Miradas: una muestra a ciegas
Recorrimos la muestra bianual del MNA ‘Miradas indígena, originaria, campesinas’ con los expertos Narda Alvarado, Valeria Paz y Edgar Arandia
Un recorrido crítico por la exposición bianual del Museo Nacional de Arte
La nueva exposición bianual del Museo Nacional de Arte es un extravío, un fuego amigo, un tiro en el pie, un naufragio. Miradas indígena, originaria, campesinas carece de propuesta/idea; es una mera yuxtaposición de cuadros. La interpelación al visitante y la contextualización no existe. El texto (sin firma) que da la bienvenida a la muestra promete “miradas y análisis en torno a las condiciones de producción, circulación y consumo de bienes culturales y los aportes/apropiaciones experimentados en el campo artístico”. Esas “miradas” y esos “análisis” brillan por su ausencia. ¿El motivo? No hay una línea de curaduría, ni se la espera. No hay método, ni rumbo, ni investigación. Pareciera que se entró al depósito del Museo para rescatar obras con la temática del título y luego se intentó construir un concepto de curaduría cuando el proceso es a la inversa.
Antes de caminar la exposición, charlamos con Edgar Arandia, Narda Alvarado y Valeria Paz. Edgar “Chino” Arandia, artista y exdirector del MNA, apunta a la línea de flotación: “En la muestra no hay un solo pintor indígena, esa fue mi crítica al título que se suponía novedosa por esa razón. Un título podría haber sido éste: Miradas colonizadas y descolonizadas del mundo indígena o algo así. No supieron qué hacer con un tema muy sensible en Bolivia. Esa mixturación devela el extravío, se nota improvisación y falta de profesionalismo a la hora de planificar una muestra de esta importancia. El MNA es la institución más importante de la plástica boliviana, no se la puede confundir con una galería de la zona Sur”.
La artista/investigadora Narda Alvarado apuntala la línea de argumento: “En la muestra no existe investigación, ni trabajo. La función de un museo es aportar una visión del arte al público. El problema de fondo es que no se cree en la figura de la curaduría y su conocimiento especializado con herramientas pedagógicas y pensamiento crítico. No es solo colgar cuadros, las obras son imágenes, son dispositivos ideológicos que hay que deconstruir con todas sus capas”.
La historiadora de arte Valeria Paz también señala a la (no) curaduría como el pecado original: “Debieron haberse tomado el tiempo necesario para hacer una curaduría más cuidada para una exposición en las salas permanentes. El resultado es que la cultura se vacía de sentido cuando se presenta sin la debida planificación; la atención que merecen las creaciones artísticas; los autores, sus ideas, búsquedas y luchas; su especificidad en relación al particular contexto artístico, cultural, histórico, político del país”.
La muestra de los curadores Osvaldo Cruz y Danilo Villamor (con línea museografíca a cargo de Freddy Taboada) arranca con una sala dedicada a las creaciones artísticas del periodo prehispánico: son reproducciones de arte rupestre en La Paz, fotos de chullpares del cantón orureño de Macaya y cuadros sobre Tiwanaku (uno de Fernando Peñaranda de 1919 y otro de Jorge de la Reza, La conquista de 1929). Ahí surge, iluminada, una de las obras cumbre de Cecilio Guzmán de Rojas: es El triunfo de la naturaleza. Es la corriente artística/política del indigenismo.
Las preguntas que uno se hace no aparecen, ni por asomo: “¿cómo vemos el indigenismo hoy en día?, ¿por qué hay que ensalzarlo y/o cuestionarlo?, ¿no convertía don Cecilio al sujeto indígena retratado/idealizado en un objeto? En la parte trasera del legendario cuadro vemos bocetos de Guzmán de Rojas con dos mujeres desnudas: todo un descubrimiento, todo un misterio.
En la segunda sala aparece la mítica Virgen del Cerro en todo su esplendor. Un pequeño texto trata de explicar su significancia/importancia. Una máscara de diablo fechada en 1983 (propiedad del Musef) está parada frente al Cerro Rico y su virgen/Pachamama. Un retrato de Luis Wallpher Rostro indígena de 1947 mira sin entender. Nadie sabe por qué. El diseño de esta muestra es idéntico a la anterior bianual: Dios y la máquina. Una escultura de Marina Núñez del Prado, India (1951), ha sido colocada junto al famoso óleo de Juan Rimsa, Fiesta altiplánica. Nada dialoga con nada, la “juntucha” reina sobre todas las “cosas”.
En la tercera sala sigue el despropósito: una fotografía (de Tony Suárez) de los lienzos de Joseph López de los Ríos en el templo de Carabuco del siglo XVII (nuestra famosa “Capilla Sixtina”) es enfrentada a unas acuarelas costumbristas benianas de Melchor María Mercado. El texto que acompaña dice: “Asalto del tigre a mi canoa, antes que mostrar la peligrosidad de una escena que podría tornarse trágica, relieva aspectos jocosos de situaciones probablemente acostumbradas en Beni”.
Las obras del barroco mestizo también son desaprovechadas para interpelar y hacer pensar al espectador sobre estrategias de resistencia de ayer y de hoy. La muestra bianual del MNA es una gran oportunidad desaprovechada.
De la tercera a la cuarta sala, damos un salto de tres siglos y nos aparecemos en Warisata con un espacio didáctico sobre el proyecto educativo e indígena de dos gigantes visionarios/adelantados de nuestra historia: Elizardo Pérez y Avelino Siñani. Y sí, compañeros, “trabajo es paz y libertad”. Los grabados del gran Genaro Ibáñez (¿para cuándo un acto de reconocimiento/recuperación de este gran artista paceño?) y los cuadros de David Crespo Gastelú pagan por demás los cinco bolivianos que cuesta entrar a ver la muestra. La creación de Warisata (otra reproducción) de Carlos Salazar Mostajo nos despide con mucho color de la primera planta.
En el segundo piso nos espera la Guerra del Chaco: fotografías/postales de Luis Bazoberry y el dramático cuadro/pintura negra Cama 33 T.B. evacuable (1934) de Cecilio Guzmán de Rojas junto a dibujos de Gil Coímbra, Jorge de la Reza y Raúl G. Prada. ¿Alguna mirada crítica sobre el rol de los soldados indígenas/campesinos durante la guerra y el clasismo/racismo de aquellos años? Ni una palabra, ni una imagen, ni una idea.
La siguiente sala dedicada a la “mujer andina” identifica a ésta con la madre, con la montaña, con la patria, con la tierra, con la fertilidad. Sin comentarios. El espectacular óleo de Guzmán de Rojas, Mujeres andinas casi toca el techo. La Imilla de Miguel Ángel Pantoja calla en siete idiomas. Llegamos a 1952 y aparecen los Mineros de Alandia y la Danza aymara de doña Marina. A un lado de la sala, tres exponentes del expresionismo abstracto: Alfredo La Placa (con Solunandede 1994), Cordillera (1977) de María Luisa Pacheco; y Abstractode María Esther Ballivián de 1968. Frente a ellos, un cuadro costumbrista oriental de Herminio Pedraza y una reproducción de Historia de la medicina, el mural de Alandia Pantoja, sito en el Auditorio del Hospital Obrero de La Paz. El carretón y el expresionismo telúrico no hablan el mismo idioma. La escultura de Víctor Zapana Amukiwawa también calla.
Los cuadros “sociales” (de Zoilo Flores, Protesta popular; de Walter Solón Romero, La mina; y de Lorgio Vaca, Manifestación popular) acompañan con fusil y metralla. Inés Córdova es de las pocas mujeres artistas en la muestra. Sin comentarios. Casi una docena de cuadros (como La puerta del silencio de Fernando Montes y Una explosión del sabor de Álvaro Ruilova) ya han sido apreciados hace escasos meses en la pasada muestra del MNA, La colección del Rey. Los desbarajustes suman y siguen.
La sala dedicada a la wiphala tampoco tiene desperdicio. Vladimir Cruz hace un “Gastón Ugalde” con su Historia y memoria (1991). Un par de “kerus” y unos “unkus” de la sublevación de 1789 nos dejan una escena/diálogo imaginario entre los (no) curadores: “¿acaso no tenemos un cuadro de Tupaj Katari y/o Bartolina Sisa?”.
El texto que abre la “expo” habla de “artistas indígenas” y “artistas no indígenas”, así entre comillas. Y los que se consideran como Arandia artistas cholos, ¿dónde entran? ¿Es Diego Morales —del cual podemos apreciar su gran cuadro Hasta las últimas consecuencias— un artista “indígena” o “no indígena”? ‘¿Y dónde metemos a Max Aruquipa, Antonio Mariaca, Eduardo Espinoza, David Angles o Erasmo Zarzuela? La misma pregunta vale para Zapana, para Marina, para Guzmán de Rojas, para Moisés Chire Barrientos.
La última sala de la muestra, dedicada al arte contemporáneo, no tiene ninguna relación con el (no) concepto curatorial de la misma. Es una falta de respeto “botar” una instalación de Roberto Valcárcel (Significado de las artes, 1986) en medio de una habitación sin contexto.
No obstante, es un primor apreciar individualmente a grandes artistas como Gil Imaná (y sus Las mujeres y el corral), Gíldaro Antezana Rojas (y sus Pencas), Enrique Arnal (con su icónico Tambo), Mario Conde (y su La banda), Cecilia Wilde (y su Jalq’a Lectura 1), Ricardo Pérez Alcalá (y su Un domingo por la tarde) o Diego Morales. Al fondo y para ponerle un toque surrealista aparece una gran fotografía de Wara Vargas de un cholet de Freddy Mamani. Quizás, sin querer queriendo, Roberto Mamani Mamani ha dado en el clavo con el título de su cuadro: La gran fiesta, juntucha de sapos. El más incrédulo de todos es un Aparapita (instalación de 1982) de Gastón Ugalde. Los pasajeros del micro Achachicala 130 de Raúl Lara no saben dónde están yendo; los visitantes del Museo, tampoco. Es una “expo” sin ton ni son.
A la salida de la muestra, volvemos a charlar con Arandia, con Alvarado y con Paz. El “Chino” se ratifica: “No ha habido una investigación previa para el montaje. El Museo no cuenta con un curador(a) adecuado/experimentado(a). Luego cada obra brilla por su calidad o por su mediocridad. El director Iván Castellón es un profesional que tiene buenas ideas, pero está realizando muchas muestras, una detrás de otra, sin un estudio previo, se está pisando la cola. Cree que generar muchas actividades es hacer buena gestión y entonces sacrifica la cantidad por la calidad. La idea del MNA que instalaron las élites lo convirtieron en un repositorio de cosas viejas y mudas. Para hacerlas hablar tienes que investigar los imaginarios que se promovieron desde la colonia, la república y el Estado plurinacional y hacerlas dialogar con el público de ahora”.
La historiadora Valeria Paz se refugia en las prisas: “Entiendo que al no contar con el tiempo suficiente y sumando la falta de información, reflexiones e investigaciones sobre el arte boliviano, ha sido imposible hacer una propuesta más contundente e interpeladora”.
Narda Alvarado cree que la perjudicada de esta muestra “folklorizada/turistizada/acomplejada” no es el propio Museo ni el espectador desorientado sino la misma escena del arte de Bolivia. “¿Cuánto ha costado?, ¿a quién se ha contratado como curadores? El MNA no es una comunidad; tampoco debería ser un museo de propaganda partidaria”. La investigadora de arte Alvarado tiene más preguntas que respuestas: ¿Por qué no se ha contratado a artistas indígenas de hoy para dialogar con las obras de ayer?, ¿no cae la exposición en lo que trata de criticar al ser una muestra otrificadora, occidental y tradicionalista?, ¿cómo abordamos su problema de la representación?, ¿cómo pensaba Guzmán de Rojas y cómo piensan los artistas de hoy de Cecilio?, ¿acaso no es crimen imprimir en lona de PVC reproducciones en un museo nacional?, ¿cuál es la mirada que tiene la curaduría sobre ese término que está en la Constitución de 2009 presente en el mismísimo título de la exposición?”.
Cuando sales del museo no lo sabes. La muestra durará dos años.