 28 de abril de 2024 / 07:03

¿Por qué Caos?, me pregunto al recibir las fotografías de Vidal Cussi con el nombre de su exposición —que se exhibirá hasta el 7 de mayo en Galería Altamira, calle José María Zalles Nº 834, bloque M-4, San Miguel— y me quedo pensando mientras miro las obras y me digo ¿dónde está el caos?, ¿en esas gotas que el rocío deja en una manzana o en esas nubes que parecen atravesar con calma los cuerpos instalados en espacios infinitos y crepusculares?

¿Habrá caos, acaso, en esos rostros que observan paisajes montañosos o en aquellos que parecen reposar entre las nubes? Tal vez sí lo encuentro en los caóticos cabellos que se entrelazan a través de los rostros, cabellos en forma de listones de lata que se entrecruzan y supongo se enlazan en la parte que el cuadro ya no nos deja ver.

Entonces pienso que lo mejor es recurrir al artista para encontrar la respuesta. La charla me tranquiliza, el caos no está en las obras que presenta, sino que estuvo en él en el momento previo a su producción y, tras una catarsis —“una explosión” como él prefiere llamar—, surgió esta muestra llena de señas de paz.

También puede leer: Garra de hierro

Luego, teniendo que escribir sobre su obra, me quedo pensando en el artista, en lugar de acercarme a su exposición me gana la vida de Cussi, me quedo intrigada en los procesos de unas obras que a todas luces reflejan sosiego y calma, pero que —ahora lo sé— no se engendraron de esa manera.

“El arte es para mí una terapia, un reencuentro conmigo mismo. Las tristezas, así como las alegrías, se van plasmando en las obras. Ellas son un desahogo”, me dice. Por supuesto que ya mi mirada es otra, y me siento en el deber de compartir con ustedes esa breve charla, pues si alteró mi forma de apreciar su arte, sin duda hará algo similar por ustedes.

De pronto, ya no son importantes los nuevos colores que Cussi propone y que despuntan en algunas obras, ya no es vital pensar en él en tonos tierras. Ya conocemos algo, aunque sea un poco, del proceso creador de un artista al que admiramos ahora un poco más, ya sus cuadros nos dictan palabras en voz baja, las palabras con las que el artista empezó a trabajarlas.

La muestra ‘Caos’, del artista paceño Vidal Cussi, se exhibe en la galería Altamira (San Miguel, zona Sur).

PERFIL Vidal Cussi Tiñini nació en Santa Rosa, provincia Pacajes del departamento de La Paz en 1983. Actualmente reside en la ciudad de El Alto. Estudió en la Academia de Bellas Artes Hernando Siles donde obtuvo la especialidad en pintura. Ha sido ganador de varios premios, entre los que destacan: Gran Premio Salón Pedro Domingo Murillo (La Paz) en 2012 y 2020, Gran Premio Salón Villa San Felipe de Austria (Oruro) 2019 y Gran Premio Salón 14 de Septiembre (Cochabamba) 2019 y 2023.

Texto: Daniela Espinoza M.

Obras: Vidal Cussi

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Semilla, picantería boliviana: Sabores tradicionales para disfrutar en Achumani

Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido

Por Fernando Cervantes

/ 28 de abril de 2024 / 06:55

Crónicas gastronómicas

Fue el ají de fideo materno lo que motivó a Ernesto Bernal a elegir la profesión de cocinero, sobre todo después de haberlo preparado muchos años para sus hermanos cuando su mamá viajaba por motivos de trabajo.

Luego de un buen tiempo estudiando gastronomía y habiendo trabajado en diversos establecimientos es que se animó junto a su esposa Karen Mujica (administradora de empresas con estudios en diseño gráfico, decoración y comunicación visual) a dar a luz a un viejo anhelo: tener su propio restaurante inspirado en las tradicionales picanterías de Sucre y Potosí, que tenga los sabores bolivianos muy presentes y que se sumerja en el recuerdo de los fogones familiares que eran manejados magistralmente por madres y abuelas. 

Encontrar la casa ideal no fue nada fácil hasta que el destino quiso que en enero de este año esta joven pareja pudiese alquilar un bonito y espacioso inmueble con jardín, ubicado en el barrio de Achumani, muy cerca de la avenida Francia. El lugar fue decorado y rediseñado con muy buen gusto. Así nació Semilla, picantería boliviana, donde se pueden disfrutar deliciosos platos como el picante surtido, queso humacha, picante de lengua, anticuchos, relleno de papa, mondongo, sajta de pollo, keperí o sopa de maní, los que pueden ser acompañados con  jugo de tumbo, limonada o mocochinchi, ya sea en vaso o en jarra.

