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Cine

‘Planes para mañana’, de Macías.

/ 17 de marzo de 2013 / 04:03

Desde el martes y hasta el 17 de diciembre se establece una cita con el cine, como ya es tradicional. En Bolivia, el Martes de Cine Español es el precursor de lo que se denomina “los días de cine”. Con 21 años de existencia, una extraña peregrinación por diferentes espacios de exhibición y su aporte a la cultura cinematográfica del país, esta actividad viene en 2013 acompañada de actividades paralelas como la exhibición de cortometrajes, charlas, talleres y otros ciclos paralelos en espacios en siete ciudades de Bolivia.

Martes de Cine Español abre su programación regular con la película Planes para mañana, de la directora Juana Macías. Un drama coral en el que conocemos a tres mujeres con sus respectivas historias: el tratamiento visual de la cinta se concentra en una forma de narrar con mucha cámara subjetiva, siempre con la idea del seguimiento sobre los personajes.

La película de Macías trabaja un discurso de denuncia social. Aquí, el maltrato doméstico y el acoso laboral adquieren una dimensión impresionante, en tanto el relato parece ser real; entonces, el film juega —una vez más— a la idea de ficción y realidad, pero se aleja de la cuestión melodramática. Además de no apoyarse en lo documental como instrumento de convencimiento, Planes para mañana contrasta con la figura de mujer mártir, para perfilar una mujer valiente más cercana a la versión moderna y contemporánea del género.

Ésta es la opera prima de su directora, pero es además un retrato en 24 horas de lo que puede ser la vida cotidiana: si bien nos enfrentamos a las más crudas realidades también descubrimos alegrías. Un amor a distancia y por internet, un embarazo no deseado, la idea de no soportar más la violencia intrafamiliar, las relaciones humanas y su construcción a partir de detalles que invitan a reflexionar sobre nuestra condición en este mundo. Claudio Sánchez

Películas en pocas palabras

Tren de sombras: ciclo de Guerín

El ciclo tiene reservado para octubre pensar la mirada desde la mirada de alguien que redefinió en la cinematografía española el gesto de mirar.

Desde Innesfree (1990), José Luis Guerín interrogó a eso que conocemos como realidad. En Tren de sombras (1997) situó su atención sobre la materialidad del registro cinematográfico y la construcción de la memoria. Similares interrogantes aparecen en En construcción (2001) donde asistimos a la edificación de la modernidad a costa de la memoria del pasado y del presente. Siempre atendiendo a la creación y circulación de los objetos y la relación de éstos con las personas, En la ciudad de Sylvia (2007) retoma las técnicas del documentalismo para, desde una ficción estrictamente observacional, reinventar el gesto y acto de mirar. En Guest (2010) encontraremos la mayor depuración de esta técnica. Tren de sombras de Guerín es el lugar de la reflexión íntima sobre los objetos, la mirada y la memoria. La de Guerín es la más influyente mirada española en el escenario contemporáneo. Sergio Zapata

El discreto encanto de Buñuel

El 30 de julio de este año se recuerdan 30 años de la muerte de Luis Buñuel, uno de los autores más importantes en la historia del cine. Durante este mes se realizarán ciclos de cine de Buñuel en La Paz, Santa Cruz y Sucre, con la intención de hacer un homenaje y volver a ver la obra de este cineasta. El objetivo, más allá de repetir un ciclo con grandes clásicos, es, por una parte, volver a ver la obra y hablar de ella, y por otra, descentralizar la exhibición hacia otros espacios del país. La obra de Buñuel sufre, a estas alturas, de un mal parecido al del Quijote de Cervantes: afirmada como uno de los pilares de la radicalidad de las estéticas cinematográficas, la obra de Buñuel está en boca de quienes la conocen y de quienes no la vieron nunca realmente. Por esto, la necesidad de resituarla y analizarla, a la luz de lo pasa en el cine en la actualidad, a nivel hispano e internacional. El ciclo presentará desde la pieza inaugural Un perro andaluz, hasta obras más radicales como Tristana o Viridiana. Mary Carmen Molina Ergueta

Coproducciones

Otra de las apuestas de la programación de este año del ciclo es presentar, en los ciclos temáticos de cada mes, coproducciones entre España y Latinoamérica. Con el propósito de reconocer la expansión de fronteras en la producción de cine en el siglo XXI, se presentarán películas de diversa índole temática, estética e industrial. En abril, en el ciclo denominado Niños terribles, se exhibirá Días de Santiago (2004), del peruano Josué Méndez: un estremecedor retrato de un exsoldado de la guerra entre Perú y Ecuador, que vuelve a Lima con todos los traumas cultivados por el servicio. En mayo, el ciclo Trabajadores presenta Bolivia (2001), la excepcional película del argentino Adrián Caetano en la que un boliviano migrante en Buenos Aires recorre todos los avatares del destierro laboral y la injusticia social, a través de una propuesta en radical blanco y negro y la música de Los Kjarkas. En septiembre se exhibe la aclamada cinta uruguaya 25 watts (2001) y en diciembre el ciclo cierra con el documental La maleta mexicana. M.C.M.E.

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Dos con sesenta

El periodista argentino Jorge Barraza escribe este homenaje al minibús paceño

/ 28 de abril de 2024 / 06:29

“Obrajes, Prado, Pérez… Obrajes, Prado, Pérez…”, la cumbia de Radio Cutipa se te hace pegadiza. Y los carteles, familiares. Yo espero Achumani Complejo. Dos con sesenta y me deja enfrente de casa. Más que el teleférico, más que el respeto de los bolivianos, más que la marraqueta, adoro esa institución nacional llamada “minibús”. Es una maravilla paceña. Vas a la cancha, te tomás el que dice Miraflores, vas al centro, a la Plaza Murillo. Son ágiles, prácticos, simples. Te paran donde estés y te dejan donde vas. No existe nada más sencillo. Ni en Suiza.

La Paz es la única capital del mundo sin transporte público. Es privado, particular. Depende todo del minibús. Pero funciona. Sin tren, sin metro, sin tranvía ni líneas de colectivos (las mínimas que hay no se cuentan como tales). El PumaKatari mitiga en parte esas carencias, aunque sin la agilidad de las combis, tiene recorrido y paradas fijas. Si no estás en la parada, sigue de largo. Y la cantidad… En la 21 de Calactor, frente a la iglesia de San Miguel, da el semáforo en rojo y paran 20, 25 minibuses juntos. Y atrás viene otro cardumen. Y en la calle anterior, igual. Es un servicio nacido de la espontaneidad, una hermosa informalidad, que ni en el primer mundo. Ya quisieran.

“Cómprate un Quantum”, me sugieren. “Es muy lindo y lo estacionas donde quieres”. ¿Para qué…? Mi Quantum es el minibús. Dos con sesenta, me lleva a todos lados, es veloz, comete todas las infracciones de tránsito tolerables, mete la trompa y se adelanta a los autos particulares… Me encanta. Y, mientras, voy con el celular, leyendo noticias o enviando whatsapps.

