Max, el príncipe del mercado Rodríguez
Imagen: Ricardo Bajo
Imagen: Ricardo Bajo
Ha vivido en la calle, ha tenido uno y mil oficios, el último es el cine en la película ‘El gran movimiento’
Don Max camina por el mercado Rodríguez como si paseara por los jardines de un palacio real. “¿Cómo está la reina de España?, ¿qué dice hoy mi marquesa?, ¿dónde está la baronesa y su milanesa? Dios me la bendiga, coronela, ¿no ha venido hoy su príncipe azul?”. Max Eduardo Bautista Uchasara tiene bajo el brazo recortes de periódico y se detiene en cada puesto para enseñar a las vendedoras una foto pequeña de la “premiere” de “El gran movimiento”, la multipremiada película de Kiro Russo, que ha aumentado uno más a sus múltiples oficios: actor de cine.
Esta tarde nublada y fría, don Max viste un terno plomo holgado con corbata negra y camisa blanca. Atrás ha quedado el viejo abrigo compañero, el palo que usaba como bastón y las enmarañadas rastas donde vivían sus “inquilinos. “Muchachos de pelo largo, muchachos de gran corazón” y canta una de los Awatiñas.
Las caseras lo piropean: “Qué lindo payasito, así nomás estáte, te felicito”. Max devuelve la cortesía con canciones románticas (el que canta, su mal espanta) y con chistes picantes que sacan colores y dibujan sonrisas en los pasillos abarrotados del mercado. “Aro, aro, aro, era un hombre que nació con tres huevitos, uno explotó y nació un pajarito”. Cuando nos tomamos un jugo en el puesto de doña Esther, Max pide uno de zanahoria. “Es para mi vista, ¿acaso has visto un conejo con lentes?”. El príncipe del reino del Rodríguez es un comediante nato.
Ahora tiene un flamante bastón. Camina rápido, luego lento, mueve el bastón en todas las direcciones, al más puro estilo Charles Chaplin. Se ríe luego a mandíbula abierta y monta su “show” exclusivo entre vendedoras de hojas de coca, naranjas, zapallos, tomates, pejerreyes del lago Titicaca y carnes del altiplano. Son sus dominios, es su reino.
Max va a cumplir 52 años este mes de abril. “Soy Aries, aunque yo siempre digo que en realidad soy Caries”. Y muestra los pocos dientes que le quedan después de pasar demasiados años viviendo y durmiendo en la calle. Ahora tiene un cuartito en la final Eloy Salmón donde lee y hace crucigramas. Le gusta leer: “Compro todos los días el Extra y El Alteño y los domingos La Razón”.
Vivió toda su infancia en el barrio de San Sebastián, en la calle Viluyo, una cuesta que sube desde la plaza Gastón Velasco hasta la Illampu. Y estudió en la Escuela Mariscal Andrés de Santa Cruz, en la calle Murillo. “Mi papá Eduardo, que luego se fue a Francia y formó otra familia, tenía una joyería; mi bendita mamá María Delia, que murió hace 22 años, era ama de casa y joyera también. Soy orgulloso hijo de una chola de Sorata, ella nos sacó adelante a todos: éramos tres hermanos, Víctor Hugo, Vladimir y yo y dos hermanas, Primitiva y Elsa. Ojalá los pueda volver a ver algún día”.
El niño Max padeció fiebre tifoidea y parálisis. Con los años también fue operado de la cadera por un cáncer. Es un sobreviviente. Estuvo casado durante cinco años y no tuvo hijos. “Siempre fui bien querido por las gorditas, de milagro estoy con vida”, dice entre sonrisas. De esa época conserva natural afecto por los niños y niñas que no tuvo. Para él, todas las pequeñas se llaman “mai leidi”. “La única vez que me he peleado con alguien fue cuando vi cómo maltrataba a una wawa en la calle, me armé de valor y a patadas lo agarré a ese padre abusador”, cuenta en un momento extraño de seriedad y lágrimas en los ojos.
El joven Max fue vecino de Villa Dolores antes de vivir en la calle, ora en los tambos de la Chijini, ora en “Villa Balazo” donde lo asaltaron una noche oscura para casi dejarlo muerto. Tiene más vidas que un gato.
El adulto Max ha trabajado de todo: ha sido aparapita, ha recogido basura, ha sido pastor de verdad, ha cobrado su sueldo en coca y leche; y antes de debutar como actor de cine, ya era artista. Por eso aprovecha todo lo que ve en las calles para hacer chistes y por eso las caseras de la Rodríguez le llaman con ternura “payasito” porque hace reír y se porta bien. “Max me vale”, dice pícaro.
Es un asiduo, desde hace unos años cuando se le apagaron las ganas de vivir, de la iglesia “Asambleas de Dios”, cerca de la plaza Riosinho. Cree en Dios quizás porque ha visto al demonio muchas veces, en noches de insomnio entre los puestos de venta. “Una vez en el callejón Belén estaba con el viejo cuidador del mercado, don Licnio, a las tres de la madrugada; estábamos acullicando coquita y con nuestro Caimancito para soportar el frío. Era el primer viernes de agosto y junto a un viejo árbol, hemos visto unos ojos grandes y rojos como los de la diablada y una boca con colmillos. Vete, vete, la próxima vez si nazco te voy a hacer picadillo, no me conviene perderte, me ha dicho mirándome de frente. He corrido tanto que he aparecido en la Garita de Lima; el susto es más fuerte que la carrera”.
