Perder el norte en Corea del Sur
Vivimos tiempos en que las ansias de paliar la tormentosa vacuidad de una vida entregada a la acumulación de bienes inservibles empujan a medio mundo “civilizado” a buscar cobijo lo más lejos posible de dicha civilización. La gente viaja a Japón o China, para comentar luego a los amigos lo sucios que son los chinos o lo educados que son los japoneses.
Entre ambos países, anclada a una península de intrincada orografía se halla Corea del Sur, el país de la eterna primavera, la cartografía de la amenaza constante. Y, sinceramente, a la hora de ejercer eso tan de moda que denominamos turismo, Corea se despliega como un festival de deliciosas contradicciones que no permite, de manera tan clara como en los dos casos a que aludíamos al inicio, regresar a casa con la maleta cargada de tópicos.
Y, por tanto, tú que huyes de los viajes de pulsera con todo incluido y las excursiones guiadas y bien pertrechadas de comodidad high-tech, harías bien en visitar al menos una vez en la vida el sur de la península coreana.
Ha pasado ya tiempo de mi periplo, pero aún recuerdo la sensación de desconcierto recién aterrizado en el aeropuerto de Seúl, el deslumbramiento ante las ciclópeas pantallas de plasma bombardeando las descomunales salas de espera con vibrátiles ráfagas de luminosos anuncios, el ajetreado pasear de ninfas de asombrosa palidez y desmesurada elegancia mirando siempre al frente y sin chocar con nadie, la intrincada tipografía coreana expandiendo su alfabeto incomprensible por cada rincón del aeropuerto, los aparatos digitales como sacados de un filme de ciencia ficción adheridos a las extremidades superiores de la casi totalidad del público circundante. De no ser por la sorpresa inesperada de una cabina telefónica de las de antaño en uno de los vestíbulos, hubiese pensado que aterricé en otro planeta; lo juro.
La corrección coreana impide a sus ciudadanos prestar ni una mirada de curiosidad al turista extranjero que, desorientado, se mueve entre ellos. Salvo cuando intentas averiguar cómo salir del aeropuerto, por ejemplo. Decenas de coreanos se te acercan para intentar prestarte ayuda.
Seúl avasalla los sentidos con su despliegue de modernidad futurista en perpetua y dulce cópula con lo más ancestral. A los pies de elegantes rascacielos de apariencia invertebrada puedes pasear por pequeños barrios que mantienen con orgullo sus delicados hanoks, el bello tipo de vivienda que aún sirve de hogar a gran parte de la población. La gente acaricia apasionadamente la tecnología más aventajada sin dejar de venerar los milenarios vestigios de su civilización. Así pasea al albur del tráfico motorizado, entre rascacielos de lúcido vidrio, momentos antes de descalzar sus pies y entrar en una de las casas de té donde la degustación del brebaje se convierte en todo un rito de sutiles movimientos, acariciantes aromas y respetuosos silencios.
Después nacen al estrépito de neones de la noche antes de introducirse en el estruendo de silencio del suburbano en que la asepsia de los corredores sólo se ve interrumpida por inmensos paneles táctiles donde cualquier viajero puede seguir el recorrido de los vagones.
Y la salida puede situarse en otro punto de Seúl, o en la frontera con la legendaria ciudad de Suwon, unos kilómetros al sur. Hasta allí me desplacé. Allí me vi sorprendido por el corredor amurallado que recorría lo que fue el perímetro de la ciudad histórica, hoy flanqueada por modernos edificios bulliciosos de carteles luminosos que parpadean sobre el pasear consumista de los transeúntes.
Anochecía en la ciudad y yo buscaba un local agradable en que poder degustar un delicioso bibimbap. Una luna de leyenda medieval iluminaba los perfiles milenarios de las murallas, compitiendo con los neones y los faros de los utilitarios, y yo perdía el rumbo, premeditadamente, en los callejones menos bulliciosos, en las esquinas más oscuras. Fue así que pude encontrar uno de esos restaurantes en los que, para mayor facilidad del foráneo, la vitrina exterior muestra fieles reproducciones en cera de los platos que es posible degustar en su interior. Ni rastro del bibimbap, pero el picante aroma a kimchi que rebasaba los límites del lugar me decidió a poner los pies en su interior.
Antes incluso de tener tiempo de saludar, annyong ha se io, una jovencísima beldad se acercó a mí portando una sonrisa como un suicidio de flores. Supongo que fue mi evidente aspecto extranjero lo que le hizo responder, ante mi torpe ensayo de saludo coreano, con un good afternoon. Mi sonrisa compitió con la suya, no en belleza (por supuesto), sólo en franqueza.