Un detalle no menor: el lugar no cuenta con parqueo propio pero la calle donde están ubicados es sumamente tranquila, por lo que estacionar el automóvil en las cercanías del restaurante no debería representar problema alguno.

Semilla: un lugar ideal, para visitar en familia.

Semilla, picantería boliviana

  • Dirección: Calle 21 de Achumani Nº 5  (a una cuadra de la av. Francia) 
  • Teléfono: 67020523 
  • Rango promedio de precios: Bs  20-65    
  • Plato estrella: Picante surtido       
  • Atención: sábados y domingos de 12.00 a 16.00     

También puede leer: Coyotl Taquería: Los sabores de México, en Achumani

Contáctenos: Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

Comparte y opina:

Back to Black

La directora britànica Sam Taylor-Johnson ha estrenado una tendenciosa película biográfica sobre la cantante Amy Winehouse

Por Pedro Susz K.

/ 28 de abril de 2024 / 06:50

En julio de 2011, Amy Winehouse, notable y exitosísima cantante londinense de soul, falleció a causa de una brutal ingesta de alcohol. Sumaba entonces apenas 27 años (la misma edad que en el momento de sus respectivas defunciones tenían Jimy Hendrix, Brian Jones, Janis Joplin, Kurt Cobain y Jim Morrison, valga el apunte anecdótico a pesar de que seguramente a quienes no son fans de la música rock los nombres les resulten desconocidos). Esto ha dado lugar a la popularidad de una supuesta “maldición del club de los 27” entre los seguidores del rock.

A esas alturas la discografía de Winehouse incluía apenas un par de títulos en los que interpretaba composiciones de ella misma, todas las cuales dejaban traslucir, sin lugar a dudas, una personalidad compleja, irreverente, traumatizada por los dramáticos altibajos de su vida. Y su potente voz, ligada a un estilo asimismo muy propio, hacían que tales temas cautivaran pronto a muchísima gente, harta de la chatura en la que había caído el rock merced a las imposiciones de la acaudalada industria discográfica jugada a pleno en la venta masiva de sus producciones para incrementar sin pausa los réditos de los productores. Era en realidad lo mismo que ya venía acaeciendo en otros rubros de la industria del entretenimiento: en la cinematográfica también, claro, obstinadas cómo Sony Music y sus competidoras  por exprimir hasta la última gota de cualquier diana de mercado, copiada luego, en el rubro específico, una y otra vez por compositores e intérpretes debidamente domesticados para bloquear cualquier antojo autoral.

Que la directora de este segundo film centrado en la biografía de Winehouse —el primero fue un largo documental hecho el 2005 por el cineasta inglés Sadif Kapadia— sea Samantha, su nombre aparece abreviado en los créditos como Sam Taylor-Johnson, cuya filmografía arrancó justamente en la insípida época recién aludida y en la cual obtuvo su más resonante éxito de taquilla el 2015 con la más que mediocre adaptación para la pantalla de la no menos anodina novela erótica de E.L. James 50 sombras de Grey no invitaba a tener muchas ilusiones respecto a Back to Black, en definitiva fallido y en buena medida falsificado biopic que toma su título del segundo de los dos únicos álbumes que Winehouse alcanzó a completar.

Volviendo al citado documental de Kapadia, titulado sencillamente Amy, allí quedaba ratificado lo que muchos trascendidos, divulgados con el marcado acento sensacionalista de los medios crecientemente ladeados hacia la más barata crónica roja y cuyo acoso sobre la cantante se volvió insoportable, habían engordado las sospechas acerca de los motivos que condujeron al desequilibrio emocional de aquella y a su adicción al alcohol y a las drogas duras. Dichas causas no fueron otras que la manipulación a que fue sometida Winehouse por su padre Mitchell, un taxista obsesionado con volverse millonario así fuese explotando sin la menor conmiseración a su propia hija, en complicidad con Ray Cosbert, manager de la muchacha, igualmente obstinado en lucrar al máximo con su popularidad.