Ha recibido el impacto de tres rayos. La primera vez estaba cuidando vacas camino a Palca. “Un rayo me ha caído en la cabeza y otro ha fulminado a una vaquita dejando a su torito amartelado. Me he levantado más fuerte. Luego me han dicho que en esa zona de pastoreo siempre caen rayos. Vos eres a partir de ahora un resucitado, un escogido, serás un mirador de suerte”, le dijo el dueño del ganado. Y así, Max añadió un nuevo oficio a su “ridículum viditay”: yatiri, brujo, adivino.
La segunda vez que le cayó un rayo estaba cerca a Ventilla y la tercera, caminaba por las Siete Lagunas. “Me gusta ser el más paceño de todos los paceños, por eso hago caminatas por todos los barrios, por todas las laderas. Mi zona favorita es el Valle de las Ánimas. He ido al Lago 75 veces, por Tiquina, por Peñas, para conocer el lugar sagrado de los incas. Cuando me cayó el rayo por tercera vez, cerca de la segunda laguna, una vaca se ha hincado a mis pies y tras despertarme he comenzado a hablar en una lengua extraña”. Es el idioma sanador del personaje de “El gran movimiento”; es una mezcla de romaní (gitano) y dialecto antiguo en árabe. Max es un sabio que viene de lejos, de otro tiempo, de otro lugar.
El bosquecillo de Pura Pura también fue su hogar durante mucho tiempo. Hay que saber por dónde caminar, especialmente de madrugada, y andar con palo siempre para esquivar ataques de los perros en jauría. Max ha visto gallos futbolistas, cogoteros de mala sangre, rieles de tren que te llevan al averno y hermosas damas vestidas de blanco con garras de cocodrilo en mitad de la noche oscura. “Ahí solo me salvaba mi linternita para no caer en los barrancos, para no caer en la tentación”. También lo salvó una pequeña radio. Y entonces vuelven los chistes: “Mi emisora favorita es Radio Pasankalla, la voz del poroto”.
Hemos tomado juguito, hemos dado vueltas por todo el mercado y es hora de morfar. Antes, hago la pregunta del millón: “¿cómo te puedes acordar de los nombres de todas las caseritas? No le pelas ni uno”. Max llama a todas las vendedoras por su nombre, después de decirles por supuesto “reina de España”, “marquesa”, “baronesa y su milanesa”… Max no contesta, solo se ríe orgulloso enseñando los pocos dientes que le quedan, con su bolo de coca a un costado. Deben ser los crucigramas, la “culpa” debe ser de los crucigramas, pienso. Tras un largo silencio, suelta otro chiste de los suyos, siempre jugando con las palabras: “si alguna vez me ves por el piso, alzheimer pues”.
Sin más preguntas, nos vamos a “donde don Pedro”, el restaurante sin nombre que sale en la película “El gran movimiento”. El dueño nos recibe afectuosamente y Max comienza a hablar con todos los comensales, especialmente con las mujeres. A todas les enseña el recorte del periódico Extra donde sale bien elegante junto al elenco del filme. “Vayan a verla pues mis princesas, el miércoles es dos por uno en el cine”. Después de cascarle una humeante “jakhonta” nos chocamos con “Mama Pancha”, la caserita que se roba el show en la “peli”. Está vendiendo sus tomates y pregunta a Max cuándo van a dar la película “completa”. Francisca Arce de Aro, “Mama Pancha”, quiere ver las escenas que quedaron fuera del metraje hasta que Max le explica, como si hablara a su bendita madre, que ya no se verán.
Cuando ya nos vamos, un cuate stronguista nos saluda. No me perdonaría si no hago la pregunta: “Max querido, no me vas a decepcionar ahorita, ¿de qué equipo eres?”. Responde rápido y veloz: “del viejo y peludo Strongest; por el “Chocolatín” Castillo, soy gualdinegro, cómo jugaba don Ramiro, ¿no ve?”. “Yo también soy” —y antes de poder decir “del Tigre”— don Max me da un abrazo de oso. Antes de la despedida me regala un sueño: “Tengo muchos cantantes favoritos, Perales, Abba, Boney M, Amaya, Los Kjarkas… pero me gustaría cantar un día un tema con la más capa de todas”. ¿Enriqueta Ulloa?, le digo. Doña Gladys Moreno fue la más grande de todas pero ya murió. “Con Zulma Yugar, qué mujer, tan sencilla, con semejante voz, con ella me gustaría”. Y entonces Max se pone a cantar otra vez, para espantar a todos los demonios, a todos los rayos. Lo hace saludando a la última reinita, a doña Flor y sus hojas de coca: “como luceros de amor, bajo la luna y el sol, hay un dios en cada niño de mi pueblo que es la esperanza de los nuestros, cruz olvidada de los tiempos”.
Entre los puestos abrigados del Rodríguez, lo veo caminar ayudado por el bastón, a lo Chaplin Y no puedo dejar de admirar al príncipe de este reino.