Están las incomodidades, claro. Voy a Sopocachi y me toca uno de esos asientitos plegables que obligan a levantarte a cada rato, bajarte, abrir la puerta, dejar pasar, volver a subir, cerrar la puerta… Tengo al lado una señora que lleva el perro al psiquiatra y enfrente un muchacho que no para de hablar por teléfono. Quiero silencio. Después de la lluvia quedaron baches en todas las calles y cada vez que agarra uno, salto del asiento. Pero es lo que hay. Y aún a los saltos sigo amando al minibús.

“La Montes, La Ceja, El Alto…”, sigue Radio Cutipa, con el amigo René Hamel en la flauta. “Toma el que dice 20 de Octubre”, me recomiendan. Voy al consulado argentino a ver a Walter Giménez, un santiagueño que jugaba en Municipal y era una puerta vaivén: te pegaba de ida y de vuelta. Me bajo en Aspiazu, media cuadra y estoy en el consulado. Contento. Me tocó un asiento adelante y pasé todo el viaje relojeando al chofer del minibús, un talento de aquellos. Manejaba con pericia de Fórmula Uno, todo bajo control, el tránsito, los pasajeros, el cambio. Pasaba los semáforos después del amarillo, pero bien, con clase. Tenía puesto audífonos y era una máquina de hablar por teléfono. Una llamada, otra… Habló con la mujer, casi en susurros, porque los bolivianos hablan suavecito, pero se escuchan. Era casi un bisbiseo. Hice mis indiscretos esfuerzos por captar algo, sin éxito. Al final musitó un “te quiero” o algo así. Luego hizo todo un trámite telefónicamente mientras conducía, cobraba, paraba para subir a alguien, y entre todo eso, le había quedado un asiento libre y tocaba la bocinita para atraer nuevos clientes. Y todo tranquilo, sin mover un pelo. Verdaderamente, un crack. En Londres o en Barcelona no lo entenderían. Como esos mozos argentinos o uruguayos que atienden una mesa de ocho, les piden ocho platos distintos, no anotan nada y te sirven todo perfecto.

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“¡Esquina…!”, grita una mujer de atrás, cuando ya la combi había arrancado. “Tiene que avisar, señora”, responde el del volante sin levantar la voz. “Le dije que en la 15”, protesta la pasajera, gruñona. El piloto no se inmuta, le para. Total, una parada informal más no hace diferencia. Me resulta curioso la profesionalidad de los choferes, nunca hablan con el pasaje, son serios, se ciñen a su cometido y van escrutando todo. Tampoco discuten con otros minibuseros cuando se enciman por el tráfico. Cada uno a lo suyo. Al comienzo, por esa modalidad de cobrar al final del viaje y no al principio, me bajé tres o cuatro veces, cerré la puerta y me iba sin pagar. No me acordaba. Me lo pidieron correctamente, sin estridencias: “Boleto, señor…” Me avergoncé y me disculpé más que suficientemente. Luego aprendí, ahora pago antes de bajar.

“Cotahuma, Alto Tejar, Buenos Aires…”. Uno que viene de una urbe donde hay siete ferrocarriles, cada uno con varios ramales y decenas de estaciones, seis líneas de subterráneos y miles de colectivos, minibuses y metrobuses, se extraña. ¿Cómo hace? Pero el minibús se hace cargo del no transporte público. Es un pulpo cuyos tentáculos alcanzan todos los barrios. Villa Fátima, Achachicala, Chasquipampa, Calacoto, Irpavi, Sopocachi…

Me voy y lo extraño. Estoy en Buenos Aires, que tiene todo y no es cómoda, sujeta a horarios y reglas. Como dice el tango de Discépolo, “hay que rajar los tamangos” (gastar los zapatos). No hay organización mejor que la desorganización del minibús.

“Obrajes, Prado, Pérez…” Dos con sesenta, te acomodás bien y vas feliz.

Texto: Jorge Barraza

Foto: Archivo

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‘Chana’ Mamani, dos espíritus

Sandra Mamani Condori es poeta. Aymara migrante en Buenos Aires, milita en el colectivo Identidad Marrón

‘Chana’ Mamani en una intervención del colectivo Identidad Marrón.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 28 de abril de 2024 / 06:21

“Chana” Mamani no se autoidentifica, a la primera, como boliviana. “Soy aymara migrante”, me dice sentada en un café de la Avenida Perú con Irigoyen, en Buenos Aires. “Soy boliviana de origen y argentina de adopción”, remata en segunda jugada. “Soy marrón”. Sandra Mamani Condori, indígena marrón, dos espíritus. “Una tía me explicó, cuando era niña y no sabía lo que era o de dónde venía, refiriéndose a mis deseos extravagantes de transformar mi destino, que tenía los dos espíritus, me dijo ‘lulu’, puedes ser mujer y andar como varón o ser varón y andar como mujer”.

Sandra “Chana” Mamani Condori nace el 22 de abril de 1985 (es Tauro) en la comunidad T’irasca (municipio Puerto Pérez), provincia Los Andes, a orillas del Lago Titicaca, La Paz. Con pocos años, su madre (Dominga) y su padre, ambos costureros, migran a la ciudad y se instalan en La Portada, en el límite entre La Paz y El Alto. La vida de “Chana” estará marcada por la frontera. Por las fronteras de la diferencia. Desde 1992 reside en Buenos Aires.

“Chana” tiene ahora 39 años (recién cumplidos) y es trabajadora social especializada en estudios migratorios, indígenas y de género. Es dramaturga (en el “podcast” de su obra La Azurduy y Eva se puede escuchar a Luzmila mientras hablan las dos libertadoras) . Es poeta, “la poesía será siempre ese antídoto a mi existencia”.

Sandra Mamani Condori nació en la comunidad Tirasca (Puerto Pérez), provincia Los Andes, La Paz.
Sandra Mamani Condori nació en la comunidad Tirasca (Puerto Pérez), provincia Los Andes, La Paz.

Ha vuelto unas cinco veces a Bolivia. “Cuando regreso a El Alto siento ese aire especial, siento la montaña”. Lo que más extraña es la comida/sazón de la abuela. “Vivo en Caballito, en Parque Patricio, frontera con Pompeya”. Otra vez la frontera. Sandra Mamani Condori es una niña que llega a Buenos Aires y se da cuenta de que todo es plano, lineal, largo y blanco. “Llego a otro planeta, ¿viste?”, me dice con su marcado acento porteño.

(“No soy ‘la extranjera’ o turista bienvenida, / tal vez adquiera un tono porteño / quizás digan que es un dialecto, / pero ¿a ‘quién’ le importa de dónde provengo? / No soy la forastera negada, / tal vez pinte mi tatuaje o ‘desvista’ mi pelo. / No soy ‘la mujer’ de esos y estos tiempos, / ni siquiera aparezco en los cuentos, / dibujos o libros de historia. / No soy la niña a quién le leyeron ‘Mafalda’ o ‘El Principito’, / tal vez la que creció costurera, vendedora, campesina hiladora de / ‘puentecitos’”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

Cuando “Chana” llega de “wawa” a la Argentina arma un diccionario especial, particular, íntimo. De argentino a boliviano y viceversa. Por aquel entonces habla aymara y el castellano que apenas conoce es diferente al suyo. Adivina palabras y tiene ganas de volverse. Una ciudad plana, lineal, blanca; un idioma que no entiende, gente que habla rápido y se come las eses. Entonces, llega la escritura, como tabla de salvación, como la poesía ahora. “A mi madre le decía, esto acá es así, esta palabra acá significa esto, es canilla en vez de pila y sacapuntas en vez de tajador”.

La pequeña Sandra comienza a darse cuenta de que es diferente. Es la única boliviana en su escuela del barrio de Floresta. Lo diferente, como malo, como no querido. Sufre lo que muchos años más tarde sabrá que se llamaba racismo. Soporta miradas de desprecio; a su madre le atienden de última en la panadería, como si fuese invisible, como si no estuviese ahí.

Los noventa, ahora idealizados en series para Netflix, tenían una ley (de la era del dictador Videla) por la cual te podían expulsar si no tenías un DNI migrante. La policía te paraba (y todavía te para) por tu color de piel, por llevar gorra, por tu fenotipo, por tu rostro. Mas tarde sabrá que esos pequeños actos se llaman microrracismo, que lo boliviano con rasgos indígenas en Buenos Aires es una construcción negativa y que la palabra “bolita” es un insulto. Hoy “Chana” está metida de lleno en su tesis de la UBA (Universidad de Buenos Aires) llamada Las prácticas y las experiencias de las mujeres marronas en relación a su cuerpo y sexualidad.

(“No soy el himno o nación que canto (con respeto), / porque no me encuentro. / ¿Dónde están mis heroínas? / ¿Dónde están? / ¿por qué no existe un registro? / ¿tengo árbol genealógico? / ¿tengo tiempo? / ¿dónde está la historia  de nuestra tierra? / ¿cómo se llamará mi bisabuela? / ¿esclava o sirvienta? / ¿la de pantalón o pollera? / No soy sumisa ni ‘la que no dice nada’, / también me decían ‘calladita’. / Tal vez no sea ahorita. / Y me aguanté como ‘macha o chacha’ / ¿de qué sirve?”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

“Chana” viste esta noche “blazer” amarillo intenso y camiseta blanca. Intensidad y pureza. Tal vez no harían falta más palabras para definirla/describirla. “Lo marrón es una construcción sobre la identidad política que visibiliza el racismo estructural en la Argentina y en América Latina”. El colectivo Identidad Marrón (IM) nace en 2015 como movimiento antirracista y desde 2019 realizan talleres e intervenciones en museos e instituciones culturales y promueven la autorrepresentación como alternativa antirracista.

“¿El arte en Argentina es solo oficio de blancos?”. El ”trapo” que colocaron/plantaron delante del Teatro Colón en noviembre de 2020 (en el marco del ciclo Raza y ficción) hace otras preguntas. “Si algo aprendimos de la colonialidad es que las respuestas correctas que se hacen verdades indiscutidas no son el camino que queremos tomar, nos movemos con preguntas, nos movemos creando, transformando la injusticia en fuerza e invitamos a responder con acción, a responder ante esta estructura social en la que no muchos se preguntan si el arte es o no oficio de blancos, y si para las personas con ascendencia indígena nos queda solo el lugar de la artesanía, porque a pesar que la acción y creación sea similar, las valoraciones sociales ubican a ambas con diferentes pesos valorativos en la sociedad”.

Identidad Marrón está formado por activistas, actores, actrices, abogadas, estudiantes. Han participado en las marchas del Orgullo GLTBI por avenida Corrientes (bajo el lema “Que a tu arco iris no le falte el marrón”), en las luchas a favor del aborto, junto a las trabajadoras y trabajadores sexuales, en temas migratorios e impulsan políticas públicas antirracistas.

“Sostenemos la bandera pero no tenemos el micrófono, faltan las voces antirracistas y antixenofobia en la militancia y en las calles”, me dice “Chana” que choca un día sí y otro también contra el feminismo académico y blanco. “Interpelamos al racismo desde el interior de los movimientos sociales, somos sujetos y tenemos conocimiento, podemos construir nuestra propia agenda. Pobre, feo y víctima van de la mano. Queremos gestionar la furia y la ira, convertirlas en acción política. Intervenimos el espacio público, en la cultura, la educación, el arte”.

El marrón no es solo un color (asociado a lo feo, a lo sucio, a lo “k’uchi”), es una identidad. Es el color de la piel (de muchos).  “No soy negra, no soy blanca, ¿qué soy? ¿cuál es mi identidad indígena? Soy marrón. Hay una negación fuerte de lo indígena, se lo ve siempre como algo de afuera. El mapuche es chileno, el salteño es boliviano. Argentina no es blanca. Frente al Buenos Aires rico hay un Buenos Aires pobre; frente al Buenos Aires pomelo-blanco-clase media hay un Buenos Aires marrón-migrante-pobre. No bajamos de los barcos, nuestros ancestros siempre estuvieron acá. Dime de qué color eres y te diré a qué derechos accedes”. 

Mamani Condori suelta frases como titulares, como sentencias para hacer pintadas, “trapos”, afiches y carteles. Habla sin tapujos de ese “elefante blanco” (el racismo) que está presente (sin que nadie quiera hablar de su presencia). “El antirracismo es acción y cuestionar el privilegio de la blanquitud es un desafío, siempre incómodo”. El futuro es/será marrón. Nota mental uno: en aquel diccionario que “Chana” escribió (para ella y para su mamá), su verdadera primera obra literaria, donde ponía pomelo, decía toronja.

(“Su venganza no es la mía, ni su enojo merece un ‘aleluya’ / Lloraré porque es mi ch’alla. / Reiré porque es mi venganza / Pues si se me ocurre / subiré en silencio o con ruido / al santuario de tu cuerpo / porque habita mi lenguaje / ¿dónde están? / Gritaré porque fue una herida colonial / ¡colonial! / Un día un tata me confundió con un jilata / al rato ella me dijo que me amaba. / Un siglo después / mi primera vez / su último día / mi awicha me dijo / traviesa ajayu/ ¿qué soy? / si no soy lo que esperan / si no soy a la que esperan / si no soy la de la ofrenda / si no soy la guera verdadera / ¿qué soy? / dios del cielo / allí en lo eterno / soy tantito, menos y más de lo que sospechan”. Extracto del poema Chachawarmi, publicado en el poemario K’uchi, Buenos Aires, 2023).

¿Y la poesía? ¿qué lugar ocupa en todo este quilombo de identidad, colores vivos, dolores secretos, cuerpos silenciados/exotizados, deseos a flor de piel y racismo? “La poesía es el manifiesto de la vida, muerte y renacimiento de mi cuerpo, la escritura es una acción política, en ella me encuentro y descanso”. En 2023 “Chana” publica K’uchi. Poemario Erótico Marrón.

Así habla Mamani en el prólogo de ese libro: “Es una herramienta epistolar/erótica para decolonizar lo ‘queer’ y abrir lo que ya se encuentra roto y lo que está afuera del sistema blanco ‘queer’. Es también invitar a atrever-se a mirar en el espejo de privilegios a la blanquitud ‘queer’. La poesía será ese antídoto a mi existencia y con ella la tentativa intención de mirarnos en este espejo redondo, curvo, cuero cabelludo grueso, negro, ojos achinados o redondos, nariz y boca inherentes a una corporalidad marrón. Manos largos, rectangulares pero más chiquitas, cuadradas, que heredan tácticas milenarias de trabajo y también placenteras. Con ellas abrazo lo que miro, con ellas admiro lo que toco”.  En el proceso de escribir o pensarse, “Chana” se convierte en otra.

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El poemario K’uchi tuvo como antecedente Erótica: Yarawis Aymara  (2018, Ediciones La Marronada Cuir). Melina Sánchez, de la Universidad de Buenos Aires, habla así del libro: “Está compuesto por nueve yarawis, cuyo significado en aymara comprende un carácter dual de la obra, que es a la vez poema y narrativa. Si se los lee por separado solo harían alusión a un encuentro sexual entre dos chicas. Esta lectura de cruce de los yarawis presenta la historia que se quiere entre-tejer. Yarawis: como si esa sola palabra aymara estuviera dotada ella también de dos espíritus, que redoblan la apuesta de estos textos: ‘Porque no es poesía, es otra cosa’, dice Chana. Como si el desafío fuera combatir al sistema con palabras de amor, pero con un amor periférico, intercultural, lesbiano, que se atreva a cruzar sin más los barrios que Roberto Arlt solo era capaz de transitar en sus ensoñaciones; porque hay que hacer de este mundo, migrante y precario, racista, un mundo vivible, al fin y al cabo”.

“Chana” vive —desde su niñez— en la frontera de la diferencia. Lo personal/íntimo es político. “No hay espacio más político que la cama”, dice Melina Sánchez. Ahí también se cruzan fronteras. “Quizás el punto álgido sea cuando las manos crucen el último muro, bastante elástico al fin y al cabo: el de la bombacha”, añade Melina. Nota mental dos: en aquel diccionario que “Chana” escribió (para ella y para su mamá), donde ponía bombacha, decía calzón.

(“Me distrae la sola existencia / pura / quieta / dura / chata. / Me galopea la secuela abyecta. / Un cuerpo que no espera, / una excusa que se sujeta / al recuerdo del silencio. / Un ensueño desahuciado / un recuerdo que no recuerda / un espacio que es un vacío / un ocaso que no tiene barcos. / Pero qué decirle / al beso que no toca / al beso que desborda / al beso que sangra / al beso que no espera / al beso que arranca / al beso que sueña / al beso que navega / al beso de las noches / aquel de la mañanita / al beso espinal / al que quise tanto / al beso que envuelve / al beso que llora / vuela / choca / y me toca”, J’ampati, del poemario K’uchi).

El colectivo Identidad Marrón trabaja/interviene en los museos de Buenos Aires (como el Museo-Casa Ricardo Rojas), quieren dar vida a esos espacios “donde el indio siempre es una persona agresiva, enojada o triste, donde las mujeres ni siquiera tenemos rostro. Solo podemos ser Pocahontas o la chola; todo lo precolombino es uno solo, sin matices. Siempre somos definidas por otros”.

—¿Sueñas en aymara? —pregunto. Y antes le cuento a “Chana” cómo el personaje de Vidas pasadas, la película surcoreana habla de identidad, teatro y lenguas olvidadas, como ella.

—Mis fantasías y mis emociones son en aymara. Tiene que ver con la resistencia, con mis tías, madres y abuelas. Más allá del dolor, además del dolor, ellas han mantenido la risa, el humor. La migración trae desarraigo y nostalgia, volver a construir tu propia comunidad es recuperar la alegría, la pasión, el humor, los colores, el erotismo. Esta forma de pensarme viene de esta fantasía en aymara, esa utopía por soñar algo mejor. Tenemos todavía presentes nuestras raíces, nuestra forma de habitar la comida, ciertos modos, la construcción del respeto. Todo es gracias a ellas, las tías, madres y abuelas, en aymara siempre.

“Chana” conserva la aguja pero quiere/desea romper el hilo. “La ruptura con la comunidad es necesaria, somos urbanos y tenemos otro habitar. Mi rostro y mis apellidos no olvidarán nunca de dónde vengo pero para conquistar, construir espacios, caminos y derechos en un mundo hostil e injusto, cierta ruptura es necesaria y no es gratuita. Toda ruptura duele y cada autoafirmación es individual. La idea es que cada uno y una pueda elegir, que sea una elección ser verdulero, costurero, abogada, artista o escritora, esa capacidad de poder escoger es todavía hoy un privilegio, la capacidad de disfrutar del placer del ocio, también”. La poeta que vive en la frontera quiere abrir/derribar puertas.

(“No pretendas explicarme / a través de la vista / soy una monstruosidad / y a tí te encanta. / A nosotras nos robaron incluso la belleza / pero ¿qué belleza? / como si yo quisiera parecerme / a algo que no soy / como si quisiera mutilarme / para que puedas amarme. / Yo les devuelvo su belleza. / Su placer / su sexo / su piel / su dolor culposo / sus ganas de encasillar y ocultar todo lo distinto. / Yo tomo el tren hacia ningún lugar / ya sin miedo / porque ahí estás también tú / construimos otra piel / otro placer / otro sexo / incluso otro dolor / del que renace / en fuerza compartida. / Me olvido de mi cuerpo / y al mismo tiempo lo recuerdo / reconozco los latidos acelerados del sonq’o / el calor que amanece entre mis piernas / las aguas que se nutren de los sentidos /y te bañan sin pudor; / me convierto en animal / aunque nunca dejé de serlo. / Me recuerdo torbellino / explosión, tormenta / cascada. / Mi cuerpo no es solo mi cuerpo. /. Cierra los ojos / ya no me mires con estos sentidos: / siénteme aún sin entenderme / creáme aún sin conocerme / imagináme aún sin recordarme”, Cierra los ojos, del poemario K’uchi).

La noche nos agarra dentro del café, de nombre Cabildo, Perú al 86. La charla nos deja en la calle, sobre la avenida. “Chana” toma el colectivo, yo camino hacia el Obelisco. Nos sacamos una “selfie” después de horas de hablar de identidad y autorrepresentación.

—¿Por qué te dicen/te dices “Chana”?

—Chana es “frazada” en aymara y “hermana” en quechua. En realidad mi sobrina, de wawitay, no podía pronunciar Sandra y me decía así.

Sandra “Chana” Mamani Condori, dos espíritus.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, Sandra Mamani Condori y colectivo Identidad Marrón

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Cuando el sexo no tenía culpa

Los huacos eróticos del Museo Larco de Lima nos hablan con libertad de sexualidad, vida y muerte.

Museo Larco

/ 21 de abril de 2024 / 06:57

Alfred Kinsey, el hombre que está a punto de lanzar una «bomba atómica» sexual con un informe sobre la sexualidad de los estadounidenses, visita el museo Larco en Lima junto a su fundador, el arqueólogo Rafael Larco. Ha viajado hasta el Perú con el único propósito de visitar la galería erótica del museo. Estamos en los años 50 del siglo XX.

Ante sus ojos aparecen falos enormes, vulvas gigantescas, felaciones como rituales de ofrenda, fluidos, masturbaciones femeninas por parte de seres andróginos, sacerdotisas con miembro viril, relaciones anales vinculadas a los ciclos agrícolas y las lluvias, madres exuberantes, autofelaciones masculinas, sacerdotes/montaña con penes de agua, seres esqueléticos dándose placer, mujeres teniendo sexo en posiciones de dominio, falos de piedra. Son cerámicas (huacos eróticos) de la cultura mochica. “Es el más franco y detallado documento de costumbres sexuales jamás dejado por ningún pueblo antiguo”, le dice Kinsey a Larco.

A mediados del siglo pasado, las mujeres tenían que pedir permiso especial para visitar la galería erótica del museo Larco (fundado en 1926) y los niños tenían prohibida la entrada. Hoy, casi 100 años después, las mujeres son las que más concurren a la denominada Galería Erótica “Checan” (amor/deseo, en lengua mochica) y el museo organiza visitas de colegios para hablar de educación sexual.

El Museo Larco de Lima alberga esta colección de huacos eróticos.

También se organizan charlas interdisciplinarias sobre parto vertical (el parto visto como placer, no como dolor) y sobre lactancia materna. “La seducción, el deseo, el humor y la belleza de estos objetos de barro tienen mucho que decir, el Larco es un espacio sano para todos”, dice en un video que se proyecta a la entrada de las salas eróticas la directora del museo, Ulla Holmquist Pachas, ex ministra de Cultura del gobierno de Martín Vizcarra Cornejo (actualmente preso).

Kinsey llega a Lima para estudiar la colección de Larco “porque aquí tenemos una documentación completa, sobria y realista de la vida sexual de un pueblo sin las inhibiciones de los Estados Unidos”. Su famoso Informe Kinsey va a tumbar tabúes y hablará por primera vez de placer sexual femenino, de homosexualidad y bisexualidad, de violación, de clítoris, de adulterio, de masturbación masculina y femenina… “La iglesia, el hogar y la escuela son las principales fuentes de inhibiciones sexuales que generan los sentimientos de culpa que muchas mujeres llevan consigo», dirá Kinsey en su revolucionario informe.

El Museo Larco de Lima alberga esta colección de huacos eróticos.
El Museo Larco de Lima alberga esta colección de huacos eróticos.

Nada de eso (culpa y prejuicio) ve Kinsey mientras recorre, asombrado, la colección de huacos eróticos. Nota mental: en el Museo del Sexo de Amsterdam hay una sala exclusivamente dedicada a la desaparecida cultura moche o mochica del norte del Perú. “Los mochicas no fueron condicionados en sus hábitos y actitudes sexuales por las costumbres, principios y prejuicios cristianos, como estamos nosotros. Mi investigación entre esos huacos me dice más acerca de lo que es natural en el sexo como la propia investigación que llevo a cabo entre el hombre y la mujer norteamericanos”, confiesa Kinsey.

Hoy las salas podrían rebautizarse como “la galería de las risas”. Unas tímidas, otras gozosas; algunas miedosas, muchas sinceras. Todas, con culpa y algunas gotas de vergüenza, especialmente las que brotan antes los huacos denominados “humorísticos”. Son vasijas —adornadas con metales de oro y plata— donde el líquido tenía que ser bebido en ceremonias rituales a través de los órganos sexuales externos representados, tanto penes como vaginas.

La directora Ulla Holmquist lo explica así: “se trata de cuerpos que a la vez son vasijas y contenedores. El objeto tiene una función dentro de una cultura performática. Estamos frente a cosas que tenían movimiento, que albergaban líquidos, que se tocaban; se jugaba con ellos, se bebía de ellos. No son objetos para mirar o decorar: transmiten algo en la acción del sujeto”.

Museo Larco

La mayoría de los huacos eróticos —unos 300— pertenecen a la cultura mochica pero también hay del pueblo Chimú, Lambayeque, Chimú-Ica, Vicus, Recuay, Huari e incluso de Tiawanaku (aunque estos últimos no estén en exhibición). No son objetos decorativos, fueron cuidadosamente amasados con barro y fuego para ser usados en ceremonias agrícolas, funerarias y rituales de sacrificio, albergando una alta conexión con los ancestros.

Una de las cosas que más sorprende a Kinsey (y a los visitantes hoy del siglo XXI) es la descripción exacta del clítoris, hecho poco usual en cerámicas y obras eróticas de otros pueblos/culturas y otras latitudes. ¿Fueron mujeres mochicas las que elaboraron estas obras con tanto detalle y libertad? ¿Disfrutaron de la libertad sexual al existir un equilibrio entre hombres y mujeres? No lo sabemos, lo único que sabemos es que los mochicas/moches constituyeron una sociedad que aceptaba las relaciones/representaciones sexuales, mucho más que las sociedades provenientes del cristianismo occidental.

La Galería Erótica “Checan” está en la parte baja del Museo Larco. Cuando uno llega al repositorio y paga la entrada (40 soles, 74 bolivianos) lo primero que recorre es la colección arquelógica con más de 30.000 piezas en su haber. Cuando termina el circuito se queda uno con las ganas. No se ha topado con lo que ha venido a admirar: los famosos huacos eróticos. Pregunta (con cierto rubor) en recepción.

—¿Y la galería erótica?

—Está abajo, junto al jardín y el restaurante al aire libre, responde una trabajadora del Museo, con cierto aire de cansancio al repetir la misma pregunta de todas las mañanas iguales.

La colección más buscada tiene seis salas. Eros, excitación, vida. El sexo, como fuerza vital, como potencia liberadora/sanadora. El sexo, más allá del erotismo (o la pornografía). En la primera sala bajo las palabras “Checan/Munay”, dos amantes yacen compenetrados desde la noche de los tiempos. Es el concepto de “tinkuy”, encuentro generador de fuerzas opuestas y complementarias.

Al final del recorrido hay una escena mitológica de la unión del héroe civilizador mochica con la Pachamama; de esa unión amorosa nace el árbol de la vida, símbolo universal, fruto del amor y del sexo. Regeneración. Eterno retorno. Encuentro intenso de cuerpos excitados y entregados al deseo y al placer. El sexo sin censura, como elemento clave para el reinicio de la vida y la fecundidad eterna. La eyaculación, como alegoría de las semillas fértiles.

Pero volvamos para atrás. En una de las salas hay una gran cantidad de huacos de coitos sexuales entre animales; son llamas, cuis, sapos mitológicos. Hay cerámicas con penes y vaginas antropomorfizadas; hay huacos con muertos (los habitantes del mundo de abajo, los ancestros del “Uku Pacha”) que se unen carnalmente a los vivos para asegurar la fertilidad de la tierra.

Casi todas las vasijas dan muestras de uso. Algunas fueron rescatadas de contextos funerarios en la Huaca de la Luna. Otras fueron castradas en la colonia; la extirpación de idolatrías se cebó con los huacos eróticos: demasiada libertad, demasiado placer para las mentes católicas impregnadas de odio y miedo.

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Algunas piezas arqueológicas de la cultura mochica que están en exhibición.

Junto a una pintura colonial (La Virgen de la leche) veo cerámicas prehispánicas de mujeres dando de lactar a sus “wawas”. Están en el mismo plano, en la misma sala. “La sala erótica es un espacio de diálogo cultural y provocación. Podemos recuperar otras maneras de ver nuestros propios cuerpos y relacionarnos con ellos de una manera que no esté mediada por prejuicios o ideas que vienen de una moral determinada, que nos alejan de esa relación con nuestro cuerpo”, dice la directora Ulla.