Yo que siempre he defendido la suprema superioridad estética de la piel oscura, los rasgos morenos y las curvas sureñas, me sentía profundamente abofeteado por una piel casi translúcida y unos labios afilados como el borde de una cuartilla que hubiese rebanado ese “good afternoon” dejando un leve rastro de sangre. Que me fascinó la belleza inocente de la joven coreana, o sea. Ella me ofreció asiento en la mejor de las mesas, ésa que tenía como frontera un enorme acuario. Comenzó a ensayar sus breves conocimientos del inglés preguntándome qué deseaba cenar y ofreciéndome los mil y un platos distintos de que goza la gastronomía coreana. Sólo acerté a preguntarle qué es lo que más le gustaba a ella. Dio un nombre irrepetible y yo le aseguré that’s what I want, the one you prefer. Se acercó a la ventanilla tras la que se afanaban los fogones, ofrendándome el festival de belleza de su caminar pausado. Se asomó quien, imagino, sería el cocinero pero que, tras la reprobadora mirada que lanzó a mi persona, pude imaginar el padre de la joven.
Ignoro si fue ternura por su desmesurada necesidad de pronunciar en correcto inglés cada una de las frases aprendidas en la escuela, o diversión por su orientalizada dicción, o ambas cosas juntas, lo que me hizo perder el norte aquella noche. Sólo sé que odié la capitalista marea norteamericana que anegaba las tierras surcoreanas, y preferí que ella me hablase en su idioma natal. Y así lo hizo, como adivinando mis deseos, antes de desplegar ante mí toda una suerte de agasajos rituales al más puro estilo oriental.
Corea del Sur, ya digo, se debate entre la tradición y el progreso. Pero es una batalla incruenta en que ambas mitades de una misma realidad se conjugan como el verbo más perfecto. Y una joven que arropa su día a día con idiomas extranjeros sabe desvestirse con ceremoniosa gracia oriunda, doy fe.
Después llegaría una despedida huérfana de lágrimas y tequieros, el solitario paseo hasta la estación de autobuses, la desorientación ante los letreros de grafía incomprensible, y el deslumbramiento ante la amabilidad ciudadana que me condujo, casi en volandas, hasta el autobús que me depositaría sano y salvo en la siguiente parada de mi recorrido.
Jinju, y después Jeju
Decidí abandonar el cómodo viaje en Jinju, ciudad a primera vista sin encanto, fuera de la ribera de un caudal de agua qua había decidido partirla en dos.
Después descubrí que había sido escenario de cruentas batallas entre las huestes japonesas y los ejércitos coreanos, allá por el siglo XXVI, y comprendí, gracias al breve documental en 3D del museo histórico de la ciudad, la seca corrección con que el surcoreano recibe al atildado turista japonés. Aquello debió ser una auténtica sangría. No obstante, decenas de excursionistas nipones pululaban con la ciudad y los habitantes, lejos de despreciarlos, les trataban con idéntica amabilidad que al resto de paseantes.
Por la noche, el río sufrió una invasión de flotantes linternas de papel de colores. Un espectáculo que engrandecía los majestuosos paseos que seguían el curso del cauce pertrechados de almendros en flor. Pero tanta y tan coordinada belleza, supongo, se me hizo insoportable. Decidí seguir al sur, hacia la costa, donde tomaría un pequeño aeroplano hasta la isla de Jeju, uno de los más paradisíacos de entre los múltiples paraísos naturales coreanos.
Jeju, isla volcánica y desastre de belleza, incendio de cavernas fluorescentes, desvarío de vegetaciones promiscuas, abrevadero de costas iracundas, Jeju, para abandonarse y perderse, nuevamente, una vez más. Efectivamente, la isla es un compendio de beldades naturales, y acuna al viajero la visión de la coreografía del oleaje, desde la habitación de ese hotel en que, siguiendo las más ancestrales de las costumbres, entras descalzo para sorprenderte por la calidez del piso.
Pasé la noche mirando el mar y fumando. Antes había degustado las delicias gastronómicas de la mar: calamar, pulpo, atún y un pez de extravagante aspecto e impronunciable apelativo, todo crudo, sazonado únicamente por un compendio de salsas y vegetales de desconocida (para mí) procedencia.
Delicioso, ya digo, siempre que venzas el pavor inicial a introducir en tu estómago un animal sin cocinar. También se cocina el pescado, en ocasiones, pero no se aprecia tan gratamente su sabor a oleaje y salitre.
De nuevo me perdí por la isla como por las calles de Seúl, de Suwon, de Jinju. Como me perdería por las calles de Busan, de Daegu, de Gyeongju. De igual manera que paladearía la contradictoria victoria de sentirme desorientado entre las mastodónticas plantaciones de té de Boseong. Del mismo modo que gozaría la ebriedad silenciosa de escuchar el bambú creciendo en la inmensidad de los parques de Damyang. Perderse, el sueño de cualquier viajero (que no turista).