Ello se tradujo, entre otras barbaridades, en obligarla a realizar una gira ininterrumpida de casi cinco años e innumerables presentaciones en público, con todas las tensiones que comporta cada actuación para cualquier artista y más aún para una que apenas había entrado en la adultez. A fin de no pausar aquel incesante ir y venir Mitchell, alentado por Cosbert, incluso se opuso a que Amy se sometiera a un tratamiento para poner coto a su entonces incipiente dependencia del alcohol. El hecho es que la gira culminó, pocas semanas antes del fallecimiento de Amy, con una escandalosa presentación en Belgrado, donde ella se resistía a subir al escenario y finalmente fue forzada a hacerlo de mala manera por sus custodios, quienes empero no pudieron hacerle recordar las letras que olvidaba obligando a reiniciar una y otra vez cada canción, hasta provocar el furioso estallido del público. 

Por añadidura, en el ínterin Amy había sido seducida por, otro chupasangre, un tal Blake Fielder-Civil, quién la empujó hacia la cocaína, la heroína y otros alcaloides y con el cual contrajo un tóxico matrimonio, signado por los abusos así como por el maltrato recurrente de él, hasta terminar en la previsible ruptura que se sumó a las otras afectaciones mentales, acentuando así a grados extremos los trastornos psicóticos de Winehouse.

Todo ello ha sido omitido en Back to Black, se presume debido a que papá Mitchell aportó una considerable cantidad de dinero a la producción, condicionando el enfoque que tomó el guion en una nueva de las varias maniobras de lavado de imagen intentadas por aquel luego del óbito de Amy. Así la película de Sam Taylor-Johnson se limita a repetir hasta el hartazgo escenas mostrando a la protagonista frente al micrófono, que se alternan mecánicamente con otras focalizadas sobre la tortuosa relación matrimonial de Amy y Blake, cuyo tratamiento narrativo se atiene al pie de la letra a las fórmulas hollywoodenses de los más pedestres melodramas. Ese modo de estructurar el relato: a cada secuencia dramática le sigue una canción cuya letra reitera lo que se ha escuchado o se escuchará a continuación, monocorde ir y venir que en lugar de permitir la aproximación del espectador al personaje protagónico lo va distanciando, o dicho de otra manera termina aguando la contextura emocional de esa historia a la que, en la vida real, le sobraron momentos trágicos, congojas y aflicciones. Bien podían haberse destinado algunos de los 122 minutos del metraje, malgastados en sosas y previsibles escenas, a tratar de acercarse al personaje en esos momentos, cuando sola, encerrada en sus dolores e incertidumbres, daba a luz a sus creaciones, franqueando de tal suerte la mencionada aproximación a su dimensión humana, mutada por la directora en un intraspasable acartonamiento.

También puede leer: LLAKI: un viaje de cuerpo y alma en clave kallawaya

No le va mejor tampoco al resto de los personajes, pero es particularmente imperdonable la flagrante tergiversación del rol de Mitchel en el drama, mostrándolo como un progenitor ejemplarmente amoroso, siempre atento a las necesidades de su hija, distorsión atribuible al antes colacionado soborno que representó su aportación financiera al film. Tal exoneración de cualquier responsabilidad de Mitchel en el doloroso descenso de Amy hacia una inescapable desesperación existencial hace que todas las tintas resulten cargadas sobre el funesto papel de Blake.

No es casual entonces que la escena más larga de la película se detenga en el encuentro entre Amy y Blake en un bar donde ella, entonces ya una celebridad gracias al éxito de su primer álbum, se encuentra dando fin a una bebida espirituosa y rumiando la angustia, como todos los demás detalles de la obsesiva personalidad de la Amy real dejadas, a lo largo del film, sin mayor ahondamiento, que en el fondo le provocaban las presiones paternas y financieras, al igual como el hostigamiento mediático, vicisitudes aparejadas justamente a la fama. Blake, ebrio, finge desconocer de quién se trata y la invita a jugar una partida de billar mientras desde el reproductor de discos se escuchan otras tantas piezas de moda que él acompaña con una mímica estrafalaria apuntada a completar su eficaz estrategia seductora que de inmediato atrapa a la muchacha y narrativamente sienta la base dramática que luego desarrollará de la misma manera esquemática, indescifrable para quienes no conozcan los pormenores de esa historia, reducida en lo que entrega Back to Black a explotar los  típicos altibajos propios de un  melodrama amoroso cualquiera. 

Si bien es cierto que  la canción cuyo título toma prestado la película, que podría traducirse como “regresar a la oscuridad”, estuvo inspirada en la insoportable relación matrimonial entre Amy y Blake, en la cual tampoco escasearon las infidelidades de este último, de allí a considerar que el dolor, la angustia, el sinsentido vital transmitido por todas las composiciones de Winehouse puedan atribuirse únicamente a tales tropezones es entonces otra de las múltiples simplificaciones y distorsiones de Taylor- Johnson, atribuibles asimismo al guionista Matt Greenhalgh, especializado en la fabricación de dudosas biografías fílmicas de figuras prominentes del mundo musical contemporáneo. Entre ellas Nowhere Boy (2009) o Mi nombre es John Lennon, opera prima de Taylor-Wood donde tomando como inspiración la biografía de su media hermana Julia Baird se relata la adolescencia del futuro integrante de Los Beatles. Ese primer trabajo conjunto entre Greenhalg y Taylor-Wood ya exhibía las flaquezas en las cuales reincide Back to Black. Sobre todo la superficialidad biográfica y la distorsión de los entretelones familiares causantes de la espiral autodestructiva que precipitó la prematura muerte de Winehouse. 

Resulta notorio el esfuerzo de Marisa Abela para meterse en la personalidad de Wienhouse, no sólo a interpretarla, por eso asumió el reto de cantar ella y no limitarse a la fonomímica con la voz original de fondo, y si bien lo hace correctamente, la voz y la entonación de aquella eran inigualables. Con todo su personificación está entre lo poco que sobresale en la medianía general de la película, atenida a los convencionalismos, incluso en los restantes trabajos actorales apegados, al igual que todo lo demás, a los clisés, comprendiendo el brevísimo fragmento del tema musical que, se dijo también, presta su título al emprendimiento de Taylor-Johnson, cuyas declaraciones a la prensa trasuntan una empeñosa, cuanto forzada, auto-atribución del carácter de autora, en el sentido de quien posee un estilo propio y una asimismo privativa visión del mundo y de la vida, cualidades que personalmente no he podido detectar en lo más mínimo siguiendo las películas que hasta la fecha puso en pantalla.

Ficha técnica

Titulo Original: Back to BlackDirección: Sam Taylor-Johnson – Guion: Matt Greenhalgh – Fotografía: Polly Morgan – Montaje: Laurence Johnson, Martin Walsh – Diseño: Sarah Greenwood – Arte: Alex Bowens, Joe Howard, Matthew Kerly, Emma MacDevitt, John McHugh – Música: Nick Cave, Warren Ellis –  Efectos: Neil Damman, Joe Holden, Sophie McGown, Hayden Sheridan, Richard Van Den Bergh – Producción: Nicky Kentish Barnes, Alison Owen, Ron Halpern – Intérpretes: Marisa Abela, Jack O’Connell, Eddie Marsan, Lesley Manville,  Bronson Webb, Therica Wilson-Read, Juliet Cowan, Sam Buchanan, Harley Bird, Ansu Kabia, Spike Fearn, Amrou Al-Kadhi, Ryan O’Doherty, Pete Lee-Wilson, Matilda Thorpe, Miltos Yerolemou, Daniel Fearn, Michael S. Siegel, Colin Mace  – ESTADOS UNIDOS, INGLATERRA, FRANCIA/2024 

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

Temas Relacionados

Comparte y opina:

José Ballivián: vestirse en tiempos actuales

El artista paceño llevó la muestra ‘Alta Gama / Espíritu Colonial’ a la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra

Por Juan Fabri

/ 28 de abril de 2024 / 06:42

José Ballivián (2024) presentó Alta Gama / Espíritu Colonial en la Galería Nube en Santa Cruz de la Sierra. En esta exposición nos invita a reflexionar sobre la vestimenta en los Andes actuales y los significados que detonan las materialidades vinculadas a la ropa.

La muestra es una serie de obras sobre lo chojcho que viene explorando por lo menos desde hace 10 años. Él dirá: “Lo chojcho es un término usado comúnmente en la zona occidental boliviana para denominar a una persona sin buen gusto para la vestimenta, además de tener la particularidad de ser muy básico en su lenguaje y cultura general”.

Desde mi perspectiva, considero que lo chojcho confronta las miradas exógenas y exóticas sobre el arte del país, donde se busca en Bolivia una especie de “pureza indígena”. Frente a estos discursos, lo chojcho encarna la tensión y la disputa cultural diaria sobre los cuerpos en un territorio atravesado por su historia colonial y la actual globalización. En la exposición, Ballivián relaciona lo chojcho con la vestimenta, pero esta se encuentra ligada inevitablemente con los cuerpos de quienes usan o podrían usar estas prendas.