Cuando uno —impactado — sale de las salas oscuras y libidinosas (obscenas para las mentes más cerradas), el espléndido jardín del Museo manda el mismo mensaje: exhuberancia, vida, entendimiento integral del mundo, fuerza vital. Entonces una pregunta ronda mi cabeza: ¿cuándo y por qué la sexualidad fue tomada prisionera por la culpa y el prejuicio?

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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LLAKI: un viaje de cuerpo y alma en clave kallawaya

El director Diego Revollo estrenó su película documental el 18 de abril en la Cinemateca Boliviana

La cinta boliviana está dirigida por Diego Revollo y producida por Miguel Nina.

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 21 de abril de 2024 / 06:49

Lunlaya es el lugar en el mundo en el que un niño comienza narrando de cuántas vacas dispone su comunidad: 16. Trepa hacia lo más alto de un cerro para revisar si están todas, y en ese trayecto cuenta como el cóndor ataca al ternero y dice que si luego de someter al mamífero van apareciendo más cóndores, significa algo así como el arribo de la destrucción, de la rapiña que destroza y mata. Ese mismo niño juega y ríe con una maquinita entre sus manos, y repite hakuna matata, frase que hiciera universal El rey león, cinta de la poderosísima transnacional del audiovisual Disney. Es muy probable que ese niño de sonrisa luminosa no sepa que hakuna matata significa “no hay problema”, “sé feliz” o “no te preocupes” y que pertenece a la lengua africana suajili (Tanzania, Kenia, Uganda), que la canción de la película de animación que ha circulado por todos los mares y continentes fue compuesta por Elton John y Tim Rice y que con el impulso de la voracidad mercantil, Disney se la apropió, lo que provocó la indignación de sus hablantes originarios.

Si introduzco el abordaje de Llaki con esta referencia a Disney es porque se debe tener presente, ahora más que antes, que prácticamente ya no existe rincón en el mundo que no haya sido penetrado por la dominación informática y tecnológica, pero que a pesar de ello, todavía es posible encontrar una inquebrantable resistencia cultural de los habitantes inmersos en sus orígenes, desde la respiración hasta la piel, exponiendo su granítica identidad, y en este caso, esa notable y casi milagrosa fusión entre la materialidad de la sanación ancestral y la espiritualidad con la que se viaja hacia las profundidades de la naturaleza y sus bondades que alimentan y curan, que conducen al inacabable viaje hacia la comprensión de que sanar significa no necesariamente superar plenamente una enfermedad, sino asumirla desde los límites humanos a partir de un laborioso reaprendizaje de construcción de la identidad/entidad humana hecho de músculo y hueso, pero en primer lugar de pensamiento y sensibilidad.

En un radio receptor popularmente llamado radio canchera, de esos en los que se escuchaban las transmisiones de partidos de fútbol décadas atrás, un locutor hace una mención al “Estado Plurinacional de Bolivia” sin más, único elemento informativo acerca del país del que forma parte la familia kallawaya Ortíz Ramos, que dialoga e interactúa con los Revollo, hijo y padre, cineasta y médico urólogo, formados en universidades convencionales del occidente urbano, que acuden continuamente a Lunlaya sin el mínimo atisbo de ese paternalismo conservador que suele subestimar la vida rural en la que tiempo y espacio difieren de la vorágine del mundanal ruido de las ciudades.

La combinación de fotografía fija, que se constituye en memoria de viaje, con planos generales de un lugar en que la magia no es folklore ni exotismo étnico, y los primeros planos de sus protagonistas, hacen que Llaki pueda sustentar su marca audiovisual a partir del sentido en el que no aparece una intención de “hagamos una película sobre los kallawayas”, sino más bien un viaje existencial que genera como consecuencia un documental en el que la experiencia intercultural de sus participantes enfatiza la riqueza de la comunicación, a través del registro de la calidez de rostros y gestos y la calidad de los testimonios a través de las breves narraciones de esos que son simultáneamente guías espirituales y sanadores.

Diego Revollo, luego de sufrir la pérdida auditiva del oído izquierdo y experimentar una parálisis facial parcial, imposibilitado de encontrar respuestas médicas en la consulta del especialista que trabaja en hospitales y clínicas —la medicina suele no ofrecer soluciones a muchísimos males desde la frialdad científica—, se decide a viajar y escuchar las voces que nacen de otros saberes sobre los procesos de curación que no terminarán resolviendo una limitación física, pero sí le permitirán descubrir una nueva manera de comprender, asumir y cultivar su interioridad humana: Una de las voces abrigada por fuegos de leño nocturnos reflexiona con la sabiduría que da la experiencia acerca de nuestra incapacidad humana para agradecer todo lo que la madre tierra nos provee, que así como nutre puede destruir: el fuego que nos abriga, puede también quemarnos.

Llaki es una experiencia cinematográfica, y por lo tanto, bastante más que sólo una película.  Completa una década de cercanía, y por lo tanto confianza y afectividad, entre el director de la película, su propio padre, su pequeña hija y su equipo en diálogo continuo con la familia Ortíz Ramos, que certifica el valor identitario de la cosmovisión kallawaya en la que su ritualidad cotidiana privilegia espíritu y naturaleza como sentido existencial y es a partir de estos términos que debe ser leída como narración del acercamiento humano y los rasgos esenciales de una cultura que ha trascendido fronteras y ha sido reconocida en sus cualidades originarias.

La palabra con la que se titula la película significa tristeza, melancolía o pesadumbre, pero a partir de su irrupción, con sus hallazgos y certezas, Llaki termina resignificando el renacimiento y el encuentro donde se impone la horizontalidad en la comunicación en clave de respeto por las convicciones mutuas.

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Ficha Técnica

  • Título LLaki. Dirección: Diego Revollo.
  • Fotografía: Miguel Nina y Mauricio Ovando.
  • Música: Jorge Zamora (Zamorita).
  • Casa productora: Transbordador Audiovisual.
  • Con la participación de: Aurelio Ortiz, Juan Ortiz Jiménez, Melisa Ortiz, Valentín Ortiz, Justina Ramos, Apolinar Ramos, Fernando Revollo, Amaya Revollo. Duración: 72 minutos. AÑO: 2023. PAÍS: Bolivia.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Transbordador Audiovisual

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Javier Saldías: Prócer del rock boliviano

El bajista paceño forjó un sonido propio con The Black Birds, Climax, Luz de América y Black Jack

Por Marco Basualdo

/ 21 de abril de 2024 / 06:36

El “Chino” Saldías, así le decían, fue el gran pilar en la historia del rock boliviano. Vio llegar el movimiento musical y cultural que empezó a conquistar al mundo, con ese ritmo estridente y verba subversiva que puso en grito revolucionario a las juventudes inconformes con el sistema que domina. Hace unos días nos dejó por una enfermedad terminal y la escena local se puso de luto. Javier Saldías, dueño de una carrera que trascendió el tiempo y las modas, es el prócer del rock en Bolivia.