En Jinju la vegetación es promiscua hasta la barbarie, y puedes contemplar enormes cascadas derramando su vendaval de aguas y estruendo directamente sobre el oleaje del Mar Amarillo. Debió ser eso, junto con lo despoblado de sus pequeñas aldeas y lo poco interesante de su metrópoli más populosa, lo que me hizo tomar otro avión de regreso a la península.
Aterrizó mi aeroplano, horas después, en las cercanías del mayor campo de té del país. Hacia allá fui, y allí, embriagado de verdor y geometría, me perdí de nuevo. Después al ciclópeo bosque de bambú de Damyang donde paseé ensordecido por el susurro con que tales milenarias plantas enfrentaban el silbido funesto de un viento que amenazaba tormenta. Y ver llover parapetado en un restaurante oculto en una de las más oscuras callejas de la ciudad aledaña.
No tenía hambre. No había dulce camarera que se dirigiese a mí en balbuceante inglés, tan sólo un anciano cocinero que también servía las mesas, con autómata diligencia, pero que no explicaba la composición de los platos. Ni falta que hacía. La comida, como siempre, deliciosa. La atención, siguiendo lo habitual, exquisita. Pero no pude evitar pensar en la joven camarera de Suwon. Quizás por eso salí a las calles y perseguí los neones, entré en cuantos tugurios promisorios de delicias asiáticas salían a mi paso, y sólo conseguí una inmunda curda de soju, la bebida alcohólica por excelencia de Corea, un destilado de arroz con regusto de vodka que puede alcanzar los 40º. Los coreanos consumen numerosas botellas durante sus comidas. Yo consumí no pocas casi en ayunas, ya que la comida del restaurante se me atragantó. Melancolía, supongo.
Al día siguiente consideré que la mejor manera de afrontar el chaqui era enfrentarse a unas horas de autobús camino de Gyeongju, la antigua capital del Imperio de Silla que gobernó la península coreana entre los años 676 y 935, convirtiéndose, quizás, en el último gran reinado unitario que viesen los coreanos. Siglos después vendrían las disputas por su tierra entre Japón y China, Estados Unidos y la Unión Soviética, ese largo periplo de vasallaje a que fue sometido el pueblo y que hoy palpita aún en las rencillas entre la Corea sureña y la norteña. Afirman los surcoreanos estar orgullosos de su afinidad con el pueblo estadounidense, desfilan los atardeceres de las ciudades ejércitos de cruces que culminan los infinitos templos católicos, invaden la oscuridad nocturna las pedradas de neón de los comercios abiertos las 24 horas… todo un catálogo de vanidades cercano a la esquizofrenia cuando lo enfrentas a los numerosos y memorables templos budistas, las casas de té, las atildadas y frías relaciones personales que impiden siquiera el estrechamiento de manos entre amigos y familiares… un país contradictorio, ya digo.
Y es por ello que antes de llegar a Gyeongju decido hacer parada por el Templo de Haeinsa, tras cuyos ornamentados muros de ladrillo descansa la Tripitaka Coreana, la compilación más antigua y completa de textos budistas que se conserva, grabada en delicadas tablas de madera. El lugar, encaramado a la más alta cima de un ostentoso bosque de abedules, ya de por sí, merecería un artículo aparte. La contemplación de esas casi 80 mil tablillas, en una biblioteca sin público ni bibliotecarios, para un escritor, deben comprender, supone lo más cercano al nirvana. Permanecí horas allí, estático y extático, con la mente casi en blanco y el cansancio en retirada, antes de emprender camino hacia el poblado más cercano en busca de alojamiento.
Días después, paseando entre los floreados túmulos de los antiguos reyes del imperio Silla, en Gyeongju, asumí mi evidente y creciente desinterés por los hitos históricos siempre que de batallas, victorias, poder, moneda y hambre se tratase, y mi preferencia por las páginas incruentas de la cultura, sea esta budista, tibetana, incaica, medieval o renacentista. Porque la cultura, el arte, las letras, las páginas y las palabras sólo hieren, si acaso, a los poderosos que ven peligrar su autoridad cuando el ciudadano de a pie lee y comprende que existen otros modos de vivir alejados del sometimiento.
Las páginas, aunque sean de madera como las de la Tripitaka Coreana, sólo incitan al sueño y a la liberación. O, en ocasiones, a un más doloroso pero necesario sometimiento; ya lo decía Lawrence Durrell en Justine: “Una ciudad es un mundo si amas tan sólo a uno de sus habitantes”. Lo mismo podríamos decir de los países, y yo estoy seguro de la razón por la que perdí el norte en Corea del Sur y comencé a amarlo, aunque seguí, por un tiempo, dando deliciosos tumbos por el país sin afrontar la tentación de regresar a Suwon.