Ramón Tito entre la piedra y el río
La Avenida del Escultor, casi llegando a la Muela del Diablo, alberga el taller del artista paceño. La vía recibió el nombre en reconocimiento a una vida dedicada al cincel
Al igual que la piedra, Ramón Tito Villegas, maestro escultor, es hombre de pocas palabras. De voz melancólica (ya que “antes se vendía”, antes eran mejores tiempos para las artes plásticas, insinúa…), pero de muchas sensaciones, gestos, formas: su sonrisa inmóvil imita las curvas limpias y continuas que él trabaja en sus esculturas, sus ojos oscuros brillan con la potencia del basalto, sus manos invitan con la precisión del cincel a que pasemos a su casa. Sin embargo, su forma no puede reducirse a la rigidez ni la dureza: en su voz hay un dejo dulce de esperanza, en sus acciones hay un nomadismo, un moverse que recuerda al río que alberga a la roca, que la pule y le da un intenso resplandor: así como él también hace.
Casi llegando a la Muela del Diablo, en la Avenida del Escultor (llamada así en su honor), vive este artista. Trabaja en un jardín prestado de un vecino “que pronto se va a venir a vivir aquí y voy a tener que mudarme al campo” y al lado, en una especie de garaje, muestra sus obras que tiene por montones (aunque él me dice que son pocas para lo que en realidad ha hecho, porque está exponiendo en todo el país), de distintos tamaños, colores, texturas: “mármoles, calizas, basaltos, areniscas, también hago madera un poco”, todo traído del interior del país porque “materia prima aquí —en Bolivia— hay bastante, por mi humildad yo he decido hacer escultura”. Al fondo se ven un par de acuarelas con paisajes típicamente altiplánicos: el Illimani, las llamitas…
“Mirá”, dice señalando un torso femenino de piedra de al menos metro y medio justo detrás de mí, “me gusta el color, la textura, parece madera”. Me cuenta que entre seis personas han sacado esa piedra, que antes de ser pulida fue ligeramente más grande, del Valle Secreto. A veces necesitan excavadoras y palas mecánicas para obtener su material de trabajo. A pesar de que cerca de su taller hay materia prima, ésta está entre montañas y ríos: “en la cumbre hay harto”, me dice, “pero ya no puedo ir solo, te amenazan hasta de muerte”. La gente sospecha que él esté buscando otra cosa, las comunidades no entienden por qué alguien quisiera llevarse piedras.
“La pintura puedes trabajar muy sosegadamente en la casa, ¿no? Sin quejarte de nada. Por el contrario, la escultura, uy… es polvo, ruido”, indica el artista con voz triste, ronca. Su ropa de trabajo, como para confirmar lo afirmado, está cubierta de polvo, el rojo de su polera ya casi no es rojo, el desgaste se nota también en él. “Me afectó mucho: tengo una operación (de los pulmones) a causa de esto, por no usar implementos, mascarilla, ahora sí uso”. Sí o sí tiene que trabajar al aire libre “bajo el sol o la lluvia”, su sombrero de explorador verde, de esos que cubren hasta el cuello, confirma lo dicho… Como si cuando trabajara la piedra, también el mundo trabajara sobre él: su visión del arte no puede separarse de su visión de la vida.
Por las cantidades exageradas de polvo que produce, “los vecinos se han quejado”; donde vivía antes le pasó lo mismo. Cuando se mudó eran solo tres los vecinos, pero la modernidad se acerca cada vez más y él tiene que alejarse. A pesar de esas quejas, cuenta cómo lo reconocen y que eso también lo llena, ya se mencionó el nombre de la calle; pero falta decir que trabajó con sus vecinos para conseguir auspicios y, luego, con sus propias manos, adoquinar la calle.
Orgulloso, nótese el cambio en su voz, también muestra los premios y reconocimientos que le han brindado distintas entidades, por ejemplo, la Alcaldía paceña.
Ha tenido muchas exposiciones, “en casi todos los países del mundo”, dice. Aunque él no ha salido al exterior, los factores económicos no se lo han permitido, solo su obra.
Ha dedicado 42 de sus 62 años de edad a la escultura. Dice que esto le ha traído enfermedad, soledad, problemas económicos. ¿Por qué continúa? Brilla la ambigüedad, me responde con sus dos voces, entre el río y la piedra: “Yo llevo en el alma el arte, ¿no? Ese es mi alimento, de eso vivo”. De ahí en adelante su voz es río, afortunado homónimo: río es también una conjugación del verbo reír. La escultura le ha dado mucho más de lo que le ha quitado, algo que quizás solo se ve en la obra y no pone en palabras.
“Mis abuelos eran picapedreros, trabajaron incluso en el templo, en la Basílica de la Virgen de la Candelaria de Copacabana. En cambio mis papás eran más artesanos, aunque también trabajaban con piedra, de ahí vengo”. Se formó en la Escuela Nacional de Bellas Artes Hernando Siles, experiencia de al menos 11 años que fue narrada en el libro Entre la Pachamama y la galería de arte, del antropólogo Hans Christian Buechler (2006: 103). Ahí conoció a su maestro, Víctor Zapana, famoso escultor boliviano fallecido en 1997. “En todas las materias nos incentivaba”, recuerda Tito. Zapana era un maestro “muy estricto, con solo decirte que a todos los otros profesores se los metía al bolsillo”, y el gesto de una mano replica sus palabras. Su voz es ligeramente más juguetona, sus ojos se entrecierran un instante.
De él hereda la visión sobre el arte, dice Antonio Paredes Candia sobre el maestro. “Zapana seguramente descendía de aquellos taumaturgos que forjaron Tiahuanacu, sabios cuidadores del secreto, del misterio que guarda la piedra” (Buechler: 62). También señala que él sería “parte del movimiento escultórico que se impone en Bolivia con Marina Núñez del Prado y Emiliano Luján” (Buechler: 63). A esta estética que encuentra la belleza ya en la propia naturaleza y solo la manifiesta también pertenece Ramón Tito, me cuenta que ha hecho esculturas desde cinco centímetros hasta cuatro o cinco metros: “esas grandes en Santa Cruz están”.
¿Cómo ve la escultura boliviana? “Hace años, no muy tan lejanos, he visto, en El Alto más que todo, buenos escultores, buenas obras, pero se van desapareciendo… Supongo que es factor económico, deben tener familias y no hay apoyo.” Menciona de pasada que su hijo, un ingeniero, lo sostiene a él: hace 13 años, cuando Buechler entrevistó al niño de entonces 14, él ayudaba a su padre a hacer esculturas y mostraba un fuerte deseo de ser artista. ¿Por qué se habrá desanimado?, irónicamente se preguntaría el lector.
A pesar de que le gustaría vender, ese no es su mayor objetivo. Ramón demuestra un amor al propio trabajo, al proceso que implica ir a buscar piedras, seleccionarlas, porque desde el momento que la elige, él ya ve en ella una figura, él solo la potencia, la pone en evidencia. Piensa que en algunas galerías solo les interesa vender, “a 100 bolivianos lo venderían si les dejarás”, pero su respeto por el arte le hace esperar “tiempos mejores”.
“Seguir adelante, incentivar a los futuros artistas que hagan escultura, pocos tenemos. Bolivia es un país de escultores, desde nuestra cultura, desde los tiwanacotas, desde los incas que somos descendientes.” Llama la atención su frase, quizás su noción de escultura es la lógica de la piedra y la de río, aunque para él parece claro que ahora somos más piedra que otra cosa, aunque insiste “mejores tiempos van a venir”, como profeta que indica que el río volverá a fluir.
Salgo de su casa, veo sus cuatro o cinco perritos, las filas de piedra sin trabajar en el balcón del piso superior; miro por última vez la contextura delgada de Ramón, quien ya se dirige de vuelta a su lugar de trabajo. Aprovecha cada segundo y sus piedras, entre ríos, no hacen más que multiplicar su belleza y su cantidad.
Pasión por la piedra
El artista Ramón Tito nació en La Paz el 24 de agosto de 1954. Alumno de Víctor Zapana Serna (1926-1997), estudió en la Academia Nacional de Bellas Artes Hernando Siles, se especializó en Pintura (1980), Escultura (1982) y Grabado (1984). Ha realizado casi un centenar de exposiciones, entre individuales y colectivas, nacionales e internacionales.