Nacido en La Paz en 1948, Saldías estudió en el colegio San Calixto y a temprana edad abrazó, como muchos de su generación, al recién aterrizado rock & roll. Junto a su camarada de aventuras colegiales, José “Pepe” Eguino, el espigado muchacho empezó a imaginar una versión boliviana que emulara a grupos como The Beatles, The Yardbirds y The Ventures, los preferidos de aquella primera progenitura rockera. Eguino había vivido parte de su niñez en los Estados Unidos, donde tuvo acceso a todo tipo de corrientes musicales y donde llegó a formar un grupo. Este anteojudo guitarrista había rescatado a Saldías que, a pesar de su talento para la música, prefería distraer sus horas de ocio escuchando música con su grupo barrial Los Pájaros Negros. Ambos convocaron a otro vecino miraflorino que manejaba una empresa de amplificaciones llamada La Récord, con la cual solía alegrar fiestas de 15 años, llamado Boris Rodríguez. A ellos se sumó el también guitarrista Fernando Peña, y en consenso decidieron tomar el nombre de aquel grupo miraflorino que había integrado Saldías, pero traducido al inglés: The Black Birds.

músicos. José Eguino, Javier Saldías, Álvaro Córdova y Bob Hopkins.
José Eguino, Javier Saldías, Álvaro Córdova y Bob Hopkins.

El cuarteto empezó ensayando temas de sus grupos de culto, pero también afrontaron un problema que a la larga iba a ser una constante: la pérdida de la segunda guitarra. Peña se marcharía, y pese al escepticismo en torno al futuro de la agrupación, dieron con un personaje que influiría enormemente en la producción de la banda. El hijo del agregado militar de la embajada de los Estados Unidos, Mike Yoder, junto a quien el grupo asentó su propuesta y se lanzó a la escena interpretando canciones de sus ídolos, además de sumar las primeras composiciones en su repertorio. Así, tras una serie de presentaciones, el grupo participó en el concurso convocado por la empresa Philips, el cual ganaron haciéndose acreedores del primer premio consistente en la grabación de un disco simple en Buenos Aires, Argentina. Pero lamentablemente para el grupo y el naciente movimiento “nuevaolero”, el padre de Yoder culminaba su gestión de trabajo, por lo que el muchacho tuvo que retornar a su país en 1967, no sin antes grabar el segundo EP del grupo. Su lugar fue ocupado momentáneamente por el venezolano Billy Quik, de paso fugaz, y posteriormente por el tecladista Alfredo Careaga, aunque con escasa repercusión. El 14 de enero de 1968, el grupo programó su última presentación, pues Saldías había decidido, junto a Eguino y un amigo colega de otra banda, Álvaro Córdova, viajar a los Estados Unidos.

Evolución sónica

Irrumpido 1968, Javier, junto a “Pepe”, confirmaban un viejo anhelo: viajar hacia la Meca del rock con Álvaro Córdova, quien también se había desvinculado de su grupo Las Tortugas para cumplir su sueño. En San Francisco, California, se había desarrollado un estilo de rock experimental bautizado como “vanguardista” o “sicodélico”. Entonces, el trío Eguino-Saldías-Córdova se radicó por diez meses en Denver, Colorado, desde donde tuvieron acceso a todo tipo de conciertos. Fueron privilegiados espectadores en actuaciones de Jimi Hendrix, Cream y The Doors, y aquel nuevo estilo les abriría la mente hacia la experimentación. Bajo aquella influencia y tras concluir que abrirse espacio entre los músicos norteamericanos sería tarea imposible, los bolivianos alistaron sus maletas para el retorno a fines de 1968.

Nuevamente en La Paz, su llegada empezó a generar gran expectativa aún sin saberse si iban a dar vida a una nueva formación pero, una vez formalizada su propuesta, los chicos no defraudaron. Rebautizados como Climax, el estado purificador al que aspiraban llegar mediante la música, los Saldías y compañía intentaron personificar la versatilidad de los avezados músicos del Norte, pero con sello propio. “Lo que vimos allá realmente nos cambió las perspectivas de lo que se había hecho hasta ese momento en Bolivia. Y nos propusimos cambiar las cosas”, dijo alguna vez Saldías, que ya se había hecho un experto con el bajo.

vida. Javier Saldías nació en La Paz en 1947. Falleció tras una enfermedad el 16 de abril de 2024.
Javier Saldías nació en La Paz en 1947. Falleció tras una enfermedad el 16 de abril de 2024.

Las primeras presentaciones se realizaron en el Cine Teatro Monje Campero de El Prado, en el Teatro al Aire Libre y en terrenos del Coliseo Cerrado de la calle México, con una receptividad avasallante. Los interminables solos de guitarra de Eguino, la incansable a la vez de melódica base de Javier y la aceleradísima percusión de Córdova fueron la fórmula alquímica que catapultó a Climax como el “power-trío” nacional. En una actuación en el Círculo de Oficiales del Ejército de Calacoto tuvieron la visita en camerino de un marine estadounidense de servicio en el país llamado Bob Hopkins, quien pidió colaborar con el trío tocando su armónica. La química fue instantánea, los músicos bolivianos quedaron impresionados por la forma de tocar del norteamericano, y junto a él se lanzaron a la composición del material de su segundo EP, que vería la luz en 1970 con la canción El abrigo café de piel de gallina, (original de Ottis Rush) como el hit del ahora cuarteto.

Aquel disco se agotó por completo. Pero luego de algunas presentaciones por ciudades de todo el país, la carrera de Climax entró en receso y posterior desmembramiento. El primero en marcharse fue Hopkins, a quien le siguió “Pepe” Eguino. Pese a ello, Saldías y Córdova, en 1971, convocaron a Nicolás Suárez en los teclados y Félix Chávez en la guitarra, formación con la que viajaron hasta Buenos Aires, Argentina, para algunas presentaciones que concluirían con un proyecto binacional entre Saldías y Córdova, que formarían el grupo Mahatma junto al guitarrista argentino Jorge Montes. “Jorge era un gran guitarrista del grupo Séptima Brigada, nos conocimos y nos invitó a formar un grupo que lamentablemente no duró mucho”, contó Saldías sobre aquella incursión “gaucha”.

Tras idas y venidas, finalmente en 1974, el trío original de Climax confirmó su reunión, que tendría como producto Gusano Mecánico, un Long Play conceptual con canciones como Pachacutec (Rey de Oro), Transfusión de Luz y Cristales soñadores, entre otros títulos, que revolucionaría el mercado local, disco que también se agotó y hoy es una reliquia muy apetecida por coleccionistas. Lamentablemente, al trío no le quedaría mucha vida, pues hacia fines de 1975, el eterno baterista migrante hacía maletas una vez más, dejando colgados a los otros dos músicos.

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climax. Bob Hopkins y Javier Saldías en el Cine Teatro Monje Campero.
Bob Hopkins y Javier Saldías en el Cine Teatro Monje Campero.