Dentro del contexto boliviano, uno de los elementos claves de la identificación cultural, pero también de duda sobre si unx es o no indígena, es la vestimenta. El chojcho también va a encontrar en la ropa una expresión sobre su impureza, una disputa de sus ideas y una forma de habitar la ciudad llevando estas vestimentas.

El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.
El premiado artista contemporáneo José Ballivián nació en La Paz en 1975.

En Bolivia recientemente vivimos el censo de población y vivienda (2024) que se realiza cada 10 años y que brinda una idea de quiénes somos como país. Dentro de una de sus preguntas se planteó la pertenencia o autoidentificación a una nación indígena. Los activistas aymaras convocaron a la población a identificarse como aymaras (por ejemplo, el concurso de video para aymaristas convocado por Elias Ajata) si es que sus padres o sus orígenes eran aymaras, más allá de si hablaban o no la lengua. Estos planteaban que ser de una nación indígena en Bolivia trasciende el vivir en el área urbana o rural, es una identidad, una pertenencia. Sin embargo, las identidades para el censo han sido entendidas de manera esencialista, es decir, si eres aymara, no podías ser guaraní o de otra nacionalidad, sólo debías escoger una opción. Lo mismo sucedió con temas de género, donde solo había dos opciones excluyentes, hombre o mujer, omitiendo el otro universo de posibilidades; de esta manera el Estado negó las diversidades que tanto publicita.

La discusión sobre las identidades, particularmente en torno a las nacionalidades indígenas, en el Estado Plurinacional de Bolivia es un elemento que constantemente está en debate tanto en el campo político como en el estético y es sobre lo que viene discutiendo el artista paceño José Ballivián, quien frente a estos discursos esencialistas, nos propone un ser chojcho. Es decir, un lugar de enunciación que está vinculado a lxs hijxs migrantes aymaras en espacios urbanos y con fuertes influencias globales, pero que no dejan su vínculo con lo aymara. Me pregunto si alguna vez será posible censarse en Bolivia como chojcho. Claramente es una categoría no reconocida en el país, porque va más allá de los esencialismos, y que Ballivián rescata del lenguaje popular.

La vestimenta es un factor importantísimo en los Andes de Bolivia. Dentro las comunidades indígenas existen fuertes controles sociales para que las personas sigan usando ponchos, sombreros, polleras, awayos, por lo menos, respecto a las autoridades originarias. Esto está en tensión con el costo de tiempo, esfuerzo e incluso dinero que pueden costar estas prendas. Frente a la gran oferta de ropa usada proveniente del contrabando que llega desde Chile y que proviene de países del Norte, principalmente Estados Unidos de América.

En la exposición, Ballivián propone que alguien chojcho podría caminar por la ciudad usando un ladrillo como cartera. La pieza Alta Gama consiste en un ladrillo sujeto con una wiskha (soga de lana de llama) que de manera conjunta evocan una forma de cartera. La importancia del ladrillo en La Paz y El Alto, ciudades en las que al llegar se puede ver el ladrillo expandido por toda la urbe y que además es símbolo de modernidad, frente al adobe que era el material tradicional con el que se hacían las casas. El usar un ladrillo como cartera enriquece para generar una metáfora de lo que nos colgamos en nuestros cuerpos, más aún que se encuentra serigrafiado el símbolo y las letras de Adidas a uno de los costados. La pintura Ladrillo led también enfatiza la importancia del ladrillo y lo vincula a un toro.

La Feria 16 de Julio o qhatu en la ciudad de El Alto ha crecido acompañada de la gran oferta de ropa usada o de segunda mano proveniente de Estados Unidos, que se vende a precios bajos y que de alguna manera ha quebrado la industria local de ropa en el país. Es decir, para las industrias bolivianas se les hace imposible o muy difícil competir económicamente en el mercado con ropa que viene con etiquetas originales de Louis Vuitton, Balenciaga o Adidas, y que se comercializan en grandes ferias a precios bajos y con una marca avalada por la gran industria de la moda occidental. Por otra parte, la Feria 16 de Julio es quizá el centro comercial más importante de los Andes actuales que toma las calles de El Alto los días jueves y sábado. Además, es quizá uno de los ejemplos más importantes de economías populares en el país. Por otra parte, la Feria 16 de Julio no es la única: todas las ciudades y ciudades intermedias en el país cuentan con algún día a la semana o al mes con una feria donde se revende ropa americana de segunda mano. Dicen que por ello en el campo es más sencillo ver gente usando jeans y zapatillas de marcas globales que pantalones de bayeta o lanas tradicionales, como quizá sucedía hace 50 años.

la muestra del artista José Ballivián se exhibió en la Galería Nube de Santa Cruz de la Sierra.

Ballivián nos propone una obra que refiere a marcas occidentales pero también a la crucifixión cristiana como parte del mismo proceso de imposición cultural. Utilizando una prenda deportiva, un buzo negro, que en la parte de adelante está escrito “Balenciaga Latam”, vinculando a la famosa marca y en la parte de atrás menciona “espíritu colonial”. La obra evoca la colonización y la imposición de las vestimentas en el contexto de la globalización. Un detalle particular es una abarca u ojota, prenda utilizada por las poblaciones indígenas campesinas originarias en Bolivia y que es posible relacionar con los pies de Cristo en la cruz.

Ballivián en la muestra reflexiona sobre el uso de estas marcas occidentales que llegan a Bolivia a manera de ropa de segunda mano o como imitaciones. Podría ser sencillo entender una asimilación cultural hacia las estéticas del norte, usando ropa americana, por los aymaras urbanos o por lxs chojchxs. Sin embargo, al lado de estos jeans, zapatillas o carteras de marcas globales que son vendidas a precios bajísimos, se encuentran también las abarcas, sombreros, ponchos o cinturones de mallkus y jilacatas (autoridades originarias aymaras). Entonces, es posible usar jean con poncho y zapatillas Adidas. También es posible no usar ninguna vestimenta indígena, no hablar aymara, ni quechua, pero preguntarse si se es o no indígena. De la misma manera, alguien que habla aymara y viste como indígena, también a veces duda si es completamente indígena o si quiere seguir siéndolo. La dinámica de las identidades también se encuentra atravesada por el autocuestionamiento de lxs sujetxs.

También puede leer: Una promesa cumplida: Obras selectas de Claudia Eid Asbún

Entonces, Ballivián propone que lo chojcho es una manera de existir con estos cuestionamientos existenciales y también con las prácticas. Además, como si se tratara de la antropofagia brasileña, lxs chojchxs se apropiarán de todas estas vestimentas y generará opciones y alternativas particulares. De la misma manera, la pieza Chojcho Cultura es una prenda negra casi como una pieza de un sacerdote con una capucha y el texto explícito que hace referencia a esta identidad. En la zona baja de la pieza, en un lugar casi pélvico, un textil tradicional aymara irrumpe esta especie de túnica.

La obra de José Ballivián nos ayuda a repensar fenómenos como la Feria 16 de Julio y también las discusiones sobre “lo original”, “lo trucho”, la copia, la falsificación, la apropiación, la alienación, lo puro y lo contaminado.

La pieza Ansiedad es una instalación que hace referencia a una chompa o suéter gigante de tres metros de alto. Un tejido elaborado de lana de llama, lana de oveja y lana sintética, que en sus materialidades nos propone la construcción de una pieza en contra los esencialismos. Es decir, en la mezcla, en la unión de varias lanas nos propone la tensión de lo chojcho. En la parte de adelante está escrito con tejido: “Locos por ti”, y en la parte de atrás: “Alta tristeza”.

Recorrer esta exposición de Ballivián invita a imaginar a sujetxs que recorran la ciudad con estas prendas chojchxs y que estas sean la expansión de sus cuerpos y las dinámicas de las identidades. Por otra parte, la obra de Ballivián me permite reflexionar que el arte contemporáneo en Bolivia, que por su tradición es principalmente occidental y que llega al país y se articula con las reflexiones y búsquedas locales, puede ser en sí mismo chojcho, por su carácter impuro.

* Juan Fabbri es licenciado en Antropología, maestro en Antropología Visual y Documental Antropológico y candidato a doctor en Antropología Cultural (Uppsala Universitet, Suecia) y docente investigador en la Universidad Mayor de San Andrés.

Texto: Juan Fabri

Fotos: José Ballivián

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calacoto, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

También puede leer: Pobres Criaturas

“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

Comparte y opina: