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6 años en una carpa

La vigilia de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad recuerda un pasado doloroso que aún no se desvanece.

/ 10 de octubre de 2018 / 04:01

Seis años, un mes y quince días. En el popular paseo de El Prado de La Paz, a la altura del Ministerio de Justicia, hay un reloj que marca el tiempo con una velocidad particular y que, a diferencia de otros de la sede de gobierno, lleva la esperanza de detenerse en algún momento, al finalizar aquello que esperan quienes han hecho suyo el mecanismo de este cronómetro.

Hay otros relojes en la ciudad, como el del puente de la Pérez Velasco, que por prolongados meses estuvo detenido y que tal vez por eso ahora ya casi nadie mira para saber la hora (se han hecho más confiables los celulares). Si bien para el reloj de la Pérez Velasco su detenimiento ha significado su derrota, que el reloj que está en frente del Ministerio de Justicia se detenga —por manos de sus impulsores, claro— significará una victoria.

Una victoria como la que se quiso mostrar cuando se ajustó el reloj del edificio de la Asamblea Legislativa Plurinacional, que avanza hacia la izquierda —“al revés”, dirían algunos—. Aunque en palabras del excanciller David Choquehuanca, “el reloj del sur revaloriza la cultura propia”, un símbolo del actual orden gubernamental.

Quizás hay algo en común que estos dos aparatos tienen con el que se ha instalado en el céntrico paseo paceño: las personas que atraviesan estos lugares parecen no tener el tiempo suficiente para detenerse a observar y escudriñar su naturaleza, quienes sí lo hacen suelen ser turistas armados de cámaras fotográficas y sonrisas despreocupadas. Y si bien el reloj de la Pérez Velasco puede haber dejado de ser un artefacto útil, tanto el de El Prado como el de la plaza Murillo pretenden transformarse en algo más que símbolos.

Cuando se camina por El Prado es inevitable no advertir —poco antes de arribar al Ministerio de Justicia desde la Pérez Velasco— el rostro dibujado en blanco y negro del asesinado y desaparecido líder del Partido Socialista (PS-1) Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuya mirada parece fijarse en quien se acerca, mientras las palabras “verdad – justicia – reparación – no más impunidad”, pintadas en colores rodeando su faz, parecen gritar algo que va más allá de su significación.

En este lugar, donde los ocasionales transeúntes se ven casi obligados a descender a la calzada para circular, se ha instalado una carpa que ocupa un espacio de entre seis y siete metros de longitud y más o menos dos de ancho. Delgados y amplios pedazos de cartón prensado y venesta unidos entre sí forman las paredes delanteras y transversales de la “estancia”. Las paredes traseras, que limitan con las jardineras, son calaminas sostenidas en pie gracias a aparentemente ligeras vigas de madera clavadas de manera horizontal sobre un pequeño cimiento de ladrillos pegados con cemento. El techo también está armado con calaminas de zinc, de él penden tres focos encargados de iluminar cuando la luz natural se desvanece.

La carpa está dividida en tres partes: la central es la más grande, en dirección a la iglesia María Auxiliadora está el dormitorio, y donde se halla pintado el retrato de Quiroga Santa Cruz es una minúscula cocina con una pequeña mesa cuadrada que sirve de comedor. El dormitorio está cubierto por fuera con plásticos de color blanco, para proteger el lugar de las intempestivas y a veces furiosas lluvias paceñas; un colchón y unas cuantas frazadas acompañan al tambaleante foco que le corresponde. En la cocina hay una pita donde se cuelga ropa y en la parte más alta yace extendida una bandera boliviana envejecida con pedazos faltantes en el rojo y el amarillo, mientras que en el verde se nota más la presencia de un polvo que no se pudo quitar.

Quien quiere visitar este lugar ingresa por la parte central, la más grande e importante de la carpa, a través de una breve puerta que es todo el acceso al mundo exterior y allí hay una mesa grande, otra pequeña y varias sillas. En las paredes cuelgan recortes de periódicos, fotografías de víctimas y victimarios frente a frente, las demandas que los tienen en esta permanente espera y una cruz que lleva dentro de sí los nombres de quienes han fallecido a lo largo de esta vigilia. Este lugar es la entraña del reloj que marca, ahora: seis años, un mes y dieciséis días.

La tortura

Una mano anciana a la que le falta un dedo cuelga el letrero junto a una bandera boliviana —otra menos maltratada por el tiempo y con un escudo de la patria en medio— allí donde está la puerta de ingreso; el letrero es la pantalla que marca el tiempo transcurrido. Seis años, un mes y diecisiete días. El avance de las manecillas del reloj no se detiene.

“Escapar, desaparecer, eso ha sido toda mi vida”, dice Julio Llanos Rojas, antes, por 1964, dirigente minero en Colquiri y ahora, en esta carpa que es, podría decirse, la oficina central de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad, presidente de una asociación de personas de la tercera edad que, como él, esperan justicia. “He vivido momentos muy dramáticos”, acota, con un suspiro mitad cansancio mitad tristeza, “momentos que no me gusta relatar, pero que a usted se los voy a contar”.

Llanos cierra los ojos como si los párpados se le hubieran hecho muy pesados, se toma la nuca la cabeza calva (que todavía tiene algunos cabellos canos rodeando las orejas) con ambas manos y está listo para hundirse, una vez más, en la memoria que le hace agachar la mirada para contar su verdad. Abre los ojos de nuevo y algo ha sucedido más allá del enrojecimiento de la esclerótica, parecen haberse empequeñecido, las pupilas levemente dilatadas emergen de la oscuridad a la repentina luz. Muestra su mano izquierda a la que le falta la mitad del dedo medio y dice: “De esto también voy a hablar”.

Cuenta que después del golpe de René Barrientos, en noviembre de 1964, se vio obligado a escapar de la mina de Colquiri por miedo a represalias. Estuvo escondido en Cochabamba hasta agosto de 1965. Llegó a pie a la ciudad de Oruro para luego salir exiliado del país e ir a China, donde se preparó militarmente para organizar una resistencia contra las dictaduras. Atrás dejó a su familia. Retornó a Bolivia en 1966 y vivió en la clandestinidad hasta 1969, cuando fue detenido.

Al llegar a este punto de la narración, la voz de Llanos, como antes lo hiciera su mirada, se quiebra. Ha repetido innumerables ocasiones su historia, pero es como si cada vez que lo hiciera fuera la primera que la recuerda. Nuevamente las manos van a la cabeza, se posan en la calva como si quisieran evitar un posible estallido.

“Había un Benavides, uno que dirigía”, dice; el quiebre en la voz ha sido domado, las manos reposan otra vez sobre sus muslos, pero un par de lágrimas escapan de sus ojos. “Este Benavides le pidió 500 dólares a mi esposa. No des ese dinero, le dije a ella, a través de un contacto que teníamos. Pero ella consiguió algo y dio ese poco”. Un atisbo de bronca vieja consigue borrar más lágrimas que se aproximan. Llanos cuenta que lo sacaron en una vagoneta y que dieron varias vueltas por la plaza Murillo. Cuando el coche se detuvo, vio a sus tres hijos varones y a su compañera de vida. “Esos son tus hijos, ¿no ve?, me dijo ese Benavides”, prosigue su relato, “¡carajo, nunca más los vas a ver!, gritó”.

Después le pusieron una bolsa en la cabeza y lo llevaron a la zona Sur para interrogarlo. Llanos vuelve a mostrar su mano izquierda. Relata que había “un señor Lanza”, un paramilitar que estaba borracho y armado con una bayoneta. En medio del vaho alcohólico, Lanza se puso a jugar con el filo de su arma. Le ordenó a Llanos que extendiera los dedos y se tapó los ojos mientras probaba suerte con la mano del prisionero y su bayoneta sobre una mesa. En uno de esos movimientos, el filo de la cuchilla encontró el dedo medio, que quedó colgando de la mano sangrante del cautivo.

No cuesta imaginar el grito de dolor del herido en medio de una oscura habitación llena de suciedad, el grito retumbando en las paredes húmedas de la prisión, los rostros impávidos de los demás soldados. Cuando lo retornaron a su celda, Llanos intentó curarse o, por lo menos, evitar una infección con lo único que tenía disponible, orines suyos y de sus camaradas arrestados. Un día después, otro paramilitar, al ver que el dedo le colgaba, lo llevó al médico. No quedaba otro remedio que la amputación y, aparte de eso, ingentes cantidades de yodo sobre la herida era toda la solución posible.

“Pero hay más cosas”, insiste Llanos, “para contarlo todo haría falta más tiempo”. “Las torturas”, repite, y lleva, una vez más, ambas manos a la calva, pero en esta oportunidad chocan con sus sienes como si se tratara de platillos, de esos que usan los músicos en el Carnaval de Oruro o en Gran Poder, atrapando una cabeza y resonando a pesar de ella, “tantas torturas”.

Quiere decir algo más, recapitula las veces que estuvo detenido: “Seis”, dice usando la mano la mano izquierda, el dedo ausente también es un número. “La última vez estuve cuatro meses en San Pedro”.

Cuenta de cuando sus dos hijos estudiaban en la escuela Max Paredes —no quiere hablar del tercero que murió en circunstancias “que no sé si ahora me animaré a contarle”—. Los niños lloraban y la directora del establecimiento les preguntó qué les hacían, ellos respondieron que su padre estaba preso por ser comunista. Relata que llamaron a su esposa y le dijeron: “Señora, aquí no entran comunistas”, y expulsaron a los niños del centro educativo.

Vivían en inmediaciones del mercado Hinojosa y los niños no dejaban de llorar. Con el casero que les alquilaba la habitación sucedió algo similar y éste también le advirtió: “Señora, se van ahorita porque vienen los agentes y violan a mis hijas”.

“Después, nuestra casa estaba en medio de un canchón”. Llanos fuerza una risa y vuelve a pronunciar la palabra “casa”, rectifica: “Vivíamos en un cuartucho, eso no era una casa, no. Un día nos avisaron que venían los tiras. Yo alisté mi pistola”. Hace una pausa y explica, en un tono de voz distinto: “Así era en la dictadura, era mi vida o la del otro”, y continúa, recobrando el tono anterior: “Alisté mi arma y se la di a mi hijo. Ellos patearon la puerta y, cuando mi hijo los vio se orinó. Hasta sus 22 años seguía orinándose en los pantalones cada noche”. Las manos extendidas vuelven a golpear en las sienes la cabeza que recuerda, como castigándose por el esfuerzo. “Ya no quiero hablar”, dice. “Ese trauma con mis hijos, ¿acaso se puede pagar?”

La larga espera

Mientras Llanos contaba esta experiencia, desde el exterior llegaba el sonido de las risas y el escándalo de los colegiales que acababan de salir de clases, estrépito que se acoplaba con naturalidad al permanente ruido de los automóviles, la gran mayoría vehículos del transporte público que no cesan de atravesar esta arteria de la ciudad en todo el día.

Es inevitable recordar una nota del noticiero de Bolivisión: “Carpas provocan molestia en El Prado”, donde el reportero entrevista a varios jóvenes. “Incomoda porque queremos pasear”, afirma una universitaria, “queremos caminar bien, pero le da un mal aspecto”. Otra joven dice: “Estorba a las personas extranjeras, a las personas que vienen a visitar La Paz, que es una ciudad maravilla, da mala imagen”.

indiferencia y la frivolidad de los tiempos modernos es avasalladora. Surge la pregunta: “Y las personas que caminan por aquí, los estudiantes, por ejemplo, ¿alguna vez les preguntan qué es lo que ocurre en la carpa o por qué están aquí?”.

Contesta Llanos: “Claro que sí, y nosotros recibimos a todos, también visitamos colegios, decir que hemos ido a 100 es poco. También hemos ido a la Universidad Policial y hasta al Colegio Militar a contar cómo nos hacían dormir sobre la bosta de los caballos, pensábamos que no íbamos a salir vivos de ahí. A ver andá a decirle eso a un militar en su casa, pero hemos salido, son otras generaciones”.

Acota Victoria López: “Hasta vino a visitarnos el famoso El Killer, pero yo le voy a contar eso más adelante”.

Llanos dice que cuando empezó esta vigilia frente al Ministerio de Justicia, allá por marzo de 2012, la población era mucho más solidaria con ellos, inclusive la Iglesia, pero que, poco a poco, con el transcurrir del tiempo, han ido olvidándolos, y muestra una caja donde tintinean varias monedas, “pero todavía hay quienes vienen y nos colaboran con su aporte”.

El tiempo nunca se detiene para un sencillo artefacto que pretende medirlo con exactitud, el gris reloj marca: Seis años, un mes y dieciocho días.
Victoria López, bajo la pronta penumbra de un nuevo anochecer, enumera: “Lo que le pedimos al Estado es ineludible y es constitucional: restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición. Muchos creen que estamos aquí por unas cuantas monedas, pero nuestro pedido va más allá, lo que pedimos es que se investiguen los crímenes y se castigue a los culpables”.

La voz de Victoria es firme, sus palabras medidas y bastante ordenadas, como si estuviera leyendo un texto que nunca se aparta de su mirada, los ojos observan al interlocutor casi sin parpadear. Ella también tiene una historia de sufrimiento que contar, el peso de la memoria la obliga a hablar luego de haber enumerado las demandas de los ancianos que van hacia los siete años de espera en estas carpas.

Cuenta que era estudiante universitaria y dirigente de la Federación Universitaria Local (FUL) de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), además de miembro del Partido Comunista Marxista Leninista, cuando sucedió el golpe de Hugo Banzer el 21 de agosto de 1971, acción que —afirma— “arremetió contra la juventud. Debemos recordar que se bombardeó y se cerró por dos años la UMSA, no podemos olvidar que los universitarios fuimos quienes más resistimos (a la dictadura) junto a los trabajadores mineros”.

De pronto la voz firme y clara que contaba su historia se oscurece un poco: “La primera vez que me detuvieron fue con mi madre y con mi hermana menor, que tenía seis o siete años. Vivíamos en Sopocachi Alto en unos dos cuartos y los paramilitares allanaron la casa, destrozaron las cosas y se llevaron algunas de valor. A mí me llevaron a una oficina del Ministerio de Gobierno y me dijeron que esperara en un sillón. Escuchaba gritos de dolor provenientes de un cuarto vecino. Luego salió un joven sostenido por dos soldados, tenía el rostro ensangrentado, casi irreconocible, pero yo lo reconocí, era el compañero universitario Juan Carlos Rossell”.

Hace una pausa en su narración para recordar los lugares que se utilizaban como sitios de interrogatorio y de tortura, recobra el sobrio tono de voz y enumera: “Donde ahora es la Prefectura, también la casa de la calle Comercio esquina Ayacucho, las celdas subterráneas del Ministerio de Gobierno, también donde ahora se reúne la Asamblea Legislativa y todos los cuarteles. Así era, compañero periodista, el toque de queda desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana. Los paramilitares andaban en sus vehículos apresando a la gente, si alguien se animaba a protestar era apresado y torturado”.

Baja la mirada para volver a sus recuerdos, la voz firme vuelve a ensombrecerse. “Mi madre buscó ayuda en muchas partes para liberarme. Fue a visitar a Emma Obleas, la esposa de Juan José Torres, que también había tomado el poder por un golpe pero que era diferente, era de izquierda, incluso había restituido la mitad del salario que Barrientos había despojado a los mineros por su apoyo económico a la guerrilla del Che. Ella le dijo a mi madre que no podía hacer nada. No había iglesia, no había Derechos Humanos, no había nadie a quien recurrir. Nadie”.

Victoria detiene su relato. Se oyen voces de gente que camina por El Prado y los eternos bocinazos de los automóviles. Entonces prosigue, esta vez con un cambio más profundo en la entonación, aletargada pero no dubitativa. “Me torturaban tres o cuatro paramilitares en cada interrogatorio. Era una humillación terrible, manoseo a mis partes íntimas, golpes”, pausa su historia, “ellos querían nombres, pero yo no iba a delatar. Mi mayor preocupación era mi madre y mi hermana, decían que les estaban haciendo lo mismo que a mí. Así era también la tortura psicológica”.

La expresión de Victoria es similar a la de los demás ancianos que esperan resguardados por la fría sombra y el precario abrigo que les procura la carpa, una expresión de cansancio, de aburrimiento, pero también de fuerza a pesar de la edad avanzada, todos mayores de 80 años, a excepción de Victoria, que va por los 70.

“Era dirigente sindical cuando sucedió la dictadura de Luis García Meza”, prosigue su relato, como si no hubiera habido una pausa histórica entre un gobierno de facto y el otro, “siendo joven soporté las torturas de Banzer, pero con García Meza me torturaron de tal forma que ya no quería vivir. Estaba embarazada, eso les decía, ‘estoy esperando familia’, pero no les importaba. Me golpeaban y me violaban los tres o cuatro que me interrogaban”.

Victoria no puede contener un profundo suspiro, es imposible frenar las lágrimas, pero el relato conserva su sobriedad. “Ya había perdido al hijo que esperaba, ya nunca más pude ser madre, no tengo hijos, eso se lo debo a García Meza y a Arce Gómez que, recuerdo, personalmente se hacía cargo de las torturas hacia mi persona en el Ministerio de Gobierno. Ya no tenía ganas de vivir. Me dejaron inconsciente botada en la calle, alguien me llevó hasta el Hospital General y me registraron como NN. Lo peor fue que después tuve que firmar una declaración que decía que me trataron muy bien mientras estaba detenida, que me habían proporcionado medicamentos, lo contrario a lo que habían hecho, por mucho tiempo tuve que ir a firmar un libro de asistencia en el Ministerio de Gobierno”.

Luis Arce Gómez era el ministro del Interior durante el gobierno militar de García Meza (1980-1981), es recordado por palabras que quedaron grabadas con fuego en la atribulada historia nacional: “Todos aquellos elementos que contravengan el decreto ley tienen que andar con su testamento bajo el brazo, porque vamos a ser taxativos, no va a haber perdón”.

A su mando tenía grupos que habían sido instruidos por Klaus Barbie, el nazi criminal de guerra más conocido como El Carnicero de Lyon. La voz amenazante de Arce Gómez, registrada en videos de la época, todavía provoca escalofríos: “Las fuerzas de la ultraizquierda no se dan cuenta del poder que tiene este gobierno”.

Más de 10 años después, el 21 de abril de 1993, la Corte Suprema de Justicia de Bolivia condenó a 30 años de cárcel sin derecho a indulto al exministro por alzamiento armado, genocidio y delitos contra la libertad de prensa. Cárcel que cumple en el presidio de Chonchocoro, adonde también fue destinado el ya fallecido Luis García Meza tras un juicio de responsabilidades por los mismos delitos.

El día del golpe militar, el 17 de julio de 1980, en el denominado Operativo Avispón, se tomó la Central Obrera Boliviana (COB) y se hirió con una ráfaga de ametralladora a Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, todavía con vida, fue llevado al Estado Mayor, el Gran Cuartel de Miraflores, para ser presuntamente incinerado.

Tanto García Meza como Arce Gómez coincidían en que ese asesinato se ejecutó por pedido del caído Hugo Banzer (1971-1978, de facto), contra quien Quiroga Santa Cruz pretendía iniciar un juicio de responsabilidades. También coincidieron en señalar que sus restos están enterrados en la cruceña hacienda San Javier, propiedad de Banzer, quien, en 1997, fue elegido presidente boliviano por vía democrática.

Arce Gómez incluso confesó ante medios de prensa que fue él en persona quien envió, en una caja, los restos del líder socialista en una avioneta con destino a Santa Cruz la misma noche del golpe.

García Meza indicó que quien disparó en contra de Quiroga Santa Cruz fue Froilán Medina, El Killer, quien fue atrapado en una casa en inmediaciones de la calle 35 de la residencial zona de Cota Cota de la ciudad de La Paz el 31 de enero de 2016.

La visita inesperada

El Killer era un suboficial del Ejército que había fungido como seguridad personal de Yolanda Prada, la esposa de Hugo Banzer. Fue enviado a Chonchocoro después de ser apresado. Sin embargo, hasta antes de su detención, se paseaba con total desenvoltura por las calles, llegando, incluso, a visitar a las víctimas de la dictadura en la carpa instalada frente al Ministerio de Justicia donde esperan por justicia, ahora, por: Seis años, un mes y dieciocho días.

“Se acercó aquí tres veces como se acercan otros ciudadanos”, cuenta Victoria López, hoy, una mañana de viernes. “Yo misma lo atendí y no lo reconocí, el tiempo también pasa para ellos”. Ella está de pie, observando una fotografía de Marcelo Quiroga Santa Cruz mientras mueve el azúcar de su taza de café. “El Killer nos preguntó si estábamos investigando a quienes habían cometido los crímenes de guerra y nosotros le respondimos, como a todos, no. Solo cuando lo apresaron supimos que él había estado aquí, sentado”.

“¿Vale la pena recordar la historia de nuestro sufrimiento?”, pregunta Victoria López y se responde: “Claro que sí, es nuestro testimonio”. “Somos la historia todavía viva de Bolivia”, dice Julio Llanos, “esa historia que varios afamados historiadores no se atreven a escribir”.
“Todo lo que tenemos es lo que nos ha pasado”, dice Julio César Sevilla.

“Yo ya no tengo esperanzas”, afirma otro de los sobrevivientes, un anciano que no ha querido contar su historia y que tampoco ha querido revelar su nombre, “pero estoy aquí”. “Claro que tenemos esperanzas”, responde Julio Llanos, “por eso estamos aquí. Y también estamos aquí para que nunca más se repita”.

“Las cosas tienen que cambiar”, opina Victoria López, “no puede ser esto”, y señala la fotocopia de una fotografía pegada en la pared donde se la ve a ella con una herida en la cabeza. “Esto me ha pasado hace poco”, cuenta, “cuando atacaron la carpa por primera vez, se ensañaron contra mi persona”.

“Creemos que han sido personas que están en este Gobierno”, dice Julio Llanos, “la Policía ha venido pero no han hecho ninguna investigación”. “Después han quemado la carpa”, añade Victoria López.

“Han rociado gasolina”, insiste Julio Llanos y señala hacia una mesa donde hay una máquina de escribir con las teclas chamuscadas, un teclado de computadora derretido y una impresora destrozada, luego hacia la fotocopia de un recorte de periódico, “así nos han atacado”.

“El 21 de febrero, cuando bloqueamos aquí afuera por el respeto al No del pueblo contra el gobierno de Evo Morales”, declara Julio César Sevilla, “han venido los policías y nos han reprimido”.

“Yo no entiendo por qué la Policía y el Ejército no pierden nunca esa mentalidad de golpear, de masacrar”, acota Victoria López. “Somos personas de la tercera edad, deberíamos estar protegidas por derecho”, agrega Julio Llanos.

Las cenizas

Por su parte, el Gobierno negó enfáticamente cualquier acusación en contra suya por la primera agresión y, luego de que el ministro Carlos Romero pidiera una investigación por el incendio, Bomberos indicó que el fuego había sido ocasionado por un cortocircuito en la conexión artesanal de la electricidad de la carpa.

Victoria López se sienta, bebe su café e indica: “Se ha pagado a 1.714 de 6.800 víctimas, estamos aquí por los que faltan”. Julio Llanos aclara: “A los demás nos han pedido requisitos imposibles de conseguir, testigos de tortura, certificados forenses de las violaciones que han sufrido las compañeras, pasaportes y documentos que nos han arrebatado”. “Están esperando que nos muramos aquí, en esta carpa”, exclama Julio César Sevilla.

El anciano que no ha querido decir su nombre se levanta y vuelve a darme un pequeño golpe en el hombro para conminarme a acompañarlo a la cruz que, en su interior, guarda los nombres de quienes han fallecido en la espera, lee, con mucha paciencia: “Felipe Mita Ticona. Antonio Zapata Gallardo. Abel Sánchez Aldunate. Antonio Guevara Valdez. Víctor Hugo Sandoval. René Albino Oros. Dionicio Fernández Callacagua. Ramiro Otero Lugones. Segundino Alberto Espinoza. Prudencio Carrasco Flores. Alfonso Nuñes Nogales. Jaime Alanoca Mollinedo. Alfredo Navarro Ortega. Zenón Barrientos Mamani. Juan Alvares Tintaya. Diva Arratia del Río. Aleida Callisaya Quispe. Máximo Lara Farrachol. César Villca Fernández. Bonifacio Surco Aliaga. Zenón Acarapi Cahuana. José Hurtado González. Miguel Casas Yujra. Jorge Frías Sigg. Roberto Flores Vega”, suspira, “veinticinco historias como las nuestras, no merecen quedar en el olvido”.
Seis años, un mes, veinte días.

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Cuando el sexo no tenía culpa

Los huacos eróticos del Museo Larco de Lima nos hablan con libertad de sexualidad, vida y muerte.

Museo Larco

/ 21 de abril de 2024 / 06:57

Alfred Kinsey, el hombre que está a punto de lanzar una «bomba atómica» sexual con un informe sobre la sexualidad de los estadounidenses, visita el museo Larco en Lima junto a su fundador, el arqueólogo Rafael Larco. Ha viajado hasta el Perú con el único propósito de visitar la galería erótica del museo. Estamos en los años 50 del siglo XX.

Ante sus ojos aparecen falos enormes, vulvas gigantescas, felaciones como rituales de ofrenda, fluidos, masturbaciones femeninas por parte de seres andróginos, sacerdotisas con miembro viril, relaciones anales vinculadas a los ciclos agrícolas y las lluvias, madres exuberantes, autofelaciones masculinas, sacerdotes/montaña con penes de agua, seres esqueléticos dándose placer, mujeres teniendo sexo en posiciones de dominio, falos de piedra. Son cerámicas (huacos eróticos) de la cultura mochica. “Es el más franco y detallado documento de costumbres sexuales jamás dejado por ningún pueblo antiguo”, le dice Kinsey a Larco.

A mediados del siglo pasado, las mujeres tenían que pedir permiso especial para visitar la galería erótica del museo Larco (fundado en 1926) y los niños tenían prohibida la entrada. Hoy, casi 100 años después, las mujeres son las que más concurren a la denominada Galería Erótica “Checan” (amor/deseo, en lengua mochica) y el museo organiza visitas de colegios para hablar de educación sexual.

El Museo Larco de Lima alberga esta colección de huacos eróticos.

También se organizan charlas interdisciplinarias sobre parto vertical (el parto visto como placer, no como dolor) y sobre lactancia materna. “La seducción, el deseo, el humor y la belleza de estos objetos de barro tienen mucho que decir, el Larco es un espacio sano para todos”, dice en un video que se proyecta a la entrada de las salas eróticas la directora del museo, Ulla Holmquist Pachas, ex ministra de Cultura del gobierno de Martín Vizcarra Cornejo (actualmente preso).

Kinsey llega a Lima para estudiar la colección de Larco “porque aquí tenemos una documentación completa, sobria y realista de la vida sexual de un pueblo sin las inhibiciones de los Estados Unidos”. Su famoso Informe Kinsey va a tumbar tabúes y hablará por primera vez de placer sexual femenino, de homosexualidad y bisexualidad, de violación, de clítoris, de adulterio, de masturbación masculina y femenina… “La iglesia, el hogar y la escuela son las principales fuentes de inhibiciones sexuales que generan los sentimientos de culpa que muchas mujeres llevan consigo», dirá Kinsey en su revolucionario informe.

El Museo Larco de Lima alberga esta colección de huacos eróticos.
El Museo Larco de Lima alberga esta colección de huacos eróticos.

Nada de eso (culpa y prejuicio) ve Kinsey mientras recorre, asombrado, la colección de huacos eróticos. Nota mental: en el Museo del Sexo de Amsterdam hay una sala exclusivamente dedicada a la desaparecida cultura moche o mochica del norte del Perú. “Los mochicas no fueron condicionados en sus hábitos y actitudes sexuales por las costumbres, principios y prejuicios cristianos, como estamos nosotros. Mi investigación entre esos huacos me dice más acerca de lo que es natural en el sexo como la propia investigación que llevo a cabo entre el hombre y la mujer norteamericanos”, confiesa Kinsey.

Hoy las salas podrían rebautizarse como “la galería de las risas”. Unas tímidas, otras gozosas; algunas miedosas, muchas sinceras. Todas, con culpa y algunas gotas de vergüenza, especialmente las que brotan antes los huacos denominados “humorísticos”. Son vasijas —adornadas con metales de oro y plata— donde el líquido tenía que ser bebido en ceremonias rituales a través de los órganos sexuales externos representados, tanto penes como vaginas.

La directora Ulla Holmquist lo explica así: “se trata de cuerpos que a la vez son vasijas y contenedores. El objeto tiene una función dentro de una cultura performática. Estamos frente a cosas que tenían movimiento, que albergaban líquidos, que se tocaban; se jugaba con ellos, se bebía de ellos. No son objetos para mirar o decorar: transmiten algo en la acción del sujeto”.

Museo Larco

La mayoría de los huacos eróticos —unos 300— pertenecen a la cultura mochica pero también hay del pueblo Chimú, Lambayeque, Chimú-Ica, Vicus, Recuay, Huari e incluso de Tiawanaku (aunque estos últimos no estén en exhibición). No son objetos decorativos, fueron cuidadosamente amasados con barro y fuego para ser usados en ceremonias agrícolas, funerarias y rituales de sacrificio, albergando una alta conexión con los ancestros.

Una de las cosas que más sorprende a Kinsey (y a los visitantes hoy del siglo XXI) es la descripción exacta del clítoris, hecho poco usual en cerámicas y obras eróticas de otros pueblos/culturas y otras latitudes. ¿Fueron mujeres mochicas las que elaboraron estas obras con tanto detalle y libertad? ¿Disfrutaron de la libertad sexual al existir un equilibrio entre hombres y mujeres? No lo sabemos, lo único que sabemos es que los mochicas/moches constituyeron una sociedad que aceptaba las relaciones/representaciones sexuales, mucho más que las sociedades provenientes del cristianismo occidental.

La Galería Erótica “Checan” está en la parte baja del Museo Larco. Cuando uno llega al repositorio y paga la entrada (40 soles, 74 bolivianos) lo primero que recorre es la colección arquelógica con más de 30.000 piezas en su haber. Cuando termina el circuito se queda uno con las ganas. No se ha topado con lo que ha venido a admirar: los famosos huacos eróticos. Pregunta (con cierto rubor) en recepción.

—¿Y la galería erótica?

—Está abajo, junto al jardín y el restaurante al aire libre, responde una trabajadora del Museo, con cierto aire de cansancio al repetir la misma pregunta de todas las mañanas iguales.

La colección más buscada tiene seis salas. Eros, excitación, vida. El sexo, como fuerza vital, como potencia liberadora/sanadora. El sexo, más allá del erotismo (o la pornografía). En la primera sala bajo las palabras “Checan/Munay”, dos amantes yacen compenetrados desde la noche de los tiempos. Es el concepto de “tinkuy”, encuentro generador de fuerzas opuestas y complementarias.

Al final del recorrido hay una escena mitológica de la unión del héroe civilizador mochica con la Pachamama; de esa unión amorosa nace el árbol de la vida, símbolo universal, fruto del amor y del sexo. Regeneración. Eterno retorno. Encuentro intenso de cuerpos excitados y entregados al deseo y al placer. El sexo sin censura, como elemento clave para el reinicio de la vida y la fecundidad eterna. La eyaculación, como alegoría de las semillas fértiles.

Pero volvamos para atrás. En una de las salas hay una gran cantidad de huacos de coitos sexuales entre animales; son llamas, cuis, sapos mitológicos. Hay cerámicas con penes y vaginas antropomorfizadas; hay huacos con muertos (los habitantes del mundo de abajo, los ancestros del “Uku Pacha”) que se unen carnalmente a los vivos para asegurar la fertilidad de la tierra.

Casi todas las vasijas dan muestras de uso. Algunas fueron rescatadas de contextos funerarios en la Huaca de la Luna. Otras fueron castradas en la colonia; la extirpación de idolatrías se cebó con los huacos eróticos: demasiada libertad, demasiado placer para las mentes católicas impregnadas de odio y miedo.

También puede leer: Una promesa cumplida: Obras selectas de Claudia Eid Asbún

Algunas piezas arqueológicas de la cultura mochica que están en exhibición.

Junto a una pintura colonial (La Virgen de la leche) veo cerámicas prehispánicas de mujeres dando de lactar a sus “wawas”. Están en el mismo plano, en la misma sala. “La sala erótica es un espacio de diálogo cultural y provocación. Podemos recuperar otras maneras de ver nuestros propios cuerpos y relacionarnos con ellos de una manera que no esté mediada por prejuicios o ideas que vienen de una moral determinada, que nos alejan de esa relación con nuestro cuerpo”, dice la directora Ulla.

Cuando uno —impactado — sale de las salas oscuras y libidinosas (obscenas para las mentes más cerradas), el espléndido jardín del Museo manda el mismo mensaje: exhuberancia, vida, entendimiento integral del mundo, fuerza vital. Entonces una pregunta ronda mi cabeza: ¿cuándo y por qué la sexualidad fue tomada prisionera por la culpa y el prejuicio?

Texto y Fotos: Ricardo Bajo Herreras

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Por Julio Peñaloza Bretel

/ 21 de abril de 2024 / 06:49

Lunlaya es el lugar en el mundo en el que un niño comienza narrando de cuántas vacas dispone su comunidad: 16. Trepa hacia lo más alto de un cerro para revisar si están todas, y en ese trayecto cuenta como el cóndor ataca al ternero y dice que si luego de someter al mamífero van apareciendo más cóndores, significa algo así como el arribo de la destrucción, de la rapiña que destroza y mata. Ese mismo niño juega y ríe con una maquinita entre sus manos, y repite hakuna matata, frase que hiciera universal El rey león, cinta de la poderosísima transnacional del audiovisual Disney. Es muy probable que ese niño de sonrisa luminosa no sepa que hakuna matata significa “no hay problema”, “sé feliz” o “no te preocupes” y que pertenece a la lengua africana suajili (Tanzania, Kenia, Uganda), que la canción de la película de animación que ha circulado por todos los mares y continentes fue compuesta por Elton John y Tim Rice y que con el impulso de la voracidad mercantil, Disney se la apropió, lo que provocó la indignación de sus hablantes originarios.

Si introduzco el abordaje de Llaki con esta referencia a Disney es porque se debe tener presente, ahora más que antes, que prácticamente ya no existe rincón en el mundo que no haya sido penetrado por la dominación informática y tecnológica, pero que a pesar de ello, todavía es posible encontrar una inquebrantable resistencia cultural de los habitantes inmersos en sus orígenes, desde la respiración hasta la piel, exponiendo su granítica identidad, y en este caso, esa notable y casi milagrosa fusión entre la materialidad de la sanación ancestral y la espiritualidad con la que se viaja hacia las profundidades de la naturaleza y sus bondades que alimentan y curan, que conducen al inacabable viaje hacia la comprensión de que sanar significa no necesariamente superar plenamente una enfermedad, sino asumirla desde los límites humanos a partir de un laborioso reaprendizaje de construcción de la identidad/entidad humana hecho de músculo y hueso, pero en primer lugar de pensamiento y sensibilidad.

En un radio receptor popularmente llamado radio canchera, de esos en los que se escuchaban las transmisiones de partidos de fútbol décadas atrás, un locutor hace una mención al “Estado Plurinacional de Bolivia” sin más, único elemento informativo acerca del país del que forma parte la familia kallawaya Ortíz Ramos, que dialoga e interactúa con los Revollo, hijo y padre, cineasta y médico urólogo, formados en universidades convencionales del occidente urbano, que acuden continuamente a Lunlaya sin el mínimo atisbo de ese paternalismo conservador que suele subestimar la vida rural en la que tiempo y espacio difieren de la vorágine del mundanal ruido de las ciudades.

La combinación de fotografía fija, que se constituye en memoria de viaje, con planos generales de un lugar en que la magia no es folklore ni exotismo étnico, y los primeros planos de sus protagonistas, hacen que Llaki pueda sustentar su marca audiovisual a partir del sentido en el que no aparece una intención de “hagamos una película sobre los kallawayas”, sino más bien un viaje existencial que genera como consecuencia un documental en el que la experiencia intercultural de sus participantes enfatiza la riqueza de la comunicación, a través del registro de la calidez de rostros y gestos y la calidad de los testimonios a través de las breves narraciones de esos que son simultáneamente guías espirituales y sanadores.

Diego Revollo, luego de sufrir la pérdida auditiva del oído izquierdo y experimentar una parálisis facial parcial, imposibilitado de encontrar respuestas médicas en la consulta del especialista que trabaja en hospitales y clínicas —la medicina suele no ofrecer soluciones a muchísimos males desde la frialdad científica—, se decide a viajar y escuchar las voces que nacen de otros saberes sobre los procesos de curación que no terminarán resolviendo una limitación física, pero sí le permitirán descubrir una nueva manera de comprender, asumir y cultivar su interioridad humana: Una de las voces abrigada por fuegos de leño nocturnos reflexiona con la sabiduría que da la experiencia acerca de nuestra incapacidad humana para agradecer todo lo que la madre tierra nos provee, que así como nutre puede destruir: el fuego que nos abriga, puede también quemarnos.

Llaki es una experiencia cinematográfica, y por lo tanto, bastante más que sólo una película.  Completa una década de cercanía, y por lo tanto confianza y afectividad, entre el director de la película, su propio padre, su pequeña hija y su equipo en diálogo continuo con la familia Ortíz Ramos, que certifica el valor identitario de la cosmovisión kallawaya en la que su ritualidad cotidiana privilegia espíritu y naturaleza como sentido existencial y es a partir de estos términos que debe ser leída como narración del acercamiento humano y los rasgos esenciales de una cultura que ha trascendido fronteras y ha sido reconocida en sus cualidades originarias.

La palabra con la que se titula la película significa tristeza, melancolía o pesadumbre, pero a partir de su irrupción, con sus hallazgos y certezas, Llaki termina resignificando el renacimiento y el encuentro donde se impone la horizontalidad en la comunicación en clave de respeto por las convicciones mutuas.

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Ficha Técnica

  • Título LLaki. Dirección: Diego Revollo.
  • Fotografía: Miguel Nina y Mauricio Ovando.
  • Música: Jorge Zamora (Zamorita).
  • Casa productora: Transbordador Audiovisual.
  • Con la participación de: Aurelio Ortiz, Juan Ortiz Jiménez, Melisa Ortiz, Valentín Ortiz, Justina Ramos, Apolinar Ramos, Fernando Revollo, Amaya Revollo. Duración: 72 minutos. AÑO: 2023. PAÍS: Bolivia.

Texto: Julio Peñaloza Bretel

Fotos: Transbordador Audiovisual

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Javier Saldías: Prócer del rock boliviano

El bajista paceño forjó un sonido propio con The Black Birds, Climax, Luz de América y Black Jack

Por Marco Basualdo

/ 21 de abril de 2024 / 06:36

El “Chino” Saldías, así le decían, fue el gran pilar en la historia del rock boliviano. Vio llegar el movimiento musical y cultural que empezó a conquistar al mundo, con ese ritmo estridente y verba subversiva que puso en grito revolucionario a las juventudes inconformes con el sistema que domina. Hace unos días nos dejó por una enfermedad terminal y la escena local se puso de luto. Javier Saldías, dueño de una carrera que trascendió el tiempo y las modas, es el prócer del rock en Bolivia.

Nacido en La Paz en 1948, Saldías estudió en el colegio San Calixto y a temprana edad abrazó, como muchos de su generación, al recién aterrizado rock & roll. Junto a su camarada de aventuras colegiales, José “Pepe” Eguino, el espigado muchacho empezó a imaginar una versión boliviana que emulara a grupos como The Beatles, The Yardbirds y The Ventures, los preferidos de aquella primera progenitura rockera. Eguino había vivido parte de su niñez en los Estados Unidos, donde tuvo acceso a todo tipo de corrientes musicales y donde llegó a formar un grupo. Este anteojudo guitarrista había rescatado a Saldías que, a pesar de su talento para la música, prefería distraer sus horas de ocio escuchando música con su grupo barrial Los Pájaros Negros. Ambos convocaron a otro vecino miraflorino que manejaba una empresa de amplificaciones llamada La Récord, con la cual solía alegrar fiestas de 15 años, llamado Boris Rodríguez. A ellos se sumó el también guitarrista Fernando Peña, y en consenso decidieron tomar el nombre de aquel grupo miraflorino que había integrado Saldías, pero traducido al inglés: The Black Birds.

músicos. José Eguino, Javier Saldías, Álvaro Córdova y Bob Hopkins.
José Eguino, Javier Saldías, Álvaro Córdova y Bob Hopkins.

El cuarteto empezó ensayando temas de sus grupos de culto, pero también afrontaron un problema que a la larga iba a ser una constante: la pérdida de la segunda guitarra. Peña se marcharía, y pese al escepticismo en torno al futuro de la agrupación, dieron con un personaje que influiría enormemente en la producción de la banda. El hijo del agregado militar de la embajada de los Estados Unidos, Mike Yoder, junto a quien el grupo asentó su propuesta y se lanzó a la escena interpretando canciones de sus ídolos, además de sumar las primeras composiciones en su repertorio. Así, tras una serie de presentaciones, el grupo participó en el concurso convocado por la empresa Philips, el cual ganaron haciéndose acreedores del primer premio consistente en la grabación de un disco simple en Buenos Aires, Argentina. Pero lamentablemente para el grupo y el naciente movimiento “nuevaolero”, el padre de Yoder culminaba su gestión de trabajo, por lo que el muchacho tuvo que retornar a su país en 1967, no sin antes grabar el segundo EP del grupo. Su lugar fue ocupado momentáneamente por el venezolano Billy Quik, de paso fugaz, y posteriormente por el tecladista Alfredo Careaga, aunque con escasa repercusión. El 14 de enero de 1968, el grupo programó su última presentación, pues Saldías había decidido, junto a Eguino y un amigo colega de otra banda, Álvaro Córdova, viajar a los Estados Unidos.

Evolución sónica

Irrumpido 1968, Javier, junto a “Pepe”, confirmaban un viejo anhelo: viajar hacia la Meca del rock con Álvaro Córdova, quien también se había desvinculado de su grupo Las Tortugas para cumplir su sueño. En San Francisco, California, se había desarrollado un estilo de rock experimental bautizado como “vanguardista” o “sicodélico”. Entonces, el trío Eguino-Saldías-Córdova se radicó por diez meses en Denver, Colorado, desde donde tuvieron acceso a todo tipo de conciertos. Fueron privilegiados espectadores en actuaciones de Jimi Hendrix, Cream y The Doors, y aquel nuevo estilo les abriría la mente hacia la experimentación. Bajo aquella influencia y tras concluir que abrirse espacio entre los músicos norteamericanos sería tarea imposible, los bolivianos alistaron sus maletas para el retorno a fines de 1968.

Nuevamente en La Paz, su llegada empezó a generar gran expectativa aún sin saberse si iban a dar vida a una nueva formación pero, una vez formalizada su propuesta, los chicos no defraudaron. Rebautizados como Climax, el estado purificador al que aspiraban llegar mediante la música, los Saldías y compañía intentaron personificar la versatilidad de los avezados músicos del Norte, pero con sello propio. “Lo que vimos allá realmente nos cambió las perspectivas de lo que se había hecho hasta ese momento en Bolivia. Y nos propusimos cambiar las cosas”, dijo alguna vez Saldías, que ya se había hecho un experto con el bajo.

vida. Javier Saldías nació en La Paz en 1947. Falleció tras una enfermedad el 16 de abril de 2024.
Javier Saldías nació en La Paz en 1947. Falleció tras una enfermedad el 16 de abril de 2024.

Las primeras presentaciones se realizaron en el Cine Teatro Monje Campero de El Prado, en el Teatro al Aire Libre y en terrenos del Coliseo Cerrado de la calle México, con una receptividad avasallante. Los interminables solos de guitarra de Eguino, la incansable a la vez de melódica base de Javier y la aceleradísima percusión de Córdova fueron la fórmula alquímica que catapultó a Climax como el “power-trío” nacional. En una actuación en el Círculo de Oficiales del Ejército de Calacoto tuvieron la visita en camerino de un marine estadounidense de servicio en el país llamado Bob Hopkins, quien pidió colaborar con el trío tocando su armónica. La química fue instantánea, los músicos bolivianos quedaron impresionados por la forma de tocar del norteamericano, y junto a él se lanzaron a la composición del material de su segundo EP, que vería la luz en 1970 con la canción El abrigo café de piel de gallina, (original de Ottis Rush) como el hit del ahora cuarteto.

Aquel disco se agotó por completo. Pero luego de algunas presentaciones por ciudades de todo el país, la carrera de Climax entró en receso y posterior desmembramiento. El primero en marcharse fue Hopkins, a quien le siguió “Pepe” Eguino. Pese a ello, Saldías y Córdova, en 1971, convocaron a Nicolás Suárez en los teclados y Félix Chávez en la guitarra, formación con la que viajaron hasta Buenos Aires, Argentina, para algunas presentaciones que concluirían con un proyecto binacional entre Saldías y Córdova, que formarían el grupo Mahatma junto al guitarrista argentino Jorge Montes. “Jorge era un gran guitarrista del grupo Séptima Brigada, nos conocimos y nos invitó a formar un grupo que lamentablemente no duró mucho”, contó Saldías sobre aquella incursión “gaucha”.

Tras idas y venidas, finalmente en 1974, el trío original de Climax confirmó su reunión, que tendría como producto Gusano Mecánico, un Long Play conceptual con canciones como Pachacutec (Rey de Oro), Transfusión de Luz y Cristales soñadores, entre otros títulos, que revolucionaría el mercado local, disco que también se agotó y hoy es una reliquia muy apetecida por coleccionistas. Lamentablemente, al trío no le quedaría mucha vida, pues hacia fines de 1975, el eterno baterista migrante hacía maletas una vez más, dejando colgados a los otros dos músicos.

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climax. Bob Hopkins y Javier Saldías en el Cine Teatro Monje Campero.
Bob Hopkins y Javier Saldías en el Cine Teatro Monje Campero.

La Luz de la disco

A medida que la década de los 70 llegaba a su fin, la escena musical mundial empezaba a experimentar una serie de cambios; el impacto de la sicodelia y el rock duro empezaba a decrecer. En ese contexto, los hermanos paceños Barrionuevo, Charly y Mauricio, habían dado vida a un grupo que llevaba el nombre de Tercera Generación a principios de 1977, que interpretaban canciones de grupos de la naciente moda disco como The Bee Gees y The Commodors. Casi en paralelo, Saldías intentaba dar vida a un nuevo proyecto que buscaba internarse hacia una tendencia enmarcada en el jazz-rock bajo el nombre Años Luz, pero la iniciativa finalmente no fue consumada. Entonces los hermanos Barrionuevo invitaron a Saldías a sumarse a su grupo y el bajista aceptó entusiasmado aquella idea.

El acoplamiento fue genial. Así, el grupo debía rebautizarse y Charly se encargó del asunto proponiendo el nombre Luz de América, con el que pasaron a tocar en las típicas “Fogatas estudiantiles” que se organizaban en colegios interpretando canciones de ese estilo bailable. Y también fueron incorporando algunas de sus composiciones, que intentaban fusionar la música electrónica con aires andinos, una preocupación por los ritmos autóctonos que les valió un reportaje para el programa español 300 Millones, que concluyó en la grabación de un video de la canción Thinku, incluida en su segundo EP.

Tiempo después, la llegada del cantante argentino Hugo Ojeda se dejó sentir en las futuras creaciones. Hasta su arribo, Saldías y los Barrionuevo se turnaban en la parte vocal, pero con Ojeda sosteniendo el micrófono, cada uno de los músicos se dedicaba a lo suyo mientras el de la voz demostraba un timbre que le daba sello y cualidad a la banda. Tras varias presentaciones de gran receptividad, el grupo volvió a estudios para grabar su tercera producción con éxitos como Es mejor el amor y Ven a mi disco show. Pero tras concluir con el itinerario de actuaciones por ciudades del interior, el argentino Ojeda sorprendió con la noticia de su retorno a su país.

Aquella inestabilidad sería el fin de la banda. A mediados de los 80, los hermanos Barrionuevo partían hacia los Estados Unidos, donde actualmente continúan su carrera como músicos al frente de Luz de América. En 2004, Saldías intentó relanzar a Luz de América junto a “Pepe” Eguino y músicos de acompañamiento, y tras una serie de presentaciones a pub lleno, el grupo a nivel local volvió a sellar su historia.

 Luz de América en una gira
Luz de América en una gira

Juego de cartas

A mediados de los 90, la fugaz agrupación del guitarrista cruceño Glen Vargas, Tero y los solteros, visitó La Paz para ofrecer algunas presentaciones en el pub El Socavón, con jornadas en las que contó con un público selecto, entre ellos, Javier Saldías. En una de esas sesiones de música improvisada, Saldías le mencionó al “camba” la posibilidad de un proyecto que tenía como norte la explotación del rock clásico. Sin meditarlo mucho, Vargas sorprendió al bajista con su decisión de quedarse en La Paz, para formar el soñado grupo y juntos convocaron a músicos de acompañamiento para darle vida al mismo. Acoplaron muy bien y fueron bautizados como Black Jack por Sol Mateo, propietario del lugar, inspirado en aquel juego de cartas, con un repertorio marcado por lo mejor de The Rolling Stones, Pink Floyd y The Police.

Aquella formación se presentó durante meses hasta que Vargas retornó al Oriente y fue reemplazado por otro consuetudinario de las seis cuerdas, el ex Climax “Pepe” Eguino, con quien continuaron en escena. Tras un breve paréntesis hacia 1992, volvieron a la carga con la cantante Claudia Reinhart, presentándose en el circuito de boliches paceños, hasta que un lamentable accidente dejó temporalmente lesionado a Saldías a fines de 1994. El músico resbaló de las gradas de su casa, se dislocó el hombro y requirió de un costoso tratamiento en el exterior, que fue financiado en parte por la FM Contemporánea, que organizó un concierto masivo para recaudar fondos en noviembre de 1994.

Durante su recuperación, el bajista conoció a un admirador de Mick Jagger, el cantante José “Cacho” Cisneros, con quien planearon un nuevo proyecto que iba a tomar cuerpo mientras el bajista sanaba su dolencia. Por otro lado, la formación alternativa de Black Jack empezaba a desmembrarse por falta de continuidad. Entonces la historia del grupo corrió el riesgo de quedar en el camino de no ser por el retorno de Saldías en 1996, que continuó en inclaudicable carrera rockera hasta iniciada la primera década del nuevo milenio. Pero la energía ya no era la misma.

De intermitencia en los escenarios, de ahí en más Javier Saldías continuó de igual manera aportando en el ámbito de las culturas. Fue profesor en el Conservatorio Nacional de Música, donde dictó clases de Panorama de la música popular, y previamente locutor de radio en emisoras como FM Contemporánea y FM Graffiti, medios desde donde intentó educar a las huestes rockeras que hacían a su audiencia. Participó en la película Nostalgias del Rock de Tonchy Antezana. También recibió un reconocimiento de parte del Senado por sus contribuciones como artista junto a otros colegas del naciente movimiento nuevaolero boliviano. Hace un par de años, Córdova y Eguino intentaron rearmar Climax en su versión original para goce de sus devotos, pero el mal estado de salud de Saldías se lo impidió. Hasta que el destino nos los quitó.

Melodías para un ídolo

Glen Vargas, guitarrista de Track

“Conocí a Javier en la década de los 80, él era integrante de Luz de América, y tuve la oportunidad de conocerlo mejor en el año 90, tocamos juntos en David Lamar y después en Black Jack. Tuvimos una hermosa amistad, en una oportunidad de muchas en La Paz me alojé en su casa. Era un muy buen músico y buen tipo, Dios lo tenga en su presencia. Lo tengo bien presente con su abrigo negro largo, empuñando su Alembic”.

Hernán Laguna, guitarrista de Laguna Mental

“Es muy triste lo de Javier, que seguramente ha sido la influencia para muchos bajistas y un referente para todos los seguidores del rock boliviano y el rock progresivo en especial, con Climax por sobre todo, que es una joya de banda que tuvo muchas influencias que se pudo traducir desde una voz muy boliviana. Además, tenían una presencia escénica imponente, Javier tenía una manera de tocar muy particular. Es una terrible pérdida”.

 Peggy Martínez, productora y radialista

“La partida de Javier marca un momento en el que debemos reflexionar sobre el trato a nuestros músicos; la situación del arte en Bolivia sigue siendo la misma, seguimos viviendo en la mediocridad y en el olvido. Los artistas no reciben el mínimo de atención y esto se ve reflejado precisamente en la situación en que viven sus últimos días aquellos que aportaron a la cultura de tan alto nivel, con tanta trayectoria y que han marcado nuestra historia”.

Luis Reyes Ortiz, periodista y radialista

“Como componente de un universo paralelo, sin dudas es nuestro Jack Bruce (Cream). Las razones son varias, como la obvia conformación de un power-trío como fue Climax. En el plano personal, la comparación irrumpe en los planos del virtuosismo, versatilidad y crudeza interpretativa, tanto del bajo como de su voz rasposa y con marcada articulación del inglés, sello característico en su modo de hablar habitual”.

Texto: Marco Basualdo

Fotos: Archivo Rock Boliviano Medio Siglo

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Garra de hierro

La cinta de Sean Durkin visita el mundo de la lucha libre a través de la historia de la familia Von Erlich

Por Pedro Susz K.

/ 21 de abril de 2024 / 06:23

Si bien ese seudodeporte denominado lucha libre, por aquí conocido como cachascán, que no es otra cosa sino la escenificación de la violencia para saciar el apetito de brutalidad que habita en la oscuridad de los más recónditos escondrijos de la curiosidad humana, tiene su origen y escenario principal en los Estados Unidos, al igual que otras tantas modas, se ha extendido al mundo entero. Sigue por cierto siendo un enigma muy difícil de dilucidar el por qué ese mero simulacro de cualquier combate verdadero continúa cautivando a millones de seguidores en distintos puntos del planeta, el grueso de los cuales saben que todo lo que acontece sobre el ring es postizo.

Valga el apunte: por estos lares desde luego no hemos podido quedar ajenos a la referida boga según queda evidenciado con el más o menos reciente apogeo de las exhibiciones de las cholitas luchadoras que han tomado la posta de sus pares masculinos otrora a cargo de poner en escena tales imitaciones de la lucha real.

Garra de hierro es el tercer largo dirigido por el realizador de origen canadiense Sean Durkin (1981), cuya infancia transcurrió en Londres y terminó aposentándose en Manhattan, donde ha desarrollado una nutrida trayectoria en el campo del cortometraje y varios trabajos para televisión, hasta acabar siendo un director muy valorado entre la crítica, sobre todo de su país de adopción, pero no solo, por su opera prima Martha Marcy May Marlene (2011) thriller psicológico que escarba en las aprensiones de una protagonista aquejada de profunda paranoia luego de fugar de una opresiva secta.

El nido (2020) su segundo largo asimismo, como el anterior, guionizado por el propio Durkin, puso en pantalla una cuestión no menos escabrosa: otro drama sicológico, esta vez a propósito de la crisis de cierta pareja mudada de Nueva York a Londres donde la convivencia en el día a día se va transformando en una suerte de infierno sin escape. Y ambas obras previas obtuvieron múltiples premios y reconocimientos.

Regresemos empero a la incubadora del norte, donde si hubo alguna celebridad de la lucha libre profesional especialmente mimada por los medios de comunicación fue nada menos que una familia entera apellidada Von Erlich, casi todos de cuyos integrantes probaron fortuna, con diverso éxito, sobre el cuadrilátero entre los años 80 y 90 del siglo anterior. Empero su fama no se debió únicamente a los forcejeos contra los presuntos antagonistas, asimismo a las múltiples tragedias que debieron soportar en aquella misma época, dramas convertidos por la prensa sensacionalista en el aderezo que faltaba para convertir su historia en insumo preferente de la masa de fisgones atentos a cada nuevo detalle, cuanto más ominoso digerido con mayor fruición por los fans.

Garra de hierro arranca en un blanco y negro muy granulado, cual si se tratase de un fragmento documental de lo acaecido en los años 60. En la escena Fritz Von Erich, el patriarca del clan en cuestión, acaba de bajar del escenario cuadrangular donde escenificó algún capítulo del show dizque deportivo luego de haber liquidado a un antagonista valiéndose de una de las típicas “llaves”. Emprende enseguida el retorno a casa mientras en el asiento trasero del auto varios niños escuchan absortos el sermón de su papá prometiendo que logrará hacerse pronto del título de campeón mundial y así tendrán fin las dificultades existenciales que en ese momento los agobian.

Enseguida la narración da un salto temporal hacia adelante. Fritz no ha conseguido hacer realidad su promesa. En cambio ha contagiado, aplicando un rigor dictatorial, a sus hijos, Kevin, David, Mike y Kerry, de la pasión por alcanzar la meta que se le escapó, aun cuando algunos de ellos hubiesen preferido dedicarse a la música o al fútbol americano. Entretanto Doris, la madre, sigue temiendo azorada, pero en silencio, que ese negocio en el que Fritz embarcó a tiempo completo a todos sus vástagos, incluso uno que la película deja de lado, no conduzca a nada.

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Por añadidura la tragedia ya asomó sus narices con la muerte, en inexplicable accidente, de Jack, el primogénito, cuando apenas tenía seis años. Y las consiguientes sospechas de que alguna maldición ronda sobre la familia ya no sólo embarga a Doris, ha sido asimismo inoculada en los muchachos que tampoco se atreven, a pesar de su contenida angustia, a desmarcarse de las tajantes órdenes del mandamás del clan. Y Fritz, el único sobreviviente de los cinco hermanos al cabo de unos pocos años, es quien más convencido se encuentra de alguna torcida confabulación causante de esa suma de siniestros ocurridos en apenas menos de una década. 

Que al patriarca sólo le importa sobre todo el triunfo a como dé lugar de los encargados de alcanzar la cima que a él no le fue dable obtener queda expuesto en una escena donde se muestra que a pesar de tratarse el espectáculo de puro fingimiento escénico mediante un cuidadoso entrenamiento previo de los protagonistas, la lucha libre no se encuentra absolutamente exenta de cualquier riesgo. Habiendo develado ya a los contendores como personajes investidos de una maldad sin límites, los cuales en la realidad, vale decir fuera del escenario y de la vista del público, son amigos muy chacoteros, en uno de los presuntos combates casi a muerte Kevin es lanzado fuera del ring y cae de espaldas, quedado en verdad seriamente lastimado, lo cual no lo salva de una severa amonestación de Fritz por el tiempo que demoró en ponerse de pie. A papá le vale madre si el golpe fue dañino y una vez más le endilga su monocorde mantra: sólo si se muestran como los más duros, más rápidos y fuertes, nada ni nadie los podrá damnificar.

El guion de Durkin no se contenta con detallar la saga biográfica de los Von Erich. Pretende en el fondo convertir esa historia real en una alegoría de múltiples connotaciones acerca de los patrones éticos en una sociedad, la estadounidense, donde lo virtual, los espejismos del éxito y la fama son los puntales de un modelo que antepone el individualismo radical e implacable a cualquier consideración social. Adicionalmente se evidencia otra faceta metafórica en el acento puesto sobre la función que el espectáculo cumple en una sociedad cuya supuesta modernidad libre de prejuicios es desmentida a cada instante por el éxito de divertimentos, como la lucha libre precisamente, impregnados de una masculinidad herméticamente invariable en las reglas de comportamiento que aposenta en los imaginarios colectivos.

En ese sentido el retrato de Fritz que Durkin entrega acentúa el perverso efecto ambivalente de la tóxica tiranía de su manejo de las cosas. Si por una parte ansía sinceramente ver triunfar a sus hijos, el recorte radical del libre albedrío de estos acaba empujándolos hacia la tragedia, signada por los dolorosos episodios dramáticos que les caen regularmente encima, en buena medida debido a que si la solidaridad entre hermanos es la fachada de la convivencia familiar, entretanto en la trastienda, impera la competencia entre ellos, acicateada por el insaciable ansia de gloria del padre, y termina imprimiendo el rumbo a seguir en el día a día.

Así, lo que pareciera ser una mera ilustración fílmica de la lucha libre, es en el fondo un desmenuzamiento de las vicisitudes escondidas detrás de las apariencias de ese supuesto prototipo familiar que al mismo tiempo protege y destruye a sus componentes. Apenas sucedida la primera desgracia Fritz declara: «No podemos permitir que esta tragedia nos defina». Y luego, después de ocurridas las varias otras, les reitera, inmutable, a sus hijos: «Nuestra grandeza se medirá por nuestro triunfo en la adversidad». La altisonancia de tales sentencias sugiere que en realidad se trataba del autoengaño de alguien que no terminaba de comulgar en el fondo con semejantes dichos.

Son inocultables las referencias de Durkin a Toro salvaje (Martin Scorsese/1980) y El francotirador (Michael Cimino/1978). En el primer caso, no sólo por la recurrencia al blanco y negro en el prólogo descrito, sobre todo porque allí ya se ahondaba en las averías de la violencia espectacularizada, y en el segundo, por el lugar central que en la película tenía el resquebrajamiento de la amistad masculina a causa del progresivo menoscabo de la inocencia por la competencia como valor social predominante que trizaba toda otra fórmula de subsistencia en común.

Está claro que Durkin eligió reconstruir la historia familiar de los Von Erich con una sobriedad dramática, no exenta de algunos toques alejados de la fidelidad puntual a la realidad, con un estilo narrativo muy distante de la exaltación heroica a la cual se prestaba el tema. Se le va sin embargo la mano en la moderación, como si hubiese temido incurrir en una falta de respeto a la memoria de sus personajes y de los penosos traspiés que debieron confrontar.

De tal suerte su descenso a los entresijos oscuros de la condición humana aparece lastrada por una falta de hondura sicológica en la achatada descripción de padres e hijos, no obstante la probada solvencia histriónica del elenco que reclutó, pero al cual forzó a una contención que no ayuda en absoluto al espectador a traspasar la superficie del drama sintonizando con las tristes eventualidades que los personajes reales se vieron obligados a transitar. El trato entre los hermanos cae en el esquematismo y los propios caracteres individuales terminan siendo sosos. Salvo quizás el de Doris, la madre que sobrelleva en angustiado silencio la creciente aproximación al abismo, personificada de modo convincente por una Maura Tierney, a la cual le alcanzan pocos minutos, y mayormente miradas antes que diálogos, para componer una conmovedora criatura. En cambio Holt McCallany, en el rol del autoritario Fritz, parece desaprovechado por los desniveles del guion acerca de su papel. 

Así, a pesar del magnífico trabajo del director de fotografía húngaro Mátyás Erdély, gracias al cual la película va insinuando que lo mostrado podría derivar en cualquier momento hacia una explosión emocional, es justamente emotividad lo que falta, al punto de acabar dejando la sensación de una hechura un tanto hueca e insustancial. No aportan tampoco al espesor dramático el moroso arranque sobrado en minutos y falto de vigor, las incoherencias narrativas con las que forcejea de rato en rato la puesta en imagen, ni la forzada apelación, sobre el final, a una secuencia fantasmagórica totalmente incongruente con el circunspecto tono que impregna hasta esa instancia el relato. 

Ficha Técnica 

Título Original: The Iron Claw – Dirección: Sean Durkin – Guion: Sean Durkin – Fotografía: Mátyás Erdély – Montaje: Matthew Hannam – Diseño: James Price – Arte: Sammi Wallschlaeger – Música: Richard Reed Parry – Efectos: Santanna Dean, Jack Hale, Zack Beshears, Adam Broad – Producción: Len Blavatnik, Danny Cohen, Sean Durkin, Maxwell Friedman, Juliette Howell, Harrison Huffman, Angus Lamont – Intérpretes: Holt McCallany, Maura Tierney, Grady Wilson, Valentine Newcomer, Zac Efron, Harris Dickinson, Scott Innes, Chavo Guerrero Jr., Garrett Hammond, Stanley Simons, Michael Harney, Jullian Dulce Vida, Cazzey Louis Cereghino, Ryan Nemeth, Lily James, Kevin Anton, Jeremy Allen White, Michael Papajohn, Brady Pierce –EEUU, INGLATERRA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Cristhian Ortega: un médico naturópata con misión espiritual

El especialista hace abordajes terapéuticos integrales sobre los tres cerebros humanos: motor, emocional e intelectual

Por Mitsuko Shimose

/ 21 de abril de 2024 / 06:10

Un eneagrama enorme dibujado sobre el piso con lámparas encendidas en cada una de sus puntas y personas sentadas en loto vestidas con poleras blancas y pantalones negros delante de estas luces lo rodean. En el medio, se percibe una especie de mantel circular con cinco velas encima: cuatro en el sentido de los puntos cardinales y una que resalta por su altura al centro. El eneagrama es un mapa de la mente humana que ayuda a explicar con claridad cómo son las personas y su forma de relacionarse con los demás. Es un grafismo en forma de estrella de 9 puntas, representando los tipos de personalidad, rasgos, virtudes, defectos y tendencias psicológicas.

Es con esta exploración sobre las personas y su relacionamiento entre sí que Cristhian Ortega, médico naturópata, busca ayudar a sus pacientes. Para él, “no solamente somos un cuerpo, somos sensaciones, emociones, pensamientos y tenemos una vida espiritual muy profunda”. Es por ello que lleva más de siete años realizando abordajes terapéuticos integrales, es decir, abordajes que toman en cuenta, según explica, los tres cerebros humanos: el motor, el emocional y el intelectual, porque “somos seres tricerebrales”. Este entendimiento lo condujo a la Naturopatía, la cual “podría ser el puente que permita al campo de la salud crecer y abordar de maneras inteligentes y gentiles los procesos que actualmente están atravesando no solo las y los pacientes, sino toda la humanidad”.  

Camino de la Naturaleza

El término Naturopatía proviene del inglés Nature y Path o “Camino de la Naturaleza”; por lo tanto, es un camino natural por el que el ser humano transita en busca de la salud integral, tanto para curarse a sí mismo, como también, y sobre todo, para prevenir cualquier tipo de enfermedad. “Mi relación con lo que ahora se puede llamar Naturopatía fue bastante instintiva. Soy un autodidacta por naturaleza, tuve que reformular diversos conceptos”. 

A partir de esta exploración, progresivamente cambió su cosmovisión de la vida y de lo que es salud: epigenética, nutrición de los tres cerebros, biodrenaje, metilación, campos electromagnéticos, microbiota y microbioma, comunicación mente-cuerpo… investigó todos estos campos del conocimiento para reformular su práctica como terapeuta. Estos son algunos de los conceptos más importantes que poco a poco fueron modificando su forma de abordar lo que convencionalmente se conoce como enfermedad y que desde la Naturopatía se consideran procesos. Después de toda esta exploración conceptual, se contactó con el Centro Andaluz de Naturopatía y comprendió que la definición de Naturopatía tenía afinidad con todo lo que había estado investigando.

Ortega empezó a recorrer esta senda desde que le fueron insuficientes los conocimientos básicos que ofrece la medicina alopática, por lo que desarrolló una perspectiva propia en el tratamiento de los pacientes con una visión más natural de la medicina. Explica que este abordaje posee tres pilares fundamentales: aspectos nutricionales, procesos de biodrenaje (comúnmente conocido como desintoxicación) y aspectos psicoemocionales, relacionados con las tensiones que generan las relaciones humanas del paciente, no solo con su entorno social sino con su ecosistema tanto interno como externo. “Ahí es donde entra la parte emocional e intelectual, lo que siento y lo que pienso también es importante en el equilibrio de mi cuerpo y fisiología”, resalta.

Antes de ser naturópata, Ortega trabajó por un tiempo como médico general, pero cuenta que la forma de abordar los procesos que atraviesan las personas le pareció insuficiente, demasiado reduccionista, siendo su principal forma de tratamiento los fármacos y drogas de alta potencia, dejando de lado aproximaciones naturales, más accesibles y al mismo tiempo más sutiles y menos agresivas para el cuerpo: nutrición, herboristería, termoterapia, acupuntura, homeopatía, experiencia somática, biodrenaje, suplementos, etc. “Todos estos son métodos que parten de la propia naturaleza para alcanzar el equilibrio y que pueden aportar enormemente con sus investigaciones y fórmulas a la medicina occidental que se niega a ampliar la mirada”.

Respecto a que la Naturopatía sea concebida como “medicina alternativa”, Ortega dice que no le gusta ese término, ya que ese concepto implica una relación especialmente conflictiva entre la medicina occidental y el resto de abordajes que buscan equilibrar la salud y que se tiende a denominar como alterno. “Implica que la medicina desarrollada principalmente en Occidente es la principal y el resto de abordajes son alternativos, posibilidades relegadas a un segundo plano, porque se nos dice que las aproximaciones naturales carecen de la base científica que solo posee la medicina convencional”.

Si bien la medicina occidental contiene esa base, desde su punto de vista está dejando fuera de su cuerpo teórico importantes conceptos que también son fundamentales en la salud, frenando así su desarrollo. “Como ejemplo podemos hablar de la tensión emocional que muchos pacientes sufren en su vida, ya sea porque han perdido a un ser querido, o porque su ecosistema familiar se ha roto, o porque han sufrido violencia en su infancia. Desde la medicina alopática esto compete al psicólogo o, peor aún, al psiquiatra. Si revisamos la increíble cantidad de estudios científicos que ahora tenemos a la mano y que día a día se incrementan, veremos por ejemplo que muchos pacientes con enfermedades autoinmunes (artritis, lupus, fibromialgia, etc.) han sufrido emocionalmente cuando eran niñas y niños. Por tanto, no podemos dejar de lado esta parte de la dimensión humana si queremos ayudar a estos pacientes”.

Ahí es donde la Naturopatía puede ayudar, pues él asegura que “lo que necesitamos más que nunca en el campo de la salud son profesionales con manos y corazón cálidos. Si contamos con este tipo de profesionales, todo acto humano será seguro y para el bien de nuestros semejantes”. Ortega asegura que el campo de visión de la Naturopatía es más amplio, algo que la conduce a la investigación de conceptos que pueden permitir una evolución en el área de la salud.

El Cuarto Camino

eventos. Afiches de encuentros de Danzas Sagradas en Madrid, Santa Cruz y La Paz (arriba) y Taller de Nutrición para Niños en el CCELP en 2023 (abajo).
Afiches de encuentros de Danzas Sagradas en Madrid, Santa Cruz y La Paz (arriba) y Taller de Nutrición para Niños en el CCELP en 2023 (abajo).

Esta amplitud de visión que ofrece la Naturopatía y su manera de concebir la salud de manera integral se complementa con el Cuarto Camino, un laboratorio espiritual, una Enseñanza traída a Occidente por George Ivanovich Gurdjieff, con el fin de “permitirnos, en estos tiempos tan álgidos, conectar con algo más grande, despertar y afrontar la vida a la Luz de la Consciencia”.

“Personalmente he estudiado esta Enseñanza desde muy joven y me ha permitido integrar poco a poco las distintas dimensiones de mi vida interior. Vivimos muy afanados en el mundo exterior, afectados por el vaivén de los eventos, pero carecemos de la inteligencia suficiente para abordar con esa misma intensidad y atención nuestra vida interior: nuestras sensaciones, nuestras emociones y nuestros pensamientos. Ahí hay un campo rico de exploración del cual la educación actual prescinde casi totalmente. ¿Será esta la causa de la desesperación y el sufrimiento que estamos viviendo como especie?”, se pregunta.

Pero, ¿quién fue Gurdjieff? Ortega cuenta que Gurdjieff nació en Armenia, “una región sumamente interesante por su ubicación geográfica ya que se halla entre Oriente, Occidente y Rusia, lo cual implica que Gurdjieff tuvo la posibilidad de desarrollarse en un contexto de mucha riqueza cultural y espiritual”. Fue un buscador incansable que viajó por las distintas cunas donde se irguió la sabiduría milenaria. A principios del siglo XX, llegó a San Petersburgo donde fundó su primera Escuela. Allí se le unieron seres humanos de gran inteligencia que luego se harían cargo de difundir sus enseñanzas, agrega.

Una de las particularidades de su amplio cuerpo de estudios fueron las Danzas Sagradas, las cuales provienen de lo que él denominaba Arte Objetivo, no un arte para asombrar o acrecentar el ego, sino para Despertar a quien practicara con dedicación y entrega este Arte del Movimiento. En 1922 llevó su Escuela y Enseñanzas a Francia y luego a Estados Unidos donde realizó varias presentaciones de las Danzas Sagradas.

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Denominó a su Enseñanza como Cuarto Camino, que tenía por misión integrar el conocimiento científico de Occidente y la sabiduría de Oriente. Desde entonces varias escuelas se han formado alrededor de sus Enseñanzas, siendo una de ellas la Escuela Camino 4, cuya sede principal se halla en España pero que a lo largo del tiempo se ha establecido y difundido a distintos lugares de América Latina, incluida Bolivia. “Hoy en día en Bolivia, tenemos grupos de estudio tanto en La Paz como en Santa Cruz”.

Para las personas que estén interesadas en recorrer esta profunda investigación, los cursos se abren dos a tres veces al año, cuando llega el director de la Escuela, Uttam Módenes. Precisamente uno de esos cursos se llevó a cabo a inicios de este mes. “Es difícil explicar lo que realizamos durante este periodo Juntos, ya que una explicación verbal sucinta podría desvirtuar lo que se vive sutilmente desde la experiencia. Sin embargo, podemos decir que realizamos distintas prácticas dirigidas a despertar del sueño psicológico en que la humanidad se halla postrada, buscamos la posibilidad de Ser: transubstanciarnos para Ser. Una de esas prácticas, por supuesto, son las Danzas Sagradas que nos han llegado desde la sabiduría milenaria de una Humanidad Despierta”.

El grupo en La Paz se reúne cuatro veces a la semana para estudiar las Danzas Sagradas y otras prácticas. Las personas interesadas en saborear las Prácticas del Cuarto Camino, pueden contactarse al número 78845645.

Las prácticas —tanto las espirituales como las relacionadas a la salud física y emocional— son realizadas en AmanaSer, que se creó hace siete años como un espacio dirigido al equilibrio humano desde distintos abordajes: psicoemocionales, psicológicos, pedagógicos, artísticos, biológicos, etc. “Recientemente hemos ampliado su espacio físico en Miraflores, en la Av. Pasoskanki (edificio Killa, piso 2), donde nos dedicamos a implementar los tres pilares hacia el equilibrio de los cuales ya he hablado: nutrición, biodrenaje y manejo psicoemocional”.

AmanaSer busca ayudar a los pacientes con procesos crónico-degenerativos a través de terapias y protocolos naturales, cuyo fin es restablecer el equilibro humano, por lo que se ofrece couching en nutrición, consultas médicas, manejo de procesos metabólicos, terapias de relajación, sauna infrarojo, meditación, cursos y talleres dirigidos a prevenir el desarrollo de procesos patológicos.

Todo aquel que quiera formar parte de la comunidad AmanaSer, puede unirse al grupo de WhatsApp al 76767696 y seguir la página de Facebook  Fundación Cerebro.

“Hace 10 años abrí una página de Facebook llamada Fundación Cerebro, donde compartía posts sobre todos los aspectos teóricos relacionados con la neurología y su aplicación transversal en otros campos del conocimiento como marketing, psicología, creatividad, desórdenes psiquiátricos, etc., etc. En ese entonces no existía un espacio así en redes sociales y por eso llegué a captar a mucha gente (se suscribían alrededor de 10 personas por día)”.

A partir de ahí, Ortega señala que después, por alguna razón, Facebook empezó a limitar su contenido y por eso, aprovechando la cantidad de seguidores que ya tenía, decidió utilizar ese mismo espacio para subir conferencias relacionadas con la salud integral y la medicina natural y preventiva sin necesidad de cambiar el nombre de la página.

Texto: Mitsuko Shimose

Fotos: Cristhian Ortega

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