EL ETERNO RETORNO DE SANTIAGO BLANCO (a puro machete)
Son pocos los autores y personajes de novela negra en Bolivia. El más capo, el más gordo, el más pendejo es creación de Gonzalo Lema

Santiago Blanco es un personaje excepcional en las letras bolivianas. Lleva 20 años dando vueltas y resolviendo casos. Expolicía y exdetective, ha aprendido a freír y comer sábado para no morir de hambre y no sentir la discriminación en Villa Montes. Sigue dramatizando sobre su pasado y su moral es la de siempre, flexible. “Blanquito” se nos está haciendo mayor, a medida que envejece, come y bebe más. Ha dejado atrás su etapa más negra, cuando tuvo que vivir debajo de un puente en Cala Cala (Cochabamba) y ahora “disfruta” del calor del Chaco Boreal. Idolatra al Wilstermann del 72 y al Real Madrid de la “Quinta del Buitre” y no olvida sus tiempos de arquero y esa chapa futbolera inigualable, Dormido. Es un perdedor y un hombre terriblemente solo rescatado por Gladys, su memoria/soporte/amor. Su hambre es de sed, conserva una sana gordura y en su última aventura Hola, mi amor (Plural editores, 2021) de Gonzalo Lema vuelve a la pega: balaceras y muertos en la frontera entre prostíbulos de mala suerte con nombre risueños como “La Perla” y boleros que nunca mienten.
Santiago Blanco vive en tres libros de cuentos y en tres novelas de Lema. Y en la patria de papel de muchos lectores y lectoras. “¿Cuándo vas a matar al Santi?”, pregunto al “Chaly” por teléfono y éste responde sin dudar: “es probable que él me mate a mí primero”. Miente el escritor como se mienten en las novelas negras. El abogado/personaje Lema es la elegancia/finura seductora que a Blanco alguna vez le gustaría alcanzar. Por eso, no lo mataría nunca. El machete, sin embargo, asoma vigilante.
—Don Santiago, punateño de corazón, se despide una y otra vez pero siempre vuelve: al amor y a los casos imposibles. ¿Por qué?
—Blanco no es, precisamente, un hombre afortunado. En el amor tiene el remordimiento profundo, una “piedra” grande en el pecho, de no haber prestado la atención debida a sus sentimientos para con Angelina, la adolescente nieta del General que lo contrata para cuidar las manos del Che. Esa desatención provoca el peor de los finales en una historia de amor; en cuanto a Marilú, su esposa de pocas semanas, ella se avergüenza de su carencia absoluta de ambición profesional y provoca la fractura de la relación. Lo presentaba a los amigos como futuro Ministro de Gobierno o futura eminencia en materia penal, y él, mientras tanto, se pensaba continuando de investigador adjunto en la “institución”, algo muy humilde. Creo que hizo bien en dejarla o hacerse dejar; con Gladys es un tema más profundo: ella, una prostituta de prostíbulo clandestino, ha de convertirse en católica militante, catecúmena, 30 años después. Él, investigador entonces, cervecero y mujeriego, ha de seguir siendo lo mismo pese a sus 58 años. Casi es obvio que se manifieste la incompatibilidad. Respecto a la “institución”, Blanco acumula una pesada decepción debido a la corrupción creciente. Un día, esta piedra caliente revienta en muchos pedazos y lo expulsa a la acera, en la plaza principal de Cochabamba, sin edad para jubilarse, pobre y sin futuro. Estas vidas son más numerosas de lo que advertimos. No es nada excepcional.
—El amor con la Gladys, desde la época del “clande” de la calle Calama, ahora se traslada a Villamontes y su “paraíso”. ¿Por qué la Gladys lo perdona una y otra vez? ¿Lo hace a cambio solo de ratitos de felicidad?
—Sí, creo que es certero afirmar que le bastaban los “ratitos” debido a la vida que ella misma llevaba. ¡Era una prostituta! ¿Qué podía “pretender”, además de un humilde investigador de la Policía? Sin embargo, Gladys, que en ese tiempo se llamaba Soledad, nunca fue su mujer. No “hizo” cuarto con él. Como estaba enamorada de Blanco, se hizo cortejar hasta que las circunstancias arrancaron a Blanco de la institución y lo depositaron bajo los puentes. Se reencuentran muchos años después, con él mayor de 40 años y ella concesionaria de un kiosco cochabambino en la avenida América y Libertador. Gladys lo salva del hambre, pero no se hace reconocer. Luego viene su historia de amor mientras él es portero del edificio Uribe, del frente al kiosco. Se aman y piensan que pueden ser pareja. Los “ratitos”
quedan atrás para enfrentar la vida juntos en Villamontes. Creo que se trataba de una verdadera historia de amor. Dos personas muy golpeadas, maduras, lindas a su manera.

—¿Cambiará alguna vez Blanco su carácter contestón e irreverente con el poder? ¿Qué tanto de Lema hay en “Santi” y viceversa?
—Yo quisiera que la vida funcione bien en todo aspecto para que todos nos dediquemos a ser felices. Sé que no es así y que nunca lo fue ni lo será. Santiago Blanco es, si se puede, más pesimista aún, porque en la institución comprendió que ni siquiera es posible alcanzar la justicia. Pero, al mismo tiempo, es terco y no se rinde y busca encontrar la verdad en los casos que investiga. Inclusive, en un principio, comentó que le gustaba discutir con el criminal o delincuente las razones íntimas que lo habían conducido a cometer un crimen. Un ilícito, como también se dice. No sé qué conclusiones sacaba. Yo ni siquiera eso. Escribo y leo, observo. Entiendo el poder político como cohesión al interior de una república o Estado, pero el abuso de poder me entristece hasta llevarme a escribir. No le rindo loas al poder, lo critico siempre. Bueno, quizás compartimos el mismo sentimiento más de lo que pienso.
—El tiempo lo volvió también nostálgico y sentimental, pero ahora vuelve a las andadas para resolver otro caso entre frontera y “patapilas”. ¿Sigue leyendo suplementos de cultura? ¿Sigue idolotrando a Mitre? ¿Cómo hace para ver/escuchar a su “Wilster” querido?
—Creo que la infancia lo convirtió en nostálgico y sentimental. Él fue criado básicamente por su tía Julieta, chicharronera en Punata, y no sé cuánto extrañaba a su mamá. Su nostalgia está anclada en un pasado que, entiendo, nunca vivió. Es una nostalgia poética, cierta pero inventada. Ahora, debido al oficio, es un hombre duro, muy capaz de soportar desilusiones, fracasos, frustraciones y golpes. Al mismo tiempo, es sentimental. Se conduele por las penas de una madre, de un niño, de un anciano… Se conduele de él mismo, al menos si carga muchas cervezas en el cuerpo y escucha boleros. Ese estado de ánimo, y su sempiterna curiosidad, hace que sea lector de suplementos culturales, siempre en Cochabamba y ocasionalmente en Villamontes. Le presta atención a la poesía de Mitre y Antonio Terán. Lee cuentos y opiniones hasta que alguna lo hace sonreír. Le gustaba ir a ver al Wilstermann pobre sin sus figuras campeonas del 80/81, peleando por estar en la panza de la tabla. Pero con los años se contenta con saber los resultados, nada más.

—¿Qué diría Blanco de los ataques de otros literatos y académicos que recibe Lema sobre trasladar/imitar/copiar al Pepe Carvalho de Manolo Vázquez Montalbán hasta la Bolivia glotona?
—Lo más probable es que no diga nada, que ni siquiera se alce de hombros. Él tampoco simpatiza con Lema. Pero en la vida, más concretamente en la sociedad, la simpatía y la antipatía son pan de cada día. Por lo demás, el literato criticón parece ser más glotón que Blanco y no debería extrañarse de encontrar comilones a su lento paso.
—Desde el inicio de Hola, mi amor aparecen tres señas de identidad innegociables de la serie Santiago Blanco: la capacidad para narrar de manera ágil, el cuidado por los detalles/personajes secundarios y el inevitable sentido del humor. ¿Cómo manejas ese tridente?
—Blanco tiene hasta ahora 19 cuentos y tres novelas, así que hace tiempo que camina por cuenta propia. Yo lo conozco lo suficiente como para intuirlo bien y me he propuesto respetar sus sentimientos, su ética y sus eventuales desmadres. Le soy rigurosamente fiel. A Gladys también la conozco y comprendo. A Lindomar Preciado Angola lo he conocido en las calles de Cochabamba y es mi buen amigo, con gran afecto y respeto. Los quiero, como se advierte. No me ha tocado ninguna circunstancia que me obligue a tomar partido por ellos, hasta ahora todo ha sido natural. Son seres muy vitales y muy bien intencionados. Son graciosos aun en la pena. Se manejan solos, aunque yo soy su transcriptor.
—Blanco es sinónimo de “cochabambinidad”, para lo bueno y lo malo. ¿Cómo trabajaste el personaje desde lo gastronómico en un nuevo escenario como es la frontera de “western” chaqueña y el recuerdo de la guerra?
—Creo que Blanco ha trasladado su “cochabambinidad” a Villamontes. Como tiene dinero, come y bebe mucho; como hace calor, evita la chanka de pollo. En el mercado encuentra bastante variedad colla y en el restaurante El Paraíso de Gladys está el sillpancho orejudo con doble o triple huevo que le prepara la cocinera Guillermina, su paisana punateña, para la cena. Como es frontera y él investiga inclusive por las noches lleva siempre su machete. Bebe cerveza como en cualquier confín de la patria. Vive con cochabambinos, salvo la nuera de Gladys que es chaqueña. Blanco camina por los senderos del monte chorreando a mares, de ojotas, y en vez de poetas y jubilados de la plaza de Cochabamba, encuentra a un benemérito divertido de la Guerra y a un fiscal inteligente y reposado que lo entiende. Bueno, no he encontrado dificultades que no haya podido superar.
—Si en los primeros relatos de Santiago Blanco (Un hombre sentimental, 2001) aprovechabas para retratar un país en crisis, para ahondar en lo más oscuro de nuestras realidades, para diseccionar a la Policía boliviana en un microcosmos brutal extendible en sus vicios, defectos y virtudes al resto de la sociedad, ¿qué hallaste diferente en Villamontes? ¿Extraña “el Santi” Punata y la “Llajta”?
— Entiendo que Blanco no extraña Punata, aunque por supuesto que siente que allí pertenece. Él es punateño y luego es cochabambino de la ciudad. Sabe que en las ciudades están los barrios muy privados, con guardias en la puerta, los edificios de apartamentos, de oficinas y que por las noches algo se mueve además de Santa Klaus. Si se trata de vivir lo cotidiano, él ha de frecuentar los comedores de los mercados y ocasionalmente las esquinas con toldos donde comen los taxistas y los gustosos de clase media. En Villamontes está el mercado central, que es precioso y encierra la casa del alemán donde Salamanca sufre el golpe de Estado de 1934. Hay más mercados, porque es una magnífica ciudad: planificada, de calles y avenidas anchas, repleta de árboles y con el Pilcomayo a un paso. Es una ciudad con frontera próxima, con bastante dinámica económica. Esto hace que haya mucha gente, que la sociedad sea un conglomerado con muchos anónimos y que exista el crimen. Bueno, la verdad es que la delincuencia enraíza con facilidad donde viva el ser humano.

—¿Sigue siendo “Blanquito” un anarquista de derechas? ¿O la comida es su única patria?
—¡Santiago Blanco no es un hombre de “derechas”! No hay un solo indicio que justifique esa afirmación. Y tampoco es anarquista, ni siquiera en su matiz más suave. Él fue udepista, porque es la UDP, en su connotación general, la que instala esta democracia en 1982. No sé cómo habrá votado a partir de 1985, aunque podría aventurarme a decir que apoyó a los partidos que componían esa coalición. Más bien advierto que no le gusta la gente rica, platuda, salvo que sea culta como el señor que tocaba saxofón en la novela Dime contra quién disparo. Su “entorno” social ha sido de gente muy pobre, alguna expresidiaria, alguna delincuente común, algún clase media sencillo y encantador. Bueno, ahora parece que no tiene a nadie a su alrededor. Pero, ¿de cómo podría ser de “derechas”? La izquierda nacional aún ahora tiene muchos matices y él debe militar en alguno de ellos. Voy a preguntárselo apenas pueda. Ojalá tenga ganas de conversar conmigo.
—¿Hay chance de que el desengañado de Blanco abandone su visión de Bolivia como un país “arguediano”, fatalista y “cucarachista”?
—Que yo recuerde, es Lindomar Preciado quien pregunta si no podemos vender este país tan feo y comprarnos uno bonito junto al mar. La reacción de Blanco es, más bien, de indignación. Él riñe a su ayudante y saca cara por los indígenas que viajan con ellos en la carrocería del camión en las montañas subandinas. La visión “arguediana” está presente en ciertos bolivianos, no lo dudo, pero Blanco está contra esa gente. Él no es racista, de ninguna manera. Él es, más bien, un nacional-popular a cabalidad. Es cierto que no es optimista, pero ¿quién es optimista frente a tanta corrupción? Porque el problema número uno es la corrupción material, intelectual y sentimental que rebalsa en nuestro país. Todo lo demás se puede entender como un proceso en marcha y se puede esperar buenos resultados, aunque sea en las calendas griegas. Pero la corrupción nos divorcia de la política, de la burocracia, de la justicia, de la sociedad, etcétera. Blanco reacciona en consecuencia. Es uno más. E imposible que tenga la conducta “cucarachista”. Es todo lo contrario: frontal, sensato, capaz de decirse la verdad y de decírsela a otros. Algo más, que también me gustaría indagar en su visión de patria: yo sospecho que apoya la sabiduría de las masas, en especial las de noviembre. Que también este tema quede como pendiente.

—Hace cuatro años publicaste en Cataluña la segunda novela de la saga SB Que te vaya como merecesy ganaste la 11ª edición del Premio de Novela Negra L’H Confidencial, ¿qué fue lo mejor y peor que te pasó a raíz del logro?
—Todo fue de lo mejor, lo afirmo con convicción y agradecimiento. El libro publicado por la Editorial Roca es precioso, el premio fue bastante y suficiente, y la presentación y cobertura me sorprendieron por su generosidad. En Barcelona hice amistad con Jordi Canal, el director de la Biblioteca Negra, y quisiera conversar muy a menudo con él. Ese premio me llevó a la feria de Miami y me posibilitó conocer a otros escritores y comprender mejor los caminos que tienen los libros ante sí. Además de Barcelona, visité Madrid en compañía de Pedro Shimose, Andalucía y Lanzarote, la isla donde vivió Saramago, guiados por grandes amigos. Quisiera ganarlo otra vez, pero está prohibido que alguien lo gane dos veces.
—Tu amor incondicional por el género negro es consecuencia de tu universo narrativo cargado de pesimismo existencial. En los relatos al margen de la serie de Blanco, como en Después de las bombas (editorial La Hoguera, 2012) también retratas un universo sombrío donde el olvido todo lo puede. ¿Era inevitable que desarrolles por ende una colección y un personaje de serie negra durante 20 años?
—Santiago Blanco me ha sido inevitable desde que leí El largo adiósde Raymond Chandler, hace 35 años. Es importante que explique por qué: la influencia más fuerte que he sentido para escribir novela policial o negra proviene de la lectura, no de la realidad, ni del cine o la televisión. Cuando leí a Chandler entendí la importancia de la trama; luego, con más novelas suyas, y de otros clásicos del género, reparé en la importancia de una buena prosa. Con esa conciencia volví a fijarme en la realidad de todos los días. Lo que muestra y lo que esconde. Al mismo tiempo, como cualquier persona, sé que no todo está cubierto de sospecha y por eso escribí los cuentos de ficción. Ahora, como un común denominador, soy consciente de mi pesimismo relativo. No obstante, no soy un pesimista perdido para la redención. Me bastaría hallar buena fe y transparencia en los políticos para modificar mi ánimo. Que gobiernen para todos, sería un paso esencial. Que expliquen sus medidas para que midamos su grandeza, también sería muy importante. No me sorprendería volverme un optimista moderado casi de inmediato.
—Son contados los detectives y obras de género negro en Bolivia, ¿por qué crees que no tenemos más Blancos y más Lemas?
—Bueno, menos mal que solo hay uno de cada uno de ellos, así todos estamos aliviados. Juan de Recacoechea tiene sus preciosas novelas, muy parejas, anteriores a las mías. Hay cuentos policiales sueltos y alguna otra novela. Bien puede suceder que se publiquen varias de pronto. Nuestras sociedades son cada vez más anónimas y el vecindario va perdiendo el control social. La delincuencia crece y la Policía tiene dificultades para darse abasto. Algo más, muy importante: la novela urbana ha de reclamar más centralidad del género policial.
—¿Lees literatura nacional? ¿Qué libro estás leyendo ahorita?
—Leo literatura nacional con mucho gusto. Leo, además, libros nacionales escritos por cientistas políticos, sociólogos, psicoanalistas, músicos, poetas, literatos, etcétera. El penúltimo libro nacional que he leído es de Antonio Mitre, La pantalla indiscreta, una investigación en detalle sobre la cartelera de cine en Bolivia desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, y el último, hace una semana, es una recopilación de ensayos políticos de Fernando Mayorga, Crisis y cambio político en Bolivia. Ahora estoy leyendo El retorno del profesor de baile, de Henning Mankell.
FOTOS: RICARDO BAJO Y ARCHIVO LA RAZÓN