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Perder el norte en Corea del Sur

/ 2 de junio de 2013 / 04:00

Vivimos tiempos en que las ansias de paliar la tormentosa vacuidad de una vida entregada a la acumulación de bienes inservibles empujan a medio mundo “civilizado” a buscar cobijo lo más lejos posible de dicha civilización. La gente viaja a Japón o China, para comentar luego a los amigos lo sucios que son los chinos o lo educados que son los japoneses.

Entre ambos países, anclada a una península de intrincada orografía se halla Corea del Sur, el país de la eterna primavera, la cartografía de la amenaza constante. Y, sinceramente, a la hora de ejercer eso tan de moda que denominamos turismo, Corea se despliega como un festival de deliciosas contradicciones que no permite, de manera tan clara como en los dos casos a que aludíamos al inicio, regresar a casa con la maleta cargada de tópicos.

Y, por tanto, tú que huyes de los viajes de pulsera con todo incluido y las excursiones guiadas y bien pertrechadas de comodidad high-tech, harías bien en visitar al menos una vez en la vida el sur de la península coreana.

Ha pasado ya tiempo de mi periplo, pero aún recuerdo la sensación de desconcierto recién aterrizado en el aeropuerto de Seúl, el deslumbramiento ante las ciclópeas pantallas de plasma bombardeando las descomunales salas de espera con vibrátiles ráfagas de luminosos anuncios, el ajetreado pasear de ninfas de asombrosa palidez y desmesurada elegancia mirando siempre al frente y sin chocar con nadie, la intrincada tipografía coreana expandiendo su alfabeto incomprensible por cada rincón del aeropuerto, los aparatos digitales como sacados de un filme de ciencia ficción adheridos a las extremidades superiores de la casi totalidad del público circundante. De no ser por la sorpresa inesperada de una cabina telefónica de las de antaño en uno de los vestíbulos, hubiese pensado que aterricé en otro planeta; lo juro.

La corrección coreana impide a sus ciudadanos prestar ni una mirada de curiosidad al turista extranjero que, desorientado, se mueve entre ellos. Salvo cuando intentas averiguar cómo salir del aeropuerto, por ejemplo. Decenas de coreanos se te acercan para intentar prestarte ayuda.

Seúl avasalla los sentidos con su despliegue de modernidad futurista en perpetua y dulce cópula con lo más ancestral. A los pies de elegantes rascacielos de apariencia invertebrada puedes pasear por pequeños barrios que mantienen con orgullo sus delicados hanoks, el bello tipo de vivienda que aún sirve de hogar a gran parte de la población. La gente acaricia  apasionadamente la tecnología más aventajada sin dejar de venerar los milenarios vestigios de su civilización. Así pasea al albur del tráfico motorizado, entre rascacielos de lúcido vidrio, momentos antes de descalzar sus pies y entrar en una de las casas de té donde la degustación del brebaje se convierte en todo un rito de sutiles movimientos, acariciantes aromas y respetuosos silencios.

Después nacen al estrépito de neones de la noche antes de introducirse en el estruendo de silencio del suburbano en que la asepsia de los corredores sólo se ve interrumpida por inmensos paneles táctiles donde cualquier viajero puede seguir el recorrido de los vagones.

Y la salida puede situarse en otro punto de Seúl, o en la frontera con la legendaria ciudad de Suwon, unos kilómetros al sur. Hasta allí me desplacé. Allí me vi sorprendido por el corredor amurallado que recorría lo que fue el perímetro de la ciudad histórica, hoy flanqueada por modernos edificios bulliciosos de carteles luminosos que parpadean sobre el pasear consumista de los transeúntes.

Anochecía en la ciudad y yo buscaba un local agradable en que poder degustar un delicioso bibimbap. Una luna de leyenda medieval iluminaba los perfiles milenarios de las murallas, compitiendo con los neones y los faros de los utilitarios, y yo perdía el rumbo, premeditadamente, en los callejones menos bulliciosos, en las esquinas más oscuras. Fue así que pude encontrar uno de esos restaurantes en los que, para mayor facilidad del foráneo, la vitrina exterior muestra fieles reproducciones en cera de los platos que es posible degustar en su interior. Ni rastro del bibimbap, pero el picante aroma a kimchi que rebasaba los límites del lugar me decidió a poner los pies en su interior.

Antes incluso de tener tiempo de saludar, annyong ha se io, una jovencísima beldad se acercó a mí portando una sonrisa como un suicidio de flores. Supongo que fue mi evidente aspecto extranjero lo que le hizo responder, ante mi torpe ensayo de saludo coreano, con un good afternoon. Mi sonrisa compitió con la suya, no en belleza (por supuesto), sólo en franqueza.

Yo que siempre he defendido la suprema superioridad estética de la piel oscura, los rasgos morenos y las curvas sureñas, me sentía profundamente abofeteado por una piel casi translúcida y unos labios afilados como el borde de una cuartilla que hubiese rebanado ese “good afternoon” dejando un leve rastro de sangre. Que me fascinó la belleza inocente de la joven coreana, o sea. Ella me ofreció asiento en la mejor de las mesas, ésa que tenía como frontera un enorme acuario. Comenzó a ensayar sus breves conocimientos del inglés preguntándome qué deseaba cenar y ofreciéndome los mil y un platos distintos de que goza la gastronomía coreana. Sólo acerté a preguntarle qué es lo que más le gustaba a ella. Dio un nombre irrepetible y yo le aseguré that’s what I want, the one you prefer. Se acercó a la ventanilla tras la que se afanaban los fogones, ofrendándome el festival de belleza de su caminar pausado. Se asomó quien, imagino, sería el cocinero pero que, tras la reprobadora mirada que lanzó a mi persona, pude imaginar el padre de la joven.

Ignoro si fue ternura por su desmesurada necesidad de pronunciar en correcto inglés cada una de las frases aprendidas en la escuela, o diversión por su orientalizada dicción, o ambas cosas juntas, lo que me hizo perder el norte aquella noche. Sólo sé que odié la capitalista marea norteamericana que anegaba las tierras surcoreanas, y preferí que ella me hablase en su idioma natal. Y así lo hizo, como adivinando mis deseos, antes de desplegar ante mí toda una suerte de agasajos rituales al más puro estilo oriental.

Corea del Sur, ya digo, se debate entre la tradición y el progreso. Pero es una batalla incruenta en que ambas mitades de una misma realidad se conjugan como el verbo más perfecto. Y una joven que arropa su día a día con idiomas extranjeros sabe desvestirse con ceremoniosa gracia oriunda, doy fe.

Después llegaría una despedida huérfana de lágrimas y tequieros, el solitario paseo hasta la estación de autobuses, la desorientación ante los letreros de grafía incomprensible, y el deslumbramiento ante la amabilidad ciudadana que me condujo, casi en volandas, hasta el autobús que me depositaría sano y salvo en la siguiente parada de mi recorrido.

Jinju, y después Jeju

Decidí abandonar el cómodo viaje en Jinju, ciudad a primera vista sin encanto, fuera de la ribera de un caudal de agua qua había decidido partirla en dos.

Después descubrí que había sido escenario de cruentas batallas entre las huestes japonesas y los ejércitos coreanos, allá por el siglo XXVI, y comprendí, gracias al breve documental en 3D del museo histórico de la ciudad, la seca corrección con que el surcoreano recibe al atildado turista japonés. Aquello debió ser una auténtica sangría. No obstante, decenas de excursionistas nipones pululaban con la ciudad y los habitantes, lejos de despreciarlos, les trataban con idéntica amabilidad que al resto de paseantes.

Por la noche, el río sufrió una invasión de flotantes linternas de papel de colores. Un espectáculo que engrandecía los majestuosos paseos que seguían el curso del cauce pertrechados de almendros en flor. Pero tanta y tan coordinada belleza, supongo, se me hizo insoportable. Decidí seguir al sur, hacia la costa, donde tomaría un pequeño aeroplano hasta la isla de Jeju, uno de los más paradisíacos de entre los múltiples paraísos naturales coreanos.

Jeju, isla volcánica y desastre de belleza, incendio de cavernas fluorescentes, desvarío de vegetaciones promiscuas, abrevadero de costas iracundas, Jeju, para abandonarse y perderse, nuevamente, una vez más. Efectivamente, la isla es un compendio de beldades naturales, y acuna al viajero la visión de la coreografía del oleaje, desde la habitación de ese hotel en que, siguiendo las más ancestrales de las costumbres, entras descalzo para sorprenderte por la calidez del piso.

Pasé la noche mirando el mar y fumando. Antes había degustado las delicias gastronómicas de la mar: calamar, pulpo, atún y un pez de extravagante aspecto e impronunciable apelativo, todo crudo, sazonado únicamente por un compendio de salsas y vegetales de desconocida (para mí) procedencia.

Delicioso, ya digo, siempre que venzas el pavor inicial a introducir en tu estómago un animal sin cocinar. También se cocina el pescado, en ocasiones, pero no se aprecia tan gratamente su sabor a oleaje y salitre.

De nuevo me perdí por la isla como por las calles de Seúl, de Suwon, de Jinju. Como me perdería por las calles de Busan, de Daegu, de Gyeongju. De igual manera que paladearía la contradictoria victoria de sentirme desorientado entre las mastodónticas plantaciones de té de Boseong. Del mismo modo que gozaría la ebriedad silenciosa de escuchar el bambú creciendo en la inmensidad de los parques de Damyang. Perderse, el sueño de cualquier viajero (que no turista).

En Jinju la vegetación es promiscua hasta la barbarie, y puedes contemplar enormes cascadas derramando su vendaval de aguas y estruendo directamente sobre el oleaje del Mar Amarillo. Debió ser eso, junto con lo despoblado de sus pequeñas aldeas y lo poco interesante de su metrópoli más populosa, lo que me hizo tomar otro avión de regreso a la península.

Aterrizó mi aeroplano, horas después, en las cercanías del mayor campo de té del país. Hacia allá fui, y allí, embriagado de verdor y geometría, me perdí de nuevo. Después al ciclópeo bosque de bambú de Damyang donde paseé ensordecido por el susurro con que tales milenarias plantas enfrentaban el silbido funesto de un viento que amenazaba tormenta. Y ver llover parapetado en un restaurante oculto en una de las más oscuras callejas de la ciudad aledaña.

No tenía hambre. No había dulce camarera que se dirigiese a mí en balbuceante inglés, tan sólo un anciano cocinero que también servía las mesas, con autómata diligencia, pero que no explicaba la composición de los platos. Ni falta que hacía. La comida, como siempre, deliciosa. La atención, siguiendo lo habitual, exquisita. Pero no pude evitar pensar en la joven camarera de Suwon. Quizás por eso salí a las calles y perseguí los neones, entré en cuantos tugurios promisorios de delicias asiáticas salían a mi paso, y sólo conseguí una inmunda curda de soju, la bebida alcohólica por excelencia de Corea, un destilado de arroz con regusto de vodka que puede alcanzar los 40º. Los coreanos consumen numerosas botellas durante sus comidas. Yo consumí no pocas casi en ayunas, ya que la comida del restaurante se me atragantó. Melancolía, supongo.

Al día siguiente consideré que la mejor manera de afrontar el chaqui era enfrentarse a unas horas de autobús camino de Gyeongju, la antigua capital del Imperio de Silla que gobernó la península coreana entre los años 676 y 935, convirtiéndose, quizás, en el último gran reinado unitario que viesen los coreanos. Siglos después vendrían las disputas por su tierra entre Japón y China, Estados Unidos y la Unión Soviética, ese largo periplo de vasallaje a que fue sometido el pueblo y que hoy palpita aún en las rencillas entre la Corea sureña y la norteña. Afirman los surcoreanos estar orgullosos de su afinidad con el pueblo estadounidense, desfilan los atardeceres de las ciudades ejércitos de cruces que culminan los infinitos templos católicos, invaden la oscuridad nocturna las pedradas de neón de los comercios abiertos las 24 horas… todo un catálogo de vanidades cercano a la esquizofrenia cuando lo enfrentas a los numerosos y memorables templos budistas, las casas de té, las atildadas y frías relaciones personales que impiden siquiera el estrechamiento de manos entre amigos y familiares… un país contradictorio, ya digo.

Y es por ello que antes de llegar a Gyeongju decido hacer parada por el Templo de Haeinsa, tras cuyos ornamentados muros de ladrillo descansa la Tripitaka Coreana, la compilación más antigua y completa de textos budistas que se conserva, grabada en delicadas tablas de madera. El lugar, encaramado a la más alta cima de un ostentoso bosque de abedules, ya de por sí, merecería un artículo aparte. La contemplación de esas casi 80 mil tablillas, en una biblioteca sin público ni bibliotecarios, para un escritor, deben comprender, supone lo más cercano al nirvana. Permanecí horas allí, estático y extático, con la mente casi en blanco y el cansancio en retirada, antes de emprender camino hacia el poblado más cercano en busca de alojamiento.

Días después, paseando entre los floreados túmulos de los antiguos reyes del imperio Silla, en Gyeongju, asumí mi evidente y creciente desinterés por los hitos históricos siempre que de batallas, victorias, poder, moneda y hambre se tratase, y mi preferencia por las páginas incruentas de la cultura, sea esta budista, tibetana, incaica, medieval o renacentista. Porque la cultura, el arte, las letras, las páginas y las palabras sólo hieren, si acaso, a los poderosos que ven peligrar su autoridad cuando el ciudadano de a pie lee y comprende que existen otros modos de vivir alejados del sometimiento.

Las páginas, aunque sean de madera como las de la Tripitaka Coreana, sólo incitan al sueño y a la liberación. O, en ocasiones, a un más doloroso pero necesario sometimiento; ya lo decía Lawrence Durrell en Justine: “Una ciudad es un mundo si amas tan sólo a uno de sus habitantes”. Lo mismo podríamos decir de los países, y yo estoy seguro de la razón por la que perdí el norte en Corea del Sur y comencé a amarlo, aunque seguí, por un tiempo, dando deliciosos tumbos por el país sin afrontar la tentación de regresar a Suwon.

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EL REGRESO Los trazos de José Ballivián

El artista paceño presenta una selección de dibujos en Kiosko Galería de Santa Cruz

Los trazos de José Ballivián

/ 19 de mayo de 2024 / 06:58

—¿Qué hará Quilco en la vida?” —él respondió resuelto: — ¡Nada!

Y tornó el camino de regreso, entregándose a los brazos abiertos de su solar nativo. Surcó con pies recios el lomo de mar endurecido de la pampa, se peinó la cabellera con el viento y aplacó su sed en el arroyo tímido. Se santiguó con la cruz de los cuatro puntos cardinales y se santificó con el aire de las cordilleras. Se envolvió de pampa y se puso frente al horizonte, camino de su hogar. Entonces el asno le mostró su fatiga y la majada le contó los secretos de la pastora.

Y cuando Quilco se hubo reintegrado a sus campos, puso las manos en los hombros de su padre y le habló en aymara:

—Tatay me he regresado…

Fragmento final del cuento ‘Quilco en la raya del horizonte’ de Adolfo Cáceres Romero

La reflexión sobre lo mestizo implica una definición de raza, una combinación que se ha producido en Bolivia antes de la llegada española y que tuvo un impacto político por los privilegios que gozaban los españoles y sus hijos durante la así llamada colonización.

Las reivindicaciones raciales, de alguna forma fracasadas durante la revolución de 1952 en Bolivia y los grandes esfuerzos políticos de este siglo por darle presencia a algunos grupos hasta entonces marginados, generaron propuestas estéticas que no solamente repiensan la idea de igualdad ante la ley, sino que también reivindican sus expresiones estéticas y, en algunos casos, como los de Adriana Bravo, Iván Cáceres y José Ballivián, entre otros, estiran esta reflexión hasta lugares que si bien transgreden los márgenes de lo políticamente correcto, son una inevitable muestra de la expresión cultural de una Bolivia actual, responsable por una condición social en la que los flujos comunicativos ponen en permanente diálogo lo local, popular y andino con los dejos producto de la imparable invasión global. 

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Esta muestra titulada El Regreso, inspirada en el cuento Quilco en la Raya del Horizonte de Adolfo Cáceres Romero, sugiere un retorno a una práctica tradicional y a una representación normativa como lo es el dibujo de José Ballivián, pero que se distingue y se diferencia por las temáticas que presenta y en las que se pone en tensión combinaciones culturales poco ortodoxas y en muchos casos políticamente incorrectas.

José Ballivián reflexiona sobre las múltiples capas que conforman la identidad nacional.

La selección de dibujos de distintas épocas conjuga un cuerpo de obra que se enfoca en lo así definido como mestizo, pero que simplemente implica la visibilización de ciertos grupos que consiguieron combinar con éxito visiones transversales sobre lo boliviano.

*El artista José Ballivián expone una selección de dibujos del 2013 – 2024 en la exposición ‘El regreso’ en Casa Melchor Pinto (con la colaboración de Kiosko Galería) de Santa Cruz. La muestra permanecerá abierta del 26 de abril al 2 de junio.

PERFIL

José Ballivián nació en La Paz, Bolivia. El artista visual estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles. Ha expuesto en muestras individuales y colectivas, como la 57a Bienal de Venecia en Viva Arte Viva, en el Pabellón de Bolivia (Venecia, Italia); Bienal Sur (Buenos Aires, Argentina), Bienal Conart (Cochabamba, Bolivia), Bienal Siart (La Paz, Bolivia), Museo de Arte Contemporáneo MAR (Buenos Aires, Argentina), Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino + Macro (Rosario, Argentina), Museo de Bellas Artes (Salta, Argentina), Museo Emilio Caraffa (Córdoba, Argentina) y el Museo Provincial de Bellas Artes Timoteo Navarro (Tucumán, Argentina), entre muchos otros.

Texto: Douglas Rodrigo Rada

Fotos: José Ballivián

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Máncora Restaurant & Bar: Los sabores del Perú, en Sopocachi

restaurante y bar Máncora

Por Fernando Cervantes

/ 19 de mayo de 2024 / 06:47

Crónicas gastronómicas

Máncora es el nombre de una de las playas más bonitas del norte del Perú, caracterizada además por tener un agradable clima cálido los 365 días del año. Antiguo pueblo pesquero, tuvo entre sus visitantes nada menos que al laureado escritor norteamericano Ernest Hemingway, quien anduvo por esos lares allá por el año 1956.

En la ciudad de La Paz, Máncora es el nombre de un nuevo restaurante situado en el barrio de Sopocachi, en el tercer piso de una antigua casona que cuenta con una calurosa terraza en la cual se puede disfrutar de una extensa carta que incluye variedad de ceviches, aperitivos, arroz con mariscos, chaufas y también platos para compartir, como piques o milanesas de la casa. Las especialidades peruanas —como el chupe de camarones, el lomo saltado o la jalea de mariscos— también dicen presente en este menú, pero evidentemente el protagonismo lo tiene ampliamente ganado su barco marino, que trae a bordo platos como el arroz dulce con camarones, jalea de mariscos, ceviche de trucha, ceviche de mariscos, cóctel de camarones, arroz chaufa de pollo, chaufa de mariscos, chaufa de carne, ceviche de camarones, salsas y canchita con chifles. El barco para seis personas está 350 bolivianos y para cuatro personas, a 250.

Algo interesante de mencionar es el amplio horario en el cual este restaurante abre sus puertas, pues se puede visitardesde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche los días de semana y el fin de semana la cocina está abierta hasta las 4 de la mañana.

Máncora Restaurant & Bar

  • Dirección: Av. Sánchez Lima # 2201, 3er nivel. Sopocachi.
  • Reservas: 72009685       
  • Rango de precios: Bs. 24 (empanadas de choclo y queso) a Bs 350 (Barco marino para seis personas)    
  • Producto estrella: Barco Marino. 
  • Horario de atención: Lunes, martes, miércoles y domingos, de 10.00 a 22.00. Jueves, viernes y sábado de 10.00 a 4.00 del día siguiente.

Peter Pablo es el propietario

restaurante y bar Máncora

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Contáctenos:

Fernando  recomienda, Fernandorecomienda @fernandorecomienda,  Correo: [email protected]

Texto y fotos: Fernando Cervantes

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Nación Menotti: Un espectáculo para pensar

El 5 de mayo falleció el entrenador argentino César Luis Menotti, Julio Peñaloza recupera un texto que hizo sobre la visión de este estratega

Por Julio Peñaloza Bretel

/ 19 de mayo de 2024 / 06:45

Pep Guardiola se convirtió en la confirmación de todo cuanto César Luis Menotti pregonaba desde los años 70 sobre el juego a partir de una militancia, de una visión del mundo. Definió que el catalán era el Che Guevara del fútbol. Fue en 2014 que el más talentoso pedagogo de la palabra futbolera en castellano pronunció las últimas palabras, tajantes e irrebatibles: Jugar bien puede ser una cosa para unos y muy distinta para otros. De lo que ya no hay duda es de en qué consiste jugar lindo. La inteligencia, la claridad conceptual y el buen decir fueron características de este que nos enseñó a amar el fútbol como manera rotunda y lúdica de amar la vida. Extrañaremos tanto al Flaco, con la certidumbre de que siempre estará entre nosotros. A continuación el texto (originalmente publicado en 2014 y ahora con algunas actualizaciones) que homenajea a ese flaco, fumador empedernido que partió a los 85 años, víctima de una anemia severa:

Cómo le pega Leonardo Pisculichi de media distancia. Para disparar al arco o para enviar centros perfectos a sus compañeros mejor habilitados.  Cómo le pega  Neymar Jr. que le hizo el segundo al PSG con la clase de los que saben, desde fuera del área y con el ligero efecto que hace del remate, pelota inatajable. Cómo le pega Marcelo Martins que anotó uno de bolea en su cierre de temporada para ser nombrado el mejor extranjero del Brasilerao. Pisculichi estaba de regreso de Qatar con 30 años y el ojo clínico de Marcelo Gallardo sirvió para que un jugador en retirada se convirtiera en la manija de River Plate para conquistar la Copa Sudamericana. Pasar bien y recibir bien son fundamentos ineludibles con los que debe contar un buen futbolista, pero pegarle con precisión y puntería pueden encausar triunfos como el obtenido por los de la banda roja frente a Atlético Nacional de Colombia, o el Barcelona dando vuelta un marcador en partido de Champions, o el Cruzeiro cerrando la temporada con un año fabuloso para el más importante jugador boliviano fuera del país.

El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola
El entrenador argentino César Menotti con Pep Guardiola

Siempre convencido de que el buen trato de la pelota es el que marca las diferencias de calidad entre unos y otros —para pasarla, para gambetear, para pegarle de lejos—, me reencontré con los orígenes que me convencieron de que el fútbol es un espectáculo para pensar. Esos orígenes están exclusivamente vinculados a mis ávidas lecturas de El Gráfico en 1978 cuando César Luis Menotti, además de ser el seleccionador argentino, fue el locuaz narrador de una aventura entremezclada por jugadores bonaerenses con otros de provincia, que terminaría con la obtención del primer título mundial para la albiceleste.

Pues bien, el número de El Gráfico del último mes de 2014 se presenta con un primer plano del Menotti actual (76 años), canoso, surcado en su rostro por el transcurso del tiempo, quien ofrece respuestas a 120 preguntas y cero cigarrillos luego de haber sido fumador empedernido, que lo confirman como al entrenador que nos enseñó que el fútbol es jugar bien, pero que para ello, aparece como casi imprescindible contar con el maravilloso instrumento de la palabra para vehicular una manera de comprender y explicar el juego, y para eventualmente rebatir tantos falsos debates acerca de la asociación que se hace entre buen fútbol y resultado.

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A Menotti le debemos infinitas reflexiones, incontables ejemplos, ácidas comparaciones y rivalidades que vale la pena sostener, en el convencimiento de que siempre será un buen ejercicio intelectual combatir a los detractores del discurso creativo, los portavoces y hacedores de la practicidad, del camino vertical y simplificado, de la espera antes que de la búsqueda, del ponerse a buen resguardo antes que arriesgar, de los cultores de la falta táctica para anular la inventiva del otro, en la medida en que se carece de prosa o poesía propias. Y es justamente en estas coordenadas que el fútbol seguirá invariablemente siendo juego antes que  botín político, —a pesar de haberse convertido en un negocio descomunal— ese que el propio Flaco calificó alguna vez: “Amo el fútbol, pero su entorno me pudre”.

Menotti fue mi maestro por entregas semanales de la legendaria revista argentina. Me enseñó a mirar el juego apreciando la sensibilidad de los artistas que terminan dominando la pelota con todos sus misterios de trayectorias o inexplicables desapariciones, y es a partir de él que pude entender mejor lo que hizo Brasil del 70, Holanda del 74 y el Barcelona de la prodigiosa década de la santísima trinidad, Messi, Xavi e Iniesta. Justamente en esta conversación con el periodista Diego Borinsky encontramos, como si se tratara del hallazgo que nos faltaba para completar el rompecabezas de nuestras convicciones, el siguiente criterio sobre lo hecho por Josep Guardiola en La Masía y el Camp Nou: “Lo de Guardiola fue un huracán devastador, arrasó con toda la trampa y la mentira, los aniquiló de tal manera que ahora hasta los italianos quieren tener la pelota y jugar. El único que cada día juega peor es Brasil.” Y como para hacer más ilustrada tan rotunda afirmación, completemos el panorama con esta otra: “Fueron asesinados por Guardiola. Felizmente asesinados, los decapitó, les cortó la cabeza, las patas, se acabó, no se puede hablar más, porque ahora Guardiola va a Alemania y mete 7 goles, o como el otro día, que su equipo hizo 35 toques y la empujaron adentro del arco. Se acabó. Esto no quiere decir que no se pueda ganar de la  otra manera, eh, pero eso que ello pregonaron de que no se puede ganar jugando lindo, eso que hay que ganar y punto, se acabó. Ahí tenés a Guardiola: juega lindo, te ganó 16 títulos, les rompió el culo a todos, inventó a un montón de jugadores. A Piqué lo trajo por dos mangos de Zaragoza, Puyol decían que era un burro que no podía jugar y la rompió. Iniesta era suplente. Se acabó. Los decapitó.”

Diego Armando Maradona

¿Qué más? Para fines de comprensión del contexto boliviano es bueno recordar algunas frases convertidas en eslogans, proferida por algunos jugadores de nuestra liga: “No importa si jugamos mal, lo importante es que ganamos” o “hay que ganar como sea”. Listo. Son esos mismos jugadores los que culpan al sol, la luna, las estrellas, la lluvia, el estado del campo, los árbitros y cuantas excusan encuentren en el camino para justificar su mediocridad o las limitaciones inocultables de sus desempeños. He aquí entonces la explicación de por qué inicio este texto refiriendo las virtudes de tres futbolistas —Pisculichi, Neymar Jr, Martins— que demuestran lo que son con la pelota y no por lo que no pudieron conseguir en la vida. He aquí la explicación de por qué en Bolivia no hablamos de fútbol como nos lo propone Menotti, porque puede resultar incómodo el desmontaje de escuálidas propuestas tácticas basadas en la espera y en el contraataque tal como consiguió en gran medida The Strongest su tricampeonato: Jugando a lo Tigre, con valentía, tantas veces feo y casi siempre pensando primero en el cero en arco propio. Así de pobre es nuestro “profesionalismo”, en el que se debate sobre la filosofía de la papa frita y casi nada sobre cómo tratan la pelota nuestros equipos.

Han transcurrido 46 años desde que Argentina ganara en el Monumental de Buenos Aires su primera Copa del Mundo, y la marca rosarina de Menotti sigue indeleble, así como las de paisanos suyos, igual de valiosos por su inteligencia y claridad conceptual para comprender el juego como Marcelo Bielsa, Jorge Valdano, Lionel Messi, o Norberto Fontanarrosa. Así, con personajes de tan grande credibilidad, el fútbol, continúa siendo una extraordinaria aventura a descubrir y conquistar todos los días en el verde césped.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Internet

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‘Experiencia Ítaca’: la travesía interior multisensorial

La espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión de la protagonista

La actriz Cristina Wayar y la directora general de la obra, Roswitha Grisi-Huber.

Por Mitsuko Shimose

/ 19 de mayo de 2024 / 06:41

El hecho de haber sentido, conocido o presenciado algo tiene que ver con la vivencia, una de las acepciones de la palabra “experiencia”. Esta vivencia es transmitida a través del viaje interior en Experiencia Ítaca, propuesta teatral del grupo La valija de Penélope, que obtuvo el apoyo del Fondo Concursable Municipal de las Culturas y las Artes (Focuart 2023), estrenada ese mismo año y que regresó hace poco  a las tablas del Centro Cultural de España en La Paz y la Casa Grito. Esta obra, dirigida por Roswitha Grisi-Huber, es la puesta en escena del poemario Ítaca, de Blanca Wiethüchter (1947-2004), cuya reedición fue gestionada también el año pasado por el grupo teatral después de que la edición del año 2000 se hubiese agotado.

Experiencia Ítaca busca no solo mostrar la vivencia de Penélope (Cristina Wayar) durante la angustia de su espera —una angustia de amor que, para el teórico literario y ensayista francés Roland Barthes, en su libro Fragmentos de un discurso amoroso (2014), “es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor”—, sino también hacer vivenciar al público dicha angustia —y su resolución— a través de recursos multisensoriales.

Lo primero que se ve al ingresar al teatro es, naturalmente, la escenografía. Más allá de los elementos en la escena, lo que más resalta son los diversos colores, sobre todo en los vestidos guardados en el closet de la protagonista, los mismos que viste para pintar aquella espera grisácea. Bien lo señala Barthes que existe una “escenografía de la espera”, donde se provocan “todos los efectos de un pequeño duelo”, el cual es rehuido por  ella mediante el uso de prendas en toda la paleta de colores, convirtiéndose así el (des)vestirse en un acto subversivo.

En la puesta en escena se siente, además, el aroma del humo de la vela que la actriz apaga luego de prenderla, cuya luz denota esperanza, y desesperanza cuando ella extingue la llama con su aliento. Era al encender la vela que su angustia se incrementaba, lo que no quiere decir que al apagarla el desasosiego desapareciera. “La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados”, apunta al respecto Barthes.

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El sentido del gusto se hace presente a través del vino que bebe Penélope (nombre griego que significa “la que teje”), algunas veces imaginando la celebración de cuando esa ausencia se disolviera, u otras, en actitud de cavilación, la cual la lleva del tejer y destejer al escribir y reescribir. “Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez la inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas)”, se lee en  los Fragmentos.

La sonoridad —cuyo diseño está a cargo de Canela Palacios— también se percibe claramente en la puesta en escena a través de llaves, sogas tensionadas, arena en un círculo de papel mantequilla, entre otros, cuyas resonancias simbolizan collares, el paso del tiempo y las olas del mar. Del mismo modo se escucha el canto de Penélope, que al igual que el de las sirenas, es el que realiza el conjuro que invoca su nombre en el acto de aguardar. Ya decía Barthes que “la espera es un encantamiento”. Según este teórico francés, “la ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda —y no de quien parte—. Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer: la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa)”; pero debido al conjuro, el estado de espera se subvierte.

Unida a la percepción del oído, está la del tacto, pues todo lo que toca la protagonista tiene un sonido específico acompañado de particulares texturas, como el tejido y el telar o, se manifiesta desde el re-descubrimiento de su propio cuerpo, algo que le brinda conciencia de sí misma a través de su corporeidad. Para Barthes, es necesario sacrificar ese Imaginario del otro, para acceder al “amor verdadero”, ese que logra sacarla de su espera sin (des)esperar y que la envuelve en su propio abrazo.

De ese modo, en Experiencia Ítaca, la espera estéril se torna fértil a través de la profunda reflexión en la que la actriz se sumerge durante su viaje interior multisensorial. Esta introspección la lleva a tejer/escribir su propia historia, conduciéndola al tan anhelado encuentro, que ya no es con el otro, sino consigo misma, re-unión que se da en el mar de su isla natal de la cual se reapropia borrando la sensación de anulación que genera la espera, puerto al que llega en el buque de su propio nombre: Penélope, y que termina diluyéndose para convertirse una con el océano: Ítaca florece.

Texto y Foto: Mitsuko Shimose

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Nocturno de Tiwanaku

El sitio arqueológico de Tiwanaku abrió sus puertas —de 19.00 a 22.00— para la Larga Noche de los Museos. Una experiencia diferente.

/ 19 de mayo de 2024 / 06:30

Son las siete de la noche y hace (mucho) frío. Un centenar de personas esperan a que las puertas de acceso al sitio arqueológico de Tiwanaku se abran. Llegan los primeros guías y piden paciencia. Es la quinta vez que la Puerta del Sol, los monolitos, el templete subterráneo y las pirámides de la cultura tiwanacota van a ser apreciados de una manera diferente: de noche. Bajo la oscuridad y bajo las estrellas de mayo (mes de la Chakana), Tiwanaku —la vieja capital— revela sus misterios ancestrales.

La pirámide de Akapana es la primera parada del recorrido nocturno. La Chakana —la Cruz del Sur— se ve con todo su esplendor bajo un cielo despejado. El templo está estratégicamente pensado para disfrutar de las deidades astrales en forma de constelación cuadrada y escalonada. La cultura tiwanacota perduró durante más de 25 siglos y siempre supo dónde estaba el sur, gracias a la chakana.

Se ven colores azulados y blancos, rojos, naranjas. Todas las estrellas son más grandes y luminosas que el sol. Los tiwanacotas y otras culturas ancentrales estaban íntimamente conectados con el cosmos, con el cielo. En esta noche de Tiwanaku, lejos de las luces de la ciudad, esa relación —olvidada con la llegada de la era de la industrialización— renace de repente. Es un viaje en el tiempo.

En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.
En la visita nocturna a Tiwanaku se pueden apreciar piezas emblemáticas.

El “puente/escalera” (eso significa chakana en quechua) está frente a los ojos de los que llegaron. La conexión entre el mundo terrenal y el mundo de los dioses se dibuja en el firmamento despejado. Son los cuatros “suyos”. Un guaraní que visita Tiwanaku por primera vez dice en voz alta en el primer grupo de visitantes: “no veo una cruz, lo que veo yo es al ñandú”. Tiene razón (también): la constelación lleva la forma de una avestruz. Cada uno ve lo que quiere.

La segunda estación es el monolito Ponce. Es la estela ocho. Estamos dentro del Templo de Kalasasaya, el templo de las piedras paradas. Tiene tres metros y es de una sola pieza, de piedra andesita. Tiene lágrimas con forma de pez, hombres alados, águilas, plumas, cóndores. De noche impresiona más, de noche parece saber cómo y porqué desapareció la cultura tiwanacota, esa que se extendió desde las costas del actual Chile hasta el altiplano, desde el Perú hasta la Argentina actual. ¿Qué pensaría la noche que lo “descubrió” Carlos Ponce Sanginés? Dime cuál es tu verdadero nombre, ahora que está oscuro y nadie nos escucha. Cerca está el monolito Fraile, pieza de arenisca veteada. Tiene peces. Es un dios del agua, cuando el lago Titicaca llegaba hasta estas orillas. En una mano un “keru” (vaso) y en la otra un báculo. Viste faja. Fue enterrado con honores. No sabemos cuándo resucitará.

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Unos metros más adelante, al extremo oeste, los turistas se sacan fotos con la Puerta del Sol. Está iluminada y la gente aprovecha para sacarse “selfies”. Dicen que antes adorábamos a la luna y luego la cambiamos por el sol. Este recorrido nocturno es una ofrenda a la diosa luna, esa que ilumina nuestras noches de insomnio. Espero que Huiracocha, el Señor de los Báculos, no se moleste.

Los visitantes observan y toman fotografías a las estelas de Tiwanaku.

Caminamos en la oscuridad, hay que mirar al suelo para no tropezar. Algunos alumbran el piso con la luz de los celulares. Cuando bajamos hacia el Templo de Kalasasaya, hay que agarrarse de las piedras de las escaleras, de las paredes balconeras. La temperatura, a campo abierto, roza los cero grados. Cuando llegamos a la escalinata de piedra, todos se paran para sacar fotos. Cuando bajamos al templete subterráneo, al mundo de abajo, las 175 cabezas clavas de roca caliza dan más miedo que de día. Están a punto de contarnos la verdad en esta noche de misterio. La guía habla de mensajes extraterrestres que se escuchan en las noches más frías, como la de hoy.

En el centro del templete estaba el monolito Bennet, la estela Pachamama. Hoy está a resguardo en el Museo Lítico, bajo techo. Ha sufrido demasiado desde que fuera llevada a la fuerza y sin permiso de la comunidad a la ciudad de La Paz en 1932. Primero estuvo en el Prado y luego junto al estadio Hernando Siles en Miraflores. Cada vez que lo movieron/molestaron sin pedir permiso/ofrenda ocurrieron desastres, especialmente inundaciones, como aquellas del 2002 cuando fue trasladado de vuelta por última vez. Su “descubridor”, el gringo Bennett, murió ahogado en una playa de su país, Estados Unidos. Con los dioses no se juega y menos si son gigantes. En su lugar, hoy está el Monolito Barbado, es la estela 15 o “Kontiki”. La guía apura a los visitantes: “vayan saliendo, tienen que entrar el resto de los grupos”.

De regreso al Museo Lítico, nos chocamos con otros grupos. En la entrada del museo, los chicos del grupo de teatro de la UPEA, la Universidad de El Alto, escenifican pasajes y leyendas. El paseo por las salas cerámicas y líticas es gratuito cuando Tiwanaku se muestra de noche.

La estela Pachamama luce imperial, sobrecoge por su tamaño. Me gustaría que estuviese de nuevo en su lugar junto al resto de las estelas, junto a sus hermanos, como reina de la noche. Son las 10 y los últimos minibuses devuelven a los citadinos a las luces de la ciudad. El sortilegio ha terminado. Los gigantes duermen tranquilos. Hasta el próximo nocturno de Tiwanaku.

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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