Mi socio 2.0
Imagen: Producción Mi socio 2.0
Imagen: Producción Mi socio 2.0
El director Paolo Agazzi retoma la cinta de 1983 y brinda una secuela en que regresan los personajes que atravesaron el país en un camión
El agregado del 2.0 al título de la rehechura de la versión original de hace 37 años bien podría haber sido una opción para escapar a la sospecha de haberse contagiado de la agobiante pandemia de los remakes, o quizás un guiño a las legiones de adictos a cualquier cachivache digital, o, finalmente, un gesto irónico a propósito de ese tóxico contagio masivo. Tales eran algunas de las dudas que llevaba conmigo antes de ponerme a ver este reencuentro de Paolo Agazzi con sus criaturas de 1983, protagonistas de aquella entretenida película, uno de cuyos mayores méritos estribaba en la apertura de horizontes promovida por el director en el enfoque prevaleciente hasta entonces en el cine nacional, focalizado casi con exclusividad sobre la región occidental del país, al desplazar a Vito y su acompañante “el Brillo” por un recorrido que abarcaba varias regiones con anterioridad escasamente visitadas por nuestro cine.
Volviendo empero, luego de ver la película, a los interrogantes anotados líneas arriba, agregué otro: ¿y si lo del 2.0 aludiese en realidad a la adopción por la reciente producción nacional, comprendiendo ésta, del dron como su juguete predilecto? Y no es que los utensilios técnicos y sus usos sean, en modo alguno, desechables a priori. Todo depende de la dosificación, del sentido de oportunidad, y del adecuado encaje en el relato en tanto aporte para enriquecerlo. Más adelante volveré sobre el asunto.
Siempre es gratificante que un estreno nacional agite la taquilla. En el caso es, sin duda alguna, la nostalgia de quienes vieron el original la disparadora de la amplia acogida que viene teniendo Mi Socio 2.0. Pero desde luego tal motivación resulta ajena justamente a la generación 2.0, los llamados “nativos digitales”. De modo que se puede presumir una recepción diferente entre los primeros y estos últimos. Sospecho que los nostálgicos puedan sentir en varios tramos de la película una cierta decepción. Ocurre que el país ha cambiado y la película intenta adecuarse a ese nuevo entorno a partir de un guion mucho más pensado y trabajado, resignando a cambio la frescura y la espontaneidad que eran posiblemente las principales virtudes del primer recorrido.
Al mismo tiempo procura no dejar de lado referencias, verbales, visuales y narrativas a la trama de la hechura de 1983, buscando justamente no perder conexión empática con la generación de los “inmigrantes digitales”, lo cual obliga a introducir en el desarrollo de la historia apuntes, a medias equilibrados, con el sesgo policíaco, el típico de los thrillers, vamos, elegido para la nueva aproximación a Don Vito y “el Brillo”, interpretados por quienes asumieron entonces dichos roles y para los cuales el tiempo no dejó, lógicamente, de transcurrir, colocando al remake frente al desafío, igualmente superado solo a medias, de resituarlos en el país actual.
Don Vito, el antiguo camionero, vive en una suerte de autoexilio en Rurrenabaque, procurando hurtarle el bulto a los compromisos contraídos con uno de los rudos e impacientes mandamases del narcotráfico, negocio en el cual anda implicado hasta el copete. Entre tanto, su antiguo, improvisado, ayudante y compañero de viaje es ahora el boyante propietario de una empresa de transportes. Amén de haber mutado de rubro de ingresos, Vito dejó plantada a su familia con la cual perdió todo contacto. Pero se ve obligado a retomarlo con su hija, ahora llamada Camila —si bien originalmente portaba el nombre de Luisa—, encareciéndole acuda pidiendo ayuda urgente a aquel jovenzuelo que reclutó otrora en el camino de Santa Cruz a La Paz.
Ese itinerario es reemprendido, un tanto a regañadientes, por “el Brillo” en compañía de Camila, invirtiendo la distribución de roles: ahora el chofer es camba y la ayudante colla, lo cual da lugar a varios guiños verbales respecto a los prejuiciosos conceptos regionalistas imperantes aún en el país. Él anda afanado en cumplir con los plazos acordados con sus clientes en un trance de escasez de conductores, lo que lo obliga a hacerse cargo de transportar personalmente una carga, afrontando bloqueos y conflictos referidos por una voz en off. Ella no tiene el menor interés en volver a ver a ese mal padre que, supuestamente, los dejó en el abandono, si bien en una parada se enterará de pormenores que nunca le fueron comentados por su madre, los cuales absuelven en buena medida a Vito de los pecados que se le endilgaban. Dicha instancia esclarecedora coincide por lo demás con la reaparición del tercer protagonista, el principal tal vez, de la versión original: el camión, ahora ya muy destartalado, que da nombre a la película y a bordo del cual afrontarán los últimos tramos del viaje.
