Elvis
Imagen: Internet
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La película del director australiano Baz Luhrmann recurre a un ritmo frenético para retratar la vida del ‘Rey’
CINE
Aún a los más apasionados fanáticos de la montaña rusa les resultaría insoportable trepar y caer sin pausa durante 2 horas y 38 minutos. Pues bien, una experiencia de esa naturaleza es la propuesta a compartir del director australiano Baz Luhrmann (Sidney/1962) —ponderado por algunos sectores de la crítica como uno de los directores sobresalientes del presente—, so pretexto de una biopic dedicada al, con puntería, denominado “Rey del rock”.
Aun cuando lleva 30 años en el oficio, la filmografía de Luhrmann se reduce a media docena de títulos, escasez atribuida por sus admiradores al hecho de que, además de director, suele ser el responsable de los guiones, la fotografía, la banda sonora y el diseño de producción de sus realizaciones, entre las más destacadas de las cuales se nombra a Moulin Rouge (2001) y El Gran Gatsby (2013). Consideración a millas de distancia por cierto de la unanimidad: no escasearon recensiones cuyos autores definieron al primero de los dos títulos como mamarracho.
Es cierto que Luhrmann posee un estilo propio, escorado casi siempre hacia el exceso autoindulgente, y sería absurdo, si ese se le antoja el formato preferido, pedirle que deje de lado tal manera de afrontar la puesta en imagen de sus trabajos. Pero entonces cabe preguntarse si aquella era la más adecuada para incursionar en la trayectoria de Elvis Presley. Cuestión de manera alguna secundaria, puesto que entre los primeros interesados en absolver los interrogantes de tal índole debieran figurar aquellos cineastas empeñados realmente en configurar una “obra de autor”, que en caso alguno puede plasmarse sin empatar de modo armónico el cómo con el qué.
En verdad, durante buena parte del interminable metraje de Elvis —de bloquear la tentación de echarse de tanto en tanto una siesta se encarga el innecesariamente frenético tránsito de unas situaciones a otras— queda claro que a Luhrmann, Presley le valía un cacahuate. ¿Será que debido a ese desinterés optó por montar su desnatado espectáculo exhibicionista en torno a las cavilaciones del “coronel Tom Parker”? Entrecomillo grado y nombre puesto que en algún momento se supo que ese sujeto desalmado y manipulador, adicto a las apuestas, deudor impenitente, que fungió como mánager de Presley a lo largo de toda su carrera, no poseía título castrense alguno dada su nacionalidad neerlandesa y ni siquiera apellidaba Parker, pues respondía al nombre de Andreas Cornelis van Kuijk, amén de haberse llenado los bolsillos hasta entonces como empresario circense, enmascarado en una falsificada nacionalidad estadounidense.
Pues bien, la trama arranca con el fondo de una reflexión en off de “alias” Parker, quien luego de sufrir en su oficina un desmayo, que lo estacionó en la orilla del óbito, recobra un poco de conciencia en un hospital de Las Vegas donde recuerda que acaba de ser blanco de varios artículos periodísticos los cuales lo tildaban de taimado estafador y de haberse aprovechado de su representado, hurtándole el 50% de las ganancias que obtenía en sus actuaciones y forzándolo a hacer lo que le ordenaba y no aquello que a Elvis le gustaría hacer, convirtiéndolo en suma en una suerte de títere manipulable. El moribundo Parker cree, de acuerdo a los guionistas, necesario aclarar las cosas, o terminar de falsificarlas si somos más precisos. Sus dichos y las confrontaciones con Presley pasan pues a ser los ingredientes esenciales del desabrido conflicto dramático de la historia (de la construida por el realizador desde luego).
Que la película eche toda la culpa al sinuoso “mánager” por los tropiezos en la carrera de Elvis, aun cuando por momentos desliza la contradictoria idea que fue él quien encaramó al personaje en los primeros planos de la notoriedad universal, es de igual manera un antojadizo recorte de una realidad cuya complejidad escapa por entero al alcance de un director que en la oportunidad acaba malversando los pocos créditos con los que todavía contaba.
