La magia en una valija
La investigadora literaria argentina María José Daona escribió sobre ‘Ayer el fuego’ de Rodrigo Urquiola
Otra vez el vaivén del viaje”, menciona uno de los personajes de Rodrigo Urquiola. Otra vez el ir y venir de voces, historias y pisadas en una escritura profusa y deslumbrante. Otra vez el viaje de un autor en busca de lectores. Hemos asistido en los últimos años a la aparición en nuestras librerías y academias de una serie de escritores bolivianos que vinieron a iluminar un sistema injustamente silenciado, escritores que se posicionaron como voces insoslayables de la literatura latinoamericana contemporánea, que no solo publicaron sus libros en las grandes editoriales comerciales sino que también se ocuparon de reeditar clásicos y de hacer resonar voces empequeñecidas a lo largo de la historia literaria.
En la mayoría de los casos son escritores que dejaron Bolivia e iluminaron un sistema desde los centros imperiales. Claro que lo celebro, pero no pude, a lo largo de estos años de búsquedas y lecturas, dejar de preguntarme por esos otros autores que se quedaron a vivir en las inagotables cumbres andinas. En las periferias que, en muchos casos, son el centro del país. A veces escuchamos sus nombres pero no llegan a las librerías. Leer sus libros (la mayoría de las veces en pdfs conseguidos por los caminos de la ilegalidad) no siempre es una posibilidad. Rodrigo es uno de estos escritores. El autor buscando lectores, viajando con una valija cargada de libros, retenido en la aduana, retenido en colectivos que pareciera nunca llegan a destino. Es así que llega a Tucumán con los libros bajo el brazo para mostrarnos esos lugares de los que el gran mercado editorial nos sigue privando. Celebro esta llegada doble: la del autor y la de sus libros. Celebro la llegada del recién venido.
Joven boliviano, autor de tres novelas: Lluvia de piedra, El sonido de la muralla y Reconstrucción; de cuatro obras de teatro: El bloqueo, El retorno, La serpiente y La felicidad; de dos libros de cuento: La memoria invertebrada y Eva y los espejos, a los que ahora se suma Ayer el fuego.
Urquiola construye una escritura de memorias huérfanas. Una memoria que quiere ser y que nunca es. Una memoria mentirosa, territorio precario que se busca en la imaginación, el último refugio. Leemos en las páginas de Reconstrucción: “La reconstrucción es lo cierto porque es lo que queda, todo lo anterior es inaprensible. Y es que incluso la verdad es una ficción, una lectura particular y son las letras lo que se lee, siempre, aunque estés cerrando los ojos con fuerza y de pronto veas imágenes. ¿Qué es lo que hace puma al puma? En principio el orden de las letras que forman la palabra p-u-m-a. ¿Qué es una letra sino la aproximación a un sonido? ¿Qué es la forma de una letra sino el intento de atrapar un sonido en un dibujo? ¿Y qué es una palabra entonces? ¿Un conjunto de sonidos que buscan atrapar entre nuestros dientes algo que se nos escapa? ¿Y por qué un puma, entonces, no puede ser un jaguar? Los sonidos no mienten, pero la memoria sí”.
Es quizás este desasosiego el que se reproduce a lo largo de su obra, páginas y páginas que buscan una “realidad más grande, invisible, que existe detrás de lo que nuestros ojos ven cuando observan el mundo”. Esa realidad de piedra, de padres que no están, de madres que desaparecen mirando murallas. Realidad de espejos donde no es posible mirarse. Realidad de ellos y nosotros, de forasteros y extranjerías. De llantos incesantes, de sueños, máscaras y pesadillas. Posibilidad de reconstrucción, siempre trunca. En un país que “otra vez se ha quedado sin historia”.
Ayer el fuego es una colección de diez cuentos donde el deseo de imaginar una memoria vuelve a ser el disparador de la escritura. “Somos memoria y la memoria es buscar en el intrincado silencio de las imágenes que se quedan siempre atrás”, dice el narrador de Chupacabras, cuento que abre el libro y que explora las posibilidades de decir, ¿a qué imágenes ponerles sonido y convertirlas en palabras? El silencio, el juego entre lo que sí se dice y lo que no, aparece como pregunta y como deseo de escarbar en esas memorias olvidadas, en esas vidas que nadie contará, en esas imágenes que se guardan en los intrincados senderos del pasado.
Este libro nos introduce en territorios paceños olvidados; esos espacios que no fueron narrados ni imaginados en esta literatura. No aparece el Miraflores saenciano ni el Sopocachi urzagastiano. Tampoco están los espacios cerrados e íntimos, ni casas ni bodegas. Los cuentos de Ayer el fuego son cuentos de tránsito y desplazamientos que construyen una ciudad de márgenes y desigualdades. En los recorridos desde Chasquipampa hasta la plaza Murillo se configura el espacio del pongo, del hambre, del indio que aparece a veces como intruso en zonas no correspondidas, en la zona Sur jailona y de lenguas extranjeras. Entre esos tránsitos están las escenas de infancia: los partidos de fútbol, las comidas de la abuela, los amores lejanos. Y también las formas de la violencia.
Los tránsitos y cruces se reproducen, los vaivenes constantes reaparecen e inscriben los tonos que predominan en la escritura de Urquiola: la ternura y la amargura. Entre esos tonos está la imposibilidad del encuentro entre lo alto y lo bajo, de zanjar la distancia de clases que es también la distancia étnica, la negación del territorio propio, la vergüenza, la construcción del indio, del negro de mierda. “Abuelita, enseñame aymara”, dice el protagonista de uno de los cuentos. A lo que ella responde: “No, hijo, tú vas a hablar inglés. Tienes que ser mejor que yo”. Cruces imposibles donde también aparece la venganza como respuesta porque el diálogo entre clases es siempre una aventura, una anécdota, un suceso condenado, como el Lennon asesinado por un “te quiero” que nunca fue respondido.
Estas memorias imaginadas se tensan también con reencuentros de personas y espacios, con los restos de esos recuerdos en un presente habitado por rastros, gestos y marcas. Invadido por la nostalgia de lo ido. El reencuentro es recurrente en estos cuentos porque en el continuo caminar por la ciudad se vuelve a los espacios del pasado; allí donde fue ahorcado el perro del loco Eustaquio; se recuperan rostros desaparecidos, como Mariana devenida en Ashley. Movimiento continuo que devela las miserias del presente, los sinsentidos de un mundo derruido, el fuego que atravesó el tiempo, el fuego del ayer y del que solo se conserva el aroma de la ceniza.
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Entre estos territorios olvidados aparece Senkata, espacio conocido por nosotros por la masacre de 2019. Cuando esperamos la narración del golpe de Estado, los incendios y las corridas, nos encontramos con otra masacre: el segundo tiempo de un partido de fútbol. En un gesto por mostrar las formas de habitar un territorio el cuento se corre de lo esperado y muestra estas vidas de abandono, de padres que quieren hijos de otros, experiencias en cementerios y de amistades. Aquí están los recorridos por La Paz periférica, esa “breve ciudad de los muertos”.
Uno de los personajes de este libro es un buscador de historias, caminante que busca en los recovecos de la ciudad qué decir. Aburrido de hablar de desaparecidos y sobrevivientes de la dictadura, cansado de los lugares a los que siempre se vuelve, como el reloj del sur del palacio legislativo, convertido en observador de una ciudad intransitable y cazador de miserias. En este personaje está nuestro narrador, que, como los soldados de la Guerra del Chaco, busca el agua en la ciudad amurallada, en la ciudad de piedra, en la ciudad del silencio.
Ayer el fuego es un libro de vaivenes, de esos vaivenes del viaje, del viaje incesante hacia arriba y abajo, hacia atrás y hacia adelante, hacia afuera y hacia adentro. La Bolivia profunda podríamos decir, o mejor, la Bolivia íntima. Es un libro que explora las ausencias o las formas de la presencia. Es un libro que imagina una vida, un libro que piensa también las formas de orfandad. Padres y madres que buscan hijos, hijos que no quieren padres. Padres que buscan padres. Estos cuentos tienen el tono de la añoranza, aunque lo que se añora no necesariamente es un pasado feliz. El mundo injusto y desigual es parte de ese pasado, es “la flor impredecible que todavía no ha sucedido”.
Cuando llegó Rodrigo a Tucumán empezaba a armarse una gran tormenta. Pensé que, después de mucho tiempo iba a caer granizo. La lluvia de piedra venía con él. En esa idea se condensaba la magia paceña a la que siempre ansío volver. La tormenta no sucedió, pero con él llegaron los diálogos. Los cuentos de Ayer el fuego fueron apareciendo mágicamente en las charlas, con otras formas. Mi casa quedó invadida de cuentos traídos por este narrador, artesano nómade, el contador de historias. La magia en realidad venía en esa valija que cruzó la frontera, como siempre, en forma de libro.
Texto: María José Daona
Fotos: Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán