El callejón de las almas perdidas
Imagen: Internet
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El oscarizado director mexicano Guillermo del Toro ingresa en el cine negro con una revisita a un clásico del género de 1947
CINE
Guillermo del Toro, el más exitoso de un trío de directores mexicanos (los otros dos son Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón) que imaginaron estar asaltando Hollywood, aunque en realidad se estaban entregando a la voracidad de esa máquina trituradora de talentos y sueños, ha mostrado a lo largo de su filmografía — desde su ópera prima Cronos (1993) de las más prometedoras apariciones en los 90 del siglo pasado— una marcada predilección por el género fantástico —del que se distancia en la ocasión—, si se quiere la metaversión cinematográfica de los viejos espectáculos circenses.
De alguna manera este su nuevo largo rodado cuatro años después de La forma del agua (2017), una a medias inspirada reinterpretación de la fábula de la bella y la bestia, trabajo con el cual obtuvo cuatro de los 12 óscares a los que candidateaba, incluyendo los de Mejor Película y Mejor Dirección, podría considerarse entonces un merodeo biográfico, en cierta medida autocrítico, por la relación entre el propio realizador con la industria del espectáculo y sus engañifas para embobar al espectador.
En realidad se trata de un refrito de la película homónima de Edmund Goulding (1947) —clásico del “cine negro”—, basada también, como su antecesora, en la novela de William Gresham. Lo de refrito tal vez no sea demasiado exacto, puesto que entre ambas versiones son visibles marcadas diferencias. Comenzando por los 40 minutos agregados al metraje en la de Del Toro, el grueso dedicado a un alargado prólogo. Sí coincide la ambientación en una Nueva York decadente, entre el final del crack del 29 y el inminente estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Durante el preámbulo conocemos al protagonista Stanton Carlisle y nos enteramos de algunos episodios truculentos de su pasado. Tipo de mediana edad, asesinó sin pestañear a su alcohólico y violento progenitor dejando abierta, en pleno invierno, la ventana para que la hipotermia acabe con él. Una vez conseguido su propósito incinera el cadáver prendiendo fuego a la casa donde moraban. Luego de vagabundear durante buen tiempo Stanton resuelve iniciar un nuevo capítulo de su vida incorporándose a un circo ambulante regentado por el desalmado “Clem” Hoately, al cual no se le antoja reprochable reclutar excombatientes de la anterior conflagración bélica mundial en condición de calle y sumidos en la miseria y el alcoholismo para que se ganen unos pocos pesos devorando la cabeza de una gallina viva, o bien la de una serpiente para luego engullir su sangre, atractivo primordial del espectáculo ofrecido a una galería de gentes aterrorizadas/fascinadas, desencantadas, en definitiva, de la vida por un pesimismo incurable a consecuencia de las penurias causadas por la crisis económica y los temores ante lo que se viene.
Más o menos rápidamente, aunque el relato avanza muy de a poco, Stanton pasará de cargador a empleado de confianza del jefe y de allí a interpretar un número de magia, entretanto coquetea con la tarotista Zeena de cuyo marido, el mentalista Pete, se desembarazará, sin ningún remordimiento tampoco, para quedarse con su lucrativo libro de códigos, y la candorosa joven Molly que distrae al público entregando un vistoso número en el que deja a la electricidad circular por todo su cuerpo. Stanton, en realidad un vividor inescrupuloso, captará muy rápido que el mentalismo y el espiritismo no son otra cosa sino rancios trucos de magia mental que se valen de la credulidad de los espectadores y de códigos encubiertos en el lenguaje oral.
Convertido ya en un perito de esa modalidad de timo, en el segundo momento de la narración Stanton, resuelto a pasar a mayores, se marcha a Nueva York en compañía de Molly para embaucar a los neoyorkinos acomodados. Allí entra en contacto con la sicóloga Lilith, otra desaprensiva figura que pasará a ser su competidora aunque finja ser su cómplice, especialmente cuando el protagonista planea llevar a cabo una estafa en toda la regla al temible magnate Ezra Grindle, al cual le harán creer que pueden revivir a Dory, a quien liquidó obligándola a tener un aborto. Pero cuando al final de varias, muy caras, sesiones espiritistas Molly finge inútilmente ser Dory todo se desmorona y el último salto al abismo se precipita.
Tal cual ha sido constante a lo largo de la trayectoria del realizador, especialmente en El laberinto del fauno(2006), otro oscarizado emprendimiento de aquél, el mayor esfuerzo parece invertido en la cuidadosa ambientación visual de la película —menos ampulosa, es cierto, que en sus anteriores emprendimientos—, sobre todo en el diseño de producción y en la elección del vestuario, en el armado espacio-temporal, vamos, que vuelve a ser impecable y, por momentos, deslumbrante, aunque el relato sea bastante superficial en el abordaje de la marginalidad de sus personajes, a diferencia por ejemplo de Tim Burton, con el cual comparte algunas inquietudes sociales y de puesta en imagen, pero sin alcanzar a redondear esas inmersiones del género fantástico en el submundo de los excluidos, donde los monstruos alegorizan aquello que todos llevamos, mientras se pueda, encubierto bajo las apariencias.
Figurativamente, decía, la tarea del realizador cumple a cabalidad con la creación de una atmósfera agobiante gracias al manejo de la luz, a la elección de la música que ayuda a densificar ese clima que daría la impresión de conducir implacablemente a sus criaturas al pesadillesco callejón sin salida al que alude el título original del film (y de la novela).
Pero tanta ostentación visual, semejante barroquismo en la dirección de arte, no encuentra una base dramática de peso equivalente en el guion elaborado por Del Toro junto a su esposa Kim Morgan, historiadora del arte y crítica de cine, y tampoco en el ritmo adoptado para sacar adelante una historia que en varios momentos daría la impresión de habérsele salido de madre a la dirección tendiendo a estancarse, sin justificación alguna, en lastimeros monólogos, durante la primera parte, y en exabruptos, inflados igualmente sin sustento dramático, como es el caso de la reacción del millonario Ezra al caer en cuenta de que acaba de ser víctima de un vulgar cuento del tío, en la segunda.
En ese desbalance entre la meticulosidad de la parte visual y la recurrente inconsistencia del guion se encuentra la debilidad mayor de El callejón de las almas perdidas dando lugar a que el resultado general se vea como lastrado por una suerte de fatuo exhibicionismo calculado al extremo. Tal impresión se acentúa, por ejemplo, pero no solo en esas instancias, en el choque entre Stanton y Lilith, cuando las pistas que va dejando la narración para anticipar lo que vendrá enseguida son excesivamente toscas y repetitivas. Lo cual sumado a la ya dicha parsimonia en el avance de la historia, varias escenas y secuencias se estancan al borde de un exasperante aburrimiento, que acaba conspirando contra el disfrute de la obra.
Las falencias del guion resultan asimismo notorias en el abordaje de algunos personajes, el principal de los cuales insinúa una falta de convicción incongruente con la centralidad que se le pretende conferir como eje en torno al cual gira todo el asunto. Y algo parecido se constata en la elaboración del personaje de Molly, a menudo relegado a un segundo plano asimismo incoherente con el peso que debiera tener. Por lo demás, varias de las criaturas pierden repentinamente volumen cuando en la parte conclusiva del relato se concentra en unas pocas, dejando a medias la significación que sugerían tener en el tramo inicial. Si algo destaca en el rubro de la interpretación es la compenetración de Catte Blanchett con la figura de Lilith, muy por encima de sus colegas del elenco.
Retomo lo de los atisbos de pretensión crítica al sistema, y autocrítica, colacionados al comenzar. Aquella pareció quedar confirmada por las declaraciones del director mexicano a Los Ángeles Times: “La novela es absolutamente una acusación del sueño americano, los ideales capitalistas. Creo que Gresham llegó a una conclusión muy desilusionada sobre la forma en que está manipulado el sistema”.
Sin embargo, su adaptación inclina el peso de la balanza hacia las responsabilidades personales de individuos impresentables cuya ambición e insensibilidad son causantes de la sordidez que los envuelve, sugiriendo que en definitiva ellos acaban siendo responsables excluyentes de los dramas existenciales que afrontan, con lo cual el contexto queda dispensado de cualquier culpabilidad por la opresión que los fuerza a actuar como lo hacen. De tal suerte el sueño americano resulta en buena medida lavado de cualquier imperfección, quedando permeable a todo proyecto, siempre y cuando quienes apuestan sus fichas a ese paraíso prometido jueguen como se debe para hacerse de la fama y la fortuna que aguardan a la vuelta de la esquina.
Las ínfulas autorales del realizador le juegan en definitiva una mala pasada, dejando en pura insinuación las promesas con las que arranca este nuevo traslado a la pantalla de la novela de Gresham que así, centrando su énfasis en las cuestiones formales como el vestuario, los decorados y la arrastrada turbiedad de las situaciones, queda irremisiblemente muy por debajo de la adaptación de hace setenta y pico años, al igual que de algunos de los trabajos iniciales de Del Toro antes de acoplarse a los vademécums de la producción jugada a hurgar en el morbo del espectador a modo de una sesión catártica antes de regresar a la distopía cotidiana de un mercado resuelto a vender lo que sea y de la forma que sea.