Jerusalén: el teatro cotidiano
En la ciudad fundamental para palestinos, judíos y católicos, ‘vivir con’ no es sinónimo de ‘convivir’.
Entre decenas de sombreros negros vi rezando frente al muro a un hombre joven, alto y delgado, que vestía pantalones vaqueros, chompa oscura, un fusil de asalto colgado al hombro y una kipá blanca, una gorra ritual de aquellas que se pueden recoger en la rampa de acceso al recinto reservado para quienes quieran lamentarse. Hacía calor y era de noche cuando decenas de hombres barbudos y jóvenes imberbes leían la Torá al compás de ese teológico balanceo que profesa en los creyentes el libro sagrado del judaísmo. Me acercaba por primera vez al Muro de las Lamentaciones.
Me detuve, cámara en mano, a tan sólo un par de metros de la espalda de aquel joven devoto que rezaba armado. El obturador se cerró por última vez cuando un hombre, judío ortodoxo, saltó del asiento en el que rezaba para hablarme rápido y a pocos centímetros de distancia. Se dio cuenta de que no entendía hebreo antes de que yo se lo dijera. Entonces hizo una pausa, se mesó las barbas y me indicó en inglés que le esperase.
El barbudo se dio la vuelta y tocó el hombro izquierdo del joven armado para decirle algo en hebreo. Aunque éste no pareció hacerle mucho caso, el ortodoxo sacó del bolsillo un teléfono de última generación, que, parecía, no sabía utilizar, y se volvió hacia mí para entregármelo.
Encuadré con el aparato y me encontré con la espalda del joven, que seguía rezando armado, y el religioso posando frente a la cámara, bien firme, brazos estirados, hombros rectos, media sonrisa, mirada al frente y sacando pecho junto al fusil.
La Ciudad Vieja de Jerusalén puede ser aquella de la que todo el mundo escuchó increíbles leyendas bíblicas en la infancia para luego, ya de adulto, leer otro tipo de historias. Una primera visita a esta parte de la urbe hará, para la mayoría, que a simple vista la ocupación de Palestina sea más real de lo que parecía en los periódicos. Desde el icónico muro de ocho metros levantado por Israel a poca distancia de las murallas, haciendo de Cisjordania una cárcel a cielo abierto, o esos jóvenes israelíes que caminan armados, hasta el detalle de ver el nombre árabe de cada calle escrito siempre por debajo del nombre judío.
Capital de dos mundos
La complejidad de esta ciudad, proclamada capital de Palestina, aunque no lo sea de facto, y autoproclamada capital de Israel, aunque Naciones Unidas diga lo contrario, implica mucha dedicación para intentar empezar a comprenderla; no basta con una visita.
Aquí no es fácil saber qué es política y qué es religión, si es que sirve de algo buscar la diferencia. Pese a su relevancia geopolítica como uno de los ejes del conflicto palestino-israelí, su condición de territorio palestino ocupado por el Estado de Israel y el permanente goteo de turistas ávidos de historias y leyendas, las murallas de esta ciudad milenaria siguen escondiendo uno de los lugares de culto religioso más importantes del planeta. Es un sitio sagrado para tres de las principales religiones monoteístas del mundo: cristianismo, islamismo y judaísmo.
Dentro de la Ciudad Vieja de Jerusalén, musulmanes, judíos y cristianos, que también son, a grandes rasgos, palestinos, israelíes y extranjeros, se cruzan cada día por calles que parecen puestas para separar templos. Una gran función sobre el escenario cada día. Microsociología urbana en estado puro.
Entre íconos políticos, religiosos y turísticos, la porosidad de las calles viejas provoca cruces e interacciones que dan lugar a esa teatralidad de la vida cotidiana que esconde todo lugar habitado y de la que tanto hablaba Erving Goffman (sociólogo canadiense); dejando ver que, independientemente de las condiciones del conflicto, el día a día siempre encuentra sus formas.
La presencia religiosa en esta ciudad compuesta por cuatro barrios denominados, según la fe que en ellos se profesa, armenio, cristiano, judío y musulmán, pesa más que sus tres días de descanso: viernes para musulmanes, sábado para judíos y domingo para cristianos.
Hay judíos ortodoxos que hablan con tenderos musulmanes al recorrer el bazar, muchas cámaras de seguridad y hombres como Mahmud, palestino nacido hace más de medio siglo en la Ciudad Vieja, que se sienta cada tarde a contemplar la Puerta de Damasco y repetir, café y cigarro en mano, que “en Jerusalén viven cristianos, judíos y musulmanes, todos juntos”, mientras hace signos de complicación.
También hay policías patrullando las calles con sus armas de fuego y niños palestinos jugando con las suyas, de plástico. Hay cristianos comiendo dátiles mientras contemplan una mezquita y guías turísticos recitando siglos en tres idiomas.
Hay cristianos que caminan en procesión por el barrio musulmán hasta desaparecer tras alguna esquina cercana al Muro de las Lamentaciones y mujeres judías rezando en voz alta mientras la llamada a la oración que convoca a los seguidores de Mahoma rebota entre mezquitas.
A pesar de esas interacciones que se dan sobre el escenario, todo parece cruzarse para después quedar separado. Debe ser que “vivir con” y “convivir” a veces se confunden.
Como dice el periodista Eugenio García Gascón en La cárcel identitaria, Jerusalén es “una ciudad muy religiosa, pero poco espiritual, cada día más asfixiada por la intransigencia religiosa”. El descanso judío del sabbat es uno de los ejemplos más conocidos: cuando el Muro de las Lamentaciones queda abarrotado y gran parte de la ciudad se paraliza debido a la creciente mayoría judía ultraortodoxa y la aplicación del dogma religioso como una norma social que, si no obliga explícitamente, sí que induce a su cumplimiento
Tras la guerra que enfrentó a árabes e israelíes en 1948 debido a la creación del Estado de Israel, las murallas de la ciudad quedaron dentro de la Línea Verde (1949), que marcó la división entre la parte Oriental de Jerusalén, bajo control de Jordania como parte de Cisjordania, y la Occidental, controlada por los judíos.
En 1967, Israel ocupó Jerusalén Oriental durante la Guerra de los Seis Días, lo que incluía la Ciudad Vieja, que fue anexionada a la zona Occidental, dentro de las fronteras israelíes. Desde entonces, la Asamblea General y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas han declarado reiteradamente inválida la ocupación, así como las constantes modificaciones urbanísticas y demográficas llevadas a cabo por Israel.
En la actualidad, Jerusalén permanece controlada por Israel e integrada en su territorio, mientras que la proporción de población judía ultraortodoxa aumenta de forma progresiva gracias al apoyo estatal y a la construcción de asentamientos ilegales en los alrededores de la ciudad. Millones de palestinos no pueden acceder a ella y muchos otros no son libres para abandonarla. Esto deja a muchas familias separadas por un muro de hormigón.
Se pueden describir mil y una consecuencias de la ocupación y todas ellas con una muy lejana posible solución, tanto para la ocupación israelí y el sufrimiento del pueblo palestino, como para el dilema del prisionero, aquel que dice que dos personas no tienen por qué cooperar aunque ambas tengan interés en hacerlo, que supone esta ciudad para la comunidad internacional. Pero sería mejor que quien quiera conocerlas llegue hasta aquí para escucharlas.