La Luz de la disco

A medida que la década de los 70 llegaba a su fin, la escena musical mundial empezaba a experimentar una serie de cambios; el impacto de la sicodelia y el rock duro empezaba a decrecer. En ese contexto, los hermanos paceños Barrionuevo, Charly y Mauricio, habían dado vida a un grupo que llevaba el nombre de Tercera Generación a principios de 1977, que interpretaban canciones de grupos de la naciente moda disco como The Bee Gees y The Commodors. Casi en paralelo, Saldías intentaba dar vida a un nuevo proyecto que buscaba internarse hacia una tendencia enmarcada en el jazz-rock bajo el nombre Años Luz, pero la iniciativa finalmente no fue consumada. Entonces los hermanos Barrionuevo invitaron a Saldías a sumarse a su grupo y el bajista aceptó entusiasmado aquella idea.

El acoplamiento fue genial. Así, el grupo debía rebautizarse y Charly se encargó del asunto proponiendo el nombre Luz de América, con el que pasaron a tocar en las típicas “Fogatas estudiantiles” que se organizaban en colegios interpretando canciones de ese estilo bailable. Y también fueron incorporando algunas de sus composiciones, que intentaban fusionar la música electrónica con aires andinos, una preocupación por los ritmos autóctonos que les valió un reportaje para el programa español 300 Millones, que concluyó en la grabación de un video de la canción Thinku, incluida en su segundo EP.

Tiempo después, la llegada del cantante argentino Hugo Ojeda se dejó sentir en las futuras creaciones. Hasta su arribo, Saldías y los Barrionuevo se turnaban en la parte vocal, pero con Ojeda sosteniendo el micrófono, cada uno de los músicos se dedicaba a lo suyo mientras el de la voz demostraba un timbre que le daba sello y cualidad a la banda. Tras varias presentaciones de gran receptividad, el grupo volvió a estudios para grabar su tercera producción con éxitos como Es mejor el amor y Ven a mi disco show. Pero tras concluir con el itinerario de actuaciones por ciudades del interior, el argentino Ojeda sorprendió con la noticia de su retorno a su país.

Aquella inestabilidad sería el fin de la banda. A mediados de los 80, los hermanos Barrionuevo partían hacia los Estados Unidos, donde actualmente continúan su carrera como músicos al frente de Luz de América. En 2004, Saldías intentó relanzar a Luz de América junto a “Pepe” Eguino y músicos de acompañamiento, y tras una serie de presentaciones a pub lleno, el grupo a nivel local volvió a sellar su historia.

 Luz de América en una gira
Luz de América en una gira

Juego de cartas

A mediados de los 90, la fugaz agrupación del guitarrista cruceño Glen Vargas, Tero y los solteros, visitó La Paz para ofrecer algunas presentaciones en el pub El Socavón, con jornadas en las que contó con un público selecto, entre ellos, Javier Saldías. En una de esas sesiones de música improvisada, Saldías le mencionó al “camba” la posibilidad de un proyecto que tenía como norte la explotación del rock clásico. Sin meditarlo mucho, Vargas sorprendió al bajista con su decisión de quedarse en La Paz, para formar el soñado grupo y juntos convocaron a músicos de acompañamiento para darle vida al mismo. Acoplaron muy bien y fueron bautizados como Black Jack por Sol Mateo, propietario del lugar, inspirado en aquel juego de cartas, con un repertorio marcado por lo mejor de The Rolling Stones, Pink Floyd y The Police.

Aquella formación se presentó durante meses hasta que Vargas retornó al Oriente y fue reemplazado por otro consuetudinario de las seis cuerdas, el ex Climax “Pepe” Eguino, con quien continuaron en escena. Tras un breve paréntesis hacia 1992, volvieron a la carga con la cantante Claudia Reinhart, presentándose en el circuito de boliches paceños, hasta que un lamentable accidente dejó temporalmente lesionado a Saldías a fines de 1994. El músico resbaló de las gradas de su casa, se dislocó el hombro y requirió de un costoso tratamiento en el exterior, que fue financiado en parte por la FM Contemporánea, que organizó un concierto masivo para recaudar fondos en noviembre de 1994.

Durante su recuperación, el bajista conoció a un admirador de Mick Jagger, el cantante José “Cacho” Cisneros, con quien planearon un nuevo proyecto que iba a tomar cuerpo mientras el bajista sanaba su dolencia. Por otro lado, la formación alternativa de Black Jack empezaba a desmembrarse por falta de continuidad. Entonces la historia del grupo corrió el riesgo de quedar en el camino de no ser por el retorno de Saldías en 1996, que continuó en inclaudicable carrera rockera hasta iniciada la primera década del nuevo milenio. Pero la energía ya no era la misma.

De intermitencia en los escenarios, de ahí en más Javier Saldías continuó de igual manera aportando en el ámbito de las culturas. Fue profesor en el Conservatorio Nacional de Música, donde dictó clases de Panorama de la música popular, y previamente locutor de radio en emisoras como FM Contemporánea y FM Graffiti, medios desde donde intentó educar a las huestes rockeras que hacían a su audiencia. Participó en la película Nostalgias del Rock de Tonchy Antezana. También recibió un reconocimiento de parte del Senado por sus contribuciones como artista junto a otros colegas del naciente movimiento nuevaolero boliviano. Hace un par de años, Córdova y Eguino intentaron rearmar Climax en su versión original para goce de sus devotos, pero el mal estado de salud de Saldías se lo impidió. Hasta que el destino nos los quitó.

Melodías para un ídolo

Glen Vargas, guitarrista de Track

“Conocí a Javier en la década de los 80, él era integrante de Luz de América, y tuve la oportunidad de conocerlo mejor en el año 90, tocamos juntos en David Lamar y después en Black Jack. Tuvimos una hermosa amistad, en una oportunidad de muchas en La Paz me alojé en su casa. Era un muy buen músico y buen tipo, Dios lo tenga en su presencia. Lo tengo bien presente con su abrigo negro largo, empuñando su Alembic”.

Hernán Laguna, guitarrista de Laguna Mental

“Es muy triste lo de Javier, que seguramente ha sido la influencia para muchos bajistas y un referente para todos los seguidores del rock boliviano y el rock progresivo en especial, con Climax por sobre todo, que es una joya de banda que tuvo muchas influencias que se pudo traducir desde una voz muy boliviana. Además, tenían una presencia escénica imponente, Javier tenía una manera de tocar muy particular. Es una terrible pérdida”.

 Peggy Martínez, productora y radialista

“La partida de Javier marca un momento en el que debemos reflexionar sobre el trato a nuestros músicos; la situación del arte en Bolivia sigue siendo la misma, seguimos viviendo en la mediocridad y en el olvido. Los artistas no reciben el mínimo de atención y esto se ve reflejado precisamente en la situación en que viven sus últimos días aquellos que aportaron a la cultura de tan alto nivel, con tanta trayectoria y que han marcado nuestra historia”.

Luis Reyes Ortiz, periodista y radialista

“Como componente de un universo paralelo, sin dudas es nuestro Jack Bruce (Cream). Las razones son varias, como la obvia conformación de un power-trío como fue Climax. En el plano personal, la comparación irrumpe en los planos del virtuosismo, versatilidad y crudeza interpretativa, tanto del bajo como de su voz rasposa y con marcada articulación del inglés, sello característico en su modo de hablar habitual”.

Texto: Marco Basualdo

Fotos: Archivo Rock Boliviano Medio Siglo

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