Galápagos I
‘En el vuelo, la pareja de bolivianos reía a carcajadas; de las entrañas me floreció el humor tapado por las cargas laborales políticas...’
Nos animamos a ir a Galápagos motivados por el hermano cantautor guayaquileño Hugo Idrovo, a quien conocí en un Festival Internacional de la Canción de Autor. Compartimos un escenario enorme, un coliseo con 4.000 personas en la ciudad ecuatoriana de Santo Domingo de los Tsachilas, era julio de 2010, una de las pocas veces que toqué en mi estadía ecuatoriana. Aquella noche lucimos nuestro mejor repertorio Mejía Godoy de Nicaragua, Vicente Feliú de Cuba, Pueblo Nuevo de Ecuador, Ricardo Flecha de Paraguay, Hugo Idrovo de Ecuador y El Papirri de Bolivia: entre todos sumábamos 800 años. Detrás de escena conversamos un poquito, Hugo me pareció un tipo diferente, frontal, cuando le dije que era boliviano se emocionó. —He pasado días maravillosos en tu país —dijo en tono camba guayaquileño. Me contó que vivía en Galápagos, en la isla de San Cristóbal, una de las 13 islas del archipiélago y quedé maravillado. Semanas después le escribí con intenciones de planificar el viaje soñado, prolongado por los costos extremos. Respondió amable y corto, aconsejó aterrizar en la isla de San Cristóbal y no en la más grande y famosa isla de Santa Cruz, cuyo aeropuerto de Baltra sonaba en todas las agencias de turismo del mundo. Hugo tenía contactos culturales oficiales, amablemente envió una carta de invitación al cantautor boliviano para participar en eventos musicales de fin de año en Galápagos, esto logró un pasaje más barato en la línea militar ecuatoriana de 350 dólares por nuca para el 24 de diciembre a Hrs. 05.00. Y llegó el día. En el vuelo, la pareja de bolivianos reía a carcajadas; de las entrañas me floreció el humor tapado por las cargas laborales políticas, me salió que éste era el vuelo de la crisis. Un azafato medio milico quiteño renegón se acerca con la mesita y dice: señora, ¿desea agua con gas, agua sin gas, agua caliente o agua? Para luego entregarnos cuatro galletas de agua. Risas. La señorita azafata habla en inglés, le traduzco a la Carito lo siguiente: las señoritas dont menstruation in the holidays, plis, full exiteishon. Más risas bolivianas. Fueron 45 minutos de vuelo Quito-Guayaquil, y desde allí dos horas hasta San Cristóbal en vuelo de 1.000 kilómetros interoceánicos.
Al descender del avión el aire del mar nos dio la bofetada cálida de bienvenida. Hugo no estaba. Tomamos un taxi camioneta y en cinco minutos llegamos al malecón de San Cristóbal, con sus tiendas y restaurantes en inglés, su limpieza absoluta, su mar perpetuo azul coral de luz inaudita, el sol recto golpeaba duro. Todos los leones marinos del universo dormitaban en vivo y en directo dueños de los bancos y veredas. Eran unos 1.000. El mar era de un añil extremo, feroz, luego supimos que San Cristóbal tenía el quinto lugar en el ranking de olas más altas de América, por eso los surfistas brasileños e italianos caminaban con sus tablas, sus cuerpos perfectos pintados de tatuajes infrecuentes. Decidimos internarnos al pueblo ingresando a una hueca (comedor popular, en quiteño), la pizarra indicaba almuerzo a cinco dólares. La señora k’asa ventana amable trajo una sopita de pollo carcelaria con un segundo de hospicio. En la tarde agarramos un hostal local de hippies, tirando las mochilas nos fuimos a una playita cercana de nombre Playa Mann, le cascamos una siesta gloriosa con las moles bigotudas, el agua era helada, la arena de corales rosados volcánicos cortaba los pies. Ya llegaba la Nochebuena. Entonces tomé la súbita decisión de hacer parar un taxi camioneta y me animé a decirle al chofer por favor a la casa de Hugo Idrovo. Directo llegamos a una casona de piedras, enclavada en una alturita adonis, el ventanal daba la bienvenida. Hugo salió afiebrado, con la nariz en hornos, entonces nos abrazaron sus hijos todos descalzos y sin camisa, Lorenzo (24) actor de teatro, Toto (20) surfista profesional, Federico con su sombrerito (22) guitarrista de rock. Pasamos al living, las novias y amigas en vestidos de colores preparaban junto a la enigmática mamá Rocío una torta de Navidad. Federico resultó el más sociable, me regaló un CD de su grupo de rock alternativo Arcabuz donde también tocaba el cuarto hermano Nicolás (26), ausente en Quito. Hugo trajo una guitarra Yairi, japonesa, hecha a mano. Es la guitarra de casa, no viaja nunca, la compré en San Francisco, dijo. Emprendió apenas con su voz resfriada una canción bellísima dedicada a Rocío. De esa canción vengo yo, dijo Federico. La casa se llenó de vecinos, fue una Navidad impar la galapagueña.
Al día siguiente Hugo nos llevó a Punta Carola, una bahía poblada de leones marinos más salvajes aún, vimos a cinco metros el duelo de dos machos negros, uno defendía su harem de ocho hembras marrones y cinco cachorros aún sin ojos, vimos cómo combatían dentro del mar con una agilidad pasmosa, en una velocidad de rayos acuáticos y cuando volvían a la arena se tornaban lentos y morosos, siempre salvajes. Hugo se despidió, tenía que hacer. Caminamos de la manito hacia un faro añejo, guardián de aquel prodigio de océano sin conclusiones, nos tropezamos con dos iguanas gorditas cuyo color gris verdoso era idéntico a las rocas del mar volcánico pecoso de cal. Una gringa y su novio nativo quisieron ingresar al faro pero saltó una madre leona marina furiosa pues sus cachorros dormían adentro, la gringa insistió con esos aires de poderlo todo, el nativo palmeaba para que se vaya, entonces la madre leona se abalanzó trotando en su cojera de grasa, nos hizo reír la huida desesperada de los dos invasores cargando con la vergüenza del humano que cree que lo puede todo. Nos fuimos con el sol naranja al fondo, teníamos que madrugar, nos esperaba la comercial isla de Santa Cruz tras las huellas del Solitario George.
- El papirri: personaje de la Pérez, también es Manuel Monroy Chazarreta