Ya que mencionamos el guion, mayormente desperdigado y esquemático, valga decir que si en algo acertó su cuarteto de autores fue en los tramos en los cuales el relato nos transporta al despertar de la vocación del personaje durante su niñez en Tupelo, humilde barrio obrero de Mississippi, cuando colándose en las carpas donde los músicos negros amenizaban, por así decirlo, las ceremonias religiosas, quedó prendado del ritmo de los blues, el góspel, el rhythm, la música country y otros géneros allí llevados a la perfección, los cuáles más tarde combinaría para, a partir de 1955, inaugurar un momento clave en la historia del rock and roll. Que un músico blanco hubiese dado con el modo perfecto de mezclar esas vertientes de origen afro fue la constatación más palmaria del talento musical innato de Presley. En algún momento también se creyó que ello validaba la figura de aquél como uno de los paladines de la lucha contra el racismo, falsedad con la cual comulga Elvis, pasando por alto, entre otros datos, su entusiasta apoyo a Nixon, quien supo instrumentar políticamente tal simpatía. Omitir semejante “detalle” parece una grave inconsecuencia en el enfoque de la película, que por momentos simula, nada más que eso, cuestionar la transformación de Presley en un lucrativo producto comercializable por la industria capitalista del entretenimiento y por el conservadurismo aferrado al poder.
El desinterés del director por el costado humano de Presley, por su estrafalario y borrascoso recorrido existencial, interrumpido en 1977, cuando contaba apenas con 42 años, resulta inocultablemente evidenciable en la ligereza, fruto de un apresuramiento sin sentido, con la cual Luhrmann aborda algunos episodios cruciales de ese paso por la vida: la relación edípica con su madre y la tragedia que para Elvis supuso su muerte; la debilidad mental de su padre, que acabó dejándolo a disposición de las jugarretas del turbio “Parker”; la conflictuada relación con su esposa Priscilla, mucho menor que él, así como con la hija de ambos; finalmente el hondo pozo depresivo en el cual cayó durante sus últimos años de vida, preso de una obesidad descontrolada y adicto a las anfetaminas y tranquilizantes, cuyas sobredosis acabaron matándolo.
Algunos de tales episodios fueron exhibidos en los más de treinta largometrajes, en muchos de los cuales el propio Presley participó, o bien estuvieron inspirados en su idolatrada figura, así como en varias series y documentales para la pantalla grande o chica. Ello no hace otra cosa que ahondar las sospechas acerca de los motivos por los cuales el director australiano juzgó necesario sumar otro, fallido, intento biográfico.
Tales dudas son alimentadas por el infatuado estilo narrativo elegido para ponerlo en imagen, traveseando con recursos que inflan la impresión de sinsentido del emprendimiento apuntado en definitiva apenas a engrosar la insaciable egolatría del realizador. Cortes abruptos que interrumpen las canciones, una sola se incluye entera, cantidad exigua para un film que se quiere mostrar enrolado en el género musical pero acaba mimetizándose en el sin-estilo de los videoclips.
El uso discrecional de otros ingredientes de mera pirotecnia visual: la pantalla dividida, la cámara lenta, los textos sobreimpresos, las superposiciones, los atolondrados zooms de acercamiento y alejamiento, todo como parte de una prisa, de una hiperquinesis, carente de toda significación dramática o expositiva también dan la impresión de responder apenas a caprichos personales igualmente ayunos de cualquier derrotero. O bien, como es propio de los mencionados videoclips, la impaciencia expositiva, una compulsiva impaciencia para dejar que el espectador deje de serlo pasivamente interactuando con lo mostrado y más bien se acostumbre a las significaciones predigeridas.
La personificación de Elvis le fue encomendada al galán Austin Butler, de escaso parecido físico con el presunto biografiado, quien se las arregla empero a su manera imitando las sensuales contorsiones pélvicas del personaje, que enloquecían a las plateas, femeninas especialmente, sin dejar de ser consideradas escandalosas en tiempos en los cuales todavía una moralina hipócrita barnizaba en gran parte las opiniones públicas más conservadoras. Y finalmente, vista la película, se pensará que siendo evidente cuán poco le interesó a Luhrmann aproximarse al ser humano, apostando a juguetear con el mito, poco importaba que el doble de Presley se pareciera nada al original.
Componer al antagonista del asunto, Parker claro, fue la tarea asignada a Tom Hanks, encajándolo a la mala por primera vez en su carrera en el rol de un villano hipercaricaturesco. El resultado es patéticamente malo, no solo debido a que a Hanks se lo siente incómodo con las varias capas de maquillaje y los muchos kilos de prótesis que se ve obligado a llevar encima, más bien, sobre todo, porque su encarnación consiste en, la imposible faena, de dar vida a un estereotipo de gestos forzados al extremo y dichos expresados con un no menos artificioso acento extranjero.
Para resumir, rápido y conciso: imposible encontrar en los casi 150 minutos de metraje de Elvis instante alguno de intimidad, pausa o sobriedad, dado que Luhrmann juega todos sus peones a la grandilocuencia, al ruido, a la transitoriedad, útiles quizás para destripar un mito, pero en caso alguno si se trata de empatizar con una persona. La inflación figurativa acaba nomás resultando tan perjudicial y encabritante como la otra (Ud. sabe a cuál aludo).