El relato oscila permanentemente entre los sobresaltos de Vito ante el asedio de los sicarios, bastante poco verosímiles, o más bien directamente caricaturescos, del exaltado narcotraficante, las incidencias de un desplazamiento que en la ocasión atraviesa raudo por El Alto y La Paz, con una pocas escenas casi de relleno, apurando el paso para llegar a Rurrenabaque —donde todo el mundo aparece de una u otra manera involucrado en el comercio de estupefacientes—, y las rememoraciones del primer viaje, mayormente diálogos apuntados a reflotar los recuerdos y reavivar la ya colacionada empatía nostálgica. La dosificación de esas tres vertientes argumentales es precaria, básicamente porque el género elegido para entremezclarlos no pareciera, se dijo, haber sido el adecuado.
Una de las claves básicas del género policial, del thriller dijimos, es mantener o, en la medida de lo posible, incrementar la tensión, normalmente echando mano de la acción, mostrada o sugerida siquiera. Y en general no se presta a los ejercicios introspectivos, no al menos en tanto activadores medulares del desarrollo de las historias. Y si algunos realizadores consiguen ese difícil equilibrio en algunas de sus obras, Eastwood digamos o Huston mucho antes, es fruto de una maestría narrativa inalcanzable para la generalidad.
En Mi Socio 2.0 la acción es episódica y el flujo narrativo resulta a cada momento entrecortado por secuencias dedicadas al día a día de Vito, a las rememoraciones del primer periplo o a los reiterativos sobrevuelos del dron sobre paisajes, caminos e imágenes urbanas, varios de los cuales son de igual manera rellenos prescindibles. Me detengo un momento más en el asunto del uso y abuso de ese vehículo aéreo no tripulado. Desde hace mucho se sabe que los planos, las angulaciones, los movimientos de cámara, agregan a las imágenes connotaciones que a menudo resultan racionalmente indiscernibles para quienes las observan, sin dejar por ello de inducir ciertas sugestiones en su apreciación de lo contado.
En ese orden de cosas el ángulo picado, que el dron acentúa al límite, aplasta, achica a las figuras distanciándolas del espectador, en definitiva, y magnificando, por contraste, los entornos en los cuales transcurre el relato. Y en el caso de la película de Agazzi tal efecto contradice la intención de revivir sobre todo los personajes, y sus recuerdos y, por ende, los del respetable. Ello para no mencionar los varios saltos de eje a lo largo del viaje, provocando asimismo una desorientación momentánea, no consciente tampoco, en el espectador, y sumando a la impresión de una progresión dramática entrecortada, que se atasca en varias instancias y no resulta adecuadamente sazonada por algunos momentos pasados de rosca en el juego con los sentimientos de la platea o en la carga crítica hacia la influencia del narcotráfico sobre todos los ámbitos de la sociedad, ejemplificada en el personaje del político candidato a presidente cuya inclusión en la trama resulta del todo forzada.
Tampoco el desenlace es convincente, puesto que la falsa bajada de telón, luego corregida por otra, daría la impresión de que el realizador se hubiese arrepentido de lo propuesto en el guion, introduciendo de apuro un segundo desenlace que deja abierta, por si acaso y según los datos de la taquilla, la eventualidad de un nuevo futuro episodio.
El desenvolvimiento del elenco resulta parejo, sin lucimientos sobresalientes — aunque sí cabe resaltar la faena de Romaneth Hidalgo en el difícil papel de Camila y el de Jorge Urquidi en el del capo—, ni desafinaciones notorias. La recuperación de la música compuesta por Alberto Villalpando para Mi Socio, versionada ahora por la Orquesta Sinfónica bajo la dirección del maestro Willy Posadas, es uno de los mayores aciertos de este emprendimiento, en general, salvo los yerros señalados, técnicamente correcto, que en el producto final no figura, a mi parecer entre las obras más relevantes de la filmografía de Agazzi, bastante por debajo de El día que murió el silencio (1998) y El atraco (2004), los dos títulos, siempre a mi juicio, en los cuales estriba el mayor aporte del director a la producción nacional. Sin dejar tampoco de volver a ponderar el aporte que supuso la primera Mi Socio en el modo de un llamado al cine boliviano para comprometerse con una visión más integral de la problemática pendiente de ser abordada por aquel, en concreto la entonces, y todavía hoy, inconclusa plena fusión regional.